Ayer fui a ver EL RITMO (Prueba 5), de la Compañía
Buenos Aires Escénica (con dramaturgia y dirección de Matías Feldman) al Teatro
Sarmiento (Av Sarmiento 2715 – 4808-9479). Funciones jueves a sábados, 21 hs.
Domingos 20 hs.
Zootopia
El año pasado los estudios Disney lanzaron una de
sus tantas películas de animación protagonizada por animales -en este caso, ambientada
en una ciudad en la que los carnívoros han resignado sus instintos depredadores
para convivir con los herbívoros-. El momento más gracioso del film sucede en
la oficina de multas vehiculares. Hasta allí llegan la coneja Judy, novata
oficial de policía, y su circunstancial aliado, el zorro Nick, malandra pacífico.
La dupla está investigando un misterio, y tiene muy, pero muy poco tiempo para
resolverlo. Nick-el zorro (símbolo de la simpática astucia) lleva a Judy-la
coneja (símbolo de la velocidad) a una gran oficina pública donde promete
gestionar la averiguación de una patente con Flash, el tipo más veloz de todo
el lugar. Por supuesto, Flash es un oso perezoso (esos mamíferos sudamericanos
que cuelgan de las ramas y se mueven no solamente muy poco sino con una lentitud
de dimensiones metafísicas). Es, ciertamente, el más veloz entre todos los
demás… osos perezosos. La velocidad de Judy, la entonación canchera de Nick, y
el “pulso” totalmente diferente de Flash arman una desopilante serie de gags de
superposiciones, intercalados y reiteraciones que logran incluso la carcajada donde
pareciera imposible: en la reiteración de un chiste.
Lo que allí sucede es una cuestión de ritmo en
estadíos casi experimentales: a qué velocidad y con qué pulso se teclean letras
en una touch-screen, a qué velocidad y en qué pulso se las dice, cuánto tardo
en reaccionar ante un estímulo, qué sucede cuando los ritmos de dos o de
incluso tres personajes se dislocan y sin embargo no dejan de participar de la
misma situación; cómo y hasta dónde es posible forzar la atención del
espectador para hacer que su mente desligue los tempos de las distintas líneas de diálogo y/o acción, que suceden en un
continuo temporal (la pantalla no se divide, los personajes están co-presentes
en un solo tiempo y espacio, pero se rigen por dos tempos diversos) sin por ello dejar de percibir la causalidad y a
la vez, producir humor[1].
En el último bastión que aún queda en pie de lo que
supo ser el Complejo Teatral de Buenos Aires, la sala Sarmiento, cuatro noches
por semana por tan sólo un par de meses, todo esto y mucho más (quizás todo lo que podemos indagar en forma de
experimentación teatral sobre ritmos, reiteraciones y variaciones) es ofrecido
por la Compañía Buenos Aires Escénica en forma de un recomendable espectáculo
de hora y media de duración.
Síntesis argumental
Siete empleados de distintas jerarquías, vínculos y
tareas, escanden a distintos ritmos su tiempo de trabajo en un depósito o centro
de distribución de contenidos inciertos. La realidad escénica ofrece reiteradas
variaciones, coros, cánones y fugas. Todo es lo que es pero a su vez es otra
cosa.
Workshop, bitácora
“de trabajo” y laboratorio permanente
Sólo unas palabras para contextualizar la obra –toda
la ampliación ya se ofrece en los programas de mano, presentaciones dentro de
la red, e incluso en archivos compartidos de memorias de la experimentación y de
los ensayos–. La compañía ejerce un disciplinado y sistemático trabajo de
indagación de distintos mecanismos de lo escénico, sobre los cuales fue
elaborando “pruebas”, y de las cuales fue destilando muestras para el público
y, en los últimos casos, directamente espectáculos. La palabra “trabajo”
abunda, tanto en la particularidad del sistema que Feldman lleva a cabo, como en
la ambientación y temática de la pieza que presentan. Trabajarán el ritmo,
hecho de secuencias, interrupciones y variaciones, y para eso echan mano con
perspicacia a la tradición de comedias o dramas burocráticos: oficinas de
oscuridad rutinaria, centros de producción, cadenas de embalaje, ensambles de
copistas, absurdos puestos de montaje, porque estos universos sirven en bandeja
la posibilidad de tomar horarios/tiempos/rutinas/movimientos/jerarquías/cadenas
pre-pautadas y sobre ellas ejecutar una variación.
Ex perímetro:
obrar o no obrar
El maestro de dramaturgos Mauricio Kartun suele iniciar
sus cursos con reflexiones acerca de la experimentación en las artes. En una
injusta síntesis, lo que suele decir es que dentro del “perímetro”, todo nos es
conocido. Como artistas, podemos recorrerlo con ciertas garantías de encontrar
lo que ya habíamos puesto antes allí, u otros habían dejado. Es territorio
conocido, una visita al propio jardín, una cosecha de aquello que esperamos y
cuya satisfacción no es el descubrimiento sino la confirmación de una certeza
previa. El arte dentro de un perímetro confirma nuestras creencias,
percepciones, cosmovisión, y nos tranquiliza. Puede garantizar así que no se
nos quede a medio digerir la pizza que comamos al salir de la función. En
cambio, la experimentación es, por definición, una excursión hacia afuera de
los límites de lo conocido. Justamente, la experimentación vale la pena sólo
cuando pone en juego el riesgo: el de no encontrar nada, o encontrar lo que no
queremos, o encontrar de nuevo aquello de lo que habíamos huido. Pero una
experimentación es un viaje y, como sucede desde que Ulises partió y regresó
del suyo, un viaje siempre contiene un relato en potencia.
En las primeras versiones de este notable viaje por
espacios disímiles (Defensores de Bravard, teatro El Perro, la calle, galería
Prisma, Teatro Sarmiento), se ofrecía un recorrido que iba llegando de a poco a
una especie de espectáculo. El supuesto resultado conservaba un tono de “work
in progress”, de la precariedad del corte en un proceso. Era una invitación a
navegar las aguas junto a la tripulación un tiempo. Ya arribados a “El idiota”
(Prueba 4) y a este “El ritmo”, el tono del espectáculo es el de obra
concluida: las premisas de la curaduría “Artista en residencia” en el marco de
la cual surge esta pieza hablan de “producir un estreno”. La idea de
espectáculo concluido, aunque aún conserve el prólogo (a cargo ahora del
dramaturgista Juan Francisco Dasso) que explica las condiciones pre-producción,
producción y post-producción de lo escénico, queda establecida, ciertamente en
tensión con las “pruebas”, pero establecida al fin.
De esa tensión surgen los mejores momentos (altos,
notables, imprevisibles incluso) y también sus desmesuras.
Ejecución
La obra tiene una exquisita, fascinante ejecución.
Las voces, los cuerpos, las velocidades, las tensiones, los textos. La
escenografía, la iluminación. La puesta. Lo simultáneo. El tempo.
La obra como tal se vuelca incluso hacia esos
territorios de frontera donde lo coral linda con lo musical, el movimiento con
la danza, y los cuerpos casi quedan al borde de dejar de ficcionar. No
obstante, en una instancia que jamás se abandona, hay ficción, hay
representación, hay teatralidad dramática. El
Ritmo es el camaleón que camina lento, camuflado en una rama, pero lanza a
toda velocidad una lengua más larga que su propio cuerpo para atrapar una
mosca. Es la bala de Mátrix que, para dar la mayor impresión de hipervelocidad,
se pone en cámara lenta. El Ritmo reitera,
repite, varía y mezcla. Pero mantiene el concepto de personaje, la continuidad
de los cuerpos, las tensiones de ficcionalización, y los somete a un paroxismo muy
virtuoso, que se vuelca en sentido.
Hacia el final de su primera, gran parte, el “relato”
cierra, conclusivo, y el público devuelve su ofrenda en un aplauso de final.
Eppur si muove
No obstante, la obra no concluye.
Hay tres “partes” más. A riesgo de spoilear, indico: una suerte de entremés
a cargo de la notable Juliana Murás junto al coro increíblemente coordinado de sus
seis compañeros de escena. Luego un cuadro (en palabras del propio Feldman) “incrustado”
en la pieza: una escena completa en otro territorio, tanto lingüístico, como
visual, escenográfico, tonal y argumental. Y, finalmente, un retorno mayormente
devastado al locus inicial, ya
clausurado, en otro tiempo, altri tempi, y diverso tempo.
El dulce
lamentar de dos pastores
La “totalidad” orgánica de la pieza es discutible
(de hecho, me la agarré con el buen dramaturgista y luego con el genial
dramaturgo/director del proyecto a la salida de la función, sabiendo que me iban
a “ganar” –no sólo por ser dos contra uno, sino porque ellos trabajaron años en
esto y yo solamente vi un recorte parcial). Así que dejo a consideración del
público el efecto de obra-conjunto.
No quiero cerrar esta reseña sin destacar algunos
procedimientos dentro de la infinidad de aciertos del espectáculo.
La experimentación con la acentuación de las frases
es maravillosa. Se trata del ABC de la tradición poética, esa primera torsión
del lenguaje a fines rítmicos/estéticos que llega a su cumbre en esos sonetos
del Siglo de Oro en los que cada sílaba acentuada de diverso modo está pensada con
criterio estético y, además, conceptual. La Compañía Buenos Aires Escénica toma
el lenguaje oral (eso que Kartun decía que la “literatura” deshecha y el
dramaturgo recoge como material de su especial poética) y lo distorsiona hasta
darle un sentido elusivo y genial.
Desde ya, también lo hace con los cuerpos. Tiene
expertos ejecutantes para esto: el maestro Angelelli, desde luego, Matthieu
Perpoint y Ariel Pérez de María. En esa zona límite en la que los cuerpos que
vienen elaborando ficciones, y por lo tanto, relatos, el trabajo sobre el ritmo
linda con la danza pero no abandona nunca la causalidad ficcional.
Los pasos
perdidos
Salir del perímetro permite salirse de uno mismo y
de la propia automaticidad. Encontrar lo otro. Y, maravillosamente, encontrar o
re-encontrar a los otros.
En mis talleres de dramaturgia solemos mechar las
devoluciones de borradores (comentarios y críticas sobre la producción de algún
compañero) con una ronda de “asociaciones”: ponemos en relación aquello que
leímos con algún otro texto, obra, película, música, cuadro, performance de la
serie artística (y a veces, con episodios de otras series, como la Historia o
la propia biografía).
Aquello que parecía perdido en las mareas del
tiempo, resuena en las asociaciones. Aquí, algunas mías en vínculo con El Ritmo.
Estado de ira, de Ciro Zorzoli. La nombro primera porque aún las sombras de esa excelente
variación de Hedda Gabler, de 2010, se pasean por la Sala Sarmiento. Plena de
simultaneidades y de colisiones rítmicas (la rítmica del teatro “culto” superpuesta
a la burocrática del elenco “estable” y a la realista del conflicto entre
actores), su reseña en este blog puede leerse aquí: http://la-diosablanca.blogspot.com.ar/2010/12/sobre-estado-de-ira.html
Un pequeño homenaje a la dupla cómica “Los modernos”,
cuyos espectáculos de narración oral a dúo también remiten a las genialidades “rítmicas”
de Les Luthiers.
Esa breve y mítica puesta de los enormes Luis
Machín y Alejandro Catalán a mediados de los 90 que ellos bautizaron como “Cercano
Oriente” pero que sus fans agradecidos re-titulamos “La Caja”: toda la
secuencia inicial era un desopilante jadeo rítmico, ondulante, de frases
cortadas.
La dislexia del “joven desde lejos” que hablaba de
milanesas fretas y la mala momeria de la pieza breve de Marcelo
Bertuccio “Señora, esposa, madre y joven desde lejos”, y los aprestos lúdicos
entre cascos y flexiones de brazos de aquella obra desconcertante de Federico
León llamada “El adolescente”. Y claro está, las complicidades con la actuación
de las obras de teatro, teatro danza, o danza, siempre plenas de intersecciones,
de “El Descueve”.
Por supuesto, esto es lo que resuena en mí, en el
anochecer del domingo posterior a ver una función. Seguirá sucediendo. Invito a
los lectores a que vean la obra y ramifiquen este árbol con sus propias
reminiscencias.
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