Melville, la fantasía y los cuerpos
Brillantemente traducido por Borges, el cuento (o novela corta) Bartleby, el escribiente, de Herman Melville permite prever las oscuras fantasías kafkianas de grises e interminables burocracias. La trama es de una sencillez apabullante: Bartleby, un empleado de oficina -en el opaco distrito financiero de la Nueva York del siglo XIX- inexplicablemente se abstiene de realizar primero una, luego otra y luego otra de sus sencillas tareas de copista. Bajo el lema “preferiría no hacerlo” y ante los ojos bienintencionados del narrador, su reticencia se torna misterio, se torna metáfora, roza la alegoría y finalmente estalla en esa tornasolada gama de sentidos que la erige como una de las más notables piezas de arte de su siglo y de su autor.
El mundo burocrático, la oficina oscura, de complicadas leyes secretas, se instalaría posteriormente en la literatura y el teatro como un referencia indiscutida del tópico de la alienación. En el caso del teatro local, el arco es históricamente significativo; baste mencionar aquel clásico de Roberto Arlt, revisitado hasta nuestros días, La isla desierta, y la notable última producción del Tolcachir dramaturgo, Tercer Cuerpo (para leer la reseña en este blog, click aquí).
El horror –a veces explícito, a veces sencillamente sugerido- es de doble encierro: suponer que ya no se podrá salir de esa oficina, o comprender que afuera no hay otra cosa que más y más oficinas.
Síntesis argumental
Alemania, agencia de Asistencia Social. Un antiguo empleado ha dejado de venir; las carpetas con sus casos se acumulan sobre su escritorio. Tres compañeras de oficina persisten como pueden en sus tareas, sostenidas por la palabra y la duda. El eco de sus voces se hace cuerpo.
La velocidad de la palabra
La realidad vital, el mundo y la gente, es un recuerdo en estos mundos, una referencia, un relato mediatizado: nunca lo vemos directamente, solo es aquello que alguien trae, que alguien menciona; algo que, en el mejor de los casos, se sospecha que tiene consecuencias sobre el aquí y ahora, pero de lo que nuncas estamos nunca seguros.
La realidad vital, el mundo y la gente, es un recuerdo en estos mundos, una referencia, un relato mediatizado: nunca lo vemos directamente, solo es aquello que alguien trae, que alguien menciona; algo que, en el mejor de los casos, se sospecha que tiene consecuencias sobre el aquí y ahora, pero de lo que nuncas estamos nunca seguros.
La elección del director Percy Jiménez, sobre este abundante texto de la alemana Felicia Zeller, es la velocidad. Los discursos en continuidad inundan la oficina; la palabra repiquetea como una máquina, dificultando la comprensión. Los cuerpos permanecen. La obra como devenir o expectativa de una acción se paraliza: todo en Mis muy privados festivales mesiánicos tiene el aspecto de una instalación plástica. Así transcurre o, mejor dicho, permanece. Hasta que, de pronto, la instalación se quiebra.
El espacio y la movilidad
Pasado el primer tercio de la obra, esos cuerpos –que incluyen retórica y curiosamente el cuerpo de un eco o conciencia que deambula por detrás- rompen el ritmo: la palabra se ralenta y se detiene, retornando a la comprensión. Aparece el diálogo, o su imposibilidad. Los cuerpos se refieren mutuamente, la palabra se encarna; los hilos de las tramas (referidas) se tornas visibles, una petaca de alcohol se hace visible en los labios equivocados, escuchamos, comprendemos, a una familia de siete hijos cuyo abogado demanda al organismo interventor, a un chico desnutrido, a una familia golpeadora, o al menos se dibujan las sospechas.
La paradoja
Y con este regreso al relato y la referencia, se cierra el círculo de imposiblidad. Quizás un personaje en algún momento dice lo que la obra compone, como si no fuera a bastar: que somos incapaces de ayudar a todos todo el tiempo. Las imágenes de la realidad “social” –en el sentido de intervención estatal sobre las muy privadas vidas familiares - son tan contundentes como distantes, veladas por las carpetas y las voces saturadas de las “asistentes”. Tal vez solo así los moretones y los huesitos fracturados de un niño abusado cobran relieve.
Y con este regreso al relato y la referencia, se cierra el círculo de imposiblidad. Quizás un personaje en algún momento dice lo que la obra compone, como si no fuera a bastar: que somos incapaces de ayudar a todos todo el tiempo. Las imágenes de la realidad “social” –en el sentido de intervención estatal sobre las muy privadas vidas familiares - son tan contundentes como distantes, veladas por las carpetas y las voces saturadas de las “asistentes”. Tal vez solo así los moretones y los huesitos fracturados de un niño abusado cobran relieve.
La asistencia social es esa paradoja temática que les permite a Zeller / Jiménez separar los discursos de los cuerpos y replantear lo imposible. Como aquel extático lamento final de Melville cuyo eco no se calla: ¡Oh, Bartleby, oh Humanidad!