jueves, 25 de agosto de 2011

Sobre CÓMO ESTAR JUNTOS


El sábado fui a ver CÓMO ESTAR JUNTOS, de Diego Manso –dir Luciano Suardi-, a El Camarín de las musas (Mario Bravo 960, tel: 4862.0655). Viernes 21 hs.

Gamerro: Malvinas y Soledad

Una enorme idea, una cruel metáfora (entre muchas grandes ideas y metáforas crueles) habita la novela Las islas[1], del escritor argentino Carlos Gamerro –cuya versión teatral a cargo de Alejandro Tantanian se estrenó este año en el Teatro Alvear-: las hijas mellizas de una de sus protagonistas, frutos de la perversa relación entre torturador y víctima durante la dictadura, son dos simpáticas nenas mogólicas que no pueden llamarse de otro modo que Malvina y Soledad. El trauma ha parido, para siempre, una generación perdida, suave, insolvente y menor, condenada de antemano a una corta vida sin fruto ni conciencia (o al menos, sin capacidad de comunicación de su interioridad mediante el lenguaje). La novela de Gamerro es la gran novela (una de ellas) de la Argentina de los noventa, y configura en imágenes inolvidables casi todos los esquivos tópicos de la sombra y la derrota, el tabú, el trauma, lo innominable, la imposible memoria, la expresión de una generación en síntoma y, por supuesto, el talento. La novela se publica durante la silenciada declinación del menemismo, cuando gracias al impulso de las publicaciones de autor la Nueva Narrativa Argentina comenzaba a pronunciar lo que el tabú había impedido, y es una de las huellas firmes de la inflexión; ambientada en 1992 –auge del menemato-, remonta su memoria al nefasto ‘82 y convoca a sus fantasmas, en forma de ex combatientes, a merodear Puerto Madero por las noches.

Doce años después de Las islas, Cómo estar juntos, de Diego Manso, retoma y sostiene, consciente de sí, aquel viejo tópico generacional: los hijos del trauma son silencio, incapacidad y anticipada condena.

Síntesis Argumental

Angélica, antigua viuda exiliada que ha retornado, cuida aún de su hija Nina, mujer adulta, débil mental y encerrada en su silencio. La López, vecina, aporta el único plan que puede garantizar un futuro, en la declinación física de su madre: juntar a la incapacitada con un par.

La dupla

En Cómo estar juntos el binomio es femenino/masculino y contrastante: contrapunto del silencio, el muchacho verbaliza lo que no debe decirse. Ambos accionan poco, y de allí proviene en términos dramáticos la enorme energía de la acción. Pulsiones primarias, descontrol sexual y minusvalía, lo que queda claro hasta la temible resolución es la pura incapacidad que ha engendrado la historia. En tanto los discursos intercalados, una suerte de “monólogos de interlocutor mudo”[2] a cargo de la madre, son discursos de la nostalgia, el presente se diluye y el tiempo que transcurre, literal y metafóricamente, sólo es el lapso que separa de la muerte.

Cómo amasar ravioles: tres lenguajes para un destino diverso

Los parlamentos de los personajes (a excepción de los jóvenes) en Cómo estar juntos están fuertemente estilizados: su sintaxis, su vocabulario, su ritmo, sufren una explícita elevación de registro y se trastocan en una suerte de literatura que, como en la tradición del teatro en verso, tensa y contradice la naturaleza de la acción y la ficción. En la larga tradición costumbrista de nuestro teatro, y posteriormente, en el hiperrealismo de ciertas zonas del teatro de Buenos Aires de los últimos quince años, difícilmente se amasen ravioles sin enfatizar o señalar la “verdad” del amasado. Lo más probable es que la línea de representación ficcional esté acompañada de lo que la literatura dramática de cada época considera un registro coloquial del habla, una entonación natural y, sobre todo, un destino gastronómico de la acción –la Nona mangia, mangia y no sería “la Nona” si su comida no fuera tan real como el registro de costumbres coloquiales del lenguaje porteño de los 70-.

Cómo estar juntos no opera así.

El énfasis está puesto en la metáfora, en señalar que hay un sentido tenso que desmiente, para bien o mal, lo coloquial. El amasado señala lo que no se amasa, es ficcional en el borde, es “casi” un amasado, como la vecina es “casi” una chusma, como su verborragia es “casi” su lenguaje, pero nunca deja de señalar un autor. De esta tensión poética, la obra obtiene lo mejor –su permanente sensación de auto sacramental, de ritual de sentidos y elaboración poética-, y también su exceso –la frecuente sensación de autoridad, ese leve hálito de alegoría-.

Pero hablábamos de tres lenguajes. El segundo es la contracara del primero: tanto el silencio de Nina como la verborragia del muchacho interrumpen la estilización y muestran crudamente el dominio dramático de lo natural; indican que la tensión verbal estilizada de las vecinas es, por contraste, una decisión de autor – y el diálogo entre los dos jóvenes es de una eficacia antológica-.

El tercero lleva la estilización hasta la deformación expresionista. El melancólico -y en los monólogos de Angélica, mesurado- drama se torna farsa. A cargo de la extraordinaria Maitina De Marco, el exceso verbal se vuelve parodia. Parodia de sí misma, la melancolía de Cómo estar juntos contiene, notablemente, su propio antídoto antes del final.

Terapia

En la última reseña (Sobre El Box, de Ricardo Bartís, click aquí) retomamos la noción de un teatro “terapéutico”, tradición de buena parte del realismo del siglo veinte. Se trata de aquel teatro que indica durante la mayor parte de su relato que hay una verdad traumática no dicha asolando la parte en sombras de la acción dramática, acción que se tensará –y he aquí el arte del buen dramaturgo- hasta permitir que un quiebre exprese, en el clímax, esa verdad en la palabra. Los personajes, finalmente, dicen lo que callaban –por no saberlo, por haberlo reprimido, por haber intentado obturarlo-. De allí a la cura, la redención (o “el mensaje”), solo quedaba el final. Esta estructura ficcional de “encuentro personal” conduce a Johnny a verbalizar su vergüenza y a Frankie a decir la violencia ejercida sobre ella (ver Sobre Frankie & Johnny en el claro de luna, click aquí). En ese punto, el Albee de Un delicado equilibrio juega aún en sombras; El box contradice el trauma con la enérgica fiesta; Spregelburd en Todo (click aquí) utiliza la verborragia para indicar que en el silencio hay miedo y verdad, pero que no es ni la verdad ni una verdad, puesto que es innombrable.

Diego Manso y Luciano Suardi, en Cómo estar juntos, verbalizan el trauma: luego de años y años y años de velar las armas, se dice dónde están y se vuelve a pronunciar aquello que debió haberse silenciado, el amor prohibido y su persistente fidelidad. Se trata de la vieja “escena obligada”, la concesión al relato que, no obstante y sabiamente, es contrapuesta –y tal vez desactivada como sanación- por la sugestión inquietante, terrible, de la imagen final.

El padre es una canción

Papá muerto. Papá ido. Aquel militante de los setenta. Una canción triste, previa a la muerte, que nos pone alegres. Como estar juntos, notable y bella reedición de las literaturas del trauma, fue seleccionada para el Festival Internacional de Buenos Aires 2011,y podrá verse en sus funciones regulares de su segunda temporada en cartel hasta el mes de noviembre.


[1] Ediciones Simurg, 1998

[2] Para ampliar este concepto, puede leerse en este mismo blog la reseña sobre La gracia, de Lautaro Vilo, click aquí

jueves, 18 de agosto de 2011

Sobre EL BOX


El sábado fui a ver EL BOX, de Ricardo Bartis, al Sportivo Teatral (Thames 1426, tel: 4833.3585). funciones viernes y sábados 22 hs.

El desvío

El teatro como un eco, la oscura ausencia mitos organizadores para una lectura de la Historia, siempre presente, y “el desvío” se leen en las reseñas y en el programa de mano, antes y mientras guitarra, acordeón, maraca invitan a una fiesta declarada imposible. Lo casi imperceptible sucede después. Las primeras palabras de un discurso teatral suelen ser esquivas a la percepción y a la memoria; más aún si son leídas, más aún si se superponen como un susurro al eco de la música. Pero el desvío es trascendente.

En esa extraña biblioteca cruzada con gimnasio, Pablo Caramelo (Aníbal) lee un fragmento de las Bases de Alberdi como si fueran de Sarmiento, declarando que son de Sarmiento. Se lo oye como un eco, apenas. No sabemos lo que dice. Incluso me pregunto si escuché bien, si la asociación Bases / Sarmiento no es un desvío de mi propia percepción.

Las Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina, son (fueron) la explicitación del mito de una república, aquella que sobre la barbarie y a fuerza de matar gauchaje e indiada, propuso civilización; la república del “gobernar es poblar” (con europeos civilizados sobre los cuerpos y territorios de los cabeza).

El box linda la biblioteca. En los ecos de todo lo que pasó y es pasado y decadencia, Sarmiento es Alberdi. Y La Piñata una mujer que combatió con varones y fue, como en todo mito fundacional –es decir, patriarcal, es decir “patrio”- violada.

Síntesis argumental

En un viejo gimnasio de box, lindero a una breve y arcaica biblioteca, Maria Amelia "La Piñata", ex boxeadora, prepara junto a su maltrecho marido una fiesta de cumpleaños. Los invitados, como el box, como el trauma, como la vida mítica de un país, no pueden no ser pasado.

El pasado es este gato doméstico

La dinámica de la añoranza es la de un gato doméstico: encerrarlo, hambrearlo, provocarlo, lo convierte en una fiera.

Bartís sabe de rituales de violencia (como el maestro de dramaturgos Mauricio Kartun llama al teatro). Sobre el manso molde de la evocación –te acordás, hermano, de Nicolino Loche, cafetín de Buenos Aires, Luna Park y el viejo barrio, Bonavena- vuelca la energía de su teatro y hace de la derrota un festejo imposible, explosivo y final. El box es una de sus obras más breves. Consiste, casi exclusivamente, en la explosión de esa añoranza, contigua a una rara, notable y jocosa verbalización “anti-psic” del trauma: una puesta en palabras que no cura y cuyo disparo redentor jamás sucede[1].

Técnicas vigentes

La técnica de actuación que promueve Bartís desde fines de los ochenta es una técnica muscular, energética, en sus propias palabras: “una situación de carácter orgánico. Hay cuerpos, organicidad corporal, sangre, musculatura, química, energías de contacto, que se van a poner en movimiento. Lo otro, el texto, es una excusa para eso […] Son las posibilidades de múltiples combinaciones en el relato, el relato de lo que se está diciendo, el sentido, el sentido de por qué se actúa, de lo que está en juego, el contacto con el otro, la competencia casi deportiva de ver hasta dónde jugás, hasta dónde soportás el juego de la actuación” (Cancha con niebla, Ricardo Bartis, 2003)

Los actores juegan ese juego de estados mentales y corporales de riesgo sobre la malla de contención de un texto que se repite función tras función. Ese texto-excusa, por ende, no es el resultado de una improvisación actual, sino de una reedición que bien podríamos llamar dramaturgia (palabra ausente, políticamente ausente en el programa de mano). En este caso, la máquina de la dramaturga se enlentece. Viene a plagarse de la lenta decadencia de monólogos intercalados –cada personaje, prácticamente, tiene el suyo-; monólogos evocativos, añorantes.

Clásicamente teatral, el monólogo evocativo oculta la herida aún sangrante del pasado. Es, justamente, lo no dicho lo que impregna a lo que se dice de tensión. ¿Cómo fue el pasado, si lo que puedo enunciar oculta la energía que lo domina?

El pasado es ese pecado que no se puede nombrar.

El pecado que se puede nombrar

Y cuando se nombra se cura, diría el teatro terapéutico. La tensión se resuelve en la enunciación de una verdad. Y aquí, a mi juicio, gana el talento y la decisión teatral. Porque Bartís propone, fiel a sí mismo, una energía que contradice, desde la musculatura de la actuación, esta premisa del realismo.

No. La violación se narra con algarabía. “La hice mujer”, festeja el abusador, en presencia de todos. La venganza es inútil, es un arma cargada en manos de un pusilánime, es la no-reparación, porque esa patria es un intento fallido, sus papeles de colores, una fiesta de fantasmas.

Bonus Track: de qué hablamos cuando hablamos de video

Pocas obras ganan teatralidad (o al menos la mantienen) con la incorporación de proyecciones. La tentación de muchos directores por resolver desde allí no los exime de la ley perfomática del teatro que, al exponer registros audiovisuales, disuelve a los actores las aguas del playback o, en el mejor de los casos, los tiñe de colores semi bizarros e infantiles como los del karaoke.

Una de las salidas es el comentario distante e irónico. Visto en la extraordinaria Harina, de Podolsky y Tejeda (click aquí), aquí retorna de otro modo en el talento de El Box. No tanto cuando pretende poetizarse en imagen (Muhammad Ali sobre el vestido turquesa), sino cuando simplemente se deja observar, patético e inasible como el sueño de grandeza, en las paredes imposibles de la fiesta.


[1] Contracara de la idea de teatro terapéutico, presente en las formas más tradicionales del realismo de “encuentro personal” (para ampliar, ver Sobre Frankie & Jonnhy, click aquí )