El último viernes
de febrero fui a ver LOS DÍAS DESPUÉS, de Victoria Almeida a El Camarín de las
musas (Mario Bravo 960 / tel 4862-0655). Funciones viernes 21 hs.
El espejo, la naturaleza y el tiempo
Los clásicos
vuelven y nosotros volvemos a ellos pero, como el río de Heráclito, tanto el
clásico como nosotros ya no somos los mismos. Una de las ideas que siempre
regresan, renovadas y diferentes, es la del arte como espejo del mundo, de la
naturaleza, de la humanidad, de la época. Está escrita, imborrable, en los
consejos de Hamlet a los actores: “que la
acción corresponda a la palabra, y la palabra a la acción; teniendo
especialmente en cuenta no traspasar los límites de la sencillez de la
naturaleza: porque todo lo que se opone a ella, se aparta a la vez del propósito del arte dramático, cuyo fin
ha sido y es, tanto en su origen como ahora, sostener, por así decirlo, un espejo a la naturaleza, mostrar a la
virtud sus propios rasgos, al vicio su verdadera imagen y a cada edad y tiempo su forma y sello característico.”[1]
La idea abarca múltiples
relaciones y múltiples puntos de vista sobre esas relaciones: la relación del
arte con la vida, del arte con la realidad, del arte con sus propias técnicas,
del arte con el tiempo, del arte con su propio intérprete, etc. Vamos a
detenernos, no obstante, en la imagen que propone la metáfora: la actuación
como un espejo. Esa potente idea cumple funciones dramáticas incluso dentro de
la propia pieza Hamlet, que es una
obra de teatro que contiene otra dentro de sí: la representación del asesinato
del padre ante los ojos del asesino, que no lo soportará. Hamlet sostiene, casi literalmente, un “espejo” que le muestra al asesino
su propia imagen. Siempre pensé que los realismos más sociales se apropian de
ese procedimiento y le ponen a su platea un espejo que la refleja –y haciéndolo
puede, a veces, conmoverla enormemente (como el actor conmueve a Hamlet
recitando la muerte de Príamo y el dolor de Hécuba) , pero también perturbarla
(como al rey frente a su crimen). Pienso en el espejo que un realismo como el
de Casa de muñecas, de Ibsen, pone a
su platea, una platea que se ve a sí misma y se escandaliza, puesto que para su
edad y su tiempo, la ruptura del melodrama y la emancipación de la mujer de las
cadenas del matrimonio, junto con su nuevo lugar en el mercado de trabajo, eran
una lucha viva.
Los siglos pasan,
los clásicos se olvidan y vuelven, modificados. El “espejo” regresa al
escenario de un teatro en Villa Crespo donde una pareja encantadora refleja a
las parejas de su público en sus pequeños, cotidianos, íntimos detalles: los pequeños departamentos de la clase media
urbana y joven que estudia teatro y asiste a las funciones de las obras de su
propio circuito, los barrios de nuestra querida ciudad teatral y sus camas de
convivencia, sus baños privados, compartidos, sus sillones usados frente a la
tele, su pequeña y coqueta cocina, sus tostadas para el desayuno. Y estos
reflejos provocan una inmediata y potente identificación. Pero el condimento especial,
y lo más interesante de esta propuesta de Victoria Almeida, es que el espejo en
sí, esa materialidad refractaria sostenida frente a nuestros ojos, se torna
visible en sus procedimientos, y permite salir, extrañados, de toda aparente
ingenuidad.
Síntesis Argumental
Una bella pareja
de jóvenes entra en crisis. Tanto ellos como el público iremos asumiendo su
dinámica -y sus eventuales consecuencias- a partir de pequeños rituales cotidianos
que se reiteran, se espejan y se modifican.
La materialidad
Los días después exhibe, como la mayoría de las puestas en escena
del teatro independiente contemporáneo, la materialidad de sus procedimientos
de representación, al menos los más “teatralistas”: los trastos móviles, los
decorados pintados o, en este caso, dibujados y, fundamentalmente, los “utileros”
vestidos de negro, que acompañan e intervienen, intercalando planos, la
representación. A la manera del “distanciamiento” del querido Bertolt, la
puesta no escatima carteles, señalamientos de ficcionalidad de sus planos, e
incluso y más expresionistamente, disputas reglamentadas, como pequeños matches
con árbitro/organizador. Pero a su vez, tensa el arco de esa materialidad con
los procedimientos del llamado “teatro físico”, que de alguna manera despoja al
cuerpo, de distintos modos, de su articulación en la gramática narrativa (realista
o expresionista), autonomizándolo. Quiero decir: si los actores ocupan los
primeros cinco minutos chuponeándose y girando en distintos abrazos
contorsionados alrededor de la escenografía –escenografía que se ha juntado en
el centro del espacio-, el valor de esa acción
se separa de la trama para proponerse, más coreográficamente, como puro valor
expresivo, valor que en el teatro físico pone en tensión, a su vez, la realidad
del cuerpo presente en vivo: un cuerpo que
de verdad hace eso que está allí, ante nuestros ojos y en nuestra
presencia.
La reiteración y sus variaciones
Iniciamos esta
reseña con una alusión a Heráclito, y su idea del constante fluir del tiempo
que impide el regreso: nadie vuelve, pues siempre se está yendo. A modo de un
castillo de arena que desafía la marea, con un espíritu de niños buscando
protección, intentamos frenar ese flujo dándonos rutinas y reiteraciones: leer
el mismo cuento todas las noches no está tan lejos, en su ingenuidad, de
desayunar a la misma hora, ver los mismos programas de TV a la noche o
llamarnos todos los días por el mismo nombre. La fascinación que produce lo
reiterado, por lo inesperado o, justamente, por lo esperado, está volviendo a
ser explorada en los procedimientos del teatro contemporáneo[2]. En
el caso de Los días después, el
trabajo sobre la reiteración y variación (de velocidades, de duración, de
intensidades) de pequeñas escenas cotidianas tienen un vector de sentido: van
desde la neurótica sensación de orden, estabilidad, armonía, hacia su
vaciamiento, su estupor y la denuncia de lo que esconde, para poder hacerlo
explotar. “Hay método”, digamos, en la degradación, y esto corre al
espectáculo, satisfactoriamente, de lo que podría haber sido en otras época, un
señalamiento por el absurdo de la cáscara pequeño burguesa de la pareja, para traerla
a algo más sutil y eficaz: la inasible línea que separa y a la vez une en el
amor.
Belleza
Las pequeñas
banalidades cotidianas se embellecen en Los
días después. Esto es así en todo el espectáculo, en sus movimientos, en su
música en sus climas. Y también en sus textos. No es casual el leiv-motif de su
protagonista: “amame lo feo”.
La discusión
Un diálogo es un
contrapunto. Yo te digo, vos me decís, yo te digo, vos me decís. El mejor
momento, a mi juicio, de este bello espectáculo es la discusión “superpuesta”,
donde nos reconocemos, tanto en los reclamos de género como es su propia
dinámica: en la superposición, escuchar es imposible.
El sueño de la naturaleza
Podemos cerrar
esta reseña con un retorno y una variación, la referencia a otra acepción de la
palabra “naturaleza”: ya no la “naturaleza” como el mundo, el lugar del hombre,
sino justamente lo contrario, el lugar que el hombre (el hombre burgués, más
histórica y precisamente) ha perdido. La naturaleza es el ámbito añorado, aquél
donde ya no estamos, donde soñamos que quizás, tal vez, podríamos estar.
El mar final,
dibujado en las paredes concretas del concreto Camarín de las musas, es el pequeño sueño compartido en su tierna y
triste imposibilidad.
[1] “suit the action
to the word, the
word to the action; with this special o'erstep not
the modesty of nature: for any thing so overdone is
from the purpose of playing, whose end, both at the
first and now, was and is, to hold, as 'twere, the
mirror up to nature; to show virtue her own feature,
scorn her own image, and the very age and body of
the time his form and pressure”. Hamlet. Escena 3. Acto 2.
word to the action; with this special o'erstep not
the modesty of nature: for any thing so overdone is
from the purpose of playing, whose end, both at the
first and now, was and is, to hold, as 'twere, the
mirror up to nature; to show virtue her own feature,
scorn her own image, and the very age and body of
the time his form and pressure”. Hamlet. Escena 3. Acto 2.
[2]
Personalmente, mis últimas obras –aunque
también estaba en las primeras, La
Historia de llorar por él, Genealogía
del niño a mis espaldas y Gesta-,
abundan en la técnica de la reiteración con variaciones. EL TAO DEL SEXO
(actualmente en gira nacional e internacional, para luego reponerse a mitad de
año en Buenos Aires), que co-escribí con Laura Gutman, retorna una y otra vez a
dos escenas modificando el punto de vista (él/ella) desde donde son
presentadas, para luego intercalar/asociar o hacer colisionar las sucesivas
escenas que serían su consecuencia. Nunca se está seguro de qué sucedió
realmente, cosa que, creo, nos pasa también en nuestras relaciones. En LA
VERDAD –Variaciones sobre un manual de estilo-, que co-escribí con Alejandra
Toronchik, tomamos la idea metateatral del “ensayo” de una obra (fragmentos de
Antígona) utilizando motivaciones personales, biográficas, de la actriz. El
problema, a diferencia de lo que indicaría el sentido común, es que lo que se
modifica no es el resultado escénico sino el trasfondo biográfico, que se
torna, a su vez, otro relato (esto, sumado a la controversia de la segunda
trama, al del periodista y su editora, hacen de la relación relato-verdad un
eje central). Finalmente, EL MAL RECIBIDO intenta vérselas con el paroxismo
mediático de las cintas sin fin, sin discontinuidad, de los zócalos de los
canales de noticias 24 hs, los diarios, las radios, los recuerdos, las músicas,
y el dolor.