El sábado fui a ver CAPERUCITA, de Javier Daulte, al Multiteatro (Corrrientes 1283)
21 gramos
A fines de 1907 el doctor Duncan MacDougall, de Haverhill, Massachussets, publicó en una revista médica los resultados de un curioso experimento: la medición de la diferencia del peso de un cuerpo (humano[1]) segundos antes y segundos después de morir. Los cuerpos eran seis. Todos mostraron una diferencia, aunque no todos mostraron la misma. La diferencia más célebre: 21 gramos.
El experimento, de escaso rigor científico, tuvo no obstante un destino de mito. Las enfermedades no estaban bien tipificadas (uno era un coma diabético, cuatro tenían tuberculosis, del último no se menciona diagnóstico alguno), no tenían instrumental para medir la variación pretendida (0,05% del peso total), el control de la balanza era forzosamente manual y periódico, no constante, y el momento exacto de la muerte no pudo ser controlado (salvo en el famoso cuerpo de la cifra célebre). Sin embargo, todo el mundo sabe que 21 gramos es el peso del alma humana.
Alma, si tanto te han herido…
…¿por qué te niegas al olvido?, reza la letra del célebre valsecito de Rosita Melo y Víctor Piuma Vélez. La historia de las indagaciones (poéticas, filosóficas, religiosas) sobre la sustancia del alma parece expandirse hacia dos grandes regiones. Una, la del “soplo vital”, hálito o brisa que al exhalarse implicaba la muerte, es corpórea; la otra, la de la memoria y el olvido, la del cúmulo incorpóreo de deseos, experiencias, reacciones, es, de algún modo, virtual. En términos de McDougall, las funciones psíquicas que continuarían existiendo después de la muerte del cerebro y del cuerpo tendrían que existir como un cuerpo ocupante de espacio, distinto del éter ingrávido; debía tener peso, ser materia. Las más modernas investigaciones del Premio Nobel Francis Crick (descubridor, junto a Watson, de la estructura del ADN), en cambio, hablan de una pluralidad cuasi astronómica de neurotransmisores e información cerebral, de modos de reacción espontáneamente sincronizada de infinidad de neuronas que se comportan como un cardumen de peces nadando en sincrónica perfección –el científico dedicó la segunda mitad del siglo pasado a “cartografiar” la conciencia midiendo las reacciones neuronales; para él, el alma estaba allí, evidente, pero tan efímera como el cuerpo.
En todo caso, en ambos casos, en todos los casos –incluyendo una obra de teatro inspirada en un antiguo cuento, una noche, en la calle Corrientes–, la pregunta por aquello que nos habita y nos hace vivir persiste. ¿Cómo, de qué está hecho esto que somos, y sobre todo, por qué (y tal vez para qué)?
Autor posesivo
La recurrente, lúdica e ingeniosa, forma de indagación del alma humana, en una serie de obras de Javier Daulte de la que esta última, Caperucita, forma parte, es la posesión del cuerpo del otro –a través de diversos mecanismos– por parte de una conciencia. O quizás, su equivalente especular: la posesión de un alma (de una conciencia) por parte de otra, a través de su cuerpo. Los mecanismos son diversos, hiperteatrales, más explícitos o más sutiles, según la obra en cuestión[2]; los cuerpos pueden estar vivos, muertos, ser in/humanos. Puede atraparse el cuerpo desde adentro (emulando la técnica del actor, en una parábola o metáfora de la “interpretación” de un papel), o desde la construcción de una exterioridad ficticia impuesta a/sobre un personaje –emulando al Calderón de La vida es sueño, o al lazo alrededor de la conciencia del Claudio de Shakespeare–. Se trata, a mi juicio, de un reverso o corolario –reverso en sentido de “lado B”, no de inversión de sentido– de las tesis sobre el teatro que el autor explicita en sus ensayos[3], cuya lectura recomiendo (para ver más comentarios sobre estos artículos en este blog, click en reseña sobre Harina, de Podolsky y Tejera). Que el teatro es un juego donde importa el cumplimiento riguroso de ciertas reglas que provienen de lo arbitrario y se tornan, en virtud del pacto lúdico, necesarias. El cumplimiento de esas reglas permite el acceso a (o el desarrollo de, si se quiere) sentidos: jugando a ser otros, a comportarse de modos extrañados, a ver la vida a través de ojos ajenos, cierta verdad sobre lo propio se estimula y se condensa. Efímera. Eficaz.
Caperucita y el lobo: una síntesis argumental
Un lobo –símbolo del deseo feroz–, se disfraza de abuelita –símbolo de la ternura y el cobijo– para atrapar y comerse a Caperucita –bello símbolo femenino de una frágil inocencia–. Caperucita advierte, para disfrute y horror de los espectadores, muy lenta y progresivamente los rasgos extrañados de la verdad.
Caperucita feroz
Denunciar aquí qué rasgos del cuento clásico toma la obra de Daulte en su anécdota sería –mal chiste de autores– Criminal. El argumento, no obstante, consta en las reseñas de prensa, y programa de mano: Silvia, cuya madre es incapaz de todo cuidado maternal y toda devoción de hija, cuida a su abuela internada y relega otros aspectos de su vida personal (entre ellos, un perturbado affaire con un desesperado/enamorado). El juego planteado desde el principio –el conocimiento de que se trata de una obra inspirada en el cuento– establece uno de los principales atractivos (y actividades) del espectador: más allá de lo obvio (los roles masculinos, femeninos, la existencia de una abuela, etc.), uno no deja de preguntarse hasta la explicitación final quién, cuándo y cómo es lobo, quién es abuelita, quién, cuándo y cómo es la inocente niña, y por qué.
La evocación de lobos y corderos es mitológica; Caperucita roja absorbe gran parte de todos sus virtudes y sus atávicos horrores: la soledad de una niña en el bosque, las fuerzas indómitas del instinto, el disfraz de lobos, el coqueteo y la seducción con el peligro (“juguemos en el bosque, mientras el lobo no está”), el cuerpo extraño, lo siniestro (lo familiar que retorna, los ojos ajenos de la abuelita), la bondad y la inocencia vestidas de rojo, la cama, la ropa, la voracidad. Quizás de niños no nos queda más que ser y permanecer en la indefensión del lugar de la niña, como modo de identificación y de reclamo de protección que el cuento evoca –véase en la obra de Daulte qué papel equívoco juega la capacidad/posibilidad de proteger al otro–. Como un modo genuino de revisitar estos arquetipos, la obra permite al espectador también un corrimiento, la posibilidad de identificarse con los otros: ser un poco lobo, un poco abuela, sin saber aún quién es quién (o no saberlo hasta lo irreversible y final).
El diablo
Atenta a la exploración del alma en tanto acumulación de la memoria y mecanismos del olvido, la obra abunda en el retorno al pasado que podría explicar algo, si se sabe ver: las tres mujeres son en conjunto, con sus rasgos cómicos, patéticos y simpáticos, un alma femenina con la que se puede jugar. El varón, aunque se dice que es viejo, no tiene edad, no tiene historia ni porvenir. Como esos personajes que son puro deseo (el tradicional personaje de “el enamorado”), su accionar es puro avance de la acción. La obra en su conjunto fluctúa así entre la quietud de una exploración del malestar y la precipitación de la anécdota, y descansa a la vez cómodamente en el generoso virtuosismo de su elenco.
y la cola
¿Por qué uno espera tanto, con tanto deseo, que se repita lo que fue? Aquel asombro conocido y extrañado del “abuelita, ¡qué ojos grandes tienes! –Para verte mejor. Y qué orejas grandes tienes. –para escucharte mejor…” De tantos y todos los experimentos con el alma humana, la cromosomia, el gramaje, la penitencia[4], este prometido y sabiamente postergado momento de la obra de Daulte es uno de los más extravagantes, y a la vez poderosos. Su efecto mágico, mítico sobre la platea es encantador.
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[1] McDougall realizó un experimento control, consistente en envenenar quince perros sanos, cuyos cadáveres recientes no mostraron variaciones significativas. El médico deja sentada una queja respecto de las posibilidades de conseguir perros enfermos terminales con quienes experimentar.
[2] Las obras paradigmáticas para la indagación de este mecanismo son ¿Estás ahí? (Teatro 2, Ediciones Corregidor, 2007), La Felicidad y Automáticos (en proceso de edición), aunque la búsqueda de “atrapar” la conciencia del otro, en todo caso, se verifica desde las primeras obras, en forma de pesquisa o directamente de “sesión” (ver Criminal, Edición del Autor, 1991).
[3] Juego y compromiso. El procedimiento, y Batman vs. Hamlet - El argumento al servicio del Procedimiento y el contenido como sorpresa.
[4] La figura del penitente es muy extraña. En Rosa Mística intentamos destilar un pequeño rasgo de esta vinculación alma/culpa, en un contexto social muy fuerte: la hija de un policía que se acerca a un pibito de la villa.
miércoles, 26 de agosto de 2009
lunes, 17 de agosto de 2009
Sobre NIÑOS DEL LIMBO, de Andrea Garrote
El domingo fui a ver NIÑOS DEL LIMBO, de Andrea Garrote, al Camarín de las Musas (sáb 23 hs, dom 18 hs, Mario Bravo 960)
El pecado original y las mareas del tiempo
Según la teología cristiana, el hombre tiene una propensión natural a obrar el mal en todas las dimensiones de su conducta –la “concupiscencia”, nombre técnico de esta inclinación pecaminosa, no se refiere únicamente a la conducta sexual sino a todo el amplio espectro de la maldad–. Somos naturalmente malvados a consecuencia del pecado original, condición genética o genealógica de la que, si bien no somos responsables, somos culpables de nacimiento.
El texto citado en Rosa Mística[1] –de próximo estreno en el Konex en septiembre– respecto al “fuego bajito” que Dios les pone como tortura en el infierno a los bebés muertos sin bautismo se refiere, por supuesto, a la condición violenta de nacimiento de los chicos marginales (el coprotagonista de la historia es un pibito de la villa que se vincula con la hija del policía), pero también es literal, teológico, y aceptado como dogma de la fe: desde San Agustín en adelante, el niño no bautizado no es inocente y, si muere, arde en el infierno. Recordemos, además, que la Comisión Teológica Internacional presidida por Joseph Ratzinger antes de su elección como Papa, subrayó y ratificó el infierno como un lugar real, verdadero (no una metáfora), y recordó que el “limbo de los niños” –ese lugar hipotético en los suburbios del infierno, donde el fuego no quema tanto– era sólo eso, una hipótesis entre otras, no una verdad. La salvación de los niños del infierno es sólo una (lejana) esperanza. Recordemos de paso que, de modo cínicamente paradójico, nuestro mundo laico ratifica esa infame doctrina en sus infiernos sociales, en los que vemos frente a frente, cara a cara, día a día, a los niños arder.
Limbo: una síntesis argumental
Se entiende entonces que el “limbo” es una conjetura en el universo de la fe y los dogmas, es decir, una conjetura de conjeturas, puesto que por definición, el dogma y la fe son verdades que no pueden (no deben) comprobarse para poder existir. En un lugar conjetural que no es purgatorio ni cielo, y que a los sumo es región fronteriza de un infierno al que por su propia existencia desarticula, los niños, símbolos de la inocencia, pagan sus culpas o sobreviven a su condena.
En la versión escénica de Andrea Garrote, una profesora de taller literario recibe en su casa a secretos y violentos conspiradores creyéndolos nuevos talleristas . Así como la naturaleza de Oscar Wilde copiaba al arte, la trama de la realidad intentará burdamente copiar a la inocente literatura.
Composición tema “espionaje”
Lo real, en Niños del Limbo es una trama, es decir: la abstracción sugerida en la mente del lector por una serie de sucesos vinculados en una lectura. Lo curioso, lo argentino, si se quiere, es que la lectura que da forma a la trama de la realidad puede ser previa a esa realidad, puede dictarla. Shakespeare dicta la mítica conspiración de Nolan en Tema del traidor y del héroe[2]; Conrad dicta la extravagante conspiración de estos niños que quieren hacer volar un símbolo de la inocencia. A partir del estímulo que este procedimiento de inversión del par ficción/realidad inyecta en la comedia, los Niños del Limbo divergen y convergen en la exposición y exploración de los procedimientos literarios que la misma obra-taller parodia. Así, con eficacia casi filosófica, literaliza los sentidos figurados, hace un loop de la metaficción -de la lectura que deviene realidad y luego se vuelve a leer deformada- y finalmente, como dicta la teoría, deja en manos del lector la operación del género: aquel que lee dota a los hechos de su marco de sentido.
Donde Andrea dice “una de puertas” yo había traducido, previamente, una “de enredos”. Creo que es lo mismo. Niños del Limbo es, entre todas las cosas, también una comedia clásica de enredos, y exhibe, estilizando sin parodiar, sus principales procedimientos –tal vez todos–, subidos a la matriz del procedimiento por excelencia: la ironía dramática, es decir, el desbalance de información por el cual el público sabe todo aquello que los personajes, con sus miradas parciales, desconocen.
Y entonces, sin que me vea Dios, le quito la mascarilla y la dejo seguir jugando.
El pecado original y las mareas del tiempo
Según la teología cristiana, el hombre tiene una propensión natural a obrar el mal en todas las dimensiones de su conducta –la “concupiscencia”, nombre técnico de esta inclinación pecaminosa, no se refiere únicamente a la conducta sexual sino a todo el amplio espectro de la maldad–. Somos naturalmente malvados a consecuencia del pecado original, condición genética o genealógica de la que, si bien no somos responsables, somos culpables de nacimiento.
El texto citado en Rosa Mística[1] –de próximo estreno en el Konex en septiembre– respecto al “fuego bajito” que Dios les pone como tortura en el infierno a los bebés muertos sin bautismo se refiere, por supuesto, a la condición violenta de nacimiento de los chicos marginales (el coprotagonista de la historia es un pibito de la villa que se vincula con la hija del policía), pero también es literal, teológico, y aceptado como dogma de la fe: desde San Agustín en adelante, el niño no bautizado no es inocente y, si muere, arde en el infierno. Recordemos, además, que la Comisión Teológica Internacional presidida por Joseph Ratzinger antes de su elección como Papa, subrayó y ratificó el infierno como un lugar real, verdadero (no una metáfora), y recordó que el “limbo de los niños” –ese lugar hipotético en los suburbios del infierno, donde el fuego no quema tanto– era sólo eso, una hipótesis entre otras, no una verdad. La salvación de los niños del infierno es sólo una (lejana) esperanza. Recordemos de paso que, de modo cínicamente paradójico, nuestro mundo laico ratifica esa infame doctrina en sus infiernos sociales, en los que vemos frente a frente, cara a cara, día a día, a los niños arder.
Limbo: una síntesis argumental
Se entiende entonces que el “limbo” es una conjetura en el universo de la fe y los dogmas, es decir, una conjetura de conjeturas, puesto que por definición, el dogma y la fe son verdades que no pueden (no deben) comprobarse para poder existir. En un lugar conjetural que no es purgatorio ni cielo, y que a los sumo es región fronteriza de un infierno al que por su propia existencia desarticula, los niños, símbolos de la inocencia, pagan sus culpas o sobreviven a su condena.
En la versión escénica de Andrea Garrote, una profesora de taller literario recibe en su casa a secretos y violentos conspiradores creyéndolos nuevos talleristas . Así como la naturaleza de Oscar Wilde copiaba al arte, la trama de la realidad intentará burdamente copiar a la inocente literatura.
Composición tema “espionaje”
Lo real, en Niños del Limbo es una trama, es decir: la abstracción sugerida en la mente del lector por una serie de sucesos vinculados en una lectura. Lo curioso, lo argentino, si se quiere, es que la lectura que da forma a la trama de la realidad puede ser previa a esa realidad, puede dictarla. Shakespeare dicta la mítica conspiración de Nolan en Tema del traidor y del héroe[2]; Conrad dicta la extravagante conspiración de estos niños que quieren hacer volar un símbolo de la inocencia. A partir del estímulo que este procedimiento de inversión del par ficción/realidad inyecta en la comedia, los Niños del Limbo divergen y convergen en la exposición y exploración de los procedimientos literarios que la misma obra-taller parodia. Así, con eficacia casi filosófica, literaliza los sentidos figurados, hace un loop de la metaficción -de la lectura que deviene realidad y luego se vuelve a leer deformada- y finalmente, como dicta la teoría, deja en manos del lector la operación del género: aquel que lee dota a los hechos de su marco de sentido.
Todo procedimiento literario será ofrecido, en esta obra, al análisis o al disfrute, incluyendo la propia conformación del taller, organizado (tal vez demasiado explícitamente) sobre la disrupción –esa estabilidad preñada de caos que proviene de lo “inadecuado” de sus integrantes–.
Por origen, por trayectoria artística, por condición literaria y por afinidad de procedimientos, Niños del Limbo debería regirse por las leyes (¿leyes?) de la catástrofe: aquellas de la desgracia, del leve error de lectura que se realimenta y provoca cataclismos, del mal ciframiento del código que a su vez es mal leído y por efecto de sus turbulencias provoca sentido.
Y sin embargo, la comedia….
Comedia
Pienso este último apartado de mi reseña antes de leer lo que la autora y directora escribe sobre sus Niños… Pongo el subtítulo “comedia” y luego abro el mail. Dice A.G.: “existe un prejuicio bastante instalado que es la idea de relacionar a la comedia con la superficialidad y a lo solemne con lo profundo. Niños del limbo es una comedia. Una de puertas en un taller literario. Pero es nuestra manera de reflexionar sobre varios temas que nos inquietan…”.
Pienso este último apartado de mi reseña antes de leer lo que la autora y directora escribe sobre sus Niños… Pongo el subtítulo “comedia” y luego abro el mail. Dice A.G.: “existe un prejuicio bastante instalado que es la idea de relacionar a la comedia con la superficialidad y a lo solemne con lo profundo. Niños del limbo es una comedia. Una de puertas en un taller literario. Pero es nuestra manera de reflexionar sobre varios temas que nos inquietan…”.
Donde Andrea dice “una de puertas” yo había traducido, previamente, una “de enredos”. Creo que es lo mismo. Niños del Limbo es, entre todas las cosas, también una comedia clásica de enredos, y exhibe, estilizando sin parodiar, sus principales procedimientos –tal vez todos–, subidos a la matriz del procedimiento por excelencia: la ironía dramática, es decir, el desbalance de información por el cual el público sabe todo aquello que los personajes, con sus miradas parciales, desconocen.
Sobre este saber, y sobre la observación y el disfrute de la ceguera de los comediantes, se amalgama todo lo que la obra tiene de clásico. Y no obstante, hay una fisura o quizás un desliz, que fuga hacia fuera de la típica comedia de puertas: en Niños del limbo no se termina de simpatizar con nadie, no hay ninguna voluntad a la que uno acuda en auxilio y deseo (la candidata hubiera sido, claro, la profe, pero ella es una simpatiquísima víctima del malentendido, no un vector del deseo). Sin duda, esta exterioridad es un mecanismo consciente y logrado. Lo inadecuado vale tanto, en su poder de simbolización, como cualquier otro lenguaje. La voz de la verdad, el discurso que hará caer el último engaño, queda en boca de aquel que no puede articularlo.
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El bello rostro de la Luna
Hablamos de niños, infiernos y limbos. Quiero agradecerles a todos los que en persona, por teléfono, por mail, en sus deseos o en sus pensamientos, soñaron la luz de la luna. Mi pequeña Luna sopla ahora una corneta y come cuadraditos de avena junto a mí. Le quedan un par de nebulizaciones, pero cuando entre llantos pregunta: “¿ta tá?”, su padre recuerda que no cree en el pecado original, ni en infiernos, ni en bautismos, ni en sacrificios redentores.
Hablamos de niños, infiernos y limbos. Quiero agradecerles a todos los que en persona, por teléfono, por mail, en sus deseos o en sus pensamientos, soñaron la luz de la luna. Mi pequeña Luna sopla ahora una corneta y come cuadraditos de avena junto a mí. Le quedan un par de nebulizaciones, pero cuando entre llantos pregunta: “¿ta tá?”, su padre recuerda que no cree en el pecado original, ni en infiernos, ni en bautismos, ni en sacrificios redentores.
Y entonces, sin que me vea Dios, le quito la mascarilla y la dejo seguir jugando.
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[1] Estreno: jueves 3 septiembre. Funciones jueves a las 21 en Ciudad Cultural Konex, Sarmiento 3131 – (4864-3200)
[2] de Jorge Luis Borges, en Artificios, 1944.
NOTA FINAL ACLARATORIA: la presente reseña de NIÑOS DEL LIMBO es una versión reducida de la originalmente publicada en ese blog. Para leer la versión completa (que analiza en detalle la trama), por favor solicitala por mail a iapolo.blog@fibertel.com.ar . Muchas gracias.
[2] de Jorge Luis Borges, en Artificios, 1944.
martes, 11 de agosto de 2009
Sobre REY LEAR, de William Shakespeare
El miércoles 29/8 fui a ver el ensayo general de REY LEAR, de William Shakespeare (con Alfredo Alcón, dir R.Szuchmacher), al Teatro Apolo, (Corrientes 1372, de mié a dom /sáb dos funciones)
El tiempo y las líneas rectas
Escribo esta reseña en una habitación de clínica pediátrica en cuya puerta cuelga un cartel que dice “aislamiento”. Son las doce menos cuarto de una larga -y a veces corta- noche, una entre tantas noches largas y cortas y lentos y desorientados días. La pequeña, mi pequeña, Luna Apolo Álvarez, de dieciséis meses, tiene diagnóstico de INFLUENZA (¿A, porcina?) en esta, nuestra Argentina, la que contó hasta la saturación y la caída del rating los casos y los muertos de la gripe A, y que ahora quiere olvidar.
Luna tiene un “bigotín” de oxígeno –los tubitos de silicona que se meten en la nariz para aportar oxígeno extra– desde el viernes a las 3.30 de la madrugada (y hoy ya es casi martes…) Cada tres horas la venimos nebulizando, y ya aprendió a decir “¿ta tá?” al sacarle la mascarilla. Cada seis, ahora cada ocho horas, recibe una dosis de riesgoso corticoides. Cada ocho toma un obviamente amargo (a juzgar por su cara) oseltamivir. Los enfermeros le miden con sensores la “saturación de oxígeno” en sangre –ella llora mucho porque la asustan los electrodos–. Los médicos la auscultan para oír los silbidos de los broncoespasmos. Los kinesiólogos le dan golpes y le hacen masajes vibratorios en el esternón, en las costillitas, en las clavículas, para desprenderle la mucosidad adherida; luego la aspiran con sondas por nariz, garganta y laringe, porque las niñas muy pequeñas aún no saben soplarse los mocos o expectorar.
Solo nosotros, sus padres, somos admitidos en la habitación del “aislamiento”. Y aquí, hora tras hora, le charlamos, le cantamos, la abrazamos, la acunamos, la lavamos, la alimentamos, la retamos, la contemplamos; ella depende de nosotros para sobrevivir –y también para vivir, lo cual es a la vez tiempo, metáfora y naturaleza.
Y esta reseña se tratará de la naturaleza.
Por obvias razones, una vidita que depende de nuestra presencia y mirada no me permite ir a ver una obra esta semana y reseñarla. Y por eso trazo una línea recta, en homenaje a la plateada, fría y perfecta estética de los realizadores de la obra reseñada, una línea atraviesa el tiempo hacia atrás (dos semanas, aunque el tiempo, en las actuales condiciones, significa cosas diversas), y me permito, además, la ligereza de reseñar un ensayo general. Pensé que no lo haría, y no lo habría hecho. Ahora veo que sí. Luna mueve su brazo izquierdo en sueños, y todos los temas se vuelven Shakespeare, maestro de los sueños; cómo no hablar y pensar y sentir el Lear esta noche en vela, cómo no pensar que lo indomable de la intemperie se nos cuela hasta en la más fortificada y razonada defensa de lo humano, cómo no saber que el arco que se tensa entre este bebé y el viejo decrépito que fue rey y ahora no tiene albergue en la tormenta no es sino la vida, que vive porque muere; va muriendo, sí, pero con cierto orgullo (y en algunos, con coraje), en el intervalo vive.
Las líneas rectas
¿Cuántas líneas rectas tiene la naturaleza? Puedo evocar solo unas pocas, bellísimas. La línea del horizonte, recta con espíritu de curva, en el inalcanzable límite del mar o de cualquier lugar de la llanura. Y el recto rayo de sol, que finge ser Dios tras la nube de película hollywoodense. Lo demás, lo recto, es sólo humano.
(Línea recta en lo sinuoso del tiempo –acabo de nebulizar a Luna y ya el lunes se hizo martes, sin que el tiempo lo sepa)
Síntesis argumental
La síntesis argumental de Rey Lear, de William Shakespeare, es de doble trama: la principal, la del viejo rey celta que divide su reino entre sus tres hijas y entrega su potestad en vida, premiando a las más aduladoras y despojando a la más amada, tal vez por ser sincera. La secundaria, la del hijo ilegítimo de Gloucester que tiende trampas a su padre y a su hermano para destruir la vida y legitimidad de ambos. Los viejos padres son arrojados a la soledad y a la intemperie, donde vagabundean, filosofan y penan, locos, seniles y ciegos, hasta la resolución final.
Naturaleza versus cultura
La tesis personal del primer pediatra de Luna sobre “el llanto vespertino de los lactantes” (así está documentado desde el siglo XIX en la literatura médica: bebés que lloran al atardecer) es que a la hora del ocaso toda la naturaleza se estremece; el breve viaje del día hacia la noche convierte la luz en lo ominoso, la seguridad en terror, la calma en acecho, la conciencia en el reino de la sombra. El cachorro humano llora porque responde atávicamente a esa enorme conmoción –que luego olvidará, o fingirá en el sueño de la cultura haber olvidado, hasta que llegue su momento[1]–.
Dije “sueño de la cultura” insinuando a la vez relato e ilusión. Naturaleza y cultura, los opuestos complementarios que antropológicamente se significan a sí mismos separándose, están encerrados en esa sencilla observación y, por supuesto, en la vasta obra shakesperiana. Rey Lear es, sin temor a equivocarme, la que más enfática y explícitamente expone esta oposición: lo humano es la investidura, la pura norma, la estructura avant la lettre, y su quintaesencia, el rey. Lo inhumano es lo salvaje, lo natural, las fuerzas indomables, la intemperie, lo in-culto. La gran tormenta. Ambos polos se yerguen, se levantan imponentes y se enfrentan. Y sin embargo…
¿Es la filiación, la paternidad, parte de la naturaleza o es una pura forma de la cultura? ¿El amor a los hijos o a los padres se “debe”, se “posee”, o es natural, innato, inculto? ¿Puedo, en lugar de estar protegiendo instintivamente a mi cachorro y a su madre, que duermen a medio metro de mi laptop, estar escribiendo evocaciones de cultura, o es ésta la manera humana, cultural, de protegerlas? ¿Qué es más humano, mis brazos sosteniendo la cabecita enrulada de la pequeña Luna para que no se golpee dormida en esta cuna de metal, o mis diez dedos martillando con dura dactilografía aprendida estas mis, sus, “palabras, palabras, palabras”?
Lear, el loco, el senil, el rey despojado por su propio acto cúlmine de poder (el acto de despojarse de la base y apelar solo a lo nominal[2]), el “Rey” Lear responde: no me quiten lo superfluo, porque hasta el pordiosero posee algo innecesario. La necesidad –cuatro siglos antes de Levy-Strauss– es el reino de la naturaleza, lo arbitrario (poseer lo superfluo) es el mundo de la norma, la cultura. La cultura de Lear y de Shakespeare. Pero hay más.
La maldición del barroco
Los tiempos de Shakespeare son aquellos del barroco desconcertante. La armonía del redescubrimiento clásico se tensa en claroscuros, y sobre la refinada cultura se cierne una gran tormenta –o quizás bajo el casco omnipotente de la cultura se agitan las oscuras aguas–. Las verdades de lo salvaje (Caliban, las tempestades, la lluvia sobre viejos, ciegos y locos) agrietan el poder, el refinamiento, e incluso la próspera magia del demiurgo. El reino (Inglaterra, el mundo, el hombre) deberían regirse en la misma armonía de los cielos y la naturaleza. Pero hay eclipse. El rey llega a lo más alto y desde allí no puede sino caer. En el caso de Lear no es por la maldad intrínseca al rango ni por el baño de sangre desencadenado o por la conspiración, sino sencillamente por la vejez. El viejo Lear, por decisión propia, conserva sólo su título y cree que eso es aún poder. Llamativamente se dedica a maldecir –maldice, y maldice, y maldice elaboradamente; desea y dedica desgracias a sus hijas y enemigos y a la misma naturaleza (insulta y desafía a la tormenta; “que tu vientre sea infértil”, le llega a gritar a una de sus hijas, como si por solo decirlo pudiera convertirlo en hecho). Y la maldición de un rey decrépito e impotente es el ápice de lo infeliz e ineficaz, la muestra enfática del límite de la institución, de la mera norma sin base material que la sostenga, de la cultura ciega a la naturaleza: la soberbia de lo instituido, vencido por la edad…
La maldición eterna
Solía decirse, quizás como justificativo de lo irrepresentable de la tormenta en un teatro, que las fuerzas desatadas de la naturaleza eran más que nada una metáfora del mundo interior: la tormenta está dentro de Lear, y a esa tormenta va dirigido el desafío.
El teatro tiene límites para representar la intemperie. Es claro. Y su introspección, su mirarse a sí mismo (hermanos e hijos que “actúan” papeles ante los demás, protagonistas ciegos de fábulas propias y ajenas, disfraces, locos que dicen la verdad) promueve aún más esa lectura “interior”. Pero la sorpresa barroca es que en el interior de lo humano hallamos la misma, extrema tensión:
¿Qué es más humano: el poder, la belleza, la vida, o la vejez, la enfermedad y la muerte? Lo perfecto, la esquiva línea recta de las formas de la cultura devienen ilusiones. La naturaleza, que todo lo envejece, todo lo enferma, todo lo mata, corrompe y triunfa al final…
Alcón y las líneas rectas
Excepto por las líneas rectas, y los cuadros barrocos, y la perfección.
Hablé insistentemente de líneas rectas en esta reseña. Son las de la enorme pantalla de fondo, la impecable, precisa iluminación y la escenografía. Incluso el redondo, soberbio eclipse proyectado allí es, a su modo, un eclipse de línea recta.
La naturaleza le es esquiva al escenario que, como representación, pertenece al otro bando. La esbelta puesta en escena de Szuchmacher y el diseño visual de Ferrari expulsan todo atisbo de corrupción natural al plano de las ideas evocadas –el cuerpo embarrado y disfrazado de deformidad del Tom de Shakespeare es aquí conscientemente escultórico, inmaculado–. Baste mirar el cuadro de cuerpos, iluminación y sentido que el director plasma en la imagen final para sentir de qué lado de la batalla ha combatido. El combate es desigual; nunca se arriba directamente a las Ideas. El combate es desigual por partida doble: nada de la intemperie y su furia, excepto palabras, puede representarse. El combate es desigual eternamente: la muerte, destructora, es impresentable.
La teoría gana. La belleza es cultura. La obra es una pieza de cultura. Pero allí no hay solo ideas. Alcón, ápice del teatro culto, es en su decir, en su soberbio arte, también humano. Imponentemente humano. Luna, que aún no habla, aprendió hace tiempo a mover un dedito diciendo que no. Esta mañana, mientras le metían una sonda por la nariz que la atragantaba, en medio del llanto más animal, del berreo más instintivo, de su lucha por la mera supervivencia, movió el dedito diciendo (“pidiendo”) al kinesiólogo un “no”. No me hagas esto. La primera simbolización es de vida o muerte. Somos humanos. También lo será la última.
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(-sé que esta no fue una reseña como las demás; la escribo en la oscuridad y en la necesidad. Besos a todos, dulces sueños-)
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[1] Borges hablaba del ocaso como el momento en que mejor aceptaríamos la muerte.
[2] El único acto de poder real/efectivo de Lear en toda la obra es el primero, y justamente, el último: el de destruir su propio poder, transformándolo a través de un acto de palabra en pura palabra incapaz de actos. Despojarse es su cúspide, como esclavizarse a sí mismo, tras esclavizarlo todo, fue la culminación del Imperio Romano.
El tiempo y las líneas rectas
Escribo esta reseña en una habitación de clínica pediátrica en cuya puerta cuelga un cartel que dice “aislamiento”. Son las doce menos cuarto de una larga -y a veces corta- noche, una entre tantas noches largas y cortas y lentos y desorientados días. La pequeña, mi pequeña, Luna Apolo Álvarez, de dieciséis meses, tiene diagnóstico de INFLUENZA (¿A, porcina?) en esta, nuestra Argentina, la que contó hasta la saturación y la caída del rating los casos y los muertos de la gripe A, y que ahora quiere olvidar.
Luna tiene un “bigotín” de oxígeno –los tubitos de silicona que se meten en la nariz para aportar oxígeno extra– desde el viernes a las 3.30 de la madrugada (y hoy ya es casi martes…) Cada tres horas la venimos nebulizando, y ya aprendió a decir “¿ta tá?” al sacarle la mascarilla. Cada seis, ahora cada ocho horas, recibe una dosis de riesgoso corticoides. Cada ocho toma un obviamente amargo (a juzgar por su cara) oseltamivir. Los enfermeros le miden con sensores la “saturación de oxígeno” en sangre –ella llora mucho porque la asustan los electrodos–. Los médicos la auscultan para oír los silbidos de los broncoespasmos. Los kinesiólogos le dan golpes y le hacen masajes vibratorios en el esternón, en las costillitas, en las clavículas, para desprenderle la mucosidad adherida; luego la aspiran con sondas por nariz, garganta y laringe, porque las niñas muy pequeñas aún no saben soplarse los mocos o expectorar.
Solo nosotros, sus padres, somos admitidos en la habitación del “aislamiento”. Y aquí, hora tras hora, le charlamos, le cantamos, la abrazamos, la acunamos, la lavamos, la alimentamos, la retamos, la contemplamos; ella depende de nosotros para sobrevivir –y también para vivir, lo cual es a la vez tiempo, metáfora y naturaleza.
Y esta reseña se tratará de la naturaleza.
Por obvias razones, una vidita que depende de nuestra presencia y mirada no me permite ir a ver una obra esta semana y reseñarla. Y por eso trazo una línea recta, en homenaje a la plateada, fría y perfecta estética de los realizadores de la obra reseñada, una línea atraviesa el tiempo hacia atrás (dos semanas, aunque el tiempo, en las actuales condiciones, significa cosas diversas), y me permito, además, la ligereza de reseñar un ensayo general. Pensé que no lo haría, y no lo habría hecho. Ahora veo que sí. Luna mueve su brazo izquierdo en sueños, y todos los temas se vuelven Shakespeare, maestro de los sueños; cómo no hablar y pensar y sentir el Lear esta noche en vela, cómo no pensar que lo indomable de la intemperie se nos cuela hasta en la más fortificada y razonada defensa de lo humano, cómo no saber que el arco que se tensa entre este bebé y el viejo decrépito que fue rey y ahora no tiene albergue en la tormenta no es sino la vida, que vive porque muere; va muriendo, sí, pero con cierto orgullo (y en algunos, con coraje), en el intervalo vive.
Las líneas rectas
¿Cuántas líneas rectas tiene la naturaleza? Puedo evocar solo unas pocas, bellísimas. La línea del horizonte, recta con espíritu de curva, en el inalcanzable límite del mar o de cualquier lugar de la llanura. Y el recto rayo de sol, que finge ser Dios tras la nube de película hollywoodense. Lo demás, lo recto, es sólo humano.
(Línea recta en lo sinuoso del tiempo –acabo de nebulizar a Luna y ya el lunes se hizo martes, sin que el tiempo lo sepa)
Síntesis argumental
La síntesis argumental de Rey Lear, de William Shakespeare, es de doble trama: la principal, la del viejo rey celta que divide su reino entre sus tres hijas y entrega su potestad en vida, premiando a las más aduladoras y despojando a la más amada, tal vez por ser sincera. La secundaria, la del hijo ilegítimo de Gloucester que tiende trampas a su padre y a su hermano para destruir la vida y legitimidad de ambos. Los viejos padres son arrojados a la soledad y a la intemperie, donde vagabundean, filosofan y penan, locos, seniles y ciegos, hasta la resolución final.
Naturaleza versus cultura
La tesis personal del primer pediatra de Luna sobre “el llanto vespertino de los lactantes” (así está documentado desde el siglo XIX en la literatura médica: bebés que lloran al atardecer) es que a la hora del ocaso toda la naturaleza se estremece; el breve viaje del día hacia la noche convierte la luz en lo ominoso, la seguridad en terror, la calma en acecho, la conciencia en el reino de la sombra. El cachorro humano llora porque responde atávicamente a esa enorme conmoción –que luego olvidará, o fingirá en el sueño de la cultura haber olvidado, hasta que llegue su momento[1]–.
Dije “sueño de la cultura” insinuando a la vez relato e ilusión. Naturaleza y cultura, los opuestos complementarios que antropológicamente se significan a sí mismos separándose, están encerrados en esa sencilla observación y, por supuesto, en la vasta obra shakesperiana. Rey Lear es, sin temor a equivocarme, la que más enfática y explícitamente expone esta oposición: lo humano es la investidura, la pura norma, la estructura avant la lettre, y su quintaesencia, el rey. Lo inhumano es lo salvaje, lo natural, las fuerzas indomables, la intemperie, lo in-culto. La gran tormenta. Ambos polos se yerguen, se levantan imponentes y se enfrentan. Y sin embargo…
¿Es la filiación, la paternidad, parte de la naturaleza o es una pura forma de la cultura? ¿El amor a los hijos o a los padres se “debe”, se “posee”, o es natural, innato, inculto? ¿Puedo, en lugar de estar protegiendo instintivamente a mi cachorro y a su madre, que duermen a medio metro de mi laptop, estar escribiendo evocaciones de cultura, o es ésta la manera humana, cultural, de protegerlas? ¿Qué es más humano, mis brazos sosteniendo la cabecita enrulada de la pequeña Luna para que no se golpee dormida en esta cuna de metal, o mis diez dedos martillando con dura dactilografía aprendida estas mis, sus, “palabras, palabras, palabras”?
Lear, el loco, el senil, el rey despojado por su propio acto cúlmine de poder (el acto de despojarse de la base y apelar solo a lo nominal[2]), el “Rey” Lear responde: no me quiten lo superfluo, porque hasta el pordiosero posee algo innecesario. La necesidad –cuatro siglos antes de Levy-Strauss– es el reino de la naturaleza, lo arbitrario (poseer lo superfluo) es el mundo de la norma, la cultura. La cultura de Lear y de Shakespeare. Pero hay más.
La maldición del barroco
Los tiempos de Shakespeare son aquellos del barroco desconcertante. La armonía del redescubrimiento clásico se tensa en claroscuros, y sobre la refinada cultura se cierne una gran tormenta –o quizás bajo el casco omnipotente de la cultura se agitan las oscuras aguas–. Las verdades de lo salvaje (Caliban, las tempestades, la lluvia sobre viejos, ciegos y locos) agrietan el poder, el refinamiento, e incluso la próspera magia del demiurgo. El reino (Inglaterra, el mundo, el hombre) deberían regirse en la misma armonía de los cielos y la naturaleza. Pero hay eclipse. El rey llega a lo más alto y desde allí no puede sino caer. En el caso de Lear no es por la maldad intrínseca al rango ni por el baño de sangre desencadenado o por la conspiración, sino sencillamente por la vejez. El viejo Lear, por decisión propia, conserva sólo su título y cree que eso es aún poder. Llamativamente se dedica a maldecir –maldice, y maldice, y maldice elaboradamente; desea y dedica desgracias a sus hijas y enemigos y a la misma naturaleza (insulta y desafía a la tormenta; “que tu vientre sea infértil”, le llega a gritar a una de sus hijas, como si por solo decirlo pudiera convertirlo en hecho). Y la maldición de un rey decrépito e impotente es el ápice de lo infeliz e ineficaz, la muestra enfática del límite de la institución, de la mera norma sin base material que la sostenga, de la cultura ciega a la naturaleza: la soberbia de lo instituido, vencido por la edad…
La maldición eterna
Solía decirse, quizás como justificativo de lo irrepresentable de la tormenta en un teatro, que las fuerzas desatadas de la naturaleza eran más que nada una metáfora del mundo interior: la tormenta está dentro de Lear, y a esa tormenta va dirigido el desafío.
El teatro tiene límites para representar la intemperie. Es claro. Y su introspección, su mirarse a sí mismo (hermanos e hijos que “actúan” papeles ante los demás, protagonistas ciegos de fábulas propias y ajenas, disfraces, locos que dicen la verdad) promueve aún más esa lectura “interior”. Pero la sorpresa barroca es que en el interior de lo humano hallamos la misma, extrema tensión:
¿Qué es más humano: el poder, la belleza, la vida, o la vejez, la enfermedad y la muerte? Lo perfecto, la esquiva línea recta de las formas de la cultura devienen ilusiones. La naturaleza, que todo lo envejece, todo lo enferma, todo lo mata, corrompe y triunfa al final…
Alcón y las líneas rectas
Excepto por las líneas rectas, y los cuadros barrocos, y la perfección.
Hablé insistentemente de líneas rectas en esta reseña. Son las de la enorme pantalla de fondo, la impecable, precisa iluminación y la escenografía. Incluso el redondo, soberbio eclipse proyectado allí es, a su modo, un eclipse de línea recta.
La naturaleza le es esquiva al escenario que, como representación, pertenece al otro bando. La esbelta puesta en escena de Szuchmacher y el diseño visual de Ferrari expulsan todo atisbo de corrupción natural al plano de las ideas evocadas –el cuerpo embarrado y disfrazado de deformidad del Tom de Shakespeare es aquí conscientemente escultórico, inmaculado–. Baste mirar el cuadro de cuerpos, iluminación y sentido que el director plasma en la imagen final para sentir de qué lado de la batalla ha combatido. El combate es desigual; nunca se arriba directamente a las Ideas. El combate es desigual por partida doble: nada de la intemperie y su furia, excepto palabras, puede representarse. El combate es desigual eternamente: la muerte, destructora, es impresentable.
La teoría gana. La belleza es cultura. La obra es una pieza de cultura. Pero allí no hay solo ideas. Alcón, ápice del teatro culto, es en su decir, en su soberbio arte, también humano. Imponentemente humano. Luna, que aún no habla, aprendió hace tiempo a mover un dedito diciendo que no. Esta mañana, mientras le metían una sonda por la nariz que la atragantaba, en medio del llanto más animal, del berreo más instintivo, de su lucha por la mera supervivencia, movió el dedito diciendo (“pidiendo”) al kinesiólogo un “no”. No me hagas esto. La primera simbolización es de vida o muerte. Somos humanos. También lo será la última.
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(-sé que esta no fue una reseña como las demás; la escribo en la oscuridad y en la necesidad. Besos a todos, dulces sueños-)
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[1] Borges hablaba del ocaso como el momento en que mejor aceptaríamos la muerte.
[2] El único acto de poder real/efectivo de Lear en toda la obra es el primero, y justamente, el último: el de destruir su propio poder, transformándolo a través de un acto de palabra en pura palabra incapaz de actos. Despojarse es su cúspide, como esclavizarse a sí mismo, tras esclavizarlo todo, fue la culminación del Imperio Romano.
martes, 4 de agosto de 2009
Sobre UN POCO MUERTO, de Mario Segade
El jueves fui a ver UN POCO MUERTO, de Mario Segade, al Teatro San Martín (Corrientes 1530; mié a dom 20 hs)
La muerte y la máscara
En la Roma antigua la palabra “persona” significaba “máscara”, pero también se refería al individuo que tenía ciudadanía romana, puesto que el verdadero ciudadano podía demostrar su linaje a través de sus “imagines”: la máscaras funerarias de sus ancestros. Estas “máscaras de la muerte” eran, en principio, moldes de cera tomados directamente del rostro del muerto y guardados en el lararium o santuario familiar, ubicado en el interior de las casas. Todo rito de pasaje en la vida familiar, como la iniciación de los jóvenes o los funerales, eran llevados a cabo bajo la protección/mirada de estas máscaras ancestrales. Incluso en los funerales, era habitual que actores profesionales usaran estas máscaras para interpretar pasajes de las vidas de los ancestros, demostrando una vez más el íntimo vínculo de los rituales y ceremonias con el teatro.
Hasta avanzado el siglo diecisiete, en algunos países europeos, se conservó la costumbre de hacer máscaras de la muerte para usarlas en las efigies (las esculturas de muertos, de tamaño real, usualmente exhibidas como monumentos en las iglesias, acostadas en posición supina y con las manos cruzadas en oración). En los siglos dieciocho y diecinueve, las máscaras de la muerte fueron finalmente usadas para el registro de los rasgos de cadáveres no identificados. Esta función fue luego reemplazada por la fotografía.
Síntesis argumental: la foto de Un poco muerto[1]
Ante la noticia de la muerte de su padre, Shie regresa a la casa familiar, en la que sólo queda su hermana Mara –y un cadáver sobre la mesa, y los rencores, y los recuerdos. Los personajes (como las personas, como las antiguas máscaras de los muertos) son más, muchos más: el mundo es habitado por la evocación.
La foto, íntima y reveladora, muestra a los hijos en edad escolar, al vendedor de sábanas, a la cruel enfermera de la infancia, a las mujeres, los primos, la gran madre y a los mitológicos ancestros inmigrantes, todos en blanco y negro, en el perdido tono de los recuerdos. Brillantes, recortados, rodeados por sus lares, Shie y Mara, y la exuberante -rojo pasión, exhibición de vida– Raquel.
La máscara y el grotesco: el main stream del teatro rioplatense
Un poco muerto abreva de la tradición del grotesco, una de las tradiciones más potentes (sino la mayor) del teatro rioplatense, que sigue demostrando su vigencia. Los personajes del grotesco son personajes-máscara, deformados en una mueca risible que vira hacia lo trágico (para más referencias al grotesco en este blog, click en la reseña de Stéfano, aquí) . El momento privilegiado del grotesco es aquel de la caída de la máscara, precipitada por un personaje habitualmente exterior, que cataliza la transformación de la conciencia. Traducido en la obra del Grotesco Criollo por excelencia, el Stéfano de Armando Discepolo, es el momento en que el discípulo Pastore confronta al “maestro” con la verdad final de su fracaso: la máscara ridícula del gran compositor confinado a un conventillo de la Boca cae y el cuerpo real del pobre y trágico fracaso puede “actuar” su verdad desenmascarada. Traducida en su actualización de Un poco muerto, de Mario Segade, el momento en que la bella, externa, apasionada Raquel confronta a Shie con la verdad tras la máscara de su lenguaje y sus evocaciones: la locura de la hermana –recordemos el hijo loquito de Stéfano y la metáfora inmortal: “¿en qué mundo vivís, hijito mío? En el tuyo, papá”–, la pseudo historia de amor sin correlato en la realidad, el teléfono falso de Mara, el diálogo con amores imaginarios y la suprema construcción de esos “hijos en edad escolar” que Shie eleva a un muy eficaz leiv motif destrozado por las palabras de Raquel: hijos de otro.
Es una vida triste cuyo espejo escénico provoca una risa insistente, una comicidad extrema (de la mano del talento de Marcos Montes y de un texto muy logrado). Su mundo de referencias es múltiple. Basten dos de las más destacables. El resabio –el “fondo”, dirían los catadores de vino– de la Laura del Zoo de Cristal, que mentía sus cursos de dactilografía, devenidos en cursos de máscaras y papel maché. Y el débil, el loco, el omitido de la familia Coleman en la imagen final del abandono.
Talento y oscuridad
La vigencia de los procedimientos tradicionales depende, en gran parte, de la renovación de sus rasgos. A esta altura del milenio, el manejo del “cocoliche” como lenguaje típico y necesario del enorme corpus del sainete y grotesco criollos está más allá de las posibilidades técnicas de nuestros actores: habiendo desaparecido como registro social, sólo podría ser rescatado a modo de pieza de museo por una compañía estable, especializada en ese tipo de interpretaciones. La ensalada de acentos y dialectos de una Babilonia pasó de un registro estricto de la realidad social a un recuerdo de juventud barrial y, a esta altura, a una pieza de lenguaje artificial. Un poco muerto, a su manera, y consciente de la necesidad de una tensión entre la representación naturalista de un registro social típico de los personajes, y una elaboración del ideolecto especial, humorístico, se construye a través de la absurda elaboración del lenguaje de Shie, un lenguaje no realista que exacerba las fórmulas artificiales de registro escrito y, sin embargo –una vez más, de la mano del trabajo de Montes– pasa al público como “calco” de la realidad, como un tipo social reconocible y a la vez distorsionado. Una vez más, la teoría de la máscara operando, pero en el lenguaje.
Un retrato de la muerte
Las máscaras de la muerte fueron usadas también para la creación de retratos. Es posible identificar los retratos que fueron pintados a partir de estas máscaras por las características distorsiones de los rasgos causados por el peso del yeso durante el proceso de moldeado.
En Un poco muerto, un cadáver sobre la mesa, licuándose. Las máscaras de papel maché de Mora Segade y Violeta Suárez en las temblorosas manos de Mara, la loca. El licor antiguo, la embriaguez, el onírico incesto no recordado.
Apéndice: acepciones de la máscara
Del francés masque e italiano maschera, un posible antecedente en el latín no clásico mascus, a: fantasma. También del árabe maskharah, hombre ridículo, disfrazado.
En algunas culturas, se cree que la máscara permite al portador tomar las cualidades de la representación de esa máscara: una máscara de leopardo inducirá al portador a convertirse o actuar como leopardo. No muy lejos de este concepto está la idea de personificación de actor: el griego con su máscara de Agamenón o Palas Atenea. Y su reverso: la develación, máscara mediante, de la verdad oculta por el rostro verdadero –la nariz de payaso, que lejos de convertir a una personaje en un payaso, permite en todo caso hacer aflorar lo loco, lo risible, el permiso de mostrarse a sí mismo.
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[1] La foto del programa de mano es la misma que se reproduce aquí, pero todos los personajes excepto los tres protagonistas, están en blanco y negro
La muerte y la máscara
En la Roma antigua la palabra “persona” significaba “máscara”, pero también se refería al individuo que tenía ciudadanía romana, puesto que el verdadero ciudadano podía demostrar su linaje a través de sus “imagines”: la máscaras funerarias de sus ancestros. Estas “máscaras de la muerte” eran, en principio, moldes de cera tomados directamente del rostro del muerto y guardados en el lararium o santuario familiar, ubicado en el interior de las casas. Todo rito de pasaje en la vida familiar, como la iniciación de los jóvenes o los funerales, eran llevados a cabo bajo la protección/mirada de estas máscaras ancestrales. Incluso en los funerales, era habitual que actores profesionales usaran estas máscaras para interpretar pasajes de las vidas de los ancestros, demostrando una vez más el íntimo vínculo de los rituales y ceremonias con el teatro.
Hasta avanzado el siglo diecisiete, en algunos países europeos, se conservó la costumbre de hacer máscaras de la muerte para usarlas en las efigies (las esculturas de muertos, de tamaño real, usualmente exhibidas como monumentos en las iglesias, acostadas en posición supina y con las manos cruzadas en oración). En los siglos dieciocho y diecinueve, las máscaras de la muerte fueron finalmente usadas para el registro de los rasgos de cadáveres no identificados. Esta función fue luego reemplazada por la fotografía.
Síntesis argumental: la foto de Un poco muerto[1]
Ante la noticia de la muerte de su padre, Shie regresa a la casa familiar, en la que sólo queda su hermana Mara –y un cadáver sobre la mesa, y los rencores, y los recuerdos. Los personajes (como las personas, como las antiguas máscaras de los muertos) son más, muchos más: el mundo es habitado por la evocación.
La foto, íntima y reveladora, muestra a los hijos en edad escolar, al vendedor de sábanas, a la cruel enfermera de la infancia, a las mujeres, los primos, la gran madre y a los mitológicos ancestros inmigrantes, todos en blanco y negro, en el perdido tono de los recuerdos. Brillantes, recortados, rodeados por sus lares, Shie y Mara, y la exuberante -rojo pasión, exhibición de vida– Raquel.
La máscara y el grotesco: el main stream del teatro rioplatense
Un poco muerto abreva de la tradición del grotesco, una de las tradiciones más potentes (sino la mayor) del teatro rioplatense, que sigue demostrando su vigencia. Los personajes del grotesco son personajes-máscara, deformados en una mueca risible que vira hacia lo trágico (para más referencias al grotesco en este blog, click en la reseña de Stéfano, aquí) . El momento privilegiado del grotesco es aquel de la caída de la máscara, precipitada por un personaje habitualmente exterior, que cataliza la transformación de la conciencia. Traducido en la obra del Grotesco Criollo por excelencia, el Stéfano de Armando Discepolo, es el momento en que el discípulo Pastore confronta al “maestro” con la verdad final de su fracaso: la máscara ridícula del gran compositor confinado a un conventillo de la Boca cae y el cuerpo real del pobre y trágico fracaso puede “actuar” su verdad desenmascarada. Traducida en su actualización de Un poco muerto, de Mario Segade, el momento en que la bella, externa, apasionada Raquel confronta a Shie con la verdad tras la máscara de su lenguaje y sus evocaciones: la locura de la hermana –recordemos el hijo loquito de Stéfano y la metáfora inmortal: “¿en qué mundo vivís, hijito mío? En el tuyo, papá”–, la pseudo historia de amor sin correlato en la realidad, el teléfono falso de Mara, el diálogo con amores imaginarios y la suprema construcción de esos “hijos en edad escolar” que Shie eleva a un muy eficaz leiv motif destrozado por las palabras de Raquel: hijos de otro.
Es una vida triste cuyo espejo escénico provoca una risa insistente, una comicidad extrema (de la mano del talento de Marcos Montes y de un texto muy logrado). Su mundo de referencias es múltiple. Basten dos de las más destacables. El resabio –el “fondo”, dirían los catadores de vino– de la Laura del Zoo de Cristal, que mentía sus cursos de dactilografía, devenidos en cursos de máscaras y papel maché. Y el débil, el loco, el omitido de la familia Coleman en la imagen final del abandono.
Talento y oscuridad
La vigencia de los procedimientos tradicionales depende, en gran parte, de la renovación de sus rasgos. A esta altura del milenio, el manejo del “cocoliche” como lenguaje típico y necesario del enorme corpus del sainete y grotesco criollos está más allá de las posibilidades técnicas de nuestros actores: habiendo desaparecido como registro social, sólo podría ser rescatado a modo de pieza de museo por una compañía estable, especializada en ese tipo de interpretaciones. La ensalada de acentos y dialectos de una Babilonia pasó de un registro estricto de la realidad social a un recuerdo de juventud barrial y, a esta altura, a una pieza de lenguaje artificial. Un poco muerto, a su manera, y consciente de la necesidad de una tensión entre la representación naturalista de un registro social típico de los personajes, y una elaboración del ideolecto especial, humorístico, se construye a través de la absurda elaboración del lenguaje de Shie, un lenguaje no realista que exacerba las fórmulas artificiales de registro escrito y, sin embargo –una vez más, de la mano del trabajo de Montes– pasa al público como “calco” de la realidad, como un tipo social reconocible y a la vez distorsionado. Una vez más, la teoría de la máscara operando, pero en el lenguaje.
Un retrato de la muerte
Las máscaras de la muerte fueron usadas también para la creación de retratos. Es posible identificar los retratos que fueron pintados a partir de estas máscaras por las características distorsiones de los rasgos causados por el peso del yeso durante el proceso de moldeado.
En Un poco muerto, un cadáver sobre la mesa, licuándose. Las máscaras de papel maché de Mora Segade y Violeta Suárez en las temblorosas manos de Mara, la loca. El licor antiguo, la embriaguez, el onírico incesto no recordado.
Apéndice: acepciones de la máscara
Del francés masque e italiano maschera, un posible antecedente en el latín no clásico mascus, a: fantasma. También del árabe maskharah, hombre ridículo, disfrazado.
En algunas culturas, se cree que la máscara permite al portador tomar las cualidades de la representación de esa máscara: una máscara de leopardo inducirá al portador a convertirse o actuar como leopardo. No muy lejos de este concepto está la idea de personificación de actor: el griego con su máscara de Agamenón o Palas Atenea. Y su reverso: la develación, máscara mediante, de la verdad oculta por el rostro verdadero –la nariz de payaso, que lejos de convertir a una personaje en un payaso, permite en todo caso hacer aflorar lo loco, lo risible, el permiso de mostrarse a sí mismo.
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[1] La foto del programa de mano es la misma que se reproduce aquí, pero todos los personajes excepto los tres protagonistas, están en blanco y negro
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