El teatro como acontecimiento vivo
Todo surge de un comentario lateral que un maestro de actuación deslizó una tarde, décadas atrás, en una clase. Nos dijo: "Pero cuidado; si se rompe de verdad un vaso de vidrio sobre el escenario durante una función, perdés al público. Nadie va a estar mirando lo que los personajes hacen: sólo van a estar viendo si algún actor pisa el vidrio y se corta".
Habrán pasado veinticinco años desde aquel comentario y, mirado en retrospectiva -a lo largo de mi formación teatral y literaria, de mi producción artística y de la acumulación de experiencia docente-, el comentario ha vuelto una y otra vez a interpelarme, socavando métodos, poniendo en cuestión verdades, explicando o sugiriendo teatralidades; gestando diferencias y, por lo tanto, sentido.
Me propongo contextualizarlo ahora e ir recorriendo algunas de sus implicancias, para ampliar preguntas y vislumbrar fronteras en el arte teatral, en su contemporaneidad y en sus dis/continuidades.
El discurso del "método"
Estamos a fines de la década del 80, en el ya demasiado tradicional taller de actuación de Agustín Alezzo. El profesor es Lizardo Laphitz; el "nosotros", un grupo de treinta jovencísimos estudiantes de actuación cursando el primero de cuatro años de talleres consecutivos. Lo que se enseña allí es "el método"; todos lo conocíamos por ese apodo genérico. Se trataba de un acuerdo general sobre posiciones estéticas, ejercitaciones estilísticas y lineamientos de formación actoral que provenía, por un lado, de la introducción al país de cierta mirada programática sobre Stanislavsky y, sobre todo y por el otro lado, de su consonancia con "el" método del Actor's Studio neoyorkino, aquel mítico taller de actuación de Lee Strasberg por donde habían pasado, con resultados, destinos e influencias diversas, figuras como Robert De Niro, Marlon Brando y, tal vez, Marilyn Monroe. La consolidación del "método" en Buenos Aires se produjo por la confluencia simultánea de discípulos de Hedy Krilla, la maestra stanislavskiana de los sesenta, al centro de la escena porteña, y por el contacto cercano y asiduo de ellos con el ámbito del Actor Studio (recuerdo ciertamente una visita de Anna Strasberg al estudio de Alezzo, a principios de los noventa, y una clase especial que dejó a su cargo). Más allá de las anécdotas y circunstancias, el método era una concepción de la actuación (y del teatro) cuyas bases podrían resumirse, algo brutalmente, en una serie encadenada de premisas:
1. el actor busca una "verdad interior" para propulsar/justificar su actuación
2. esta verdad es ante todo emocional, mental y luego corporal
3. la relajación corporal permite que la potente imaginación del actor (que incluye, en el magma de imágenes interiores, su propia memoria personal) se exteriorice "naturalmente"
4. esa exteriorización natural produce una acción "verdadera"
5. lo que el espectador percibe, finalmente, no es ficción (en el sentido de imitación, copia, deformación, interpretación) en el actor, sino una verdad: lo que hace es hecho porque al actor "le sucede".
Como corolario de estas premisas, podríamos decir que actuar es reconstruir las condiciones interiores que permiten producir orgánica/verdaderamente la acción exterior (movimientos y textos) de una obra.
El mayor logro posible era, dentro de este marco, poner en escena una reproducción orgánica de la vida: una naturalidad justificada por la vivencia. La verdad resultaba de "vivir" desde adentro ese personaje, y dejar que el cuerpo relajado lo expresara. Dicho de otro modo: el actor real se diluía en el personaje, le entregaba el cuerpo y el alma, y desaparecía como tal. Arribados al ideal, no veíamos a tal o cual intérprete "haciendo de" Norah, de Blanche (incluso, oh, cielos, de Romeo, de Clitemnestra) sino a Norah, Blanche, Romeo o Clitemnestra ante nuestros ojos
[1].
Las grietas de lo sólido
Es en ese contexto en que el profesor desliza su comentario: si un vaso de vidrio se rompe de verdad en el escenario, perdemos al público. ¿Por qué? Si el vidrio se astillaba a los pies de Blanche DuBois, ¿por qué "perdíamos" al público? Expresado de otro modo: ¿por los pies de quién teme el espectador?
Lo esencial del "método" requiere la desaparición del actor y de su cuerpo sobre el escenario. Su organicidad es la negación del cuerpo presente, la reducción a la invisibilidad del incómodo cuerpo real del oficiante
[2]. Porque por supuesto que el espectador no teme por los ficticios pies de la mayor de las DuBois, que permanecerán indemnes en el cielo platónico de los personajes de
Un Tranvía. El espectador teme por la pobre actriz que, a instancias de esta encarnación, corre riesgos prácticos sobre su cuerpo entregado. Y no sólo por ello: no sólo porque la actriz se vaya a cortar; también porque ella pierda concentración, se distraiga, abandone su estado de posesión actoral, empiece a tener en cuenta un elemento real, no ficcional, y "perdamos" (todos, con ella) al personaje. Por las grietas de aquella organicidad que oculta la ficción vemos, nítido, el cuerpo presente del actor.
El cuerpo real del actor hace temblar las bases de la representación. Lo paradójico es que sólo hay teatro porque ese cuerpo real está allí.
Realismos cinematográficos
Desde el nacimiento de ese primo distante que es el cine (y, por extensión, los medios audiovisuales que producen ficción), el teatro se declaró en crisis terminal y ha venido redefiniéndose, insistiendo, y resistiéndose tercamente a desaparecer. Subido a los hombros del actor, el teatro perdura. Puede hacerlo. Y creo, a esta altura de la crisis "crónica" de la teatralidad, que puede hacerlo gracias al vaso de vidrio roto sobre el escenario.
La diferencia esencial entre la pretensión ficcional del teatro y del cine se hace nítida si uno espía por esa grieta del Método, porque lo que el vidrio roto señala sobre el escenario es lo ineludible de la teatralidad: la presencia real, en vivo, de un actor frente a nosotros. A la ficción audiovisual no le incumbe que los actores que aparecen en la pantalla estén vivos o muertos a la hora de la proyección, pues se trata solo de eso: una proyección. La película no es otra cosa que un montaje de imágenes y sonidos grabados en distintos momentos y lugares, reunidos a posteriori en un relato de temporalidad definida, exterior al espectador -y en eso se emparenta, necesariamente, con las artes performáticas, aún sin serlo: el tiempo de la proyección no depende de la velocidad de lectura del espectador, como en la narrativa, sino del cronómetro real con el que avanza la proyección. Y la proyección sucede en un lugar fijo y "confrontado", aunque muchas veces reducido a la mínima expresión: una inmensa y colectiva sala de cine de los años cincuenta, o la última serie de HBO bajada a la pantalla de mi celular 4G. Entre un extremo y otro sólo hay una cuestión de escala, pero su concepto temporal y espacial es el mismo. El espectador enfrentado a la pantalla ve lo que allí sucede, en el tiempo en que allí sucede.
Quién le teme a Bruce Willis
La misma época, fines de los ochenta. El gran Bruce Willis interpreta al policía McClane, que enfrentará, inolvidablemente descalzo, a terribles terroristas pre-Torres-Gemelas en Duro de Matar -por supuesto en una torre, y a pura ametralladora-. Acorralado por los malos en uno de los altísimos pisos vidriados, el duro Bruce resiste con una sola pistola, a la que pronto se le acabarán las balas. Los terroristas descubren que está descalzo y, para horror del público y del personaje, revientan a metrallazos todos los ventanales del lugar, alfombrando el piso de vidrios rotos. Por supuesto, el gran Willis combatirá descalzo sobre el filoso broken glass y, junto a él, todos nos ensangrentaremos heroicamente los pies. El audiovisual es, para la percepción contemporánea, la quintaesencia del realismo, puesto que "de verdad" para el público el policía McClane se corta las plantas de los pies: no hay ninguna percepción del truco. El cuerpo proyectado se hiere de verdad. Por supuesto que Willis, rengueando, vencerá a los malvados, arrojando al último de ellos al vacío. Y por supuesto que a nadie, más allá de colocar al gran Bruce en el podio de los duros del cine de todos los tiempos, se le ocurrió pensar que el actor podría haberse lastimado. Él, sencillamente, no estaba allí.
El audiovisual logra lo que el método intenta y en su límite no alcanza: que el cuerpo del actor no esté allí. El cine es, muerto el actor, el personaje vivo.
En vivo
Pasa el tiempo bajo los pies de los actores que realmente veo. La década del noventa, inexorable, trae profundos cambios en las concepciones dominantes de la teatralidad de Buenos Aires. Y lo hace de la mano del actor, poniéndolo en el centro, iniciando un movimiento explosivo que primero divide aguas, para luego estallar en una fragmentación sin centro que aún perdura. En principio, los noventa confrontan; toman el vaso de vidrio y explícitamente lo rompen sobre el escenario. Dicen: esta es la doble vida del actor, por un lado su cuerpo, por el otro las ideas sobre su personaje.
Consagremos los mitos porteños: la puesta del Hamlet o la Guerra de los teatros, con la que el Ricardo Bartís director y maestro en pleno ascenso arriba, disruptivo, al aún aurático Teatro San Martín, parecería al día de hoy un gesto estudiantil tal vez un poco ingenuo. Así y todo, veinte años atrás el movimiento fue contundente. En el subsuelo (literalmente) del escenario que había cobijado al Hamlet de Alcón, Bartolo puso un Hamlet subterráneo, actuado "a la argentina" por Pompeyo Audivert y Alejandro Urdapilleta. De la voz clásica y poética en el cuerpo "hamletiano" de Alcón, se pasaba sin mediaciones a una poética del cuerpo en primer plano, que operaba del siguiente modo:
1. No buscaba un phisique du rol sino una expresividad física per se
2. No se mimetizaba con una realidad interior que justificara la acción exterior, puesto que esa acción no existe, es virtual o, mejor dicho, platónica
3. Acercaba al espectador a los tensos músculos y estados psicofísicos "sacados" de un actor que no ocultaba su materialidad
Veámoslo en detalle en dos procedimientos. Uno: el descenso a la sala Cunill Cabanellas. Dos: la manzana asesinada.
La reducción del espacio
El nítido descenso es un gesto que marcará una tendencia inexorable de los siguiente 25 años: reducir el espacio compartido entre espectadores y actores, acercando los cuerpos y limitando las multitudes. La actual proliferación subsidiada de microsalas teatrales de Buenos Aires, que agotan sus localidades en treinta o cuarenta butacas, es el resultado no solamente de políticas públicas que valoran largamente la cantidad de un fenómeno por sobre su calidad, sino también de la reducción estética del ámbito ritual donde el teatro sucede, abriendo una brecha no sólo económica sino fundamentalmente estética y política insalvable con el masivo teatro del circuito comercial.
Cuanto más cerca esté el cuerpo del actor del cuerpo del espectador, más presente se hará su
ser en vivo, más pendiente estaremos de que no se corte su delicada y sensible piel con el filoso vidrio de la escena, y más lejos estaremos del platónico concepto de personaje de ficción. Las distancias acechan. Bartís "baja" a Hamlet a un subsuelo, y coloca los desorbitados ojos de Pompeyo y las temblorosas mandíbulas de Urdapilleta confrontando
per seal público, con la energía de la exaltación de sus estados. Un texto inglés de cuatrocientos años de antigüedad vertido a un distante español que no puede dar cuenta de su "verdad" es simplemente un elemento a utilizar en pos de una teatralidad de los cuerpos (cercanos), un mecanismo para el ritual de una encarnación, no para la ficción realista cinematográfica -en la que, además, todo actor realista ha chocado de frente con los isabelinos, puesto que de ninguna manera la representación que ellos exigen es realista
[3]-
.
Living theatre (el living de mi casa es una sala)
Los grandes espacios operísticos del teatro de décadas realistas y actualidades comerciales se han escindido definitivamente de la concepción de teatralidad que nutre la escena alternativa. La breve distancia (aunque distancia al fin) a la cual una butaca de Elefante Club de Teatro coloca a María Inés Sancerni en
Todo Verde[4] del espectador alude a un equilibrio de la mirada sobre el detalle, sobre la respiración verdadera, sobre la presencia inocultable del público allí en la sesión, que es imposible de lograr en el Maipo.
La teatralidad es otra.
El objeto periférico, paradójico, sin distancia
El pecado que no se puede nombrar en el interior de una manzana: Pompeyo Audivert asesina con un florete el corazón de una fruta que luego se estallará en su frente. No es un símbolo. No es una resolución mimética de la trama de Shakespeare (Hamlet mata a Claudio). Es la poetización del objeto escénico. Todo objeto en escena (incluyendo el cuerpo humano) se semiotiza. Es signo. Tan valioso como la palabra. El objeto puede ser soporte de representación, por supuesto: el raso "trasto" cúbico de utilería, que pretende neutralizarse a sí mismo como forma para representar otras formas, es usado como sillón, como camilla, como lecho, como tumba. Pero la manzana es una manzana. Hay un piano. Unos guantes de box. Una espada. Un traje. Una camilla
[5]. La forma real del objeto no se niega. El objeto real es tan filoso como el vidrio bajo los pies del cuerpo actoral. El relato teatral decide independizarse de la mímesis directa. Incluso hasta vaciarse.
Saltemos al vacío.
El corte real: la piel, la sangre, la invaginación
Abro aquí una incisión en el recorrido. Nos movemos hasta el verano neoyorkino de 2003. Estoy sentado en el piso de una de las aulas de la New York University. A mi lado, el dramaturgo español Íñigo Ramírez de Haro y unas quince o veinte personas más. En frente, donde habría estado el escritorio del profesor, hay un espacio escénico ocupado por una camilla ginecológica puesta de frente. Ingresa la
performer[6], vestida solo con una bata quirúrgica, portando un muñequito del "niño dios" del tamaño de su puño. Se sienta en la camilla con las piernas abiertas al público. Se introduce al "niño dios" en la vagina hasta que su cabecita rubia se pierde entre los labios, se unta con pervinox, toma una aguja de sutura e hilo y se cose, sin anestesia, los labios mayores de su vagina hasta cerrarla. Se levanta con el niño dios metido adentro y la vagina cosida y cerrada, y sale caminando del aula. El público, creo, aplaude.
Agua
Contextualizo nuevamente. Estamos en el otro extremo de las artes performáticas: en el ámbito de la
performance propiamente dicha, zona de conflictiva frontera de las artes visuales y los cuerpos de los artistas. El evento era uno de los Encuentros anuales del Hemispheric Insitute of Performance and Politics de la NYU, y yo había sido invitado a presentar una performance y participar de las actividades. La que más me llamó la atención, no obstante, no fue la invaginación del niño dios sino una extraña "performance" de una artista chicana muy renombrada en aquel ambiente
[7]. Fue así: estamos en el patio techado, amplio, donde luego habría una fiesta. La performer sube al escenario y comienza a atarse bolsas de plástico llenas de agua alrededor del cuerpo. Piernas, torso, brazos, llega a parecer un Michelin. Por último, llena una bolsa más grande y transparente de agua, introduce su cabeza, cierra la bolsa alrededor del cuello con cinta, de modo que al levantar la cabeza quede metida dentro del agua, y se pone a caminar. Llega a andar varios metros; al borde del ahogo, alguien (o ella misma) revienta con un elemento cortante la bolsa alrededor de la cabeza, y la
performer logra quitarse el plástico y respirar.
El público aplaude.
El cuerpo simple
En la artes escénicas, los objetos y el cuerpo del actor se semiotizan, es decir, se hacen inmediatamente signos. El significado puede ser opaco, múltiple; también alegórico, también simbólico, también críptico. Pero es. Nuestro vidrio roto sobre el piso escénico, que es esa cualidad real del actor en vivo, tiende a proponer una tensión sobre el propio signo: el cuerpo es lo que representa, porque también no lo es. La experiencia de la performance, desde el punto de vista del teatro, se ubica a mi juicio en el extremo opuesto. La invaginación de un dios plástico pretende no ser "actoral", es decir, "no hacer de cuenta que", no cometer ficción; sin embargo, opera en forma cruda sobre el cuerpo de la intérprete (que no interpreta) con una carga notablemente alegórica de simbolismo. Hace algo límite (doloroso, en tal caso) con el único propósito de ser significante. La segunda, la mujer en las bolsas de agua, se acerca a prudente distancia a la experiencia de la muerte, lejanamente similar a un equilibrista o a un trapecista de circo, pero sin apelar a la destreza. Y allí, sin ninguna técnica específica en juego -cualquiera puede envolverse en bolsas de plástico sin entrenamiento ni aprendizaje previos, cualquier mujer podría suturarse, si así lo decidiera, su vagina- el acto se sustenta exclusivamente en su afán de significación. Es como si dijera: de este lado de las artes performáticas, donde quitamos todo vestigio (si fuera posible) de representación, no decimos; nosotros sólo significamos.
Pausa. Territorio de la frontera.
De aquel lado (el nuestro, el del actor teatral). la techné.
Desplazamientos
Entre ambos polos, entre la desaparición del cuerpo del actor cinematográfico y la pura presencia no interpretativa de la performer, se mueve nuestro actual concepto de teatralidad.
Aproximándose a la experiencia documental de una pantalla, la actriz platónica creerá que existe, en el cielo de los personajes ideales, una Señorita Julia
[8] a la cual se irá acercando, y acercando, y acercando, y que alguna vez, en la culminación de su técnica, encarnará
[9]. Eludiendo todo lo posible el rigor del análisis de los textos que utiliza, el actor performático (en su versión "esperpéntica" -los
sacados actores de estados alterados- o, usando la notable adjetivación de Laura Nevole, en su versión "anoréxica" -los lánguidos actores neutros de ciertos espectáculos de fines de la década pasada-), este actor creerá que nada pasa por
hacer algo interesante, sino más bien por
ser en sí mismo (en cuerpo y estado) interesante.
Vidrios rotos sobre los campos del tiempo
Veinticinco años y aún el borde es filoso. Luego de pelearme y reconciliarme con la experiencia de dirigir mis propios textos, me encuentro reflexionando largamente sobre la experiencia actoral. Creo que se debe, sobre todo, a que acabo de compartir una temporada de
El Mal Recibido[10] en el escenario -no como "actor" sino como director y dramaturgo en escena- con mis actores. Estoy sumido, evidentemente, en un estado crítico en relación con la creación escénica, y esa crisis me lleva a indagar problemas, postular preguntas, intuir respuestas, en todas las zonas del quehacer teatral en las que me muevo: la docencia, la dramaturgia, la dirección escénica y ésta, la escritura ensayística
[11]. En cuanto a la dramaturgia y dirección, en
El Mal Recibido me propuse indagar el desplazamiento de la verdad, su fragilidad, su negación, a través de lo cotidiano. Los actores no "encarnan" un personaje, sino que se desplazan por la precariedad de los personajes que la obra convoca, y su cuerpo los toma y los deja. El cuerpo permanece. La luz es continua, y envuelve también al espectador. El texto es tal vez un objeto animado en escena, y una vivencia compartida con el público. Yo estoy en conjunción con ellos. Creo que la concepción de personaje en esta obra es la de un halo significante que toma los cuerpos, desplazándose.
Entre 2010 y 2011 escribí, en colaboración con Laura Gutman, la obra
El tao del sexo[12], que acaba de ser publicada en Cuba y en Argentina, y me encuentro preparando su postergada producción. El concepto de personaje, en esta obra en cambio, es el del contraste. Su imagen es la dualidad -luz y sombra, yin y yan- separada en secuencias temporales contrastadas. Un momento para este personaje, y luego (en un momento "dos"), el mismo momento para este otro personaje, momento "bis", momento prima, momento al cuadrado. Descubro que la interpretación de estas dualidades, ser/representar, cuerpo/texto, interior/exterior, hacen juego con la vida. Permiten construir, así y todo, personajes orgánicos. Necesitaré un buen mix de tradiciones para encarar su puesta.
Y finalmente, me encuentro investigando y escribiendo una nueva obra sobre "La Verdad", sobre su construcción. Esta vez sí, directamente y a la vez, sobre su construcción en un texto y sobre su construcción en un cuerpo. El texto será el texto periodístico. El cuerpo será, lisa y llanamente, el cuerpo actoral. Una actriz ensaya fragmentos de una obra clásica en manos de un director enérgico, a ambos lados -casi indistintamente- del maltrato y de la iluminación. A la vez, un periodista intenta sucesivos acercamientos a la cobertura escrita de una violenta represión, supervisado por la inmensa sombra (y el cuerpo vivo) de una gran editora, despótica, violenta, genial. Aprovecho para agradecer el CELCIT
[13] y a Carlos Ianni, especialmente, la invitación a terminar de indagar, esta vez escénicamente, este ominoso y seductor territorio artístico y vital en su teatro.
[1] Personajes clásicos del siglo XX, XIX y del teatro isabelino y griego: Norah Helmer, protagonista de Casa de Muñecas, de Henrik Ibsen; Blanche DuBois, protagonista de Un tranvía llamado deseo, de Tennessee Williams; Romeo, protagonista de Romeo y Julieta, de William Shakespeare, y Clitemnestra, uno de los grandes personajes trágicos de la Orestíada de Esquilo.
[2] el oficiante, en todo rito, es explícitamente ambas cosas: miembro principal de la asamblea, y cuerpo invocado en presencia ritual.
[3] Baste comparar, para mayor goce, la conmocionante película Cesare deve morire (2012), de los hermanos Taviani -documental en el que un elenco de presos ensaya y representa el Julio César de Shakespeare- con cualquier versión cinematográfica de obras de Shakespeare.
[4] Todo Verde , de Santiago Loza, dirección Pablo Seijo, hace funciones en teatro El Elefante desde 2012 hasta la actualidad.
[5] El registro en video de esta mítica puesta en escena, Hamlet o la Guerra de los Teatrospuede verse en el 8vo piso del Teatro San Martín: hemeroteca y videoteca.
[6] Rocio Boliver: Close Your Legs . 4 Encuentro del Instituto Hemisférico de Performance y Política, New York 2003. Para ampliar: http://hemisphericinstitute.org/hemi/en/enc03-short-performances/item/1532-enc03-rocio-boliver.
[7] Nao Bustamante: Sans Gravity. Para ampliar y ver video: http://hemisphericinstitute.org/hemi/en/enc03-performances/item/1520-enc03-nao-bustamente
[8] Protagonista de la obra homónima de Auguste Strindberg.
[9] Confieso que a veces estoy de acuerdo con esa actriz. Tuve la suerte de ver las dos interpretaciones de Alfredo Alcón del Ham de Final de Partida, de Samuel Beckett. Creo que la última, en la sala Casacuberta en decadencia, en medio del derrumbe del Complejo Teatral de Buenos Aires, ya tan viejo e impecable (él), arribó al ideal.
[10] El Mal Recibido , de Ignacio Apolo, hizo funciones entre noviembre de 2012 y septiembre de 2013, en Teatro Machado. Repondrá en 2013.
[11] Escribo -con la asiduidad que puedo- ensayos breves sobre las obras que veo, en mi blog de teatro La Diosa Blanca: http://la-diosablanca.blogspot.com/
[12] Premio Casa de las Américas 2012, La Habana; y premio Regional de Dramaturgia 2012 del Instituto Nacional del Teatro.