El viernes fui ver TODAS LAS COSAS DEL MUNDO de Diego
Manso, al Teatro Payró (San Martín 766 / 4312-5922) Funciones jueves y viernes 21 hs, sábado 22 hs, domingos 20.30
Pensar algo
La obra de Diego Manso es extensa y el
trabajo de puesta en escena muy detallado. Dar cuenta de todas las cosas es tarea de libros; yo me detendré sólo en la
utilización de una técnica (y su reverso), para pensar una parte específica de
lo que las obras permiten pensar, y desde un determinado ángulo.
El penúltimo
freak (aquí hay spoil)
Todas las cosas
del mundo inicia con la alusión a la muerte y entierro de un
fenómeno de feria, “el niño jirafa”. La particular estructura física del teatro
Payró le permite a su director, Rubén Szuchmacher, resaltar el procedimiento de
aludir una “extra-escena” que se percibe muy próxima y, de modo paradójico, muy
presente: el cuerpo de los actores está al fondo del escenario, con los pies
ocultos por una elevación del piso que se extiende hasta proscenio. Hablan
mirando a una tumba oculta a la platea, pero cercana al público.
Desde los tiempos del mensajero griego, que llegaba
corriendo a relatar batallas, los personajes teatrales hablan de muchas cosas
que ven y que el espectador no, porque están fuera de su campo visual, o de
cosas que vieron y el espectador no, porque sucedieron en un pasado. Entonces,
todo eso aludido se construye en la mente del público. De alguna manera, la
gran “novela” que el cuerpo presente de los actores trafica disimuladamente, se despliega en todo su esplendor en la mente del que expecta,
no en el espacio-tiempo real de la escena. Tanto el tiempo en el teatro como
las imágenes que lo habitan son grageas escénicas que, disueltas en la
imaginación de la platea, hacen universo. “Jarabe de tiempo” suele decir el
maestro Kartun al hablar de la técnica por la cual la transición entre un nudo
de acción y otro, mediante el trabajo de condensación que ejecuta el dramaturgo,
es acortado artificialmente, y lo que en la vida puede durar una noche entera
de continuidades y diluciones, en escena dura unos minutos de continua
intensidad sin que percibamos saltos.
Asimismo, el espacio teatral desde los griegos es metonímico,
y está hecho de la fascinante promesa de lo lateral: es la puerta de un palacio
cuyo obsceno interior no vemos pero imaginamos claramente (allí Agamenón es acuchillado
en la bañera, allí se cuelga Yocasta y Edipo se arranca los ojos). Más allá de
esas puertas, la ciudad, a medias ocupada por la asamblea que la habita y hoy
se reúne a ver el drama, y más allá aún, aludidos, los campos de batallas, los
países bárbaros, las cóncavas naves y el mar.
La obra de Diego Manso presenta así su imagen
principal, aquella a partir de la cual se despliega el particular universo de la
pieza: el niño jirafa que no vemos, cuyo cuello era tan largo que se necesitó
una energía titánica para cavar la fosa –oculta- y un peón –aludido- que deberá
esforzarse por volverla a tapar. A medias ocultos en la insondable llanura, una
mujer, un hombre y un cura se despiden del penúltimo fenómeno de feria.
No del último.
El último es la niña foca. Y a ella, el espectador
sí la verá.
Síntesis
argumental
Sancho e Iberia acaban de enterrar al niño Jirafa
en medio de la desolada llanura y sólo les queda la niña Foca para sostener su
perdida feria de variedades en decadencia. Un sacerdote aportará el plan
siniestro para una salvación “milagrosa”, pero ese plan tendrá sus condiciones,
y enfrentará imprevisibles riesgos.
Medios cuerpos y cuerpos completos
Las primeras escenas de la obra ofrecen cuerpos
cuya vista está a medias obturada. En medio de la llanura perdida, partiendo de la tumba aludida, los personajes emprenderán una travesía en sulky. Comparten
paraguas y avanzan casi empantanados sobre las dos filas del carruaje: la mitad
inferior de sus cuerpos no está a la vista del público, lo cual instaura un
guiño cómplice con su propio tema (el modo paródico de un truco escénico de
feria de variedades) y también un guiño de clave de acción: la trama de Todas las cosas del mundo sería un viaje
casi cinematográfico, de tiempo ralentado, a través de la llanura que todo lo
contiene, y de la cual uno sólo puede desmontarse para quedar (aún más)
empantanado. Pero al llegar a destino, la obra abandona esa instauración para
ingresar en su reverso: el ponerlo “todo”, además de en palabras, a la vista:
la niña foca, el último de los fenómenos, entra en escena. Su imagen ya no se
configura a través de una alusión, o de una sinécdoque (una parte de su cuerpo,
obturada), sino por una combinación de contracciones físicas, rostro-máscara,
modificaciones vocales, y comportamiento. La gran construcción del ilógico y obsceno cuello del niño muerto en pleno acto sexual choca contra la realidad escénica
de un cuerpo bellísimo y torcido; la imaginación se adecúa al relato, pero sus
modos de construcción se interceptan.
El
Arte Aumentado de Iván Moschner
Hoy se habilitó para la triste ciudad de Buenos
Aires (triste, fría, persecutoria, y también resistente) el juego de “realidad
aumentada” para celulares Pokémon Go:
se trata de una aplicación que utiliza el GPS de la ciudad real, sus calles,
sus casas, sus plazas y, sobre todo, la ubicación real del portador/ espectador/
jugador, sumándole al entorno la presencia de seres virtuales (simpáticos
monstruitos freak provenientes de un exitoso animé japonés de hace casi dos
décadas). El jugador anda entonces por la ciudad, en locaciones reales,
persiguiendo en la pantalla de su celular (que se ubica en su realidad espacio-temporal
vía satélite) pokemones a quienes debe cazar lanzándoles bolas (por suerte, virtuales).
A esta fase del desarrollo capitalista de las tecnologías de juegos, redes y realidades
virtuales se la llama “realidad aumentada”, porque en lugar de sumergir al
espectador en un mundo-otro a través de un relato audiovisual en el cual el
espectador puede intervenir, la realidad aumentada “interviene” el entorno real
del espectador, agregándole imágenes virtuales… adonde quiera que éste vaya.
“Aumentar” la realidad, agregarle algo (virtuoso)
que no estaba, es también históricamente un procedimiento artístico. Y es, en tal
caso, la contracara de la técnica de la alusión. Si cuando un mensajero narraba
la batalla, la batalla se construía en la mente del público, como la tumba del
niño jirafa aparece nítidamente por su ocultamiento, así también cuando el gran
cantante lírico ofrece su aria, algo absolutamente aumentado, algo virtuoso al
extremo de la desmesura, que no estaba en la realidad, inunda físicamente la
realidad del teatro. El espectador (también) va al teatro a ver, no sólo lo que
es aludido y creado en su propia imaginación como mundo de enorme potencia,
sino también a ver aquello impensado, vibrante, notable y virtuosamente
ejecutado por los actores, por su presente intensidad exterior.
Encuentro un caso emblemático de esto en una escena de Todas las cosas del mundo (como
era de esperarse, la pieza es casi un aleph). En un curioso y muy eficaz tramo de la obra, el Padre Garzone escribe una carta al obispo describiéndole a la
niña foca como si fuera una niña milagrera. La acción de la escena es
simplemente esa. Un cura, a solas, escribe una carta a mano. Lo que Iván
Moschner hace con ese tiempo, vestido de jogging, mancuerna de fitness en una mano, un “flit”
para matar mosquitos en la otra, lapicera, papel, y palabra, es… Realidad
Aumentada.
Bonus track:
audio, espacio
La obra ofrece un inusual y bienvenido nivel de
técnica: desde el ploteo de toda la sala que arma la pampa en un sótano, hasta
el sonido ambiental que le da sensación de exterior y vida, todo el cuidado es perfecto.
Tal perfección se traslada también al vestuario y a algunos objetos (rejas,
mesas, botellas). Algo o mucho de la obligada “mugre” de feria venida a menos
en un barrial hediondo que el sistema teatral independiente le hubiera dado por
default, aquí se elude a propósito. Hacerlo le da relieve a los textos, comenta la
teatralidad del evento, le resta cuerpo y lo eleva a concepto.