domingo, 29 de abril de 2018

Sobre HIDALGO, de María Marull


El viernes 20 fui a ver HIDALGO, de María Marull, a El Camarín de las Musas (Mario Bravo 960 / 4862-0655). Funciones viernes 20 y 22 hs.

Belleza Americana
El “vendedor optimista” es un clásico personaje norteamericano, representante, por una parte, de ese ideal del self made man (o “emprendedor”, en términos más afines a la actual ideología oficial) y por otra, del aplastante peso del American dream sobre la subjetividad, siempre a punto de quebrarse y convertirse en pesadilla. Aparece con claridad en el icónico Willy Loman, protagonista no sólo de La muerte de un viajante, de Arthur Miller, sino de toda la devastación a nivel individual de las promesas del capitalismo. El “popular” vendedor, como saldo de sus días, no logra que nadie, excepto su familia, asista a su funeral. Se ha suicidado para conseguir un poco de dinero sin tener que aceptar su fracaso, pero ese dinero sólo alcanza para pagar la última cuota de la hipoteca. Su mujer, Linda, se lo dice a la tumba en las últimas palabras de la obra: “hoy pagué la última cuota de la casa. Hoy, querido. Y no habrá nadie allí. Pero somos libres. Somos libres”.
El personaje no quiere raspar la cáscara de la felicidad prometida, porque su identidad y autoestima están cimentadas sobre un sueño que simula estar al alcance de todos -de todos los “ganadores”-, y se desgarra a lo largo de esta obra, y de tantas otras -obras y películas- hasta cobrar secreta conciencia y aceptar, o al menos vislumbrar y apenas reconocer, con su muerte, de qué se trata de la libertad de los cementerios. Son los personajes anti-cínicos, los que intentan vender, como el padre de la Pequeña Miss Sunshine, los diez pasos del éxito (sin poder probar su eficacia en sí mismo ni en su familia), o la exquisita vendedora inmobiliaria de American Beauty, esposa del narrador y protagonista muerto, que solo desde el otro lado, puede hablar de la belleza.
Las máscaras en estos personajes nunca terminan de caer, porque sus personajes dan la vida por ellas. Lo contrario sucede en la tradición del grotesco, del que abreva, con anterioridad al realismo de Arthur Miller, buena parte de la tradición de lo más productivo y emblemático del teatro de estas latitudes. La primera acepción de “grotesco” es la de distorsión, por exacerbación del contraste, de las características de los personajes: exageradas muecas de extravagantes personajes que uno no deja de reconocer, sin embargo, como parte de un muestreo social, a mitad de camino -o más bien, tambaleando incesantemente- entre la risa cómica y el dolor de la tragedia. El ápice de nuestro grotesco, la notable Stefano, de Armando Discépolo, no deja de ser un doloroso reflejo de la caída de aquel primer sueño americano, el del inmigrante que vino a “hacerse la américa” y no se da cuenta de que termina haciendo “la cabra”[1]. La versión sudaca de la belleza americana contiene la caída de la máscara que, como veremos, puede ser sinónimo de tragedia (en Discepolo) o de redención.
Así, y una vez más, lo mejor de las tradiciones es su constante renacer y mutar en manos y cuerpos de generaciones que, lejos de “conservarlas”, las dotan de vida propia. Así, en el emblemático Camarín de las musas, los cuerpos de Paula Marull y Agustín Daulte, y los textos de María Marull, reeditan las máscaras, las muecas, el gesto al límite del absurdo y la caída final.

Síntesis Argumental
Una agente inmobiliaria llega a un departamento bien ubicado de una zona en auge para cerrar la operación de venta y cobrar, finalmente, su indispensable comisión. Sabe que el departamento está temporalmente ocupado por un padre y su hijo, que pactaron irse apenas la transacción se realice, y debe lidiar con esa presencia. Lo que no sabe es que lo que esa presencia, que adolece lánguida y dolida en el limbo de un “no lugar”, despertará en ella.

Figuras
La dupla escénica remite directamente a la tradición del grotesco: el cuerpo desgarbado, abúlico, a medio vestir, del adolescente que casi pareciera no poder proferir frases largas o complejas, y el cuerpo hiper-vestido, demasiado maquillado e hiperkinético de la vendedora, que no parece poder dejar de hablar, de asociar, de decir lugares comunes y de moverse. Esta vendedora es, a la vez, máscara -actitud positiva para una jornada de ventas y lugares comunes para activar el entusiasmo- y conciencia de clase -sabe y declara perfectamente cuál es su lugar en la división social del trabajo, cuántos medios de transporte tiene que tomar para llegar, qué tipo de ropa tiene que comprar para achicar costos, quién es su explotador y qué exigencias tiene para con ella-. A su vez, el adolescente, es la figura arrojada al borde del sistema: a punto de repetir por segunda vez el año, su presente casi sin sentido pende de la interpretación de un texto escrito en un viejo libro que a nadie interesa y que, por supuesto, nada significa. Del encuentro (y choque) de figuras tan disímiles, proviene la mayor virtud de esta y otras obras de María Marull: lo cotidiano, lo por todos conocido y esperable, se torna de pronto develación, descubrimiento y, en el caso de Hidalgo, incluso experimento.

Fuera del perímetro
El encuentro, colapso y síntesis de lo diverso en una nueva forma es el ABC de la creatividad, o bien, digamos, el “A” (el “B” podría ser la desautomatización de un uso habitual de lo mismo, que no crea un objeto, pero lo reasigna, y el “C” lo dejo librado a la creatividad del lector). Aquí tenemos: adolescente perdido que tiene que rendir literatura y vendedora de departamentos “con amenities” que tiene que lidiar con este okupa y se conmueve ante él como ante un espejo que le devela una verdad propia. Este encuentro da una obra y algo más que, literalmente, se sale del perímetro.
El adolescente tiene que llevar un trabajo práctico a su clase de Literatura sobre el poeta gauchesco Hidalgo. Esto, literalmente, es lo que llamamos en creatividad “un chino”. Dada una situación que puedo imaginar linealmente, abro la puerta y dejo pasar a un chino (es decir, un personaje o elemento de otro lenguaje, de otro aspecto, de otra dinámica). En el caso de este texto, la presencia del poeta Hidalgo[2] viene de otro tiempo (y de la otra margen de su río). Y eso permite que, en lo que para mí es el momento más mágico, poético y cargado de sentido (porque, justamente, lo elude), la obra se salga de su propio perímetro. En un pasaje que bien podríamos denominar “composición tema Hidalgo”, la vendedora sale del cuadrilátero que sugiere los límites del departamento y/o del espacio escénico y crea, desde el más allá, una vida y obra del poeta, mezcla de deseos propios, ensoñaciones, frustraciones e imágenes esparcidas sobre una vida imaginada, que es una delicia inesperada que mueve la tradición del grotesco hacia su borde absurdo, implicándolo, traspasándolo y reabsorbiéndolo.

Gorostiza esquina Marull
Decía al principio que nuestra versión de la caída de la máscara era, en Discépolo, sinónimo de tragedia. Pero en otras líneas del grotesco, lo es de redención. La hermosa y clásica obra breve de Gorostiza, El Acompañamiento, es una perfecta muestra de esa elevación. De esa máscara que, al caer, devela el fracaso y el abandono de todos los sueños. Pero en este caso sus personajes, lejos de abandonar también sus cuerpos y entregárselos a la muerte (o al sistema), reivindican la máscara: ahora como signo de rebelión o resistencia, porque esta vez es consciente. Y entonces, Sebastián suelta el picaporte de la puerta que quiere abrir para liberar a Tuco de su locura, y con el bandoneón imaginado, se sube él también al tango de los sueños.
Tres décadas después, la vendedora y el adolescente sueltan el peso de la historia (en el caso de ella y del muerto Hidalgo) y del futuro (el ominoso caso del adolescente sin destino) para resistir, livianos, desde la conciencia y desde la pasión.



[1] En ese preciso y precioso mundo lingüístico de Discepolo, donde la entera coloquialidad del cocoliche y el criollo son elevadas a textura poética, “hacer la cabra” es no dominar el sonido de los instrumentos de viento por la falta de aire que proviene, entre otras razones, de la decadencia física de la vejez.
[2] Conociendo el texto original de esta obra, que María trabajó con Kartún y conmigo en la EMAD, y habiendo hablado con ella, confirmamos: el poeta Hidalgo es un chino, un elemento incorporado con posterioridad.

miércoles, 7 de marzo de 2018

Sobre YO, ENCARNACIÓN EZCURRA, de Cristina Escofet


El domingo fui al reestreno de Yo, Encarnación Ezcurra, de Cristina Escofet, al Teatro del Pueblo (Av Roque Sánez Peña 943/ 4323-3606) Funciones: Domingos 18 hs.

El flequillo de Marlon Brando
Cada época, en términos generales, y cada autor de sus relatos en particular, genera signos propios para representar el pasado. Nunca la reconstrucción histórica apunta exclusivamente a “mostrar” cómo se vestían, se hablaban, se pensaban y se movían los cuerpos, la sociedad y la naturaleza en determinado tiempo histórico, sino, y sobre todas las cosas, a tensar y valorar su vínculo con el presente, en términos también de autopercepción. El ya clásico ensayo de Roland Barthes sobre la construcción de “lo romano” en el cine de Hollywood de los años cincuenta ilumina los principales aspectos de esta evidencia. En términos muy sintéticos, analizando el film “Julio César”, de Makiewicz, Barthes da cuenta de que todos los personajes masculinos tienen flequillo. Más allá de cualquier voluntad de reconstrucción histórica, que podría haber mostrado sin faltar a “la verdad” a romanos pelilargos o calvos, la película inunda de mechones frontales la pantalla porque ése es, ni más ni menos, el “signo” de la romanidad. Estamos en una sala de cine, viendo en una pantalla proyectadas en blanco y negro a famosas estrellas de Hollywood vestidas con túnicas bizarras, brazaletes y sandalias, y hablando en inglés; sin embargo, nadie duda de que estamos en la Roma imperial: esa certeza es la que aporta el signo.

Es el Hollywood de los 50 el que construye a los romanos para el cine, tan distintos de los trajes isabelinos y sin ningún artificio visual renacentista del Julio César de Shakespeare. Todos y siempre, desde Ben-Hur a Gladiador, desde Julio César a Espartaco, hablan en inglés (a excepción de La Pasión de Cristo, de Mel Gibson, en la que los personajes hablan arameo y latín coloquial; el director australiano había pretendido que no se utilizaran los subtítulos que finalmente se pusieron: un modo radical de construir, desde el presente, signos de lectura de la época también).
Del mismo modo, el teatro que propone personajes históricos o reconstrucciones de época necesita generar signos, y esos signos se dirigen frontalmente al presente que comparte con su platea. En este caso, la construcción de un cuerpo femenino del Buenos Aires de principios del siglo XIX, sombra y contraparte de otro cuerpo, el cuerpo oficial, masculino, del Restaurador de las Leyes, Brigadier General don Juan Manuel de Rosas. Y ese cuerpo encarna una voz, cuyo vector es un “yo”, que la potencia.  

Síntesis Argumental
Recluida en su habitación, la agonizante Encarnación Ezcurra, mujer de Rosas, espera la muerte que, en sus sueños, tiene la forma de un caballo negro: símbolo de la fuerza, de la libertad o simplemente de la negritud. En su espera evoca las intrigas, traiciones y victorias referidas en las cartas a su amor, la imponente sombra del Restaurador, y el deseo del combate de los cuerpos que el orden patriarcal le ha negado. 

Escritos en el barro
Andrés Bazzalo es el director de la notable Escrito en el barro, versión del Otelo de Shakespeare que tuve el gusto de reseñar allá por 2009 (para ver la reseña, click aquí: http://la-diosablanca.blogspot.com.ar/2009/05/sobre-escrito-en-el-barro-de-andres.html). En esa puesta, la construcción de época (Guerra de la Triple Alianza contra Paraguay, fines del siglo XIX) tenía, de algún modo, la “colaboración” de la trama del Otelo: toda versión de un clásico es un diálogo con su fuente que el lector/espectador descubre y disfruta, como un juego de coincidencias y desviaciones. En el caso del presente texto de Escofet, el juego intertextual es con la serie histórica en sus manifestaciones icónicas. Traduciendo: es el manual de Historia Argentina de la escuela, el Facundo de Sarmiento y el Revisionismo Histórico, es la revista Billiken o el heroico Paka-paka de la década pasada, es el aire y el color de los cuadros de Prilidiano Pueyrredón y la efigie de Rosas en el extinto billete de 20 pesos, que ahora es un guanaco. Cristina Escofet construye, a partir de las cartas conservadas del personaje histórico, una bella y posible voz de tres registros: un registro coloquial, que logra complicidad con la platea; un registro “histórico”, reflexivo, demandante, firme y explícitamente político, más que nada dirigido a su Juan Manuel, eterno ausente. Y un registro lírico, de fina y contundente expresividad emocional.

Violencia y género
Decía que la reconstrucción histórica es un modo de vincularse y leer, desde el presente tenso y político -en el sentido profundo y cotidiano-, una época. Ayer, 6 de marzo de 2018, 71 diputad@s presentaron el proyecto de Despenalización del Aborto, resultado de una lucha centenaria, cajoneado en la cámara durante casi 13 años y cuyo derrotero es un eslabón más en la lucha por los derechos de la mujer. Mañana es 8 de marzo y paran las mujeres. Es un Paro Internacional, y el equipo de trabajo de Yo, Encarnación Ezcurra adhiere y convoca.
La versión de un profundo trozo de historia nacional que la obra reconstruye es el modo actual de expresar cómo se vestía, se hablaba, se pensaba y se movían el cuerpo, la sociedad y la naturaleza en el Buenos Aires de los unitarios y federales, como un terrible vector hacia el presente, a esta presente y cruel Buenos Aires neoliberal y al terrible mundo de la victoria del capitalismo global cuyos pilares patriarcales, no obstante, tiemblan: un vector hacia la lucha de las mujeres por su derecho a tener un cuerpo, a moverlo, a hablarlo y a politizarlo, y por su incontenible propósito de cambiar el orden establecido.

Los zapatos de Lorena Vega
La puesta de Andrés Bazzalo confronta sobre el cuerpo de la notable Lorena Vega las dos fuerzas profundas de la tensión del siglo XIX: los salones de la intriga, las peinetas, los afeites y la política, por un lado, y la negritud asesinada, borrada, junto con la indiada y el populacho como energía irrefrenable. Encarnación, de sangre india y negra, casada con el rubicundo Juan Manuel, reconocido entre el gauchaje por sus proezas de “a caballo”, caudillo rubio y de ojos claros. Las dos facetas de esos cuerpos en tensión encuentran en la actriz una extraordinaria síntesis: el vientre moreno y desnudo que candombea sobre los zapatos del salón que en algún momento debe investir; ese cuerpo femenino, de ansias de violencia y batallas a campo abierto, enfermo, maltrecho, sensual y capaz de la fina intriga de “decir con la boca que no y con los ojos que sí”.

Todo tendría sentido
Buenos Aires, la cruel, la actual, ofrece en sus intersticios de felicidad una cartelera teatral poderosa. Recomiendo contemplar el trabajo de esta actriz en relación con su opuesto y hermoso papel de maestra de pueblo en los añorados ‘80 en Todo tendría sentido si no existiera la muerte, de Mariano Tenconi Blanco (para leer la reseña de esa obra en este blog, click aquí: http://la-diosablanca.blogspot.com.ar/2017/11/sobre-todo-tendria-sentido-si-no.html)

Música, maestro
La banda musical de Yo, Encarnación Ezcurra es todo lo que uno espera y mucho más. Es estremecimiento y es época. Es cuerpo, es río, es pampa, es candombe, es historia.
Estos son sus nombres: Agustín Flores Muñoz, Martín Miconi, Malena Zuelgaray.
El resto es silencio.