El viernes 20 fui a ver HIDALGO,
de María Marull, a El Camarín de las Musas (Mario Bravo 960 / 4862-0655).
Funciones viernes 20 y 22 hs.
Belleza Americana
El “vendedor optimista” es un clásico personaje norteamericano,
representante, por una parte, de ese ideal del self made man (o “emprendedor”, en términos más afines a la actual
ideología oficial) y por otra, del aplastante peso del American dream sobre la subjetividad, siempre a punto de quebrarse
y convertirse en pesadilla. Aparece con claridad en el icónico Willy Loman,
protagonista no sólo de La muerte de un
viajante, de Arthur Miller, sino de toda la devastación a nivel individual
de las promesas del capitalismo. El “popular” vendedor, como saldo de sus días,
no logra que nadie, excepto su familia, asista a su funeral. Se ha suicidado
para conseguir un poco de dinero sin tener que aceptar su fracaso, pero ese
dinero sólo alcanza para pagar la última cuota de la hipoteca. Su mujer, Linda,
se lo dice a la tumba en las últimas palabras de la obra: “hoy pagué la última
cuota de la casa. Hoy, querido. Y no habrá nadie allí. Pero somos libres. Somos
libres”.
El personaje no quiere raspar la cáscara de la felicidad prometida,
porque su identidad y autoestima están cimentadas sobre un sueño que simula estar
al alcance de todos -de todos los “ganadores”-, y se desgarra a lo largo de
esta obra, y de tantas otras -obras y películas- hasta cobrar secreta
conciencia y aceptar, o al menos vislumbrar y apenas reconocer, con su muerte,
de qué se trata de la libertad de los cementerios. Son los personajes
anti-cínicos, los que intentan vender, como el padre de la Pequeña Miss
Sunshine, los diez pasos del éxito (sin poder probar su eficacia en sí mismo ni
en su familia), o la exquisita vendedora inmobiliaria de American Beauty, esposa del narrador y protagonista muerto, que
solo desde el otro lado, puede hablar de la belleza.
Las máscaras en estos personajes nunca terminan de caer, porque sus
personajes dan la vida por ellas. Lo contrario sucede en la tradición del grotesco,
del que abreva, con anterioridad al realismo de Arthur Miller, buena parte de
la tradición de lo más productivo y emblemático del teatro de estas latitudes. La
primera acepción de “grotesco” es la de distorsión, por exacerbación del
contraste, de las características de los personajes: exageradas muecas de
extravagantes personajes que uno no deja de reconocer, sin embargo, como parte
de un muestreo social, a mitad de camino -o más bien, tambaleando incesantemente-
entre la risa cómica y el dolor de la tragedia. El ápice de nuestro grotesco, la
notable Stefano, de Armando
Discépolo, no deja de ser un doloroso reflejo de la caída de aquel primer sueño americano, el del inmigrante que
vino a “hacerse la américa” y no se da cuenta de que termina haciendo “la cabra”[1]. La
versión sudaca de la belleza americana
contiene la caída de la máscara que, como veremos, puede ser sinónimo de tragedia
(en Discepolo) o de redención.
Así, y una vez más, lo mejor de las tradiciones es su constante renacer
y mutar en manos y cuerpos de generaciones que, lejos de “conservarlas”, las dotan
de vida propia. Así, en el emblemático Camarín
de las musas, los cuerpos de Paula Marull y Agustín Daulte, y los textos de
María Marull, reeditan las máscaras, las muecas, el gesto al límite del absurdo
y la caída final.
Síntesis Argumental
Una agente inmobiliaria llega a un departamento bien ubicado de una zona
en auge para cerrar la operación de venta y cobrar, finalmente, su indispensable
comisión. Sabe que el departamento está temporalmente ocupado por un padre y su
hijo, que pactaron irse apenas la transacción se realice, y debe lidiar con esa
presencia. Lo que no sabe es que lo que esa presencia, que adolece lánguida y
dolida en el limbo de un “no lugar”, despertará en ella.
Figuras
La dupla escénica remite directamente a la tradición del grotesco: el
cuerpo desgarbado, abúlico, a medio vestir, del adolescente que casi pareciera no
poder proferir frases largas o complejas, y el cuerpo hiper-vestido, demasiado
maquillado e hiperkinético de la vendedora, que no parece poder dejar de
hablar, de asociar, de decir lugares comunes y de moverse. Esta vendedora es, a
la vez, máscara -actitud positiva para una jornada de ventas y lugares comunes para
activar el entusiasmo- y conciencia de clase -sabe y declara perfectamente cuál
es su lugar en la división social del trabajo, cuántos medios de transporte tiene
que tomar para llegar, qué tipo de ropa tiene que comprar para achicar costos, quién
es su explotador y qué exigencias tiene para con ella-. A su vez, el
adolescente, es la figura arrojada al borde del sistema: a punto de repetir por
segunda vez el año, su presente casi sin sentido pende de la interpretación de
un texto escrito en un viejo libro que a nadie interesa y que, por supuesto,
nada significa. Del encuentro (y choque) de figuras tan disímiles, proviene la
mayor virtud de esta y otras obras de María Marull: lo cotidiano, lo por todos
conocido y esperable, se torna de pronto develación, descubrimiento y, en el
caso de Hidalgo, incluso experimento.
Fuera del perímetro
El encuentro, colapso y síntesis de lo diverso en una nueva forma es el ABC
de la creatividad, o bien, digamos, el “A” (el “B” podría ser la desautomatización
de un uso habitual de lo mismo, que no crea un objeto, pero lo reasigna, y el “C”
lo dejo librado a la creatividad del lector). Aquí tenemos: adolescente perdido
que tiene que rendir literatura y vendedora de departamentos “con amenities”
que tiene que lidiar con este okupa y se conmueve ante él como ante un espejo
que le devela una verdad propia. Este encuentro da una obra y algo más que,
literalmente, se sale del perímetro.
El adolescente tiene que llevar un trabajo práctico a su clase de
Literatura sobre el poeta gauchesco Hidalgo. Esto, literalmente, es lo que
llamamos en creatividad “un chino”. Dada una situación que puedo imaginar
linealmente, abro la puerta y dejo pasar a un chino (es decir, un personaje o
elemento de otro lenguaje, de otro aspecto, de otra dinámica). En el caso de
este texto, la presencia del poeta Hidalgo[2] viene de
otro tiempo (y de la otra margen de su río). Y eso permite que, en lo que para
mí es el momento más mágico, poético y cargado de sentido (porque, justamente,
lo elude), la obra se salga de su propio perímetro. En un pasaje que bien
podríamos denominar “composición tema Hidalgo”, la vendedora sale del cuadrilátero
que sugiere los límites del departamento y/o del espacio escénico y crea, desde
el más allá, una vida y obra del poeta, mezcla de deseos propios, ensoñaciones,
frustraciones e imágenes esparcidas sobre una vida imaginada, que es una
delicia inesperada que mueve la tradición del grotesco hacia su borde absurdo,
implicándolo, traspasándolo y reabsorbiéndolo.
Gorostiza esquina
Marull
Decía al principio que nuestra versión de la caída de la máscara era, en
Discépolo, sinónimo de tragedia. Pero en otras líneas del grotesco, lo es de
redención. La hermosa y clásica obra breve de Gorostiza, El Acompañamiento, es una perfecta muestra de esa elevación. De esa
máscara que, al caer, devela el fracaso y el abandono de todos los sueños. Pero
en este caso sus personajes, lejos de abandonar también sus cuerpos y entregárselos
a la muerte (o al sistema), reivindican la máscara: ahora como signo de
rebelión o resistencia, porque esta vez es consciente. Y entonces, Sebastián suelta
el picaporte de la puerta que quiere abrir para liberar a Tuco de su locura, y
con el bandoneón imaginado, se sube él también al tango de los sueños.
Tres décadas después, la vendedora y el adolescente sueltan el peso de
la historia (en el caso de ella y del muerto Hidalgo) y del futuro (el ominoso
caso del adolescente sin destino) para resistir, livianos, desde la conciencia
y desde la pasión.
[1] En ese preciso y precioso
mundo lingüístico de Discepolo, donde la entera coloquialidad del cocoliche y
el criollo son elevadas a textura poética, “hacer la cabra” es no dominar el
sonido de los instrumentos de viento por la falta de aire que proviene, entre
otras razones, de la decadencia física de la vejez.
[2] Conociendo el texto original
de esta obra, que María trabajó con Kartún y conmigo en la EMAD, y habiendo
hablado con ella, confirmamos: el poeta Hidalgo es un chino, un elemento incorporado
con posterioridad.