viernes, 26 de julio de 2013

Sobre EL INVERNADERO, de Luis Cano



El sábado 20 de julio fui a ver EL INVERNADERO, de Luis Cano, a NoAvestruz (Humboldt 1857 Tel: 4777-6956). Sábados 20 hs.

Pulsión de muerte
Recuerdo el colectivo 133 en el que leí, hará unos veinte años o más, el artículo de Sigmund Freud Más allá del principio del placer. Lo recuerdo emocionalmente, separado de los conceptos que mutan a lo largo del tiempo y de sus disputas con otros conceptos. Recuerdo esa sensación destellante de epifanía, que hace juego con algunas pocas más, en las que reverbera la emoción de la memoria: la intuición del extraño todo que está más allá de lo binario, leído en alguna glosa de filosofías orientales; la súbita comprensión del concepto de “valor” en el signo saussureano; el lento descubrimiento de la entidad doble del actor teatral y, mucho más atrás en el tiempo, la tardía comprensión de lo abstracto en una fórmula matemática que reemplazaba, para mi asombro, cualquier número por una sola letra minúscula del alfabeto. 

Regreso al colectivo. Aquel joven lector, ajeno a la secta psicoanalítica, saboreaba el sentido de la vida orgánica que quiere volver a lo inorgánico, que quiere repetir y permanecer; lo hacía con la certeza de que eso explicaba, a través de la paradoja de la muerte, la constancia de la vida. Excede el propósito de esta reseña sobre El invernadero, de Luis Cano, la exposición de la teoría freudiana, pero viene a cuento porque se trata de la recurrencia, tanto en la vida como en el teatro, del tema y los procedimientos de la reiteración: la fijación de un acontecimiento, de una conducta, de un afán irresuelto y doloroso, tal vez destructivo, a lo largo de los años y de la vida. 

Lo reiterativo es, desde el punto de vista de la progresión de la acción teatral, una pulsión de muerte: paradójica negatividad. Instaura un ritual, que es una de las formas atávicas de la teatralidad, pero a la vez, le impone el peso de lo insoportable[1]. Y de allí se sueltan los vectores de la progresión, del cambio, de lo inesperado. En la obra que reseñamos, la infancia, la muerte, y el padre son los elementos fijos a los que una y otra vez recurre la obra desde el omnisciente punto de visto de su narrador. 

Síntesis Argumental
Con la atención fija en su vivencia interior, cuyos códigos de escape no logra descifrar, un hijo reingresa insistente al territorio ficcional de sus recuerdos –el invernadero como un refugio, desplazado a la sala dominada por la madre- e interpela las imágenes y discursos de sus mayores. Lo material se deshilacha. Es, simplemente, teatro. 

El eterno niño desamparado
La vivencia interior de la temprana infancia no tiene palabras para expresarse, y no puede ser elaborada por un discurso propio. En el mejor de los casos, logra insertarse en la madeja social de significaciones porque los adultos miran, advierten, le ponen palabras. En la mayoría de los casos, esa mirada no existe: los adultos estamos mirando a otro lado. Y por lo general, ese otro lado es aquel en el que buscamos la clave de aquello que quedó sin ser expresado en nuestra propia historia personal. En palabras de Luis Cano: “¿Cuánto tiempo hace que repetimos este momento? Esto que empezó y siguió pasando. Porque insistimos…” 

¿Y por qué insistimos? Pregunta. Respuesta: no podríamos hacer otra cosa. Fuera de nuestro mundo público, o tal vez y mejor dicho, dentro de nuestro universo privado, nuestros fantasmas se nos pasean delante  nuestros ojos, enunciando aquello de lo que no podemos escapar. Esto es, para bien o para mal, El invernadero.

Delimitaciones del espacio / tiempo
La obra se propone como la enunciación ficcional, aceptada como “teatro” por el propio narrador, de una vivencia recurrente, que es calidoscópica:  es casi la misma, pero dispuesta de múltiples maneras, mostrando en los intersticios de su redundancia  los quiebres que le podrían dar sentido. Es el hijo sin tiempo en sus refugios: un invernadero, cruzado por la terca persistencia de la madre, que se adueña, con sus enormes fauces que ya tragaron al padre, de lo que queda del hijo: el salón (o el recuerdo) de la vieja casa de la infancia, a la que de tanto en tanto retornaba el padre, y por la que ahora sólo circulan palabras, y un puñado de dinero.

El espacio dentro del espacio está delimitado por la iluminación y por la planta escénica: esa interesante alfombra orgánica sobre la cual, para ingresar, se realiza un extraño ritual. Allí, el tiempo está también delimitado por el discurso del protagonista: relato a público, interacción con los otros personajes. Esa norma es sólo suya. Padre y madre están encerrados dentro de la “cuarta pared”. No obstante, en el rasgo más interesante del armado de ese personaje, la madre articula dos planos de discurso: la palabra explícita, al hijo, y el comentario en tono bajo, desopilante y notablemente significativo, que lo glosa. 

Ese expresivo mecanismo contrasta con el cuerpo de la actriz, y con los cuerpos de los actores. Sin objeciones para lo que emite, por edad, por imagen, y por la disciplinada conducta de Enrique Dumont, no termina de “hacer sistema” la representación de la madre añosa en el cuerpo enérgico, joven, de una gran capacidad cómica, de Analía Sánchez, una muy buena actriz que dispara hacia otro orden de realidad el recuerdo y presencia que la obra le propone. Curioso casting para un texto esquivo, que depara desafíos, ilusiones, obstáculos, y un gran potencial en la, a mi juicio, mejor figura de la composición. 

El padre en su gloriosa estupidez          
Creo yo que el mayor acierto de esta puesta es la exposición de esa imagen de padre:  a contrapelo de las grandes imágenes del poderío paterno (aquellos enormes fantasmas del viejo Hamlet y, más acá, del padre de Kafka, del padre del Amadeus), la sencillez borderline de la criatura encarnada por Federico Marrale logra romper lo esperable. Es como si, rasgando la recurrente queja del narrador de las vivencias de su refugio, ese padre fuera otra cosa, a la que uno llama todo el tiempo, desde la platea, con el deseo de que vuelva y nos muestre su insólita sonrisa detenida, su permanente humedad, su paradójica muerte, su no respuesta, su canción. 

Bonus track: la queja y el temblor
Es como si dijéramos: la constancia de la queja, cuando no arriba al humor, puede ser causal de enfermedades. Desde el punto de vista del complejo armado de la obra, la constancia terca en la queja del hijo resta lo que, buenamente, suman el humor de la madre y la insólita estatura bizarra y pregnante de la imagen de padre. Hay empate. Suena el piano. Comienza y termina la función.



[1] Y absolutamente necesario. En las dos escrituras teatrales en colaboración con Laura Gutman la recurrencia es esta: “Ignacio, esto es repetitivo, esto ya se dijo, esto ya pasó: tachalo”. Ahí, la terapeuta y escritora. Y entonces el director y dramaturgo: “esto es teatro, es necesaria la redundancia”.

sábado, 13 de julio de 2013

Sobre EL MAL DE LA MONTAÑA, de Santiago Loza



El domingo 7 fui a ver EL MAL DE LA MONTAÑA, de Santiago Loza, al Abasto Social Club (Yatay 666, tel 4861 7714) Funciones Sábados 23 hs y Domingos 18 hs. 

Black Mirror
El capítulo tres de la primera temporada de la impresionante serie televisiva británica Black Mirror cumple ominosamente la premisa del género ciencia ficción: la amplificación conjetural de un rasgo presente en alguna tecnología contemporánea. Cuando esta premisa es ejecutada por maestros del género –Philip Dick, los hermanos Wachowski o, en este caso, Charlie Brooker-, la sensación del espectador es un reconocimiento, a veces cómico aunque siempre pertubardor, de la propia realidad personal y social. El dispositivo amplificado en The Entire History of You (Tu historia completa), el capítulo en cuestión, es el del almacenamiento tecnológico de la memoria personal y la capacidad de compartir sus imágenes. Brooker toma este rasgo de la actualidad -ya bastante siniestra- en el que una persona puede estar subiendo incesantemente a “la Nube”[1] sus fotos, videos, pensamientos, frases, lecturas, en una especie de “tiempo real”, conservándolas y, sobre todo, compartiéndolas. Brooker toma ese rasgo y lo extrema: en ese mundo próximo, cada persona puede tener implantada, desde el nacimiento, una memoria que registra”…  todo. Todo, tal cual y en detalle. El chip personal lo archiva funesianamente todo, pero no sólo eso: lo puede compartir, en formato pantalla, en cualquier dispositivo. 

Hasta ahí, la tesis es conocida por la literatura y por las generaciones 2.0. Lo radical es la sentencia que aparece en una discusión, promediando el capítulo, respecto de la gente (poca) que no usa esos dispositivos. Dice, en síntesis, que la “memoria orgánica es totalmente desconfiable; un falso recuerdo puede ser fácilmente implantado por el relato de los otros en una persona que, sin más registro que su débil memoria, termina considerando real aquello que nunca vivió”. 
La experiencia humana está hecha, como sentenciara Próspero, de la materia de los sueños: imágenes fuertes, cambiantes, desordenadas, cuya lógica es esquiva y de las cuales lo esencial permanece en la sombra. El relato, al menos hasta que las aguas del diluvio tecnológico hayan arrasado con todo y con todos, es el modo consciente –y, en nuestro ámbito, el modo poético- de elaborar, conservar, modificar y compartir nuestros recuerdos. Decir, narrar, revivir con la intensidad del cuerpo y de las palabras lo que sentimos, mentimos, creemos que vivimos es el débil y preciado valor humano que nos queda de este lado de la marea.

El acto casi heroico de conservar y transmitir (en forma orgánica) subyace casi todas las producciones de la forma "monólogo" teatral, y algunas mutaciones de esa forma en articulación coral, como la pieza que reseñamos.Las obras de Santiago Loza trabajan con el relato oral que es vivencia interior, testimonio, confesión. En algunas, la situación presente articula, permite y da una dirección a ese relato que elabora. En El Mal de la Montaña, la situación presente se diluye: solo queda -apuntalada por la puesta en escena de Cristian Drut- el relato sin excusas de una débil memoria, materia inestable de los sueños, y de sus impresionantes imágenes.

Síntesis argumental
Una pareja de la mano se separa, mientras un pordiosero se hecha un meo. Mendigos a la madrugada, la tanga dorada o seducir a la secretaria del dentista arman relato; la fobia a un nombre, viajar a la playa o decidirse por la montaña, sugieren que el pasado es conflicto también. En la elección del lugar, del relato, de la memoria y la acción, existe la posibilidad del borde y el precipicio.

El teatro sucede en la mente del espectador
La sentencia es del autor. Invitado a una clase de mi Seminario de Desmontaje de Puestas (desde el punto de vista de la dramaturgia), en octubre del año pasado, a propósito de Todo Verde, Santiago dijo haber tomado el lema del maestro Kartun: la obra, finalmente, sucede en la mente del espectador.  Partiendo de este paradigma, en una obra “de gabinete” (es decir, escrita en el inusual modo de autor previo a la escena,  texto dramático escrito antes de los ensayos), la palabra se eleva a estímulo directo para la mente del espectador. Es la palabra, en Loza, incluso no encarnada la que configura las imágenes pregnantes de espectáculo: el linyera que mea, la tanga dorada, que además es soñada por el relator. La tesis se expone a sí misma en la puesta de Drut: un yo, voz escénica en cuerpo casi neutro, narra lo que recuerda que soñó. El estímulo se dirige al espectador sin mediaciones, puesto que no hay, salvo por un leve default propuesto por lo escénico, acción ni situación presente en el escenario.

Teatro y evocación
El teatro sucede “en vivo”, y es aquello que esta noche sucede allí en escena con esos actores, en vínculo con esos espectadores, sujetos ambos a las convenciones compartidas del juego y la ficción, y a sus transgresiones. En ese sentido, el teatro como arte performática, ha tenido siempre una relación conflictiva con la evocación, con el recuerdo, con el pasado, puesto que no puede, como en las memorias radicales y perfectas de Black Mirror, reproducirlo. El teatro es puro presente y pura exterioridad. Un actor pasado, un actor muerto, a diferencia de lo que sucede con una película, no puede actuar esta noche. Y el teatro, en la inmensa mayoría de sus producciones, ha optado por la acción y no por la evocación, entre otras cosas porque la voz interior de una consciencia, o la voz omnisciente del narrador de una novela no puede acceder en forma directa al espectador a través de la lectura: es, necesariamente, encarnada por un cuerpo. Por más narrativo o poético que ese texto sea, el cuerpo está allí, es exterior, es presente. El teatro es exterioridad. Es la exterioridad poética de un cuerpo ficcionalizado. Y por lo tanto: ¿qué sucede en escena cuando cuatro actores vestidos de oscuro, sutilmente neutralizados por una iluminación fría, se ofrecen como vehículos de los recuerdos y pensamientos de sus personajes sin situación?

El instrumento actoral
Cristian Drut trabaja con la explícita eliminación de todo rasgo presente, excepto en los vestuarios, y la condición formalizada de la producción de la palabra. El cuerpo se emociona, pero su rasgo es sutil y señala hacia el interior, es decir, hacia lo invisible o inasible. No podemos ver, ni leer los pensamientos ni sentimientos de las criaturas escénicas, pero podemos advertir el dejo de sufrimiento en la mínima expresión. Los cuerpos son detenidos, forzados a armar formas, desarmarlas, conservar la mirada y la tensa estación emocional durante, incluso, el relato de los otros. Lo mínimo se amplifica. Requiere del esfuerzo y la concentrada atención del espectador. Excepto en una secuencia. El relato de los balazos. Allí, un teatro hiper formalizado da lugar, señalándose a sí mismo por su límite, a un teatro más tradicional, de componente mágico: aquel que indica, como en los rituales atávicos, que vistiendo la piel del oso, el oso se hace presente.

Todo Verde, todo negro
El impontente instrumento actoral de María Inés Sancerni hacía de cada articulación de la palabra en el relato de Todo Verde (para leer la reseña sobre esa obra en este blog, click aquí) una mostración del conflicto interior, una puja de resultado incierto: la puja entre la necesidad imperiosa de recordar y justificarse, de darle entidad a la propia versión del pasado hecho presente, y la represión –social y moral-  encarnada en el propio cuerpo de la propia mujer, en su notable subjetividad-.  El Mal de la Montaña tiende a deshacerse de lo conflictivo del decir. Lo conflictivo sucedió. No obstante, los cuerpos están, y están afectados; allí persisten los ecos del pasado, y sus preguntas.

Bonus track
No es cierto que lo conflictivo del decir se des/entienda de la obra de Loza y de la puesta de Drut. El autor lo tematiza, incluso con una clara ironía sobre el poder evocativo de las palabras, en esa fobia a un nombre propio.  El director también lo exhibe: no sólo en el momento de balear a dos pibitos cartoneros. Desde el borde del precipicio, en el que ella describe la visión de la montaña, el paisaje tiembla.


[1] Así se le dice a la red en términos de sistema “virtual” de acumulación de memorias, archivos, etc:, antes guardados en forma física por el usuario (en discos, pen drives, notebooks, memorias físicas de sus aparatos), ahora simplemente subidos a la Nube, desde la cual se descarga en cualquier dispositivo con capacidad de conexión.