Terapia policial
El despojado príncipe de Dinamarca cierra el segundo acto del drama que lleva su nombre con una curioso propósito: para tener pruebas contundentes de un crimen usará la ficción.
I’ll have grounds/ more relative than this. The play’s the thing/ Wherein I’ll catch the conscience of the King – Quiero tener pruebas contundentes. La representación será la trampa donde caerá la conciencia del rey[i].
La idea de que una representación (en la que las cosas no son, pero son como si fueran) puede iluminar o revelar una verdad (la cosa como es, o como fue) es casi arquetípica: reconstruir los hechos, representarlos, logra someter de alguna manera a la conciencia a un estado paradójico en el cual deja de distinguir los planos de realidad y ficción. De la intermitencia, de la capacidad de ser y no ser de esa hermosa y difusa frontera entre representación y realidad se alimentan los sueños, la imaginación, el teatro.
Estas cosas que vivimos, que pensamos, que soñamos, no son, pero son como si fueran. Eso nos permite reaccionar, anticipar, prever, sufrir, regresar, avanzar. Una de las claves de una terapia anti-fóbica consiste en la capacidad de anticipación de la escena temida: imaginar cómo será, detalle por detalle o representarla –en la imaginación o en la acción– nos permite anticipar y resolver sin daño. En el otro extremo del arco, la representación de un acontecimiento pasado puede devolver a la conciencia recuerdos o escenas reprimidas cuya recuperación, según ciertas escuelas, tendría valor terapéutico. Tanto Hamlet como el diván del hipnotizador o el espacio escénico del psicodrama cuentan con una escena real como objetivo o marco: el real asesinato del padre, la real escena reprimida, o el futuro y real vuelo en avión. Sin embargo, el juego en la literatura, en el teatro, en el arte (¿en la vida?) a menudo va más lejos: quita la escena real, y entonces…
Eterno barroco
Entonces los reflejos reflejan reflejos. Entonces, Las ruinas circulares, la mariposa que sueña ser Chuang Tzu, un cuento de Philip Dick, diez cuentos de Philip Dick, la ilusión de Maïa, la vara rota de Próspero en La tempestad, el abismo filosófico de un déja vu, la inestabilidad.
Síntesis argumental
Dos actores, antiguos amantes, se reúnen años después en un escenario despojado para el primer ensayo de una obra de teatro. Las razones y las versiones de ambos difieren: por qué están allí, para qué. Las palabras son las mismas y sin embargo, cada vez que se dicen, dicen otra cosa, dicen algo más. O algo menos.
El personaje actor
La representación dentro de la representación es una de las formas más tradicionales de exponer los vínculos entre ficción y realidad o, de algún modo, entre la conciencia y las cosas. Y la utilización directa de actores como personajes es la puesta en límite, saturada, de esa forma: el actor que representa a un actor en el escenario, multiplica los planos de ficción hasta el punto de la duda permanente.
“Ahora estás actuando”, le dice un personaje al otro en Big Bang a raíz de una explosión emocional.
¿Acusación? ¿Reflexión? ¿Sospecha?
En todo caso, ¿cuándo no actúa?
La acción en Big Bang es la espera, aquella de Vladimiro y Estragón, pero tensada por la confianza en una revelación final. Mientras que en Beckett el diálogo-rutina va de este modo “no nos podemos ir. ¿Por qué? Estamos esperando a Godot. Cierto”, en Big Bang se sintetiza a “¿En qué estábamos? Estábamos actuando”.
¿La verdad os hará libres?
El marco explicativo que organizará y ubicará en un relato coherente las contradicciones y misterios de los personajes resuelve la trama –el espectador podrá saber finalmente quiénes están allí, cuándo y por qué–, pero (felizmente) no rellena el abismo, el de los espejos infinitos, el de la duda que subsiste sobre “el otro” como incógnita: si todos mentimos, nadie miente (lema de la obra y bajada del título) iguala a todos con nadie. Lo esencial es la diferencia de uno con el resto; el espejo, la actuación, borra esa línea. No hay libertad en la verdad porque, si todos actuamos, nadie actúa. Nadie. Ningún sujeto. El juego barroco de la multiplicación negadora de un centro, una vez más, borra al sujeto y lo convierte en actor –en el sentido de intérprete de una ficción–. En acuerdo con la idea etimológica de personaje, las máscara es la identidad en la ficción y no hay otra identidad que ella. No habría algo esencial, un ser, una nada, más allá (o más acá).
El límite y la muerte
No obstante, quedan los cuerpos y la amenaza. Los cuerpos son portadores de las marcas ineludibles del paso del tiempo, y contradicen la multiplicidad. En Big Bang, los personajes imaginan (e incluso insinúan como promesa) escenas de muerte. Morir en el escenario. La escena de la muerte. Aquello ineludible.
A riesgo de que el espectador descarte antes de ver la obra una hipótesis, lo peor –como en el grotesco– no es morir, sino perder la máscara de la identidad. El “personaje” que hemos adoptado (la gran actriz, el actor laburador o, si se quiere, el buen hijo, el amante fogoso, el gordo simpático, la buena amiga, etc., etc., etc.) es una estrategia de supervivencia. Su límite está en la superficie de sí mismo.
No habiendo una verdad que se distinga de la ficción, lo peor es ya no poder fingir, pretender, representar.
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[i]Según traducción de Manuel Ángel Conejero
[i]Según traducción de Manuel Ángel Conejero