El viernes 5 fui a ver La madre
del Desierto, de Nacho Bartolone, al Teatro Cervantes – Teatro Nacional
Argentino. Libertad 815 (4816-4224).
Funciones:
jueves a domingo a las 21
Rescatando al soldado Ryan
Veinte
años atrás, el gran Steven Spielberg presentaba en cine, quizás por primera vez
en esa forma envolvente y desesperante a la que este año regresó Cristopher
Nolan con su extraordinaria Dunkerque,
una batalla de la Segunda Guerra Mundial. Ésta última muestra la retirada de
las tropas británicas ante el avance irresistible de los alemanes en las playas
francesas. Es la historia de una derrota que, de alguna manera, se transforma
en victoria. Aquella de Spielberg, en cambio, es el desembarco en Normandía,
inicio del repliegue definitivo de los alemanes. La historia de una victoria
que, si bien se leen la película y los hechos en los que se basa, contiene
también la historia de una derrota. La trama de Rescatando al Soldado Ryan es conocida, y si no lo es, veinte años
de antigüedad soportan el spoiler. Luego de la batalla, el comando del ejército
estadounidense advierte que en el desembarco murieron dos hermanos, y que unos
días antes, en otro frente de batalla, un tercer hermano había muerto también. Pero
al reunir los tres telegramas de defunción que debían entregar el mismo día a
la señora Ryan, descubren que hay un cuarto hermano, el último, que aún está
vivo y combate en el frente francés. Por alguna razón que parece humanitaria,
al menos uno de los cuatro hijos de la señora no debe morir en la guerra. El
jefe del ejército ordena entonces enviar un grupo selecto de ocho hombres al
mando del capitán Miller (Tom Hanks) a buscar al soldado y llevárselo con vida
a su madre. La película cuenta, entonces, esa misión paradójica: un comando
especializado se interna en el frente de una guerra despiadada para rescatar a
un “private” (un soldado raso, un don nadie), a costa de las vidas de varios de
ellos, que pasarán a sumarse a las de aquellos tres hermanos que no podían de
ninguna manera ser cuatro.
Dos
siglos antes, en otro país, en otra lengua, en otra guerra, en otra geografía y
quizás en otro mundo, aunque regido por las mismas y absurdas leyes, una mujer
parte al desierto, a pie y con un bebé en brazos, a buscar a su marido que
había sido obligado por el bando estatal a sumarse a las tropas regulares y
combatir. Por supuesto, la mujer morirá de sed sin haberse reunido con su
marido, y su niño será encontrado con vida, prendido al pecho de “La Difunta”,
para que el mito sea y se funde una patria. Absurdo es partir a pie con un
lactante en brazos a buscar a un hombre que fue llevado por un ejército.
Absurdo es enviar a la muerte a una tropa de elite sólo para evitar la de
alguien cuyo valor es estadístico, cabalístico o simbólico. La película de
Spielberg trata a Ryan como su trama amerita: un soldado raso, más o menos
irrelevante, demasiado joven, un tanto obtuso, sin voz ni voto, casi sin
palabra. La tradición popular argentina trató al bebé sobreviviente de la
Difunta Correa casi de la misma manera, como lo que necesitaba que fuese: el
símbolo inocente prendido a la teta, el Rómulo/Remo de la Nación Argentina.
Alguien
comentó en algún posteo alguna vez que James Ryan existió, sobrevivió, se hizo
espía de la CIA y colaboró con el derrocamiento de Allende en Chile. Puede ser,
pero la película, como el mito, no pueden ocuparse de eso. Su función para la
historia fue ser rescatado, no emitir una acción. En el escenario del Teatro
Nacional Argentino, en cambio, Nacho Bartolone pone a la notable Alejandra
Fletchner en el cuerpo de Deolinda Correa y, rompiendo la ley, quebrando el
mito, haciendo el gesto artístico y político que permite revisar en forma
desopilante su propia constitución, pone además al enorme (metafórica y
físicamente) Santiago Gobernori en el cuerpo del bebé a quien, por otra parte,
y sin que nadie jamás hasta ahora se lo hubiera pedido, le da la palabra.
Síntesis Argumental
Un bebé
de pocos meses es arrastrado al medio del desierto por su madre, que dice
buscar a su marido, víctima de la Ley de Levas. Uno de los dos cuerpos está
condenado a morir para devenir mito. Pero antes de que eso ocurra, si es que
ocurre, el bebé que percibe y es la totalidad, dirá su parte. Y ella, que no la
percibe porque es la parcialidad, comprenderá algo.
El bebé y la lengua de dios
Si un
bebé hablara, ¿qué diría? Como el Valdemar
de Edgar Allan Poe, diría lo imposible: estoy
muerto, en el cuento de “El extraño caso…”. Soy la totalidad, en el caso del bebé. Por supuesto, sería
imposible, porque lo completo no tiene diferencias, y el lenguaje se estructura
por ellas, por la capacidad de distinguir una cosa de todo lo demás que no es
esa cosa. En la teoría del valor del signo lingüístico, cada signo es
exactamente aquello que todos los demás signos no son: el valor es un valor de
oposición. De allí que podamos distinguir el signo “éste” en oposición tripartita
al signo “ése” y al signo “aquel”. Las distancias en los pronombres de nuestra
lengua tienen tres valores, mientras que en otras pueden tener solo dos (this/that en inglés). El desierto, en las
historias y leyendas de misticismo, se opone a lo terrenal, al cotidiano humano
y sus distracciones: el desierto es la experiencia de despojo del hombre (el profeta,
Cristo, el Buda) en pos del conocimiento. Es la experiencia de la
transformación interior. En la literatura argentina, en cambio, el desierto se
opone a las ciudades. “Media entre las ciudades de San Luis y San Juan un
dilatado desierto”, inicia el Facundo
su primer capítulo, El tigre de los
llanos. Es la enorme distancia, indiferenciada; es lo inhumano, lo animal, es
la barbarie y la muerte. La ciudad, su opuesto, es el lenguaje, es la cultura,
es la civilización. De la ciudad de San Juan parte esa criatura insólita (la
madre) portando un bebé hacia el corazón de la muerte. Y allí, en el centro mismo
de lo indiferenciado, el bebé hablará la imposible lengua universal, la lengua
de dios, que es el todo. La tradición del Facundo
y las lecturas místicas confluyen en la escena, de la mano del notable
texto de Bartolone y la enorme calidad de los dos actores.
La lengua hablada de lo argentino
Siempre
es un problema la “oralidad” histórica, la representación del habla de otras
épocas y de otras latitudes. La literatura argentina tiene, no obstante, para
agradecer a la gauchesca la posibilidad de hacer “sonar” a su emblema, el
gaucho, y hacerlo sonar en verso. Ese corrimiento permite hacer ingresar a la
escena una sonoridad de la palabra que remite, sin buscar realismo, al mundo
que se quiere verosimilizar. Ignacio Bartolone, ya desde Piedra sentada, pata corrida y La
piel del poema (para leer la reseña en este blog sobre esta última, click aquí),
viene trabajando la palabra oral en función del acento y la poesía. En esta
última, trabajaba la poesía (directamente representada) y el acento regional.
En La madre del desierto, el trabajo
está enfocado en hacer sonar un acento complejo, corrido, no del todo
identificable, en las voces de Santiago Gobernori y Alejandra Fletchner, con
muy buen resultado.
El mito original, de los arrieros a los
camioneros
Cuenta
la leyenda que el bebé fue hallado con vida prendido al pecho de una muerta que
llevaba sólo una identificación: un colgante al cuello en cuyo interior estaba
grabado el apellido de su padre: Correa. Por eso los arrieros que la
encontraron no pudieron nombrarla de otro modo sino como una “difunta”. Habían
extraviado el ganado. Desesperados, le pidieron a la muerta, en la creencia de
que se hallaba más cerca de Dios que ellos, que les concediera el milagro de
hallar las vacas. Si así lo hiciera, le construirían un altar. Y el ganado
apareció. Y los arrieros iniciaron entonces el culto a la Difunta Correa,
muerta de sed, dadora de bienes. El culto se extendió por los caminos: florecieron
durante más de un siglo, pequeños altares a la vera de los caminos (más
adelante, de las rutas) donde los arrieros del XIX, los camioneros del XX,
dejaban como ofrenda botellas de agua. Botellas de agua para una muerta de sed.
La paradoja nos persigue como una condena.
El culo de Cafiero
Entre
los grandes nombres de los billetes de la década pasada y los esquivos próceres
del siglo XIX (Don Juan Manuel de Rosas, Domingo Faustino Sarmiento, Facundo Quiroga)
se filtra el del recordado dirigente peronista Antonio Cafiero. Más allá del
desopilante humor iconoclasta de la obra, la imagen de Cafiero y la mención de
sus partes íntimas son sumamente intrigantes. Puede ser que la obra trace un
recorrido entre los mitos fundacionales de primer centenario y los grandes acontecimientos
del siglo posterior. Pero el culo de Cafiero emerge y resiste, solitario. La
anécdota, si Nacho me permite divulgarla (y como no está aquí conmigo, no podrá
evitarlo) es que su propia madre, acérrima antiperonista, se lo mencionó una
vez: le dijo a su hijo, en medio de una discusión o de una chicana o todo junto
que, estando internada en un hospital y habiéndose confundido de habitación,
entró en una donde estaba el susodicho, en batín y dado vuelta. “Yo le vi el
culo a Cafiero”, dijo para siempre esa otra madre. Donde las palabras no
alcanzan, que hablen las imágenes.