martes, 25 de mayo de 2010

Sobre MIS MUY PRIVADOS FESTIVALES MESIÁNICOS, de Felicia Zeller

El jueves fui a ver MIS MUY PRIVADOS FESTIVALES MESIÁNICOS, de Felicia Zeller (Jueves 21 en Espacio Callejón -Humahuaca 3759: 4862-1167)

Melville, la fantasía y los cuerpos
Brillantemente traducido por Borges, el cuento (o novela corta) Bartleby, el escribiente, de Herman Melville permite prever las oscuras fantasías kafkianas de grises e interminables burocracias. La trama es de una sencillez apabullante: Bartleby, un empleado de oficina -en el opaco distrito financiero de la Nueva York del siglo XIX- inexplicablemente se abstiene de realizar primero una, luego otra y luego otra de sus sencillas tareas de copista. Bajo el lema “preferiría no hacerlo” y ante los ojos bienintencionados del narrador, su reticencia se torna misterio, se torna metáfora, roza la alegoría y finalmente estalla en esa tornasolada gama de sentidos que la erige como una de las más notables piezas de arte de su siglo y de su autor.

El mundo burocrático, la oficina oscura, de complicadas leyes secretas, se instalaría posteriormente en la literatura y el teatro como un referencia indiscutida del tópico de la alienación. En el caso del teatro local, el arco es históricamente significativo; baste mencionar aquel clásico de Roberto Arlt, revisitado hasta nuestros días, La isla desierta, y la notable última producción del Tolcachir dramaturgo, Tercer Cuerpo (para leer la reseña en este blog, click aquí).

El horror –a veces explícito, a veces sencillamente sugerido- es de doble encierro: suponer que ya no se podrá salir de esa oficina, o comprender que afuera no hay otra cosa que más y más oficinas.

Síntesis argumental
Alemania, agencia de Asistencia Social. Un antiguo empleado ha dejado de venir; las carpetas con sus casos se acumulan sobre su escritorio. Tres compañeras de oficina persisten como pueden en sus tareas, sostenidas por la palabra y la duda. El eco de sus voces se hace cuerpo.
La velocidad de la palabra
La realidad vital, el mundo y la gente, es un recuerdo en estos mundos, una referencia, un relato mediatizado: nunca lo vemos directamente, solo es aquello que alguien trae, que alguien menciona; algo que, en el mejor de los casos, se sospecha que tiene consecuencias sobre el aquí y ahora, pero de lo que nuncas estamos nunca seguros.

La elección del director Percy Jiménez, sobre este abundante texto de la alemana Felicia Zeller, es la velocidad. Los discursos en continuidad inundan la oficina; la palabra repiquetea como una máquina, dificultando la comprensión. Los cuerpos permanecen. La obra como devenir o expectativa de una acción se paraliza: todo en Mis muy privados festivales mesiánicos tiene el aspecto de una instalación plástica. Así transcurre o, mejor dicho, permanece. Hasta que, de pronto, la instalación se quiebra.

El espacio y la movilidad
Pasado el primer tercio de la obra, esos cuerpos –que incluyen retórica y curiosamente el cuerpo de un eco o conciencia que deambula por detrás- rompen el ritmo: la palabra se ralenta y se detiene, retornando a la comprensión. Aparece el diálogo, o su imposibilidad. Los cuerpos se refieren mutuamente, la palabra se encarna; los hilos de las tramas (referidas) se tornas visibles, una petaca de alcohol se hace visible en los labios equivocados, escuchamos, comprendemos, a una familia de siete hijos cuyo abogado demanda al organismo interventor, a un chico desnutrido, a una familia golpeadora, o al menos se dibujan las sospechas.
La paradoja
Y con este regreso al relato y la referencia, se cierra el círculo de imposiblidad. Quizás un personaje en algún momento dice lo que la obra compone, como si no fuera a bastar: que somos incapaces de ayudar a todos todo el tiempo. Las imágenes de la realidad “social” –en el sentido de intervención estatal sobre las muy privadas vidas familiares - son tan contundentes como distantes, veladas por las carpetas y las voces saturadas de las “asistentes”. Tal vez solo así los moretones y los huesitos fracturados de un niño abusado cobran relieve.

La asistencia social es esa paradoja temática que les permite a Zeller / Jiménez separar los discursos de los cuerpos y replantear lo imposible. Como aquel extático lamento final de Melville cuyo eco no se calla: ¡Oh, Bartleby, oh Humanidad!

jueves, 6 de mayo de 2010

Sobre ES INEVITABLE, de Diego Casado Rubio

El domingo fui a ver ES INEVITABLE, de Diego Casado Rubio (Domingos 20.30 en La Carbonera, Balcarce 998 -4362 2651)

La certeza
La conciencia de la muerte es una melancólica distinción, atribuida tradicionalmente sólo a la especie humana. Es el límite paradójico de todo conocimiento: su definición –puesto que todo ser humano, y sólo el ser humano, sabe que va a morir¬- y también su negación, ya que nada más puede saberse. La muerte, la gran igualadora, nos iguala en la ignorancia.

Disparos sobre San Telmo
Buenos Aires, otoño de 2010: la muerte dispara otra vez. Ocho meses atrás, en la reseña Sobre Hasta que la muerte nos separe, de Rémi Des Vos (click aquí), construí una pequeña serie, que por entonces creí agotada, en la cual un grupo de obras en cartel en Buenos Aires partían de la muerte como principio “disparador” de su relato. Las obras eran –y pueden leerse sus reseñas haciendo click sobre los títulos-: El último fuego, Rosa Mística (estas dos actualmente en cartel), Escoria y la citada Hasta que la muerte nos separe. Sus muertes: un bebé en una balacera policial, un niño atropellado, una anciana y una metafórica muerte en vida, en la que yo arriesgaba a la muerte como término sustituido.

La muerte, más allá del certero fin de una historia, implica casi siempre un cambio en la estabilidad de las vidas que persisten, un punto de inflexión en las otras historias. Desde el quieto dolor del duelo, al que le basta con detener el flujo de lo cotidiano para provocar un relato, hasta el clamor de la venganza –la espada de Laertes duplicada en la daga de Hamlet-. La muerte, comprendo ahora, no es sólo el sencillo denominador común de un grupo de obras plañideras sino una de las grandes fuentes clásicas de la que abreva una y otra vez nuestra imaginación.

Síntesis argumental
Una mujer reza, llora, se lamenta y conversa junto al ataúd reciente. La enfermedad, el amor, la pasada convivencia aún son imágenes. Irrevocablemente, se disolverán. Habrá otro encuentro, se sugiere. Y se sabe: el futuro es inevitable.

El inevitable monólogo
La forma monólogo abunda hasta rebalsar en Buenos Aires. Un sentido figurado solía expresar la saturación de obras de pequeño formato en nuestra ciudad diciendo: “levantás una piedra y hay una obra de teatro”. A esta altura, agregaría: sacudís las obras y caen monólogos.

Hace más de un año, tras ver una reposición de la notable y tierna Harina¸de Carolina Tejeda y Román Podolsky, me atreví a exponer la vigencia de esta forma teatral discutiendo a aquellos que la juzgaban perimida (el artículo Daulte Ex Machina puede leerse haciendo click aquí); también revisaba allí las distintas variantes formales de un actor que habla solo en el escenario, o que dialoga sin interlocutor: la simple versión a público, confesional casi siempre (Harina, Apenas el fin del mundo) o renovada por el uso de la retórica de la declamación al auditorio (Open House, Mujeres en el Baño); la frontera realista del interlocutor silencioso (La Gracia, La más fuerte), su clásica variante telefónica (Sucio, La voz humana), la enunciación poética, rítmica (Los sensuales, La ira de Dios), o la reivindicación de la narrativa oral, una fuente primordial que se reteatraliza (Medio Pueblo) y se acopla a dispositivos imprevistos (Rodando). De entonces a esta parte, se agregó el monólogo ritual: Rosa Mística, Revelación y, aquí y ahora, Es Inevitable.

El esplendor
Los videos de Diego Casado Rubio son el esplendor. Puedo incluso describirlos, puedo anticipar y saber que un cuadro se convierte en mar, que un blanco saturado se trasforma en rostro, apenas visible, en su blanca palidez. Y sin embargo, los vería otra vez. Los veré y serán otra cosa. Ya en El Anatomista, como efecto no buscado, sus videos competían y ganaban a la escena, devaluándola. Aquí, en un espectáculo más conciente de su utilización, video y cuerpo real se equilibran y se comentan.

Pantalla y muerte
Teatro es ese hecho vivo que se realiza en vivo; el video es una reproducción técnica. El playback, que suena mucho mejor que la voz real del cantante, no puede no sentirse como una devaluación de la performance: no por su calidad sino por su falta de presente. El presente es temblor y es error: el temblor y la torpeza de la vida. En la otra punta, la perfección -la completud- de una película, de una imagen, de una fotografía, son la plástica, la huella, la no persona.

La virtud del espectáculo de Diego Casado Rubio es la de hacer de estos opuestos, complementos: el espectáculo, en vivo, habla también de la muerte. Y lo hace desde la cualidad formal, que es competencia del arte.