viernes, 12 de junio de 2015

Sobre LA PILARCITA, de María Marull



El viernes fui a ver La Pilarcita, de María Marull, a El camarín de las musas (Mario Bravo 960 –tel 4862-0655), Funciones viernes 21 hs

Jonathan Richman, coro y juglar
En el año 1998, de la mano de la XXth Century Fox y proponiendo al hasta ese momento intermitente o ignoto Ben Stiller como protagonista, los hermanos Farrely logran un inesperado éxito de taquilla llamado There’s Something About Mary -que aquí se conoció como Locos por Mary-. Cuenta alguna de las contradictorias entradas de Wikipedia que los directores editaron dos versiones: en una, siguiendo el furioso consejo de los productores, el relato se mantenía lineal; en la otra, las escenas tenían prólogos o epílogos cantados, guitarra en mano y en forma de coro narrativo musical, por el músico Jonathan Richman, acompañado de su baterista Tommy Larkins. Al dar a conocer en pruebas de audiencia las dos versiones, el público aclamó la versión acompañada por el narrador-juglar y, gracias a esta herramienta del mercadeo, prevaleció el sentido común y todos pudimos disfrutar del excéntrico talento “de fondo” de esos desopilantes y populares comentaristas. Este procedimiento de juglar guitarrero, comentarista en segundo plano, consciente del relato, humorístico y sensible, es retomado dos décadas más tarde, en otra geografía, en otra tradición, y en “norma teatral” –mucho más afín a la presencia de juglares que el cine-, por Julián Kartun en esta bella pieza teatral de María Marull, La Pilarcita.

Síntesis argumental
A la tórrida fiesta de una de las tantas “santitas” populares de nuestro país acude Selva con su pareja para pedir un milagro de sanación, y se aloja en el precario hotel que regentean la joven Celina, estudiante, y su amiga Celeste, bailarina de una de las comparsas del desfile. Todos, incluso el hermano cantor y narrador de la obra, esperan la fiesta y el milagro, pero los caminos de la sanación de los cuerpos y las almas pueden ser  tan inescrutables como el destino.

La parte y el todo
El modo teatral de relatar historias y exponer universos (interiores a los personajes o exteriores, sociales, ambientales) es un modo eminentemente metonímico; lo que el teatro en sus condiciones materiales suele mostrar es necesariamente una parte que remite a un todo que no se construye en el escenario sino en la mente del espectador. El ejemplo que hace dos décadas me diera el gran maestro de dramaturgia es el de un terremoto: mientras que el cine –y su prima hermana, la novela- pueden mostrar la imagen de la devastación total de una ciudad derrumbándose, el teatro necesitará ubicarse a otra escala, porque si quisiera competir montando edificios de cartón para derrumbarlos  función tras función sobre el piso del escenario, pecaría de ingenuo. En cambio, le bastaría ubicar un cuerpo humano –siempre es bueno ubicar al cuerpo humano en esta ceremonia ritual de cuerpos presentes que nuestro arte- encerrado en un ascensor que se queda atascado mientras el mundo tiembla. Con esa parte significativa, el terremoto de toda la ciudad se construirá por contigüidad -por afinidad de imágenes, por convocatoria de terrores- en nuestra mente.

La potencia de la metonimia es la misma que la del erotismo; su eficacia es la del pliegue: el del borde del vestido, la piel vislumbrada, el escote sugerido, el tatuaje a medias oculto, los abdominales sobre la costura del jean. El teatro invita, desde su ser concreto, presente y parcial, a volcar las imágenes privadas en pos de completar la escena.

La obra de María Marull es un virtuoso compendio de esta técnica, en la que una comparsa correntina entera se puede vislumbrar a partir del vestido de Lucía Maciel, y el conflicto sustancial de la vida de su personaje a través de las plumas trastocadas que sobreviven a la disputa a codazos por la prevalencia en la carroza, escena ausente que, no obstante, es una de las más vívidas de toda la obra.  El pueblo entero aparece evocado por el calor de la noche, por las sábanas colgadas casi eternamente, por el pequeño altar que sugiere el enorme culto popular.

Decirlo todo
En el extremo opuesto de esta técnica sugestiva y parcial, la de una escena que remite a un conjunto, está la narración directa. En ella, la palabra sustituye directamente al objeto: digo lo que no está, porque no está, y restituyo en signo la ausencia de objeto. Dicho en criollo: lo que no te puedo mostrar, te lo cuento.  La oposición de ambas técnicas está en el corazón, digamos, de las primeras observaciones aristotélicas sobre el arte dramático, en las que los personajes del drama se hacían presentes a los ojos del espectador y, por lo tanto, el rapsoda dejaba de narrar para dar lugar, actuando, a la acción representada. No obstante, y más allá de las distinciones, el drama y la narración nunca estuvieron del todo separadas, y mucho menos en una cultura oral –las posibilidades de expansión que dio la imprenta, y el fenómeno de la lectura privada, separaron crucialmente a la literatura del cuerpo del poeta y del intérprete, pero el teatro pertenece a la tradición oral y persiste en ser un ritual de presencias-.

Una buena parte del relato de La Pilarcita está sostenido por la narración directa: uno de sus personajes cambia de plano y, dejando de encarnar la acción  –fuera del entramado de causas y consecuencias del diálogo y la acción- pasa a narrar, cantando, los sucesos que no vemos y que no son tampoco sugeridos por lo situacional. Tan relevante es la presencia de la narración que incluso tiene a su cargo el final de la obra.
La dramaturgia de la última década y media de nuestra ciudad ha indagado con bastante recurrencia esta reinstalación del narrador dentro del arte escénico, de muchos y diversos modos. Varios de sus ejemplos están reseñados en este blog a lo largo de los años; citemos algunos con sus respectivas variantes (y si el lector quiere más datos, puede buscar la reseña en el historial de La diosa blanca): “Ala de criados”, de Mauricio Kartun, propone la forma monólogo a público, intercalada en la acción. Algo similar, pero desplegado en distintos personajes, tienen las obras de Santiago Loza “Almas Ardientes” y “El Mal de la Montaña” –en “Todo verde”, por otra parte, Santiago hace del monólogo narrativo a cargo del único personaje la estructura de la obra, pero sostenida por una situación de fondo que le otorga presente dramático: el testimonio-. Por fuera de línea “monólogos”, que limita y se cruza necesariamente con la narración, están los paradigmáticos procedimientos de Mariano Pensotti, un poco calcados en sus dos obras, “El pasado es un animal grotesco” y “Cineastas”, donde los personajes, micrófono en mano, pasan a ser narradores/comentadores en escena, casi a la manera del género documental. Y finalmente, pero sin agotar el catálogo, tenemos  el curioso caso de la obra “Todo”, de Rafael Spregelburd, que propone un narrador en voz en off, muy utilizado en el cine y de muy difícil eficacia teatral (“Todo”, no obstante, es un caso muy eficaz). La originalidad, y gran parte de la calidad de La Pilarcita radica, a mi juicio, en el balance entre estas dos técnicas opuestas, y su curiosa y bienvenida combinación: una obra de evocaciones metonímicas, de mundo personal, de muy diestro manejo del diálogo, que profundiza (y mejora incluso) la línea que trabajaba su obra anterior, Vuelve (para ver la reseña de esta obra, click aquí), entremezclada con la presencia del cantor-juglar, esta suerte de Jonathan Richman, vestido de paisano, que convive sin problemas con la estructura y estilo de la obra.

Misterio y metáfora
Las promesas suelen ser peligrosas. A veces, por no cumplirse. Y muchas veces, por lo contrario. Es que la anticipación se filtra a menudo hasta los rincones más neuróticos de nuestra mente. Lo que suele pasar con esos personajes esperados a lo largo de las obras es que si no vienen, uno ya lo anticipó: “no va a venir”. Y si aparecen, no están a la altura de lo fantaseado. Trabajar con anticipaciones siempre es complicado, y su resultado estará siempre repartido entre quienes comprarán la ilusión y los que se desilusionarán. Un personaje tras una puerta, al que nadie ve o nadie puede ver excepto el “médium”, es uno de los casos clásicos. La secretaria que dice “déjeme que le pregunto”, y luego vuelve diciendo “dice que me deje el sobre a mí”, es el enervante modelo real. De la construcción/deconstrucción de lo que realmente pasó del otro lado de la puerta depende el atractivo de la técnica.

La Pilarcita se apoya en este procedimiento, y presenta con mucha energía un lugar misterioso y un personaje invisible habitándolo, pero la anticipación y el desenlace de lo que sucede con él no encaja del todo bien en la estructura completa, pues el destino de los personajes con quienes nos identificamos –sus desequilibrios y sus nuevos equilibrios- no se resuelve en el descubrimiento de la verdad que allí podría anidar. No obstante, algo muy poderoso sigue sosteniéndose, y es la metáfora. Tras la espera, la ascensión y la caída de todos los milagros, Celeste viajará hacia la libertad en compañía del muerto. Y en el estribo de la liberación, a punto de acompañar un cadáver, se pregunta con sabia ingenuidad:

-¿Qué me puede hacer?

jueves, 16 de abril de 2015

Sobre MI HIJO SOLO CAMINA MÁS LENTO, de Ivor Martinic (dir G. Cacace)



El domingo 5 fui al estreno de MI HIJO SOLO CAMINA MÁS LENTO, de Ivor Martinic (dir Guillermo Cacace), en  Apacheta Sala Estudio (Pasco 623 Tel:  4941-5669). Funciones:  Domingos  11:30 hs y otros horarios a consultar.

Supervivencia
“Supervivencia”. Así se llama el trámite burocrático –la presentación de un certificado- que acredita que un jubilado aún está vivo y puede seguir cobrando. Se espera que se muera y, mientras tanto, sobrevive.  Mi abuelo vivió hasta los 99 años y medio, y murió en su casa, que aún era su lugar, pero en un tiempo que ya prácticamente no le pertenecía. Es que sobrevivir hasta semejante edad tiene una consecuencia fatal: excepto los hijos (que ya están viejos), los nietos (que ya han madurado) y los biznietos (pequeños casi desconocidos), las personas que conocimos, con las que vivimos, con las que peleamos, con las que amamos, ya están muertas. Por lo general, los últimos años conllevan el aislamiento social y la paulatina pérdida de vínculo con el entorno. Todos se han ido yendo. Nuestra gente ya no está allí, y si saliéramos del refugio, no conoceríamos a nadie, y nadie nos conocería. En grupos familiares en los que conviven las generaciones, el “refugio”, antes que físico, es mental: el anciano pareciera cerrarse sobre sí mismo, en sus ensoñaciones, recuerdos, sorderas, ficciones. Pero de tanto en tanto, como en un destello, interactúa con el presente. 

Apacheta Sala Estudio. Mediodía de un domingo. La actriz que encarna a la viejita, emblema de la obra “Mi hijo solo camina más lento” de pronto pregunta: “¿qué pasó que todos murieron?”. 

Síntesis Argumental
El hijo varón cumple hoy 25 años. Su madre prepara un festejo para la ocasión, en la misma casa donde habitan varias generaciones.  A pesar de la silla de ruedas, la invalidez no es algo que pueda realmente nombrarse. El hijo sólo camina más lento.

Croacia-Buenos Aires
La obra hizo sus primeras funciones en el marco del Festival  Internacional de Dramaturgia “Europa + América”, que propició el estreno en Argentina de obras de autores europeos contemporáneos, y actualmente inicia su temporada regular en Apacheta. Por distintos motivos en la escena teatral no comercial-no oficial de Buenos Aires escasean los estrenos de autores extranjeros. Los hay, pero no predominan, como sí lo hacen en forma abrumadora (y a mi juicio, en forma cuestionable) los autores extranjeros en el circuito comercial. Lo curioso de esta puesta en Apacheta es que –imaginemos- si uno no tuviera el “dato” de que la obra es croata, podría perfectamente pensar que está frente a una producción, excelente y epigonal, de aquella productiva vertiente de obras porteñas sobre mundos familiares disfuncionales que irrumpieron a fines de los noventa y poblaron durante más de una década nuestro teatro. Los elementos están allí a la vista: una clase media haciendo equilibrio sobre la línea de la pobreza, que sobrevive, en constante decadencia, en algún rincón de la gran urbe. La casa, habitada por al menos tres generaciones, exhibe también el límite entre el hacinamiento y la promiscuidad. Y sus personajes “satélites” entran, salen y dis-funcionan: el novio, la novia, o los amigos, o los parientes, con sus bizarros, tiernos y violentos códigos de comunicación, sus acciones, sus silencios, su devenir. Si diéramos un paso más podríamos describir “Mi hijo solo camina un poco más lento” como la historia de una abuela que sostiene y soporta la presencia de su hija, madre infantilizada de un discapacitado, en el centro de un sistema precario de familiares y amigos, verborrágicos o lacónicos. Y haciendo eso nos montaríamos directamente encima de “La omisión de la familia Coleman” pero una década y media más tarde, en otro idioma, otra cultura y otro país que funciona, notablemente, del mismo modo que el nuestro.

El discurso materno
Pensaba mientras disfrutaba de esta especie de porteñidad a ultranza en la obra de un croata, que tal vez este vínculo se debía a la universalidad de su tema, o tal vez era el partido de River que, en vivo y en directo, el astuto Cacace dejaba sonar en la radio durante los primeros minutos de representación.  Sí, claro: el tema es universal  y viene a corroborar a la Madre como figura central de todo trauma en la cultura occidental. Pero la perplejidad pasaba por los procedimientos, tan en continuidad con la tradición descripta. Y no porque me pareciera que Guillermo Cacace en particular fuera un cultor de ese tipo de teatro; por el contrario, las dos muy buenas obras anteriores provienen de tradiciones muy distintas: Stéfano (se puede leer mi reseña de esa puesta haciendo click aquí) era una feliz estilización del grotesco criollo, y A mamá, una suerte de adaptación expresionista, navideña y argentina de la Orestíada; ninguna de ellas abrevaba en este tipo de costumbrismo. Entonces pienso: lo croata, justamente, es lo que permite lo argentino a ultranza.
  
Lo innombrable
Aquello que la madre no nombró, nunca fue nombrado. Habitamos, incluso de adultos –o sobre todo de adultos- el mundo “posible” del discurso materno. Aquello que mamá no permitió decir, no lo pudimos pensar.  Si sufrimos desamparo pero mamá decía “yo hago todo por ustedes”, el desamparo como experiencia existió, pero fuera del discurso. Y entonces, el discurso señala otra cosa, y no la experiencia real. Muchos de los mejores dramas están compuestos por la lucha que deviene de esa contradicción: la lucha por poder articular la experiencia con la palabra. Como el hiato es, muchas veces, insalvable, emerge el arte. En el caso de “Mi hijo solo camina más lento”, el recorrido tenso y sinuoso por las distintas situaciones es ofrecido –como su título explicita- desde el punto de vista de la madre, en contraste con el del hijo. El mundo de la madre está lleno de palabras; el del hijo, de silencios y pausas. En todo caso, lo que el hijo puede decir es lo que la madre, en su desgarro, intentará articular, y es un doloroso, cruel y paradójico tándem:

La madre logra gritar, desgarrada, que su hijo ya no camina. Y el hijo, tenue, suave, poderosamente, le dirá: “mamá, perdoname por no caminar”.

Anti Coleman
A diferencia de la otra, la ya clásica de Claudio Tolcachir, la obra de Martinic tiene un epílogo. Sucede todo, y  luego algo más. Puede decirse que la curva de tensión y caída está igualmente presente en ambas piezas, pero mientras la historia de “La omisión…” es la del progresivo abandono hasta la soledad crucial, en “Mi hijo…”, luego de la confrontación hay una esperanza –un poco “puesta”, pero esperanza al fin-. En el contacto de los cuerpos, la obra finalmente se pone completamente de pie. Y todos sus miembros, distribuidos en parejas, forman a su modo, el sostén.

Bonus track
¡Qué actrices!, me dijo Roberto Perinelli al terminar la función. Sí, el elenco es muy parejo y eficaz. Y las chicas, que llevan la carga de la verborragia, se destacan.

Bonus track bis
La obra va a las 11.30 de la mañana de los domingos, hora ritual si las hay. Poco teatral, la elección del horario le da a todo un brillo especial: luz diurna acompañada de luces complementarias, en un entorno de barrio que vive, dominguero, algo que va muy bien con lo que se está representando.

viernes, 13 de marzo de 2015

Sobre LOS DÍAS DESPUÉS, de Victoria Almeida



El último viernes de febrero fui a ver LOS DÍAS DESPUÉS, de Victoria Almeida a El Camarín de las musas (Mario Bravo 960 / tel 4862-0655). Funciones viernes 21 hs.

El espejo, la naturaleza y el tiempo
Los clásicos vuelven y nosotros volvemos a ellos pero, como el río de Heráclito, tanto el clásico como nosotros ya no somos los mismos. Una de las ideas que siempre regresan, renovadas y diferentes, es la del arte como espejo del mundo, de la naturaleza, de la humanidad, de la época. Está escrita, imborrable, en los consejos de Hamlet a los actores: “que la acción corresponda a la palabra, y la palabra a la acción; teniendo especialmente en cuenta no traspasar los límites de la sencillez de la naturaleza: porque todo lo que se opone a ella, se aparta a la vez del propósito del arte dramático, cuyo fin ha sido y es, tanto en su origen como ahora, sostener, por así decirlo, un espejo a la naturaleza, mostrar a la virtud sus propios rasgos, al vicio su verdadera imagen y a cada edad y tiempo su forma y sello característico.”[1]

La idea abarca múltiples relaciones y múltiples puntos de vista sobre esas relaciones: la relación del arte con la vida, del arte con la realidad, del arte con sus propias técnicas, del arte con el tiempo, del arte con su propio intérprete, etc. Vamos a detenernos, no obstante, en la imagen que propone la metáfora: la actuación como un espejo. Esa potente idea cumple funciones dramáticas incluso dentro de la propia pieza Hamlet, que es una obra de teatro que contiene otra dentro de sí: la representación del asesinato del padre ante los ojos del asesino, que no lo soportará. Hamlet sostiene, casi literalmente, un “espejo” que le muestra al asesino su propia imagen. Siempre pensé que los realismos más sociales se apropian de ese procedimiento y le ponen a su platea un espejo que la refleja –y haciéndolo puede, a veces, conmoverla enormemente (como el actor conmueve a Hamlet recitando la muerte de Príamo y el dolor de Hécuba) , pero también perturbarla (como al rey frente a su crimen). Pienso en el espejo que un realismo como el de Casa de muñecas, de Ibsen, pone a su platea, una platea que se ve a sí misma y se escandaliza, puesto que para su edad y su tiempo, la ruptura del melodrama y la emancipación de la mujer de las cadenas del matrimonio, junto con su nuevo lugar en el mercado de trabajo, eran una lucha viva. 

Los siglos pasan, los clásicos se olvidan y vuelven, modificados. El “espejo” regresa al escenario de un teatro en Villa Crespo donde una pareja encantadora refleja a las parejas de su público en sus pequeños, cotidianos, íntimos detalles:  los pequeños departamentos de la clase media urbana y joven que estudia teatro y asiste a las funciones de las obras de su propio circuito, los barrios de nuestra querida ciudad teatral y sus camas de convivencia, sus baños privados, compartidos, sus sillones usados frente a la tele, su pequeña y coqueta cocina, sus tostadas para el desayuno. Y estos reflejos provocan una inmediata y potente identificación. Pero el condimento especial, y lo más interesante de esta propuesta de Victoria Almeida, es que el espejo en sí, esa materialidad refractaria sostenida frente a nuestros ojos, se torna visible en sus procedimientos, y permite salir, extrañados, de toda aparente ingenuidad.

Síntesis Argumental
Una bella pareja de jóvenes entra en crisis. Tanto ellos como el público iremos asumiendo su dinámica -y sus eventuales consecuencias- a partir de pequeños rituales cotidianos que se reiteran, se espejan y se modifican.

La materialidad
Los días después exhibe, como la mayoría de las puestas en escena del teatro independiente contemporáneo, la materialidad de sus procedimientos de representación, al menos los más “teatralistas”: los trastos móviles, los decorados pintados o, en este caso, dibujados y, fundamentalmente, los “utileros” vestidos de negro, que acompañan e intervienen, intercalando planos, la representación. A la manera del “distanciamiento” del querido Bertolt, la puesta no escatima carteles, señalamientos de ficcionalidad de sus planos, e incluso y más expresionistamente, disputas reglamentadas, como pequeños matches con árbitro/organizador. Pero a su vez, tensa el arco de esa materialidad con los procedimientos del llamado “teatro físico”, que de alguna manera despoja al cuerpo, de distintos modos, de su articulación en la gramática narrativa (realista o expresionista), autonomizándolo. Quiero decir: si los actores ocupan los primeros cinco minutos chuponeándose y girando en distintos abrazos contorsionados alrededor de la escenografía –escenografía que se ha juntado en el centro del espacio-,  el valor de esa acción se separa de la trama para proponerse, más coreográficamente, como puro valor expresivo, valor que en el teatro físico pone en tensión, a su vez, la realidad del cuerpo presente en vivo: un cuerpo que de verdad hace eso que está allí, ante nuestros ojos y en nuestra presencia.

La reiteración y sus variaciones
Iniciamos esta reseña con una alusión a Heráclito, y su idea del constante fluir del tiempo que impide el regreso: nadie vuelve, pues siempre se está yendo. A modo de un castillo de arena que desafía la marea, con un espíritu de niños buscando protección, intentamos frenar ese flujo dándonos rutinas y reiteraciones: leer el mismo cuento todas las noches no está tan lejos, en su ingenuidad, de desayunar a la misma hora, ver los mismos programas de TV a la noche o llamarnos todos los días por el mismo nombre. La fascinación que produce lo reiterado, por lo inesperado o, justamente, por lo esperado, está volviendo a ser explorada en los procedimientos del teatro contemporáneo[2]. En el caso de Los días después, el trabajo sobre la reiteración y variación (de velocidades, de duración, de intensidades) de pequeñas escenas cotidianas tienen un vector de sentido: van desde la neurótica sensación de orden, estabilidad, armonía, hacia su vaciamiento, su estupor y la denuncia de lo que esconde, para poder hacerlo explotar. “Hay método”, digamos, en la degradación, y esto corre al espectáculo, satisfactoriamente, de lo que podría haber sido en otras época, un señalamiento por el absurdo de la cáscara pequeño burguesa de la pareja, para traerla a algo más sutil y eficaz: la inasible línea que separa y a la vez une en el amor.

Belleza
Las pequeñas banalidades cotidianas se embellecen en Los días después. Esto es así en todo el espectáculo, en sus movimientos, en su música en sus climas. Y también en sus textos. No es casual el leiv-motif de su protagonista: “amame lo feo”.

La discusión
Un diálogo es un contrapunto. Yo te digo, vos me decís, yo te digo, vos me decís. El mejor momento, a mi juicio, de este bello espectáculo es la discusión “superpuesta”, donde nos reconocemos, tanto en los reclamos de género como es su propia dinámica: en la superposición, escuchar es imposible.

El sueño de la naturaleza           
Podemos cerrar esta reseña con un retorno y una variación, la referencia a otra acepción de la palabra “naturaleza”: ya no la “naturaleza” como el mundo, el lugar del hombre, sino justamente lo contrario, el lugar que el hombre (el hombre burgués, más histórica y precisamente) ha perdido. La naturaleza es el ámbito añorado, aquél donde ya no estamos, donde soñamos que quizás, tal vez, podríamos estar.
El mar final, dibujado en las paredes concretas del concreto Camarín de las musas, es el pequeño sueño compartido en su tierna y triste imposibilidad.


[2] Personalmente, mis últimas obras –aunque también estaba en las primeras, La Historia de llorar por él, Genealogía del niño a mis espaldas y Gesta-, abundan en la técnica de la reiteración con variaciones. EL TAO DEL SEXO (actualmente en gira nacional e internacional, para luego reponerse a mitad de año en Buenos Aires), que co-escribí con Laura Gutman, retorna una y otra vez a dos escenas modificando el punto de vista (él/ella) desde donde son presentadas, para luego intercalar/asociar o hacer colisionar las sucesivas escenas que serían su consecuencia. Nunca se está seguro de qué sucedió realmente, cosa que, creo, nos pasa también en nuestras relaciones. En LA VERDAD –Variaciones sobre un manual de estilo-, que co-escribí con Alejandra Toronchik, tomamos la idea metateatral del “ensayo” de una obra (fragmentos de Antígona) utilizando motivaciones personales, biográficas, de la actriz. El problema, a diferencia de lo que indicaría el sentido común, es que lo que se modifica no es el resultado escénico sino el trasfondo biográfico, que se torna, a su vez, otro relato (esto, sumado a la controversia de la segunda trama, al del periodista y su editora, hacen de la relación relato-verdad un eje central). Finalmente, EL MAL RECIBIDO intenta vérselas con el paroxismo mediático de las cintas sin fin, sin discontinuidad, de los zócalos de los canales de noticias 24 hs, los diarios, las radios, los recuerdos, las músicas, y el dolor.

jueves, 26 de febrero de 2015

Sobre ENSAYO SOBRE LA GAVIOTA, de Marcelo Savignone



El lunes fui al estreno de ENSAYO SOBRE LA GAVIOTA, de Marcelo Savignone, en La Carpintería (Jean Jeaures 858 –tel 4961-5092). Domingos 20.30 
Birdman not dead (lo que sigue es un spoiler del final de la película ganadora del Oscar 2015 –el que no la haya visto, salte al segundo párrafo-)
La película “sigue” (casi en el sentido twitter/facebook de “seguir” a alguien) a un actor, que es a su vez director y autor, durante los ensayos, pre-estrenos y estreno de una obra en la que se juega su carrera. A cierta altura de la película, que ya mostró signos de violencia levemente parodiados, vemos manipular en camarines un arma cargada. Vemos también, durante la Avant première de la obra, un disparo suicida convencionalmente trucado sobre el escenario. Y vemos, hacia el final de la película, al actor salir a escena empuñando la pistola verdadera. Cámara al público y reacción de la platea ante el disparo real.
Gracia. Sorpresa. Incredulidad. Espanto. Duda.
En una película sobre actuar, ser, y ser-otro, lo real no es del todo seguro: la ficción no era su tema, pero termina siéndolo.

Metateatro
La fascinante capacidad de poder fingir ser otros y comportarnos de otra manera delante de un público prevenido ha dado pie, entre otras cosas, al arte teatral: este modo particular de hacer “presente” (en tiempo presente y en presencia del auditorio) una acción. En términos generales, eso que llamamos actuación se concibe como un instrumento, conductor, soporte o medio de algo que es otra cosa que la actuación en sí: llamemos a esa cosa” situación”, “historia”, “desarrollo de la trama”, “acción”, “argumento”, “tema”. No obstante, el germen mismo del teatro, que es la capacidad de actuar, contiene en sí la posibilidad de convertirse en su propio tema. El teatro, supongo aunque no lo tengo probado, es más proclive que otras artes a mirarse en escena y desde la escena a sí mismo: prontamente deviene metateatro, y se toma a sí mismo como objeto de representación. Con cierto paroxismo propio del espíritu barroco, el teatro isabelino y el del siglo de oro español exacerbaron la metateatralidad, quizás porque concebían el mundo entero como un gran escenario y la vida misma como una representación. Pero no se trata sólo de una cuestión meramente histórica, de un espíritu de época. La develación de los mecanismos de producción de la ficción teatral mediante distintos tipos de distanciamiento y señalamiento de artificios, es más una norma que una transgresión. Y al decir esto incluyo también los procedimientos de los realismos teatrales, aquellos modos de concebir el teatro como una  mímesis de la realidad: solo en convenciones muy, muy ingenuas, soportamos el disimulo infantil de lo irrepresentable. La mencionada escena de la película de Hollywood/Broadway (que no es la escena final, no se preocupen) necesita mostrar previamente toda la tecnología de la puesta –desde la modernidad de sus maquinarias y sus apuntadores computarizados hasta el tierno truco de la peluca con sangre- para instalar un momento de duda  por quiebre de la convención y presentación de “lo real”; es decir, tiene que enfatizar, subrayándolo, algo que ya no se presupone: que ese teatro y la vida “se parecen” –y mucho-, porque si no lo enfatiza, no habría efecto.[1]

Chejov, autor emblemático del realismo de fines del siglo XIX, escribe La Gaviota, y valga esta redundancia sobre el clásico: escribe una obra sobre escritores en cuya puesta necesariamente las actrices, puestas en abismo, actuarán la actuación. Un siglo y cuarto más tarde, en las antípodas de San Petersburgo, en otro idioma y otro tiempo, Marcelo Savignone pone en escena Ensayo sobre La Gaviota, destacando en primer plano –lo cual torna a todo el universo de la obra en un loop o cinta sin fin explícito- la metateatralidad. 

Síntesis Argumental
Un director, autor y actor pone en escena y a la vez contempla e interpreta un drama fragmentado en el cual dos escritores escriben, dos actrices actúan, todos compiten por el amor, por la realización,  por el autoconocimiento. Y todos fracasan. 

Loop
La representación en Ensayo sobre La Gaviota pre-existe al punto inicial de la obra y contiene la entrada del público. En un loop (literal: una secuencia de acciones, sonidos y palabras en escena –o al borde de la escena- que llegado a un punto, vuelven a empezar), el dispositivo escénico ya está activo durante el tiempo que el público se acomoda en las butacas, el tiempo que se cierran las puertas, y en ese incierto tiempo fronterizo que Savignone extiende, entre la convención de “luz de sala” y la luz inicial. Los elementos fragmentarios de esa secuencia son explícitamente metateatrales: aplausos, butacas, miedos actorales, indicaciones, movimientos, iluminación. 

No es inocente; al contrario, es el primer comentario y clave de lectura del “ensayo sobre” una obra que, a su vez, comenzará con la representación de otra obra, menor, puesta en abismo.  Esta propuesta de planos y subconjuntos se conjuga hábilmente con el diseño espacial, organizado según la profundidad: una zona exterior o borde que se superpone a la primera fila de butacas del teatro, un segundo sector de representación en zona proscenio, una cubículo-casa con un “interior” vislumbrado a través una ventana y una puerta, que en el intervalo elíptico del tiempo representado devendrá una suerte de comentada cuarta pared, y al fondo, la zona elevada de un muelle que señala, por ausencia, el lago. Separado de este universo de representación y expectación, un sector autónomo, como de “otro mundo”, con micrófono de pie tipo stand-up, mesita de apoyo de utilería y pie de guitarra. 

La técnica en primer plano
Una consecuencia natural del énfasis en lo metateatral es que la atención del público se concentra en los aspectos técnicos, pues siempre quedan subrayados. Sea cual fuere la orientación del gesto, que oscila entre los polos de la parodia (imitación crítica de los procedimientos) y de la estilización (imitación-homenaje que toma el procedimiento en su mismo sentido original), lo que se resalta es el modo en que es hecho: cómo camina el actor, cómo habla, cómo entona, cómo actúa, cómo ejecuta la coreografía, cómo ésta es iluminada, cómo es comentada con máquina de humo, con qué repeticiones, con qué música indie-pop[2]. Los mitos y los clásicos, gracias a su capacidad de ofrecer argumentos de algún modo conocidos por el público, acentúan esta focalización. 

En Ensayo sobre La Gaviota, la técnica de actuación realista (acción con lógica causa-efecto, diálogo con enunciado y réplica, movimiento natural y mimético) es violentada cada tanto por la reiteración, e interceptada, interrumpida y comentada por coreografías y rutinas expresivas complementarias. En esa colisión, el sentido se multiplica. También, como correlato, el resultado exhibe las diferencias interpretativas. Marcelo Savignone ejecuta todo: rutina, palabra (incluso la palabra “pelada” en su micrófono exclusivo), danza, ritualidad, actuación y dirección, ejecuta todo, decía, por sobre la línea de la excelencia. Los demás, lo siguen. Imitan. Continúan. Comentan. Como aquella cámara seguidora en la película Birdman, las secuencias de Ensayo sobre La Gaviota parecen ser conscientes de su condición precaria, de su estado previo: un ejecutante notable que indica, muestra, inicia un segmento, y sus seguidores completan. 

Samuel Beckett y Antón
A fines del siglo XIX, la fuerte presencia del elemento simbólico, explícitamente simbólico -la gaviota, asesinada por que sí- parece indicar que el sentido se ha corrido un poco, que ya no está en las vidas representadas por el teatro y lo que ellas puedan decir. Medio siglo después, otro enorme genio del teatro detendrá, contemplativos, a Clov y Ham en Final de partida, ya sin objeto, y uno de ellos, paródicamente emocionado, preguntará: “¿Estaremos a punto de significar?”

La Gaviota es un objeto opuesto a la palabra, en un teatro de palabras que el tiempo transformó en un clásico. Los clásicos suelen reposar, inactivos, bajo una capa de polvo, costumbre y reconocimiento, con la que cada artista debe lidiar. Para reactivar La Gaviota, Marcelo Savignone propone un ensayo ritual donde a la dupla objeto/palabra le interpone el cuerpo ritualizado. En él, notablemente, es un cuerpo siempre a punto de significar.


[1] El cine, curiosamente, soporta mucho mejor y con toda la ingenuidad la convención realista: lo que la cámara muestra es real, sin dudas, y se disfruta desde un entusiasmo casi infantil (o directamente infantil). De alguna manera, la técnica de la toma continua de Iñárritu en Birdman es un comentario, un señalamiento de la convención cinematográfica; no tanto un acercamiento sino más bien un distanciamiento, un signo de “teatralidad” infiltrado en la película.
[2] Es curioso que la preponderancia de lo musical en esta puesta en escena, sostenida por variadas y eficaces coreografías, no tenga un correlato en el programa de mano ni la ficha técnica.