jueves, 19 de septiembre de 2013

Sobre La Dramaturgia de la Saturación, en revista Saverio Número 33

Este artículo ha sido publicado en el número 33 de 
SAVERIO, REVISTA CRUEL DE TEATRO

#23. DETRAS DE LA IDEA (click aquí para ver revista)


Experiencias sobre la escritura de textos teatrales. Colaboran: Héctor Levy-Daniel, Ignacio Apolo, Julio Molina y Lautaro Vilo. 



DRAMATURGIA DE LA SATURACIÓN
Este artículo sobrevolará los últimos veinte años para observar la evolución del concepto de dramaturgia y la reinstalación de su técnica. También, algunos aspectos sobre los talleres, la expansión de su campo, su saturación y la persistencia de su “aura” literaria. 

Cuando no estábamos donde no estábamos
Días atrás, quejándome por la cantidad de borradores de alumnos de dramaturgia para revisar, el gran Mauricio Kartun me atajó: “bueno, Nacho”, me dijo mientras él bajaba y yo subía las escaleras de la EMAD, “pensá que hicimos de una disciplina que prácticamente no existía como materia años atrás, y que en otros países aún no existe, todo un movimiento”. Kartun fue mi maestro de Dramaturgia en la primera camada de la Escuela Municipal, veinte años atrás. Desde los tempranos noventa hasta ahora, mucha agua corrió bajo el puente. Eran los tiempos remanentes del ochentoso lema “no hay autores” y de la ley criminal de los directores que enunciaba: “no hay mejor autor que el autor muerto”. Hoy la dramaturgia está en todas partes: hay dramaturgia del actor, dramaturgia de grupo, dramaturgia de director, dramaturgia de gabinete, dramaturgia de la no dramaturgia, y tal vez e incluso, una post dramaturgia. ¿Qué sucedió, a grandes rasgos? ¿Qué sucede? ¿De qué hablamos cuando hablamos de dramaturgia? Estos son algunos de los interrogantes que puedo plantear, esbozando en pocas líneas una precaria respuesta. 

Sistema caído: reinstalación y actualización de la aplicación “Dramaturgia”
Veinte años no es nada, pero para el profuso ambiente teatral de Buenos Aires es un lapso que vio emerger y consolidarse, al menos, dos generaciones de creadores teatrales. La de los noventa, de cuyo surgimiento participé, fue una generación que “re-instaló la palabra Dramaturgia, reemplazando aquella aurática palabra “autor” que había sido expulsada del paraíso de los grandes creadores de la época. El cambio del programa “autor” por la nueva aplicación (de) “dramaturgo” recuperó para sí una vieja palabra en desuso: la que designaba el oficio perdido en el tiempo de los clásicos –dramaturgos eran Sófocles, Shakespeare, Calderón- y la utilizó para cambiar el paradigma. Los dramaturgos, de 1995 en adelante, fuimos los “nuevos” dramaturgos: aquellos que finalmente venían a detener y fijar en el pasado, como hito histórico, la evolución de las figuras de Teatro Abierto y de los masacrados “autores muertos”. Las principales características de los nuevos eran, dentro de su diversidad, la doble entidad de dramaturgos/directores y, en ciertos casos, incluso actores, y la ruptura por estallido de los paradigmas binarios (esto vs aquello), que habían definido las posiciones estéticas de las décadas anteriores. 

En una segunda fase de este movimiento, tras la implosión de 2001 y la reconversión de la imagen de país, la dramaturgia se dio por descontada: el dramaturgo/director fue, en la década pasada, figura dominante, y la nueva generación que emergía entonces ya no encontró un territorio binario que romper. Era el tiempo de la multiplicidad y las “micropoéticas”, esos lugares profusos, precarios, visibles e invisibles, siempre diversos, definidos por el lema “un poco para todos”. Lo que viene después, en forma incipiente hacia fines de la década, y en avalancha en la actualidad, de la mano explosiva de las redes sociales y en conjunto con la descomposición de los viejos centros aglutinantes, es la contaminación del todo. 

Todo es Dramaturgia (la nada queda)
Este año el IUNA está culminando un proceso de cambio de plan de estudios para su carrera de Actuación, la más populosa de las carreras artísticas oficiales. Ese plan tiene cambios que exceden el alcance de este artículo, pero que incluyen su tema: dentro de lo nuevo, está la materia “Dramaturgia”.

Las instituciones burocráticas (un instituto universitario lo es) casi nunca están lejos de la retaguardia de los cambios de época. El motivo de sus cambios de planes suele ser más un “aggiornamiento” de los contenidos que un planteo de avanzada. Y esto toca la noción de “dramaturgia para todos”. Veámosla. 

Desde hace una década, al menos, todo profesor de actuación que abre un taller privado y pretende ser competitivo sabe que, subsidio por medio, debe/necesita/no puede no plantear el final de curso como el estreno de una obra con sus alumnos. No una obra “de autor” o un potpurrí de escenas diversas para mostrar las habilidades adquiridas; una obra generada en el taller. La dramaturgia del actor (en este caso, la dramaturgia del estudiante y el profesor) se impone en los usos y costumbres: participar de un taller de actuación es, en sí mismo, un “venga y elabore su propia obra”. No se trata de la anticuada y platónica noción de “muestra”, en la cual se pensaba: ahí están los (grandes) autores, y esto es lo que los (pequeños) alumnos pueden lograr con esos textos. El texto dejó de ser una elevada propiedad privada para ser parte/resultado del propio entrenamiento, y lo que se “estrena” –no lo que se “muestra”- es el resultado de esa actividad. 

Ex cursus
La dramaturgia, en esta segunda década del milenio, va de suyo: es inherente a todo proceso de producción teatral, incluyendo la puesta de un clásico. La dramaturgia es un proceso del actor, del director, del iluminador, del compositor. De allí que, de prisa antes de que cierre el mercado, la tradicional Carrera de Formación del Actor incluye Dramaturgia como materia obligatoria. ¿Qué ha quedado entonces del viejo autor y qué buscamos cuando vamos a un curso específico de dramaturgia?

Palabras, palabras, palabras, diría El Bardo. 

Tras los siglos y milenios, en la plenitud del micro mensaje de 140 kraktrs, el aura literaria persiste en el acto de la escritura. La dramaturgia, entendida como escritura, es un hecho lateral y autónomo del acontecimiento teatral. Suceda antes, durante, o después del proceso de puesta, su conversión a texto tiene el doble impacto de la inspiración y la conservación en formato de alta tradición poética. En la medida en que se concibe un texto previo, y un actor, director o músico viene a un curso de Dramaturgia, se pone en primer plano su inspiración personal: el poeta solitario se saca, un poco apolillado, del arcón de los recuerdos. En la medida en que se concibe un texto “en transformación”, es decir, para ser puesto a prueba y modificación en los ensayos con un elenco, el director, actor, promotor de un espectáculo que viene a un curso de Dramaturgia busca un modelo (entre varios que imagina que existen en el cielo de las herramientas) con el cual organizar, encauzar, limpiar los producciones de la improvisación actoral y su registro. El modelo, sea cual fuere, se vuelca en palabras escritas en un texto teatral, índice de autoridad y de autoría.
Ese referente, externo al teatro, condenado a morir para transformarse en cuerpo, ha pasado de ser la conexión directa entre las musas y el poeta a la condición de una herramienta, de notable tradición y de notable dificultad en los tiempos post-textuales de la contemporaneidad, por la que clamamos todos. 

Para más información
Actualmente doy dos materias en la Carrera de Dramaturgia de la EMAD: “Taller de Dramaturgia”, junto a Mauricio Kartun y Luis Cano, y “Texto y Espectáculo”, que vincula las producciones producidas en nuestro medio con sus textos. También soy profesor, junto a con Ariel Barchilón, de los talleres (niveles 1 y 2) de Dramaturgia del Estudio de Mauricio Kartun (en el ámbito privado), y doy ocho Seminarios Intensivos de Dramaturgia en el Teatro Machado, de marzo a noviembre: Monólogos, Improvisación en Dramaturgia, Adaptación Teatral, Análisis de Puestas en escena, entre otros. Como resultado de un segundo nivel de estos Seminarios, mis alumnos presentarán en Teatro Machado, de octubre a diciembre, 9 obras breves en el proyecto especial “9 de obras” –lunes y jueves a las 21 hs-.

Últimas y próximas producciones de Ignacio Apolo
Mi  último espectáculo, con el grupo con el que hice Rosa Mística entre 2009 y 2011, está concluyendo la primera temporada de El Mal Recibido, que repondrá en Teatro Machado en 2014. Mientras tanto, estoy escribiendo mi próximo proyecto teatral, sobre la Verdad y las formas de actuación, a estrenarse en CELCIT  principios de 2014 y estoy culminando la preproducción de mi obra El Tao del Sexo, coescrita con Laura Gutman y ganadora del premio Casa de las Américas 2012, que también dirigiré el año que viene.
Por último, para leer más artículos míos, puede verse el blog La Diosa Blanca: http://la-diosablanca.blogspot.com.ar/


viernes, 30 de agosto de 2013

Sobre CINEASTAS, de Mariano Pensotti



El domingo 18 fui a ver CINEASTAS, de Mariano Pensotti, al Teatro Sarmiento (Av. Sarmiento 2715, 0800-333-5254), Funciones Jue, vie y sáb 21 hs, Dom 20 hs

Brillante sobre el mic
Es desde luego curioso, y un poco deslumbrante, que luego de la profunda incursión de El Pasado es un animal grotesco (para leer la reseña sobre esa obra, click aquí) en el recurso de narrar lo que sucedió con un micrófono que pasa de mano en mano -neutralizando el decir para evocar una voz narrativa no encarnada y así dar cuenta de una historia-, decía, es llamativo que el mismo exacto recurso regrese, de la mano del mismo intérprete y en primer plano, aplicado a una materia similar pero profundamente diversa. Sobre algunos aspectos de esta similitud que destaca la diferencia y, por lo tanto, nos permite pensar, versará este comentario. 
La vieja distinción
Planteada desde la observación de las artes de su tiempo, la distinción aristotélica entre lírica, drama y épica no ha perdido, para mí, vigencia explicativa, sobre todo en lo que al tiempo evocado y al tiempo de la representación se refiere. En criollo: el teatro es un arte “en vivo”. No hablo de la dramaturgia, sino del hecho teatral, que es un acontecimiento. El teatro acontece la noche (la tarde, el crepúsculo, es decir, en el tiempo preciso) de la función. Y como arte en vivo, el tiempo de la representación es ese tiempo continuo –subjetivamente breve o insoportablemente lento, según nos guste o no lo que estamos viendo- que comparten intérpretes y público durante la actuación. Siempre algo sucede –significativo o no, agradable o no, atrapante o no- en tiempo real ante el nosotros. Eso que sucede, sucede en presente. Y ese tiempo presente es, por excelencia, el tiempo teatral. Lo demás, lo evocado, el pasado (esa dulce alusión o aquel animal grotesco), se construye de diversas maneras en la mente del espectador a través de los recursos, siempre exteriores, de la escena. Quiero decir: un personaje (Cristina Linde, en la segunda escena de Casa de muñecas, digamos) le narra a otro personaje (Norah Helmer, escuchándola) la historia de su vida; el acontecimiento no es la historia de su vida -su casamiento por dinero, la viudez y la ruina económica, los sacrificios personales para mantener a sus hermanos, el acompañamiento de la agonía de su madre-, sino el hecho concreto de que le está contando eso, aquí y ahora, a Norah. Y, para destacar la importancia del presente, Cristina tiene un objetivo concreto: conmover (aquí y ahora) a Norah para que le consiga un trabajo. 

La narrativa (la épica en Aristóteles) procede de otro modo: el tiempo presente se licúa en algo meramente gramatical, el llamado “tiempo de la enunciación”, que sería ese hipotético y abstracto presente del narrador. Por supuesto que la narrativa, en su notable e inconclusa historia, nos ha dado sorprendentes variaciones de la  figura del narrador. Pero, así y todo, el narrador es una “voz” del discurso, nunca un cuerpo. La lectura de un cuento o una novela, como acto, “interioriza” el acontecimiento: la narración transcurre ciento por ciento dentro de mí, del lector. La voz del narrador no tiene cuerpo ni sonido, es una construcción interna mía. Y su tiempo es, directamente, el de la evocación. Para ser didácticamente grosero: si no fuera así, no podríamos leer a Proust sentados en el inodoro ni a Joyce tirados en la playa.
La narrativa es pura interioridad, y da lo mismo que la luz concreta sobre el blanco opaco de sus hojas sea el sol o un tubo de neón. En su contracara, el teatro carece de interioridad. Es puro exterior y puro presente, y todo lo que importa es lo que ese cuerpo concreto muestra y oculta. Y para colmo (para diferenciarse de su primo segundo, el cine –que viene siendo primo hermano de la narrativa-), el teatro es… con personas vivas. 

Síntesis Argumental
Distintos jóvenes cineastas de un Buenos Aires contemporáneo y distante intentan, durante un año, llevar a cabo cada uno una película. Como en todo acto de creación –o bien, como en todo acto- las circunstancias personales se inmiscuyen y modifican, en ciertos momentos de modo irreversible, el camino de la creación y el camino de la vida. 

El pasado y la ficción
Ambas obras de Pensotti, El pasado es un animal grotesco y Cineastas, utilizan el micrófono para que sus actores se separen de sus circunstanciales personajes y narren las historias que se pretende contar. El micrófono es el recurso del distanciamiento del cuerpo: para poder hacer “narrativa”, como vimos antes, necesitamos quitar el cuerpo presente de la escena. La voz en off, tan utilizada en cine, es una de las marcas más naturalizadas de esa pretensión de narratividad “pura” en artes actorales. El cine no reniega de las voces en off porque parte de una paradójica situación: en realidad, TODAS sus voces están en off. El cine no es sino una proyección de un material filmado (o grabado), que se reproduce técnicamente. Todas sus voces son reproducción de grabaciones. Sus cuerpos no están allí, y no importa dónde estén ahora. El cine es pasado. El cine es off.  Y al teatro no le agrada tanto eso. 

El ilustre paradigma de la voz narradora en el teatro es el monólogo (y su ápice, el monólogo a público), que se caracteriza por la capacidad actoral de ENCARNAR una voz: voz actoral que es cuerpo y se sitúa en las antípodas de nuestro baño o asiento de colectivo de lectura. No es nuestra voz interior:  es la de tal o cual maravilloso u horrible actor. 

La función de los micrófonos-Pensotti, y la indicación del director de “neutralizar” o “desafectar” la entonación de los actores al decir, es el modo de acercar la novela al teatro. Pero el problema de retirar el cuerpo del teatro, en vivo y en tiempo real, es definir qué es lo que queda. Y una vez definido, que eso logre sostener el acontecimiento. En este plano creo yo se bifurca fundamentalmente la experiencia de El pasado…  de la de Cineastas. En la primera, la “materia” de la representación enmarcada es el pasado biográfico, personal, insignificante y entrañable; en la segunda, la relación de lo personal con la ficción. El pasado…  vendría a decir: dejame que te cuente las vidas de estas criaturas en sus últimos diez años, y verás…

Cineastas, más ambiciosa, un poco más snob, dirá dejame que te cuente las películas que estas criaturas intentan hacer. 

El león se muerde la cola
En problema es que el procedimiento elegido para ambos objetivos es el mismo, y aquello que funcionaba maravillosamente para la vida, se empieza a “auto reflejar” en la ficción de una ficción de una ficción.
Las películas sobre cómo puedo hacer una película son un género en sí. Las obras de teatro narradas con micrófono e ilustradas por los movimientos y susurros de los actores no tanto. El territorio conmovedor ganado sobre el pasado en la aplicación anterior, aquí se torna ilustrativo. Arriesgo algunas explicaciones, que no pasan por ninguna falta de talento y precisión de la dupla Pensotti-Tirantte, ni por fallas de investigación, ni por la negación del maravilloso dispositivo escénico, ni, de lejos, por la calidad del elenco.
Creo, en principio, que el pasado es un tema para nosotros. Para nosotros, las personas. Para nosotros, los argentinos. Para nosotros, la generación de Pensotti y mía. Cito lo que escribí aquella vez, hace dos años: “el modo de contarlo es lo profundo. La capacidad de cuatro actores de actuar desde afuera la conciencia (y la inconsciencia) del otro y sus planos de representación alternados: narración, interpretación, monólogo interior, diálogo, testimonio, estado, interacción. El pasado es un animal grotesco se pregunta por el pasado, por el acontecimiento, por el sentido. Lo cual, para una obra tan bien hecha, es –sobre lo que sobre, y falte lo que falte- muy bueno”.

El pasado es un tema para nosotros. El cine es, quizás, solo un intrincado, bello y distante tema para ellos.

Bonus track
Me gusta y mucho la obra anterior de Mariano Pensotti, y mi estado actual no pasa de un desconcierto frente a esta nueva producción. Por eso, para que no parezca que no aprecio lo que es notable, tiene una destreza insuperable. El modo en que se articulan por corte o por fundido las diversas historias y sus respectivos paralelos ficcionales es de una ingeniería apabullante. Y, digamos también sobre su tema:  el tema de vivir según hemos leído o visto en el arte (la literatura, las películas, la publicidad) es un gran tema, y no deja de aparecer de diversos modos, en distintos lugares. También en Cineastas. 

El amor, sin ir más lejos, hemos leído que es aquello que inventaron los cortesanos provenzales en el siglo XII, cantando poemas a las damas ajenas. O bien, los besos de Hollywood, con música de fondo. O, más cerca y más terriblemente presente, al decir del genial Don Draper, protagonista de Mad Men: “lo que vos llamás amor es algo que inventamos nosotros los publicitarios para que vos compres una crema”. 

Y no obstante, amamos.

viernes, 9 de agosto de 2013

Sobre FAUNA, de Romina Paula



El domingo fui a ver FAUNA, de Romina Paula, a Espacio Callejón (Humahuaca 3759, 4862-1167). Sábados 22 hs, Domingos 17 y 19.30 hs 

Paratexto en la oscuridad
Los espectadores se reúnen y se dispersan en el entrañable (tal vez ya un poquitín mítico) pasillo  antesala del Espacio Callejón, a la espera de que se abran las puertas, en ese rito recurrente de nuestro teatro de pequeño formato: en minutos más, “damos sala”. Se abren las puertas. El público ingresa, todo junto, a la plateas. 

La iluminación es tenue, apenas baña las butacas en las que hay que acomodarse con cuidado. Recibimos un hermoso programa: perfil de caballo blanco, título, ficha técnica y, al dorso, un poema. Impreso en negro sobre blanco, se lo percibe apenas por su disposición gráfica, en cuerpo diez u once; en la delicada penumbra de tres o cuatro minutos previa a  la obra, es imposible de leer. 

Me pregunto sobre el programa de mano. La defensa y, en cierto sentido, la advertencia sobre la presencia de “poesía” en una obra era sostenida por Luis Cano, recuerdo haberlo hablado con él, repartiendo los programas en el patio-antesala de NoAvestruz durante los quince minutos de espera para el ingreso. No puede no ser parte de la puesta hacer esperar al espectador con un papel en mano que dice “escribo música para sonidos y para voces, partituras todavía sin orquestar esperando la colaboración de los demás” -Aviones enterrados en la playa (para leer la reseña, click aquí)-. Dirige el que toma las decisiones, aunque sea un director tácito. Claramente significativo al ingresar a Fauna, el poema que luego sabremos que versa sobre la muerte, que luego sabremos que es una traducción española de un poema de Rilke, que luego se nos dirá que Fauna amaba, que de inmediato escucharemos de boca de Pilar Gamboa -extrañamente solemne sobre silla de montar-, es dado al espectador para que (todavía) no pueda leerlo. Esta es la palabra escrita, pero en la oscuridad. 

Síntesis Argumental
Una actriz dice haberse fascinado con la aparición de una mujer a caballo durante una tormenta litoraleña y acomete la tarea de realizar una película sobre su vida. Pero de esa vida sólo queda el eco roto de un mito familiar, el relato contradictorio de los deudos, dos caballos muertos, y la voluntad de representar. 

Cine, biografía y teatro
Más acá del recurrente tópico de la vida “real” y su presentación en el teatro, que alimentó excelentes y también fallidos biodramas y antibióticos en la cartelera porteña durante la última década y media, está la perdurable relación de la biografía –ese género de la narrativa, tangente con el periodismo, que intenta desarrollar y condensar en forma de relato el recorrido de una vida- con la actuación. No se trata de representar un personaje que según se cuenta fue persona, sino de narrar su vida: contar su historia. Y para contar una historia a través de la actuación, para desplegarla en su inmensa y minúscula complejidad, qué mejor que el cine: ese pariente cercano (e incestuoso amante) de la narrativa. 

Desmenucemos. 

La narrativa puede desplegar el enorme escenario de una batalla y recluirse a la serena introspección de un mundo interior: tiene narrador, puede ser omnisciente, tiene espacios ilimitados, tiene todo el tiempo del mundo y el tiempo todo entero, y tiene la capacidad de hacer de la consciencia una voz. Se comunica directamente con el lector, no es encarnada por un cuerpo y, por lo tanto, toma el cuerpo del lector desde su interior. La narrativa, la mejor y más antigua de las artes de la representación, lo tiene casi todo. Madre de leyendas, mitos e historias personales, el mito, la leyenda y la historia son, en realidad, narrativa. La biografía también. Y el cine, que gracias al montaje puede hacer del tiempo una modo de narrar, y que gracias a la ausencia de cuerpos reales puede tener introspección, es casi tan apto como la novela para la biografía: gran secuencia de historias enlazadas por un personaje central que es varios, variando sus tiempos a lo largo del tiempo. La lista que va desde Gandhi, Frida, Ray (filmes basados en personajes históricos), hasta un mito biográfico sólo cinematográfico como Citizen Kane, o incluso la increíble biografía inversa de Bejamin Button es infinita. No así la lista teatral de biografías representadas. 

Puntualidad aristotélica
El teatro elige, en contundente mayoría, el momento significativo. El teatro es un breve período, tanto real como representado. Y nada más. Desde aquella antigua unidad clásica que no superaba una jornada hasta el tiempo “real” de una hora y media en la que todo lo que hay que narrar está a la vista, el teatro es una continuidad. El teatro, además, es metonímico; representa por contigüidad: evoca las imágenes que se formulan en la poderosa mente del espectador y no ante sus ojos. El teatro trae otros tiempos y otros espacios a través del breve cuerpo en este breve espacio de representación que tiene una condición necesaria y única que lo distingue del cine y la narrativa: es aquí y ahora, conjuntamente con quien viene a vernos. Es en vivo. 

Cuerpo e historia
Dado el cuerpo en vivo en el escenario, y su pura exterioridad, el actor no tiene voz interior y el teatro no tiene montaje. El tiempo transcurre, no puede saltar, no puede plegarse. Los corazones, los músculos en escena  –diría Bartís- son continuos y exteriores. Es eso que está ahí. Y a través de ello, representa. Consciente y poco apta para la biografía, Fauna, de Romina Paula, toma la biografía como tema. Y para poder desplegarlo, en lugar de recurrir al remanido recurso del escritor, propone un momento, muy bien elegido y logrado, en la pre-producción de una película: el momento (los breves momentos) en los que un director, una actriz y unos testigos intentan enhebrar las primeras líneas de la madeja de una película sobre la vida de alguien. 

Hecha de un puñado de momentos y recuerdos dispersos, la obra de Paula recorre todos los tópicos de la indagación biográfica: está el mito como punto de partida (imagen mítica y reconocimiento, en el relato de los otros, de que detrás de una imagen hay otros relatos de gran significación). Está el testimonio: lo visto, lo vivido, lo recordado. Están la negación, la contradicción, las fuentes literarias desaparecidas; están esos cuadernos terapéuticos, una suerte de diario personal perdido, sobre el cual se da fe y se la niega. Está la ausencia.

En busca de la representación: se encuentra y se pierde
El principal procedimiento de la obra es metateatral; la escena en primer plano de la búsqueda de acuerdos y reconstrucción de hechos se yuxtapone con distintos niveles de representación del guión que se busca construir, actuado por la actriz, o desplazado hacia el director, o hacia los testigos, que pasan a ser/representar personajes. Funciona y se espera que funcione. Pero la mayor eficacia del espectáculo, paradójicamente, se da cuando la obra abandona el juego de indagación e intercambio niveles y permite la irrupción de explosiones emocionales, o cuando finalmente lleva el juego de planos al límite indeciso donde, en el tercio final de la representación, ya no quedan diferencias entre quién es quién y quién representa. En los extensos intervalos entre estos estallidos y la apuesta final el tiempo se extiende y en él se alojan relatos, se prueban recursos, se desplazan los personajes.  El ingenio del diálogo mantiene por momentos la atención del espectador en cierto estado de alerta, aunque no de expectativa. Bello, bien iluminado, orgánico, el mecanismo de narrar en segundo plano gana la partida y deja un sabor de no-estar, no-ser, no-devenir, en los personajes locales -Santos y María Luisa-; tremendos actores para personajes detenidos. 

Tradiciones
Están muy bien trabajadas ciertas tradiciones genéricas. Todo el esfuerzo puesto en aquello que no pertenece al mito central (la amazona intelectual, poeta, a caballo), sino al de la jovencita abandonada que sufre amnesia, es un irónico homenaje al melodrama, que incluye variaciones actorales, sexuales y estilísticas. El único episodio de la vida de Fauna que llega a representarse tiene alma de culebrón y cuerpo intercambiable. 

Bonus track: Traiciones y traducciones
¿Qué es un poema traducido a otro idioma? ¿Qué es un poema traducido a otro idioma recitado por una actriz que intenta representar a una persona real? ¿Qué es un poema recitado en otro idioma por una actriz que actúa de una actriz que intenta representar a una persona real? ¿Qué es una persona real? ¿Cuándo? ¿Dónde?

El poema sugiere que la muerte es real, la vida es actuación.
Mi reino por un caballo.

viernes, 26 de julio de 2013

Sobre EL INVERNADERO, de Luis Cano



El sábado 20 de julio fui a ver EL INVERNADERO, de Luis Cano, a NoAvestruz (Humboldt 1857 Tel: 4777-6956). Sábados 20 hs.

Pulsión de muerte
Recuerdo el colectivo 133 en el que leí, hará unos veinte años o más, el artículo de Sigmund Freud Más allá del principio del placer. Lo recuerdo emocionalmente, separado de los conceptos que mutan a lo largo del tiempo y de sus disputas con otros conceptos. Recuerdo esa sensación destellante de epifanía, que hace juego con algunas pocas más, en las que reverbera la emoción de la memoria: la intuición del extraño todo que está más allá de lo binario, leído en alguna glosa de filosofías orientales; la súbita comprensión del concepto de “valor” en el signo saussureano; el lento descubrimiento de la entidad doble del actor teatral y, mucho más atrás en el tiempo, la tardía comprensión de lo abstracto en una fórmula matemática que reemplazaba, para mi asombro, cualquier número por una sola letra minúscula del alfabeto. 

Regreso al colectivo. Aquel joven lector, ajeno a la secta psicoanalítica, saboreaba el sentido de la vida orgánica que quiere volver a lo inorgánico, que quiere repetir y permanecer; lo hacía con la certeza de que eso explicaba, a través de la paradoja de la muerte, la constancia de la vida. Excede el propósito de esta reseña sobre El invernadero, de Luis Cano, la exposición de la teoría freudiana, pero viene a cuento porque se trata de la recurrencia, tanto en la vida como en el teatro, del tema y los procedimientos de la reiteración: la fijación de un acontecimiento, de una conducta, de un afán irresuelto y doloroso, tal vez destructivo, a lo largo de los años y de la vida. 

Lo reiterativo es, desde el punto de vista de la progresión de la acción teatral, una pulsión de muerte: paradójica negatividad. Instaura un ritual, que es una de las formas atávicas de la teatralidad, pero a la vez, le impone el peso de lo insoportable[1]. Y de allí se sueltan los vectores de la progresión, del cambio, de lo inesperado. En la obra que reseñamos, la infancia, la muerte, y el padre son los elementos fijos a los que una y otra vez recurre la obra desde el omnisciente punto de visto de su narrador. 

Síntesis Argumental
Con la atención fija en su vivencia interior, cuyos códigos de escape no logra descifrar, un hijo reingresa insistente al territorio ficcional de sus recuerdos –el invernadero como un refugio, desplazado a la sala dominada por la madre- e interpela las imágenes y discursos de sus mayores. Lo material se deshilacha. Es, simplemente, teatro. 

El eterno niño desamparado
La vivencia interior de la temprana infancia no tiene palabras para expresarse, y no puede ser elaborada por un discurso propio. En el mejor de los casos, logra insertarse en la madeja social de significaciones porque los adultos miran, advierten, le ponen palabras. En la mayoría de los casos, esa mirada no existe: los adultos estamos mirando a otro lado. Y por lo general, ese otro lado es aquel en el que buscamos la clave de aquello que quedó sin ser expresado en nuestra propia historia personal. En palabras de Luis Cano: “¿Cuánto tiempo hace que repetimos este momento? Esto que empezó y siguió pasando. Porque insistimos…” 

¿Y por qué insistimos? Pregunta. Respuesta: no podríamos hacer otra cosa. Fuera de nuestro mundo público, o tal vez y mejor dicho, dentro de nuestro universo privado, nuestros fantasmas se nos pasean delante  nuestros ojos, enunciando aquello de lo que no podemos escapar. Esto es, para bien o para mal, El invernadero.

Delimitaciones del espacio / tiempo
La obra se propone como la enunciación ficcional, aceptada como “teatro” por el propio narrador, de una vivencia recurrente, que es calidoscópica:  es casi la misma, pero dispuesta de múltiples maneras, mostrando en los intersticios de su redundancia  los quiebres que le podrían dar sentido. Es el hijo sin tiempo en sus refugios: un invernadero, cruzado por la terca persistencia de la madre, que se adueña, con sus enormes fauces que ya tragaron al padre, de lo que queda del hijo: el salón (o el recuerdo) de la vieja casa de la infancia, a la que de tanto en tanto retornaba el padre, y por la que ahora sólo circulan palabras, y un puñado de dinero.

El espacio dentro del espacio está delimitado por la iluminación y por la planta escénica: esa interesante alfombra orgánica sobre la cual, para ingresar, se realiza un extraño ritual. Allí, el tiempo está también delimitado por el discurso del protagonista: relato a público, interacción con los otros personajes. Esa norma es sólo suya. Padre y madre están encerrados dentro de la “cuarta pared”. No obstante, en el rasgo más interesante del armado de ese personaje, la madre articula dos planos de discurso: la palabra explícita, al hijo, y el comentario en tono bajo, desopilante y notablemente significativo, que lo glosa. 

Ese expresivo mecanismo contrasta con el cuerpo de la actriz, y con los cuerpos de los actores. Sin objeciones para lo que emite, por edad, por imagen, y por la disciplinada conducta de Enrique Dumont, no termina de “hacer sistema” la representación de la madre añosa en el cuerpo enérgico, joven, de una gran capacidad cómica, de Analía Sánchez, una muy buena actriz que dispara hacia otro orden de realidad el recuerdo y presencia que la obra le propone. Curioso casting para un texto esquivo, que depara desafíos, ilusiones, obstáculos, y un gran potencial en la, a mi juicio, mejor figura de la composición. 

El padre en su gloriosa estupidez          
Creo yo que el mayor acierto de esta puesta es la exposición de esa imagen de padre:  a contrapelo de las grandes imágenes del poderío paterno (aquellos enormes fantasmas del viejo Hamlet y, más acá, del padre de Kafka, del padre del Amadeus), la sencillez borderline de la criatura encarnada por Federico Marrale logra romper lo esperable. Es como si, rasgando la recurrente queja del narrador de las vivencias de su refugio, ese padre fuera otra cosa, a la que uno llama todo el tiempo, desde la platea, con el deseo de que vuelva y nos muestre su insólita sonrisa detenida, su permanente humedad, su paradójica muerte, su no respuesta, su canción. 

Bonus track: la queja y el temblor
Es como si dijéramos: la constancia de la queja, cuando no arriba al humor, puede ser causal de enfermedades. Desde el punto de vista del complejo armado de la obra, la constancia terca en la queja del hijo resta lo que, buenamente, suman el humor de la madre y la insólita estatura bizarra y pregnante de la imagen de padre. Hay empate. Suena el piano. Comienza y termina la función.



[1] Y absolutamente necesario. En las dos escrituras teatrales en colaboración con Laura Gutman la recurrencia es esta: “Ignacio, esto es repetitivo, esto ya se dijo, esto ya pasó: tachalo”. Ahí, la terapeuta y escritora. Y entonces el director y dramaturgo: “esto es teatro, es necesaria la redundancia”.