Ferdinand de Lacrosse y la habitación contigua
Cualquier deporte vale por un deporte en tanto valor (negativo) del sistema. El Lacrosse es todo lo que los demás deportes no son. En Vestuario de mujeres, el vestuario es contiguo a una cancha de algún deporte en alguna ciudad de Hungría. Lo importante: todo lo que imaginamos sobre ese deporte y sobre esa cancha y sobre esa ciudad es sugerido –a menudo por oposición- por lo que está en este interior que no es central sino lateral al núcleo significativo del drama: la final se jugará fuera de escena, pero ahí nomás. Los (pretendidos) romances se vincularán, se consumarán o se desplomarán en algún rincón oculto, allí al lado, arriba, atrás. El clásico hecho de sangre es obsceno. A pesar de los nueve desnudos completos, las dos heridas que narra la obra suceden: a) detrás del helénico panel frontal escenográfico, b) detrás del enérgico panel de cuerpos.
Afuera de este afuera es adentro. Esto, señores, es teatro clásico.
La carta robada y el pescador exagerado
Había una vez un pescador que, de tanto exagerar el tamaño de su pesca, terminó fastidiando a sus colegas. Al final, le ataron las manos para que no pudiera pretender, abriendo los brazos, que había pescado un pez de metro y medio. Con las muñecas juntas, no obstante, el pescador hizo un “cuenco” con las manos como si sostuviera una pelota y dijo: “era tan grande el bicho que pesqué hoy ¡que tenía el ojo así!”.
La contigüidad espacial (esa insigne metonimia) es fundante en la historia del teatro occidental, y perdura en las más variadas obras: el exterior del palacio de Tebas es el sótano de la mansión de Babilonia y el vestuario de mujeres de El Espacio Callejón. La intención característica de este recurso es la de evocar, en un espacio relativamente pequeño, una imagen de gran escala: la batalla épica –el partido final-. La imaginación del público completa (agranda y mejora) la parte contigua de la imagen que el detalle evoca: el enorme pez cuyo ojo es una bocha, el terrible naufragio, el épico partido de Lacrosse.
En términos clásicos, lo evocado es concreto, sólido, (quizás) real. Pero según pasan los años y los siglos, lo contiguo es corroído por lo incierto, lo indefinible, la incertidumbre. Javier Daulte en esta obra, creo, abunda y satura el valor negativo de los signos en juego: no importa el contenido sino el valor de la pieza en un tablero que, además, cambia con el devenir del tiempo (que a su vez es imposible). Veamos.
Síntesis argumental
En un vestuario (de barrio) húngaro, las jugadoras de Lacrosse de un equipo amateur de Almagro se aprontan a jugar la final de la copa del mundo. No confían en su entrenadora. No confían en sus compañeras. A pesar de la fe ilimitada en todo, no confían en nada. Y aún equivocadas, tienen razón.
I Ching
“El porvenir es tan irrevocable / como el rígido ayer” dice el poema Para una versión del I King. Daulte (digo yo) comenta: “y está escrito en chino antiguo, y no se entiende”. El I Ching es leído para elaborar estrategias del juego (un juego que es, a su vez, un símbolo de la vida, o del amor, o del deseo, o del engaño). La carta de amor en el literario hueco de la pared está en otro idioma, también; como el mundo afuera, que es otro idioma pero que eyecta, hacia el vestuario, a una traductora que habla húngaro o inglés, que indistintamente todas, menos una, no entienden. Pero todas pagan. Y alguna cobra. El valor del billete es valor lingüístico, como la carta vacía, como las cintas rojas del pelo, como la palabra Kuan, que significa contemplar pero también ofrecerse a la vista, ser el modelo. A una le duele el hombro. A varias les duele el hombro. Luego no pasa nada. La traductora húngara parece provenir, para quienes pudimos verlo, del sueño premonitorio de un cacique patagónico: es el mismo gesto, la misma intuición, pero con signo inverso. Dos jugadoras son idénticas, y por lo tanto pueden intercambiar su nombre, su rol de hija, y su cuerpo victimizado. Todo está revuelto en el indicio, vacuo, que revela lo insignificante y peligroso. Una y otra vez la obra señala el vacío y la evolución del juego según las reglas explícitamente cambiantes, que al ser explícitas, funcionan igual. Ver para creer: el tiempo de la saturación.
Almagro y la disolución
Lo que intenté decir, sin adelantar demasiado la trama, es que por sobre la clásica “matriz” de la contigüidad, Daulte apila abrumadoramente lo lúdico, el juego lingüístico de la incertidumbre. Creo que el efecto es contundente pero tal vez un poco subrayado. La obra señala, indica, enfatiza la dirección. Es ahí, es ahí (¿estás ahí?): el vestuario es tan, tan vestuario de mujeres (lleno de bombachas, tetas, pubis irritados, duchas desnudas) que, evidentemente, indica que no es, que no puede ser. Es teatro; incluso el cuerpo desnudo es teatro. Es Lacrosse, es Almagro en el corazón de Hungría. Que es otro mundo.
Dentro de los límites precisos, daultianos, de la pericia, la experiencia, la sensibilidad y la emoción se estilizan. Se vuelven pensamiento. Pieza de ajedrez –o de damas, todas iguales, blancas y negras-, aquel conmovedor fantasma que escribía sobre el vidrio empañado su amor eterno, deviene exposición.
El tiempo imposible
Por último, algunas perlas:
Perla uno, el tiempo imposible, que es el tiempo previo a una final y el posterior. El tiempo donde no pasa nada, nada importante sucede todo el tiempo.
Perla dos, la entrenadora astróloga y sus intereses personales. El francés Domenech no convoca a jugadores de Escorpio. El argentinísimo besuquero Diegote, símbolo nacional del bicentenario, se juramenta con sus muchachos: hasta la derrota, siempre.
Perla tres, ser testigo (secreto) es ser oráculo, es saber “leer” el porvenir irrevocable, dicho en un español secretamente conocido y sin ningún poder de impedir nada -ni siquiera el robo y la pérdida de todo lo obtenido-.