El jueves fui al estreno
de ALMAS ARDIENTES, de Santiago Loza, al Teatro San Martín (Corrientes 1530
/tel 0800 333 5254). Funciones: miércoles a sábados, 21 hs. Domingos 19 hs.
Ausencia
Hace cuatro años vi Absentha, la obra del recordado
compañero Acobino (la reseña puede leerse haciendo click aquí).
Su “síntesis argumental” (mía, en realidad) decía:
Los
mediocres participantes de un taller “masculino” de poesía siguen al amado y también
odiado coordinador hacia una beoda campaña que atenta contra las bases mismas de la” poesía de
taller”.
Recuerdo haberle dicho a Acobino antes de
reseñarla que había visto su obra sobre el taller de poesía, y él me corrigió: – Taller “masculino” de poesía, Apolo. “Masculino”,
no lo olvide.
La idea, ejecutada con su legendario humor,
era la de espiar el inicio del nuevo ciclo anual de un taller literario de
medio pelo, ubicado en un local multiuso debajo de una autopista en las afueras
de todo centro. Sus personajes, a contrapelo de cualquier idealización, eran
seres ridículos, absurdamente extremos, y profundamente verosímiles y queribles;
su desquiciado coordinador, el capitán que conducía a la tropa a un delirante
combate de invectivas.
Años después, en el lugar
menos pensado, el irredento taller literario retorna. Esta vez es femenino, sus
seres marginales son mujeres de clase media acomodada, su tiempo es el de aquel
verano mítico de 2001, y su contexto, la crisis que terminó con una idea del
mundo, del país, de su cultura. La voz de Acobino se ha llamado a silencio.
Otro poeta, Santiago Loza, toma la palabra.
Síntesis Argumental
Buenos Aires o alrededores;
barrio privado. A medias conscientes del abismo social que las circunda, nueve
mujeres atraviesan el tórrido diciembre de 2001 en una soledad angustiada,
apenas interrumpida por los encuentros de un taller literario.
La puesta de Tantanian
es visualmente imponente y utiliza de modo muy expresivo el equilibrio entre la
distancia a la platea y el tamaño del espacio escénico de la sala Casacuberta,
dividiendo conceptualmente su diseño en dos ambientes. El primero es pictórico,
en un sentido incluso material -cuadros y gigantescos marcos de cuadros que
enmarcan escenas o enmarcan cuadros y proyecciones-; a su modo, también es
onírico. Su ley es la de lo inconciente: la sustitución y el desplazamiento.
Dentro de ese ambiente, los cuerpos coloridos de las nueve mujeres parecen
salpicar el espacio, construir un único cuadro a lo largo y a lo ancho del cual
se “deslizan” las palabras. El discurso de una de ellas es retomado por la
otra en una contigüidad no dialógica: lo dicho por uno se continúa en
variaciones en el otro. No dejan de ser monólogos, pero a su modo, también son
coros.
Este ambiente de
dramaturgia estática –similar, si se quiere, al de otra obra de Santiago Loza, El Mal de la Montaña (puede leerse su
reseña haciendo clic aquí),
propone la quietud como paradigma estético. Es desde el inicio el mundo de la
inacción contemplativa: el cuerpo alado del ángel sin palabra que mira el
cuadro en el principio (como el espíritu de dios que aleteaba sobre las aguas) y
no hace nada. Es casi forzoso escribir “espíritu”, “dios”, “principio”, al
referirse a Almas Ardientes. La obra
de Loza es una obra del alma o sobre el alma. El cuerpo es uno de sus temas,
pero no su encarnación.
Este ambiente es también
el menos “teatral”, en términos tradicionales de acción, y a mi juicio el más
logrado. Sostiene pequeños y diseminados monólogos minimalistas sobre algunos
tópicos del interior de una clase alta levemente inquieta o temblorosamente
perturbada por lo que no entiende del mundo que circunda al 19 de diciembre. Trabaja
en una simultaneidad de planos, de alguna manera decorativos, que exhibe un
conjunto no consciente de sí. Sus objetos son desayunos, electrodomésticos,
masajistas, ausencias, esperas; su tenue movimiento es el de la elevación hacia
lo primitivo e interior: el parto como dolorosa/sublime experiencia de lo
precultural, opuesto a la simbólica
exhaltación y el sacrificio religioso.
En el segundo ambiente
prima la mímesis: representa un espacio y un tiempo circunstanciales; las reuniones
del taller literario en esa especie de bella terracita-sum que se extiende
sobre el siempre desafiante proscenio semicircular de la sala Casacuberta. La
actuación en este ambiente cambia porque la dirección de la palabra cambia y se
constituye en diálogo: es un aquí y ahora de tensos encuentros, palabras,
cruces y escuchas. Las actrices despliegan en este semicírculo sus dotes
histriónicas, y la pintura de sus angustias burguesas se exhibe con trazos más
costumbristas, tal vez como metáfora de lo que no funciona: el interior de la
actividad, de la acción, del mundo que las circunda; ese país del estallido que
nunca se ve. Es aquí, en este ambiente situacional, donde la obra condesciende
a la acción. No abandona del todo la enunciación poética, porque se trata, en
todo caso, de la parodia de una sesión literaria, pero necesariamente tamizada
por la presencia del otro.
Este segundo ambiente,
más tradicional, es también menos enérgico, puesto que se espera del desarrollo
de una situación recurrente –el taller vuelve una y otra vez- un despegue o un
hundimiento hasta niveles de quiebre y transformación. En contextos más serenos,
esos niveles pueden no darse, pero en el de la caída de 2001 tal vez sea
inevitable que el espectador lo demande. El quiebre y la transformación, más
allá de los mordiscos desopilantes del final de cuadro, no se dan en este
cuadro; se dan en el otro, en la “cola” lírica del espectáculo, un bonus track
coral que parece provenir de otro paradigma.
Almas Ardientes promete, desde su enunciación (almas,
infierno, ardor), desde su autor (también autor de La mujer puerca; Todo verde,
Nada del amor me produce envidia) y desde su director (autor y director de
la extraordinaria Muñequita o juremos con
gloria morir, de Los sensuales,
de Los mansos) el cumplimiento de la
promesa extática del cuadro inicial: ese ángel masculino y silencioso que
fecunda el ardor metafísico de las mujeres.
Esa suerte de
manifiesto final coral, musical, enunciativo, es un apéndice de Almas Ardientes, algo añadido que, no
obstante, parece ser su gesto más profundo. Añade un tercer lugar, muy
llamativo. La obra en su conjunto es el conglomerado de esos tres ambientes.
Los ejecuta en forma diversa –música en vivo y también música grabada, voces
monológicas y dialógicas, coros y situaciones- y sus intérpretes se lucen por
momentos en la diversidad, en forma dispar.
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