En uno de los capítulos iniciales de la incomparable serie americana Six Feet Under la muerte hace ruido. Nate, súbitamente a cargo de la funeraria de su padre (muerto en la primera escena del piloto), conduce malhumorado una furgoneta mientras charla con un acompañante ocasional. De pronto, un sonoro y hediondo flato interrumpe la conversación. Ante los ojos desorbitados del interlocutor (y del público), Nate explica que los gases de las vísceras en descomposición de un cadáver (como el que llevan atrás) suelen escapar, sonando (y oliendo) igual que en vida. Lo explica con contundente desagrado; se trata, para Nate, de un trabajo insoportable, de una herencia pesada, de un desvío en una vida que, no obstante, parecía no haber tenido un rumbo definido que se pudiera desviar. Se trata, también, de una de las mejores series de TV de todos los tiempos, en la humilde opinión de quien escribe y del dramaturgo escocés Gregory Burke, quien cinco años atrás me la recomendara[i].
La tesis del Colo, uno de los protagonistas de Algo de ruido hace, es que la vida suena. Decía Patrick Süskind en El perfume (se abre nueva lista de fans) que en el siglo XVIII “no había ninguna acción humana, ni creadora ni destructora, ninguna manifestación de vida incipiente o en decadencia que no estuviera acompañada de algún hedor”. La vida, según Süskind, emana olores. Y la vida, según el Colo en la obra de Romina Paula, suena: sorprendido del silencio que se apodera del cuerpo muerto de su madre, el personaje escribe (piensa, dice, comprende) que un cuerpo vivo “algo de ruido hace”.
Forrest Gump y la ley del retardo
El Colo es Forrest Gump, nacido y criado en Villa Rumipal, residente en Miramar. La sierra cordobesa y la costa atlántica son nuestra infancia detenida, la infancia de todos. Dese ese tiempo en delay, como aquel rápido Run-Forrest-Stop de mente retardada, vemos la vida como si nunca la hubiéramos visto y fuera dada por primera vez a la comprensión con otras categorías de pensamiento, porque la desautomatización por medio del retardo es un clásico: en la película de Zemeckis, a través de la lenta y perseverante mirada de un border, asistimos a una panorámica exponencial de la historia reciente de los Estados Unidos de América, historia que sólo así puede adquirir un tono épico (un capitán sin piernas desafía a Dios en la Tempestad y, como contracara zen, un líder silencioso comprende, en medio del desierto, que no tiene nada para decir). Este tipo de extrañamiento suele ser reversible, y adquiere la forma de una sentencia o corolario: sólo un border puede sostener (sobrevivir, justificar) la historia reciente de los Estados Unidos de América. El mismo procedimiento, duplicado y reflejado introspectivamente, se aplica en Algo de ruido hace.
Tiempo muerto
Digámoslo así: el tonto tiene “otros tiempos”. Su estar, permanecer, devenir es tiempo ralentado (o directamente desviado). Recordemos a Forrest, manos sobre las rodillas, rodillas juntas, espalda recta, sentado en un banco de la vereda, narrando su historia a un interlocutor intercambiable mientras espera reencontrarse con su amor sin saber que conocerá a su hijo a quien, al final de la jornada (que es, exactamente, el principio de otra jornada) despedirá sentado, manos sobre las rodillas, rodillas juntas, espalda recta, en un banco a la vera de la ruta, y esperará allí a que el bus escolar que acaba de llevárselo lo traiga de regreso. La vida es esa pluma blanca que flota en el viento, etc. El Colo sentado, manos en las rodillas (juntas, espalda, sillón, ídem), pasa una jornada entera (que para su prima implica cuarenta y ocho horas, para su hermano veinticuatro y para él toda la vida y nada, pues sus tiempos, como se verá, son diferentes) esperando que algo suceda, pues todo se ha detenido… su madre está muerta.
El equilibrio homeostático estalla en dos puntos críticos, igualmente femeninos: la madre y la doncella. Dos hermanos distintamente perdidos en la marea del tiempo enfrentan como pueden la terrible desgracia del deseo por partida doble: su pérdida y su retorno. La madre muere; la prima llega.
El relato clásico es el de “La intrusa” (el argumento borgeano obliga al desenlace fatal entre los dos hermanos por el arribo de la mujer): el deseo desintegra, la mujer diluye. Pero Algo de ruido hace tiene otros tiempos. La dramaturgia como hija boba de la (alta) literatura se permite deshacer lo correcto y lo esperable. Los hermanos, a pesar del deseo, no se eliminan entre sí ni consuman el acto (sexual/criminal), aunque “a su tiempo” y en sus tiempos, estas cosas latentes sucedan. Lo que crece es diferencial y complejo.
El corolario de los tiempos diferenciales es la pantomima y el desborde. El riesgo, que los creadores asumen, es que la lentitud pasmosa y la redundancia de técnicas actorales estilo “lento-violento-quieto-brusco-rápido-lento” afecten la atención del espectador. Pero, homenaje al pop de los 40 principales, no hace falta decir lo que está dicho: el esqueleto ensangrentado del stripper baila con la más linda de todas y la leyenda reza: No Robbies were harmed during the making of this video.
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[ii] de Heidi Steinhardt, última función este sábado 29/11, en Teatro del Pueblo, 23.30 hs -4326-3606