El viernes fui a ver MI VIDA DESPUÉS, de Lola Arias, a La Carpintería (Jean Jaures 858; tel 4961-5092). Últimas funciones, viernes 20.30 hs.
El último de los biodramas
Mencionado varias veces en este blog, el célebre criterio de programación que rigió la Sala Sarmiento del Complejo Teatral de Buenos Aires durante fines de los noventa y principios de los dos mil planteaba quebrar, eludir o poner en tensión la línea que separa la vida real de la ficción (y cuando digo la “vida” no digo “lo” real, en genérico, sino aquello que tiene de Bio). Historias verdaderas, relatos autobiográficos encarnados por los actores, personas “en persona” atentando contra el concepto/máscara de personaje cundieron y pulularon por las salas oficiales y alternativas de nuestra ciudad durante más de una década. En este blog, sin ir más lejos, baste recorrer reseñas de los últimos dos años y medio: un biodrama exógeno como Elsa¸la notable Escoria, el biodrama propiamente dicho Fetiche, la superproductiva Open House o, la más profunda y lograda, El pasado es un animal grotesco son una muestra fehaciente.
Mi vida después es, creo, el último de los biodramas, el que reúne la manifestación formal en su epígono (el remanente de las biografías privadas dramatizadas) y las sumerje en lo no dicho de la historia social, de su política, de sus traumas. Es el canto final, el ápice y el fin. Dicho en una fórmula: al último de los biodramas solo le quedaba recurrir al tema político para regresar a la política. Y eso, además de aniquilarlo, lo convierte en el mejor.
La vida es una promesa de muerte
Se trata (en el apogeo de la era kirchnerista) de las vidas de los 70. Se trata de lo que durante los ochenta y los noventa fue solo el hórrido territorio oscuro de la muerte y el trauma. Se trata de los hijos de los muertos y de los victimarios. Se trata de nosotros.
Síntesis argumental
Me permito citar: “Seis actores nacidos en la década del setenta y principios del ochenta reconstruyen la juventud de sus padres a partir de fotos, cartas, cintas, ropa usada, relatos, recuerdos borrados. ¿Quiénes eran mis padres cuando yo nací? ¿Cómo era la Argentina cuando yo no sabía hablar? ¿Cuántas versiones existen sobre lo que pasó cuando yo aún no existía o era tan chico que ni recuerdo? Cada actor hace una remake de escenas del pasado para entender algo del futuro. Como dobles de riesgo de sus padres, los hijos se ponen su ropa y tratan de representar su historia familiar”.
El tabú del enfrentamiento
La escritora Elsa Drucaroff concibió a mediados de los 90 el concepto de “tabú del enfrentamiento” para la literatura argentina de aquella década. Sintetizándolo: en la memoria social post dictadura, toda confrontación (de ideas, de cuerpos) es un “enfrentamiento” y, como todo enfrentamiento contiguo al terror, remite a un enfrentamiento armado y conduce a la muerte. Pensar es confrontar. Manifestarse. Combatir. Es decir: ser aniquilado. El terror impuso, pues, un freno a la consciencia activa: pensar, discutir, debatir, enfrentarse, equivale a morir.
La literatura, el teatro, el cine de aquellos años le temen al enfrentamiento. No pueden hablar, no pueden, por ejemplo, ni siquiera mencionar la lucha armada. No pueden tampoco oponerse; se autocensuran o se condenan de antemano; como la posición final de la cámara en la película La noche de los lápices, quedan atrapadas tras las rejas desde donde mira, desesperanzadamente, el fin de la historia.
Tenía que aparecer una nueva generación que no cargara con el fardo psicobolche del gesto vacío, de la copia desgastada de sus compañeros mayores, desaparecidos. Tenía que iniciarse, a mediados de los noventa en secreto (y como una eclosión colectiva tras el 2001) una literatura que hablara de ese tabú parándose en otro lado, señalando el silencio o simplemente nombrando lo innombrable, sin culpa ni vergüenza: señores padres biográficos y putativos, los derrotados fueron ustedes. Nosotros hablamos desde otro lugar, de otra cosa.
Ese modo de hablar, ese modo de deshacerse del mandato de permanecer, encuentra su contracara biográfica a fines de los 2000 en esta excelente puesta en cuerpo de lo biográfico: los hijos, ya independientes, ya padres, ya autónomos, pueden teatralizar, exhibiendo la ficción (no trasvistiéndose de militante en un pasillo de Letras a fines de los ochenta), a sus padres guerrilleros, apropiadores, curas, exhiliados, desaparecidos.
Postales Post 2001
Las imágenes son inteligentes. Sensibles. Graciosas. Destellan.
El uso de la autobiografía convierte el recital en ceremonia, el relato en testimonio e interrogante. El viejo biodrama se mira a sí mismo y dice: “de esto nos faltaba hablar”. Y expone, retroproyecta, retroalimenta, sus tesoros, objetos reales, niño.
No tiene progresión. No tiene “curva”. No obstante, tiene intensidades: desde la batería desaforada que convoca en modo “furia” la energía de las generaciones a la ternura del relato de los sueños. Un malambo for export, para Alemania, es también el cuerpo argentino de un descendiente de los Lugones. Es una marcha peronista. Es la tortuga, gran personaje, que predice que no habrá revolución en Argentina; es el tiempo que engulle la vida y conquista seis pies de tierra americana…
Cuando muera
Cuando muera será así (como a mí se me ocurra, como yo quiera). Veré así. Seré esto. Puedo decirlo. Porque soy. Imagino lo que ustedes fueron, dice esta generación. Lo recreo en mi mente; no finjo serlo.
Elsa Drucaroff fue a ver la obra conmigo. Dijo que esas vidas estaban marcadas, casi atrapadas por las épicas tragedias de la historia. No me parece. Las generaciones de los ochenta y principios de los noventa, las generaciones pre-Memoria Falsa, no podían actuar (en el sentido actoral), no podían ficcionar, no podían re-presentar. Sólo disfrazarse (trasvestirse, decía por esos años Drucaroff) y esperar. Las nuevas dicen, bailan, doblan, cantan, representan.
Luego salen del teatro y viven.
Nosotros también.
La cámara presa del lado de adentro de la noche de los lápices ha sido abandonada.
………
PD. Laura G, ¿qué es el “salto cuántico”?