jueves, 25 de febrero de 2016

Sobre LA CRUELDAD DE LOS ANIMALES, de Juan Ignacio Fernández -dir Guillermo Cacace-



El viernes fui al re-estreno de LA CRUELDAD DE LOS ANIMALES, de Juan Ignacio Fernández, al Teatro Nacional Cervantes (Libertad 815 / tel 4816-4224). Funciones: viernes y  sábados 19 hs, domingos 18.30 hs.

¿Cómo se usan las “acotaciones”, profe?
Las convenciones del texto teatral proponen una doble enunciación: por un lado, el parlamento propiamente dicho (aquello que los personajes efectivamente dicen) y, por el otro, las “didascalias”, que son todas las referencias escritas en el texto para su comprensión y uso (por ejemplo, el nombre del personaje repetido cada vez que “le toca” hablar). Esa distinción entre dos planos de lo textual es convencional: se trata de un acuerdo aceptado y conveniente por parte de vastas generaciones de dramaturgos y lectores. La convención no siempre existió y no siempre se la utiliza, pero es la norma más extendida; sintéticamente se trata de lo siguiente: los nombres de los personajes escritos antes de cada parlamento sólo sirven para identificar quién dice y hace lo que viene a continuación, y lo que está entre paréntesis o en itálica (por lo general, descripciones visuales,  acciones físicas, énfasis o entonaciones del parlamento acotado) no es para ser dicho, sino sólo para ser tomado en cuenta durante la lectura o, en ciertas tradiciones más “fieles” al autor, para ser directamente “representado” como indicación escénica.

A través de esta convención, probadamente útil a través de los siglos, el lector puede tener una idea de lo que ocurriría ante sus ojos si la obra estuviera siendo representada, y puede imaginar con su voz interior el sonido de las palabras articuladas por los personajes y el sonido de las otras cosas que se refieren (truenos, disparos, portazos, lluvia, respiración, silencio). 

La convención, asimismo, plantea un interesante desafío para los dramaturgos: dado que el teatro es un arte performático y su texto es una propuesta poética que demanda cuerpos, ¿hasta qué punto puedo/debo/quiero “acotar”? ¿Debo acotar mucho, milimétricamente, geométricamente, “a lo Beckett” en Pavesas? ¿Debo “poner en escena” literalmente el espacio, a la manera de los realistas norteamericanos de mediados del siglo XX? ¿Debo prescindir absolutamente de acotaciones y didascalias, sosteniendo el principio de que mi arte poético es puramente oral y lo lícito es escribir sólo lo que efectivamente dirá el actor, dado que cualquier didascalia, por mínima que sea, invadiría el territorio de la puesta? ¿O puedo, por el contrario, estimular la imaginación y sensorialidad del lector/director/actores utilizando didascalias poéticas, emocionales, descriptivas de un supuesto mundo interior de los personajes, o de imposible materialización escénica?

Y, finalmente, la convención plantea el otro, el más clásico, desafío para la puesta: hacer o no hacer lo que está entre paréntesis. 

El camino de Guillermo Cacace, ya transitado en parte en su celebrada puesta de Mi hijo sólo camina más lento[1], es un camino alternativo: “subir” la didascalia hasta el nivel de “parlamento”; esto es, otorgarle cuerpo de actores, y voz emocionada. 

Síntesis argumental
En un pueblo del litoral, ciertos miembros de una familia poderosa intentan forzar el desalojo de un peón, en aras de un emprendimiento inmobiliario. La acción establece su propio litoral, territorio que linda con la rabia, lo salvaje y lo animal, y también con el propio pasado y la propia violencia.  

Semimontado
La presencia de la acotación “dicha” en escena remite a la tradición de la “lectura pública” de los textos dramáticos, que en nuestro ambiente teatral se conoce más como “semi-montado”, esto es: la distribución de los parlamentos entre actores (que luego podrían actuar la obra), para una lectura en voz alta. Como obviamente el texto suele tener acotaciones, el director del semimontado tiene que tomar una primera decisión: leerlas, accionarlas mínimamente, o eliminarlas. Muchas veces, las lecturas o semi-montados son sesiones incómodas que no logran transmitir más virtudes que dificultades, pero a veces son el flechazo del primer amor de ese “maridaje” entre el cuerpo/voz de un actor, las palabras de una obra, y su tempo dramático; y a veces, presenciar ese momento de chispazo creador es sumamente movilizador. En una entrevista que le hice a Guillermo Cacace el año pasado en el marco de la materia “Texto y Espectáculo” de la carrera de Dramaturgia de la EMAD, el director contó que la primera lectura con el grupo de actores de Mi hijo solo camina más lento fue tan conmovedora que prácticamente todo su trabajo de director y el propósito de todos los ensayos posteriores  fue el de intentar volver a ese momento. 

Ritualización
Por lo demás, la presencia de la acotación leída (o dicha) provoca, al menos, dos “perturbaciones” en la convención teatral. La primera es la de poner en evidencia lo textual, que no ha terminado de morir. En un artículo que publiqué hace un tiempo[2], sostenía que lo escrito como tal en forma de literatura dramática estaba destinado a morir en la escena, transformado en cuerpo y sonido. Conservar los textos de las didascalias, darles cuerpo y emociones en escena, lejos de operar como un personaje “narrador” o algo similar, señalan en realidad que estamos en un plano de representación de un texto que existe para ser leído, y que los cuerpos que aparecen en escena han sido previamente referidos por una literatura que de alguna manera los sigue alojando. (O, en el caso de La crueldad de los animales, que los discute o disputa). La segunda es la de equiparar un “tiempo muerto” con un “tiempo vivo”: el de ritualizar todo lo que ocurre como acto teatral. En ese sentido, esta puesta de Cacace se torna más radical que la anterior: la dulce iluminación del ventanal de Apacheta se transforma en la agresiva iluminación a público de reflectores de cuarzo; el tiempo de armado y desarmado de las escenas se desgrana aquí en lento movimiento por movimiento para dejar, casi en blanco sobre negro, que hay un texto, por un lado, y hay un gesto teatral, por el otro, que lo interviene. 

El mismo Cacace, en sus palabras del programa de mano, explicita esta dirección: “el público conoce las situaciones que se cuentan y tiene su opinión sobre lo que aquí sucede; entonces, intentamos más interpelar nuestros cuerpos que representar un texto”. 

El resultado de estas operaciones es calidoscópico. A diferencia del trabajo de Cacace sobre el grotesco (en la recordada puesta de Stefano –para leer la reseña de esa obra en este blog, click aq), o en Mi hijo… (para leer la reseña sobre esta otra obra en este blog, click aquí), en La crueldad de los animales lo emocional, visual y textual no convergen. De alguna manera compiten, y en cierto sentido, se deslucen. Creo que el texto pierde zonas sensibles en esta rueda de combate: queda de él cierto trazo sobre lo que uno está previamente de acuerdo, queda la confrontación simbólica de lo animal y lo humano, queda el gesto suicida del débil  bajo el peso de sus secretos. Y, por supuesto, en la puesta quedan en pie, y muy firmes, ciertas imágenes pregnantes, como las de los notables Vavassori y Moschner, panza contra panza, untándose protector solar mientras urden conspiraciones y expresan como nadie la decadencia de la clase en el poder.


[1] Celebrada puesta de la obra del croata Ivor Martinic, en el teatro Apacheta. Aprovecho para expresar mi SOLIDARIDAD con la búsqueda de una solución a la continuidad de ese hermoso y querido espacio escénico de Buenos Aires.
[2] (Muere.) –espacio y tiempo en el texto dramático-, en Cómo se escribe una obra teatral, Libros del Rojas, 2008.