viernes, 25 de abril de 2014

Sobre LA FIERA, de Mariano Tenconi Blanco



El domingo 30 de marzo, en el marco de la Selección de Obras del INT, fui a ver La Fiera, la leyenda de la mujer tigre, de Mariano Tenconi Blanco, a El Extranjero (Valentín Gomez 3378 – tel 4862-7400). Funciones: domingos 21 hs

Qué buen culo, dijo el Jefe (de Gobierno)
El mismo día, 24 de abril de 2014, el diario Clarín en su versión on line publicaba dos noticias, distanciadas una de la otra pero íntimamente unidas. La primera se titulaba así: “la violencia de género, sin freno: se denuncia un ataque por hora”. La otra: “Macri tuvo que pedir disculpas”. La primera es un extenso recorrido sobre las cifras escalofriantes de la provincia de Buenos Aires, donde cada hora una mujer es golpeada y cada día, tres son abusadas sexualmente. Pero el dato más alarmante, en juego con la segunda noticia, es este: en el 84% de los casos denunciados, la llamada la realiza la propia víctima; sus parientes sólo llaman el 7,6%. Dicho de otro modo: a quién le importa. O, dado que la mayoría de los abusos, golpizas y humillaciones suceden dentro del ámbito familiar: son cosas de ellos…

La segunda noticia se refiere, sucintamente, al pedido de disculpas twitteado por el Jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires tras haber dicho que “a todas las mujeres les gustan los piropos, aunque les digas qué lindo culo tenés”. La noticia es breve. Soslaya el contexto en que aquella declaración fue dicha: un comentario radial sobre la figura del acoso callejero, una de las formas más difundidas de la violencia verbal contra las mujeres –siete días atrás se había celebrado la Semana Internacional contra ese tipo de violencia-. La solicitud de repudio a esas declaraciones no fue aprobada por la Legislatura porteña; el oficialismo sencillamente explicó que con las disculpas alcanza. El Jefe de Gobierno, por su parte, se justificó aduciendo que una de sus hijas lo llamó para retarlo, y que había hecho su comentario “desde la galantería”.

La tesis que une ambas noticias es esta: el abuso sexual, la violación, la violencia verbal, psicológica y física sobre las mujeres no es una anomalía en nuestra sociedad. El abusador, el violador, el golpeador, no son especímenes enfermos, desviados, o psicópatas y punto. Son, por el contrario, un nítido producto del patriarcado: son la conducta capilar, cotidiana, visceral, estructural, del orden de géneros vigente en permanente reproducción, sólo que elevada a un nivel en el cual se hace visible y se convierte en el espejo vergonzante de la conducta social. El patriarcado, esta milenaria y global estructura de dominación sobre las mujeres, no tiene contraparte, ni alteración ni revolución en agenda que la amenace; sólo la resistencia, a veces heroica y en situaciones de abrumadora desventaja, del trabajo de visibilización y concientización.
Es en este marco, o mejor dicho, es este marco el que posibilita la aparición fulgurante de la leyenda del vengador (en este caso, la vengadora): entre las sombras del callejón, entre los árboles de la noche, tras la ventana semiabierta de un baño de varones, acecha la Mujer Tigre, castradora de abusadores, bebedora de su sangre.

Síntesis argumental
Una mujer tigre narra y canta las peripecias de su venganza sobre los hombres que han abusado de mujeres.

Cómic
La estética del afiche de La Fiera se hace eco de esta reflexión: la leyenda del vengador oculto es afín al cómic, como lo es también el hombre/animal. Por un lado, el hombre lobo, el vampiro, el hombre mono, el humano de dos naturalezas, es una figura legendaria. Por el otro, el plural de “Vengadores” dio lugar al mayor éxito de traslación del cómic a la pantalla grande en toda la historia del cine. La fiera que vemos en el teatro no está vestida de animal, casi nada en ella remite a esa naturaleza (excepto, claro está, el acento de su conducta física). Pero por supuesto: tiene calzas de un furioso azul eléctrico, al mejor estilo Capitán América…

Es común en estos personajes, cuando arriban al nivel de drama (a veces, desde el principio; a veces, en el devenir de su desarrollo), el encuentro con la contradicción. El animal no quiere convertirse en humano. O el humano que ha sido animal, se arrepiente y lamenta la desmesurada violencia que ha desatado, aunque finalmente deba volver a convertirse en monstruo para concluir, justicieramente, su venganza. A veces muere allí, sacrificial. A veces huye. A veces se oculta. Es la línea del lobizón, del increíble Hulk, del vampiro enamorado. Pero también el vengador llega a preguntarse si lo que está haciendo es un acto de justicia o un acto de revancha. Llega a pensar, a debatirse, a detenerse en una extrema tensión: piensa si lo que hace es por placer, por fama, porque ha caído en el espiral de la violencia, porque no puede detenerse, porque lo disfruta. ¿Qué busca Batman? ¿Qué se plantea el líder homínido del Planeta de los Simios cuando su rebelión ya se ha desatado? Piensa, en un instante en que tal vez contemple su hybris, si debe seguir.

En el caso de la obra de Tenconi Blanco, por el contrario, la desmesura del enemigo –el patriarcado- es tal, que la vengadora oculta permanece al nivel de la pura acción: va hacia delante. No se cuestiona, no se arrepiente, no duda de lo que hace. Solo se enfrenta con fuerzas exteriores. Cómo sortearlas es el exclusivo motor de la peripecia. El equilibrio que busca está afuera. Y está muy bien que así sea, en este principio de la saga. Y digo “saga” porque la sensación final, al término de esa exquisita fiesta musical y narrativa que es La fiera, es la de expectativa, la de esperanza de un segundo acto en el que el héroe se enfrente a sí mismo. Puede no ser en esta obra. Ni en este autor. Pero, si la resistencia da sus frutos, sucederá.

Bonus track 1: La destreza
Por supuesto, no se trata sólo del análisis del texto o de la trama, del mito y de lo que revela de nuestra sociedad. La fiera es, teatralmente, el extraordinario unipersonal de una Iride Mockert en su máximo despliegue: narra, actúa, canta, baila, y el público aplaude de pie.

Bonus track 2: La reiteración de la sangre y la justicia
La pregunta de la justicia en su vertiente vengadora: ¿Cuánta sangre es necesaria para sentir que es suficiente? La fiera se detiene una y otra vez en la misma imagen: el tigre bebiendo y bañándose en las vísceras de su víctima. Una y otra vez. Se detiene. Clausura el movimiento de su acción. No lo trasciende. No es suficiente. Porque la pregunta no ha sido aún formulada. Pende del aire. Para la obra. Para la sociedad.

Bonus track 3: El arpa y la guitarra
Decíamos en la reseña anterior, sobre Entonces Bailemos (para leerla, click aquí), que la selección de obras para el Instituto Nacional del Teatro reveló la abundancia de música en vivo en el circuito teatral de pequeño formato de Buenos Aires. Sobre todo, lo que empieza a ser denunciado como procedimiento y levemente parodiado: la guitarra. En la propia obra se critica que la guitarra sea “country”, que sus canciones sean en inglés, y que no haya algo de folklore local. En el caso de La fiera, el instrumento popular muta en algo cercano a la orquestación. Arpa, teclado, percusión, cuerdas. Toda la creación de los músicos Sonia Alvarez e Ian Shifres, para deleite del público.

lunes, 14 de abril de 2014

Sobre ENTONCES BAILEMOS de Martín Flores Cárdenas

El sábado 29 fui a ver Entonces Bailemos, de Martín Flores Cárdenas, a El Camarín de las musas (Mario Bravo 960 – tel 4862-0655). Funciones sábados 23 hs.

Entonces narremos
El narrador literario no tiene cuerpo. En sentido estricto, la narrativa elimina el cuerpo y lo sustituye por una voz incorpórea, esa saussureana huella de la ausencia: allí donde el cuerpo es referido, el cuerpo no está. Por eso puedo leer del mismo modo una novela en el baño, en el subte o en la cama. La novela no cambia. Está escrita para ser leída en esos lugares, en silencio, mentalmente y sin cuerpo. Ustedes me dirán: Ignacio, ¿un cuerpo que defeca, que viaja aplastado por metrovías o que yace expectante en la cama no está presente? Bueno. No estoy diciendo que el cuerpo del lector no se modifique por la lectura; todo lo contrario. Es posible que nos duela la panza, que nos emocionemos, que se nos ascelere el corazón o que se nos caiga el libro sobre la nariz al quedarnos dormidos. Pero todo, absolutamente todo, sucede en nosotros, lectores: dentro y con nosotros. Afuera no hay nada. El libro es una interfaz, una señal, un registro, lindante al vacío, que indica lo que no está, y permite que se constituya en nosotros. Se trata de nuestro cuerpo. Solamente. El resto es ausencia.

El teatro, por el contrario, sólo tiene cuerpo presente y exterior. Es materia tridemensional, organicidad física, sonora, visual. Sensorial. Los actores están ahí, fuera. Son sus cuerpos. Y lo que sus cuerpos hagan. No hay ninguna interioridad. Y ustedes me dirán: pero Ignacio, los actores lloran, los personajes se enojan, Norah Helmer comprende su vida en un instante escénico. Y yo diría: bueno, eso es creerles demasiado. Equivale a la ilusión maravillosa de que podemos comprender al otro, de que podemos conmovernos con el otro, que podemos empatizar. Y está bien. Pero es el otro. Su cuerpo, su invisible interioridad, en juego con nuestras emociones. No hay voz interior, a menos que uno crea que escuchar a un personaje en escena decir “soy feliz” es la confirmación literaria de su felicidad interiror.

El teatro porteño (una buena parte de su heterogéna microdiversidad, digamos) se inclina últimamente por las narraciones a público en detrimento del viejo truco de la interacción dramática. Buena parte –y la selección de obras de CABA para la Fiesta Nacional del Teatro en Jujuy, que perpetramos el gran Román Podolsky, la aguda Majo Gabin y yo, da buena cuenta de esto- se para frente al público y dice (o implica): “te cuento una yo”.

El acto es un desplazamiento. Es un moderno retorno a uno de los orígenes del arte escénico –la narración oral-, y una mirada distante, algo crítica, sobre la vigencia de las convenciones de la dramática tradicional, aristotélica, donde los personajes se presentan ante nosotros en acción.
Entre las infinitas variaciones, riesgos y hallazgos posibles de este desplazamiento, Entonces Bailemos es una lúcida manifestación finamente ejecutada.

Síntesis argumental
Cinco actores y un músico relatan amores, paradojas y desencuentros alrededor de un sommier riutal, con guitarra country de fondo -y de frente-. Cuando todo se eleva, los cuerpos bailan.

Raimundo y las paradojas
Martín Flores Cárdenas ha trabajado sobre la narrativa, en interesantes adaptaciones de Carver.  La paradoja del hombre común, lo sugestivo apenas narrado de aquello que está a punto de suceder, o que sucede un poco al costado, un poco adentro, un poco en algún lugar inaccesible, es una virtud que Martín pone en escena. Recuerdo la (también bailada) adaptación breve, exquisita, llamada Quienquiera que hubiera dormido en esta cama, cuya reseña puede leerse haciendo click aquí: http://la-diosablanca.blogspot.com.ar/2009/06/sobre-quienquiera-que-hubera-dormido-en.html

En Entonces Bailemos al “Martín Carver” explícito le da pudor y se esconde debajo del sombrero country de Julián Rodríguez Rona. Pero se esconde como esos niños que quieren ser vistos. Ahí estás. Piedra libre. ¡Buen trabajo!

Emoción, llanto, inacción
Unas pocas reflexiones más. Esta es sobre el llanto. Más de dos décadas atrás Federico León puso en escena la mítica Cachetazo de campo donde dos mujeres lloraban a explícito moco tendido desde el principio de su diálogo. Moco a moco dialogaban e interactuaban. El llanto era terriblemente real; Federico llegó a declarar que la obra surgió directamente de la insólita capacidad de estas actrices de llorar así como así. Por supuesto, el llanto podía provocar risa, algo de asquito, y algo de curiosidad. Pero no empatía; no conmoción. El vínculo platea-escenario no es directamente empático.

En esta línea, las historias que la obra de Flores Cárdenas narra provocan distintas emociones en la platea. Los actores, con gran eficacia, trabajan las variaciones entre su propio estado, su complicidad con el público, y la materia que narran. Los casos de extrema evidencia son los del (notable) Marcelo Mininno, cuya actitud narrativa tensa el contenido hacia una interioridad suspicaz, y la de Florencia Bergallo, reedición clásica de aquellos llantos del campo, disociados del contenido de la narración.

Guitarras
Otra de las evidencias que deja el precioso debate del jurado de esta Selección de Obras para la Fiesta de Jujuy es la omnipresencia del número musical –en su mayoría, levemente parodiado-. Dicho burdamente: si no pelás guitarra y micrófono en medio de tu obra, no entendiste cómo hacer teatro en el Buenos Aires de esta década. Reviso a velocidad: Entonces bailemos tiene la guitarra country, Malditos Todos Mis Ex, guitarra más el tierno potpurrí noventoso de la biografía de sus autores (tan bien ejecutado). La Fiera (próxima reseña en este blog), está “más cerca del arpa que la guitarra”: literalmente, su exquisita banda musical en vivo estiliza las cuerdas. Hay también piano y percusión. Y dentro de los 12 seleccionados de la muestra, además de estos tres, A mamá, de Cacace, tiene guitarra y canción. Siento cosas por mí, tiene, al igual que Entonces bailemos, un guitarrista constante. Perro, mujer, hombre, tiene tecladista y cantante que, en cierto momento, condesciende a las cuatro cuerdas. Mau mau, o la tercera parte de la noche es, bien vista, una continuidad musical puesta en crisis. Tengo algunas hipótesis de la razón dramática de esta saturación. Comparto una de ellas, que dice así:

La progresión dramática de una acción central ha dejado paso, en muchas de estas obras, a la yuxtaposición de: a) tópicos independientes –Entonces bailemos, b) momentos fragmentarios de un campo temático –Mau Mau, Siento cosas por mí, Malditos…- c) cuadros sucesivos de una misma situación o variaciones sobre ella –A mamá; Perro, mujer, hombre. El momento musical, o fondo musicalizado, comenta con ironía, pone de relieve o esconde la argamasa que une los distintos cuadros.

El cuerpo ritual
Y el cuerpo. Entonces bailemos propone “rutinas corporales” (sobre la cama, fuera de la cama, entre dos cuerpos, entre cuatro, bailando, zapateando, parodiando) de una eficacia arrolladora. El discurso narrativo, tan explícito, se conjuga con esta exquisita corporalidad ritual que eleva y da sentido a la presencia de los oficiantes (actores) que hacen algo que es mucho más que contarnos algunas historias. Están allí. Y sus cuerpos se proyectan.