jueves, 3 de marzo de 2022

Sobre VALERIA RADIOACTIVA, de Javier Daulte


El martes fui a ver VALERIA RADIOACTIVA, de Javier Daulte, al Espacio Callejón (funciones martes 20.30)

 

La indolencia

En febrero de 1947 Jorge Luis Borges publica, en la revista Anales de Buenos Aires, su cuento “El inmortal”, que luego incorporaría al libro de cuentos El Aleph. En primera persona, un militar romano narra su búsqueda y hallazgo del río de la inmortalidad, y los acontecimientos que a partir de entonces le sucedieron a lo largo de los siglos. Entre las reflexiones de quien perdiera su condición de mortal, leemos:

“La muerte (o su alusión) hace preciosos y patéticos a los hombres. Éstos se conmueven por su condición de fantasmas; cada acto que ejecutan puede ser el último; no hay rostro que no esté por desdibujarse como el rostro de un sueño. Todo, entre los mortales, tiene el valor de lo irrecuperable y de lo azaroso. Entre los Inmortales, en cambio, cada acto (y cada pensamiento) es el eco de otros que en el pasado lo antecedieron, sin principio visible, o el fiel presagio de otros que en el futuro lo repetirán hasta el vértigo. No hay cosa que no esté como perdida entre infatigables espejos. Nada puede ocurrir una sola vez, nada es preciosamente precario”. 


La muerte, tema recurrente de la literatura y el teatro, es la que da valor a la vida, porque la vida puede y va a perderse. Lo efímero le imprime a la vivencia su cuota de ansiedad, de deseo, de incertidumbre. Lo eterno, en cambio, es indolente: nada de lo que es no ha sido alguna vez; nada no volverá a ser, infinitamente. Un cruel pasaje del cuento habla de un inmortal que cayó en un pozo y no podía lastimarse ni morir, pero sufría de una sed atroz. Pasaron setenta años antes de que algún otro inmortal le arrojara una cuerda. 


La conjetura de una vida infinita vuelve a plantearse, décadas (siglos, minutos) más tarde, en una ficción dentro de otra ficción puesta en escena en este ya clásico teatro “que tiene ángel”, como comentábamos con su dueño. Una obra, interrumpida por una pandemia -hablando de grandes temas…- que vuelve al Espacio Callejón. 


Síntesis argumental 

Valeria, exitosa escritora de culebrones firmados bajo un seudónimo masculino, descubre que tiene una enfermedad terminal. La superproducción pautada para mil capítulos pende de un hilo: habrá que extraer de Valeria, antes de que muera, un mega-melodrama completo sobre dos personajes que poseen la fórmula de la inmortalidad. 


El dolor

Who wants to live forever… canta, dolorosamente, la voz de Freddy Mercury en la escena de Highlander, el inmortal, en la que un por siempre joven Christopher Lambert abraza el cuerpo moribundo de una anciana que fuera, minutos antes, su chica amada. La vida eterna duele, en lo profundo. Valeria radioactiva, en su entramado y en las reflexiones de sus personajes, retoma las múltiples variaciones que tantas otras obras, películas, cuentos, libros, ofrecieron previamente: el “congelamiento” en una instancia del ser, como aquella imagen de la vampira eternamente niña, como la eterna juventud, o la eterna decadencia; el deseo de ser inmortal a cualquier precio; la búsqueda de una pócima, los ritos sacrificiales; la sangre que cura todos los males; el arco que se tensa entre la banalidad del inmortal en una punta y la posibilidad de vivir eternamente a través de la propia creación, en la otra. Soñar los sueños ajenos, reencarnar en otro cuerpo e, incluso, encarnar directamente: darle carne viva a un personaje de papel. La posibilidad de ser Adán y Eva en un paraíso recurrente, o el robo del libro sagrado (“la biblia”, en irónico guiño de guionistas) que tiene el poder fijar para siempre, como en La invención de Morel, un gesto banal. El “arte menor” de la dramaturgia -el de la escritura de guiones de telenovela-. donde el personaje creador es una deidad, paradójicamente moribunda, pero sus personajes también lo son, por inmortales. En la ficción de Daulte, todos son víctimas pero también, tarde o temprano, victimarios; todo el amor es correspondido, y todo el amor es rechazado, y no queda nada en pie, excepto unas sombras. 


Pero la obra no es triste; es casi una fiesta. Porque, como en otras obras del autor, la virtud de la ficción es su cualidad redentora: la invención de mundos, el compromiso con sus tramas, la fidelidad al juego de ser y parecer, es aquello que nos salva. La inmortalidad no es ni más ni menos que un culebrón de mil páginas que, además, se puede corregir. Y mientras tanto, la vida…


Trascendencia

Como clave disimulada desde el principio de la trama, la vida (frágil, efímera, promisoria) se abre paso. Se menciona como al pasar un embarazo, “un hijo más”, entre muchos, de un personaje. Lateralmente, se lo espera. No es vital para la obra. De hecho, la obra parece terminar con la culminación del guión, el remanente de vida de la autora, la resolución de casi todos los conflictos. Y entonces, epigonal, la embarazada aparece. 

Ese cuerpo, finalmente, pareciera estar ya en otro plano: no en el culebrón (ficción dentro de la ficción), donde la inmortalidad es posible; ni en la ficción de primer plano, donde se puede ser autor y donde la perspectiva de la muerte es posible. En otro plano, la vida: bellísima, casi inocente. Casi real. 


Chernobyl

La pandemia, al menos en mi vida, inauguró una oscura época de distopía-vuelta-realidad. Un virus global. Ahora, una guerra. La ciudad ucraniana de Chernobyl vivió décadas atrás una tragedia nuclear de la que hace un par de años se hizo una miniserie. Un personaje le explica a otro cuál es el efecto que la radioactividad tiene en los cuerpos de los operarios que estuvieron expuestos desde el principio: sus células se van muriendo y, luego de un breve período de latencia, en la que parece que el paciente se puede salvar, las células se desintegran, con horrible dolor. El personaje que hace esta descripción también estuvo expuesto a la radiación. Sabe que ese efecto, a lo largo de los años, también le llegará. 

“La vida es una enfermedad congénita”, dice Valeria.

La vida y la radioactividad.



miércoles, 2 de octubre de 2019

Sobre TESTIMONIOS PARA INVOCAR A UN VIAJANTE, de Patricio Ruiz


El viernes 20 fui a ver TESTIMONIOS PARA INVOCAR A UN VIAJANTE, de Patricio Ruiz, al Teatro Nacional – Teatro Cervantes (Libertad 815/ 4815-8883). Funciones jueves a domingo 18 hs.



Small World

Treinta años atrás, el escritor David Lodge publicaba una desopilante “novela de campus universitario” llamada Small World, criteriosamente traducida al castellano como “El mundo es un pañuelo”, cuya particularidad residía en el periplo del protagonista enamorado: al modo de los antiguos caballeros andantes, pero a escala mundial, el joven poeta e intelectual se lanzaba a los aeropuertos de los cinco continentes tras las huellas de una enigmática y bellísima mujer que había conocido en un congreso literario en su Inglaterra natal. Las escalas del viaje son las de los congresos más prestigiosos del calendario académico; sus personajes, la desmedida fauna intelectual del ambiente universitario; su trama, la del viaje a través del tiempo y el espacio que, en determinado momento, se pliegan sobre sí mismos y en otro, cambian de sentido para volverse de modo imposible hacia el inicio que se perdió.


Esta trama, la del objeto de amor perdido -o que apenas fue encontrado y que ya se juzga, en su recuerdo y su ilusión, verdadero y capaz de darle sentido a la vida misma-, es mítica. Nos acerca un significado ancestral, algo que las sucesivas generaciones se obstinan en recordar: que el amado ha partido, que algo esencial se ha perdido, pero que la búsqueda tiene sentido, no en la restitución sino en el desplazamiento: hallaremos siempre otra cosa, pero el sentido está en el movimiento.

Una luminosa, festiva y a la vez melancólica variación de esta trama se ofrece en el teatro Cervantes, con dramaturgia de Patricio Ruiz y dirección de Maruja Bustamante: Testimonios para invocar a un viajante.  



Síntesis Argumental

Un joven en tránsito por la ciudad de México conoce o recuerda haber conocido el breve amor de un viajero. No lo ha vuelto a ver, pero resuelve ir tras sus rastros en otros rostros (y manos, y habitaciones), grabando testimonios de quienes lo conocieron.



La construcción del ausente

El teatro es un arte escénico y, por lo tanto, un arte de la presencia. A diferencia de la narrativa, que es un vasto procedimiento lingüístico que evoca a sus personajes a través de palabras, el teatro pone en cuerpo presente su materia poética: actuar es estar, aquí y ahora, función tras función. Y el público teatral es exigido con una contrapartida similar: debe concurrir al teatro y permanecer; no puede llevarse el libro a la cama, al autobús o al baño y leerlo en el tiempo que desee. Estar en cuerpo presente, por ambas partes, es la premisa. Y tal vez por eso mismo la “construcción” del personaje ausente es uno de los procedimientos esenciales de la dramaturgia y, por extensión, del arte teatral: ¿cómo invocar en la percepción e imaginación del espectador, a través de los actuantes, a aquél que no está?


Las respuestas son múltiples, son técnicas y suelen ser sencillas: la espera, la expectativa del encuentro, la alusión al pasado, el comentario cuestionado, las versiones que difieren, el mensaje que llega, el mensaje que desmiente.


A veces, el personaje ausente se hace centro de la escena y todo gira alrededor de él. A veces, incluso, es su tema. En el caso de Testimonios para invocar a un viajante, el ausente se invoca a través de la palabra de quienes lo conocieron, y esa palabra se torna testimonio registrado en una cámara por quien lo busca.


La invocación

La invocación es un ritual, grupal o personal, explícito o íntimo: un llamado a una fuerza que uno juzga superior, para lograr de ella un beneficio o señal. El llamado es indirecto por definición: convocando, llamamos a la presencia; invocando, rogamos una concesión.


La obra está hilvanada por estos testimonios indirectos que no pueden construir del todo al ausente pero sí invocarlo a través de lo que dejó: el amor en las manos temblorosas de un padre que no lo comprendía, el recuerdo de las plumas de las gallinas que hicieron su primera estola, una mujer con la que tuvo una hija, una vieja amiga o compañera Drag Queen.


El amor

El impulso que mueve al protagonista a perseguir los testimonios y las huellas, se dice, es el amor.  Amor encontrado una noche y perdido una mañana, como si se tratara de un sueño. El amor no tiene cuerpo; como los sueños, está hecho de imágenes del pasado. Es lo que se dice que fue. Y lo que se espera, en algún momento, que alguna vez será. No hay presente en el amor. Los cuerpos en Testimonios para invocar a un viajante mutan y se desplazan: las Drag Queens se montan, pero también se desmontan, los personajes o sus intérpretes se feminizan, se masculinizan, envejecen, rejuvenecen, se hacen niña, se hacen vecina, se hacen torta o madre alemana, se hacen espectáculo.


En un momento de la novela de Lodge, tres aviones surcan el cielo por las mismas coordenadas pero a distintas altitudes, llevando a distintos personajes en direcciones diversas. Están, por un instante, en un mismo lugar que no es un lugar para nadie, que nadie conoce y donde no hay tiempo ni espacio. Ese concepto de no-lugar, de convergencia de diferencias anuladas, fueron, durante la segunda mitad del siglo pasado y la primera década de éste, por excelencia los aeropuertos. Ahora, en su paroxismo, son las redes.


Mientras tanto, mientras el cuerpo real del amante andante tras las huellas de lo perdido toma testimonios, el teatro es, en oposición, una presencia, un lugar concreto, con cuerpos concretos que, a su manera, operan como resistencia.


Tal vez el amor no necesite un cuerpo. Sólo pueda ser dicho en pasado. Pero el teatro, que es su invocación, sucede en un lugar y en unos cuerpos en transformación: los que construyen esta sensible y obra.

miércoles, 4 de septiembre de 2019

Sobre LA VIDA EXTRAORDINARIA, de Mariano Tenconi Blanco


El sábado 31 fui a ver LA VIDA EXTRAORDINARIA, de Mariano Tenconi Blanco, al Teatro Nacional
– Teatro Cervantes (Libertad 815/ 4815-8883). Funciones jueves a domingo 21 hs.


Pulsión de muerte

En su artículo de 1920 “Más allá del principio del placer” (varias veces citado en este blog), Sigmund Freud plantea que la meta de toda vida es la muerte: dado que la vida, tal como la conocemos, sería producto de un cataclismo inesperado que desencadenó un ciclo hasta ahora inconcluso, la materia inorgánica habría quedado desde entonces expuesta a la excitación caótica que implica vivir. Todo lo que desea, por lo tanto, esa materia caída del paraíso de la inacción es volver al estado anterior: morir, sin que medie otra catástrofe, en sus propios términos.


La vida, ese acontecimiento extraordinario, es por lo tanto un camino sinuoso hacia el inexorable final. Como los relatos. Pero en el intervalo la vida ha cobrado conciencia de sí y, por lo tanto, conoce su propio final. En el intervalo, la vida se piensa, y piensa que quizás no sería mala idea perdurar.

Y para perdurar, entre otras cosas, la vida escribe. La vida lee. La vida recuerda. Y, en uno de los actos más vitales que la vida realiza, se duplica y actúa: la vida misma da vida a otras vidas. 

Efímeras, bellas, impactantes. En un escenario lateral del gran teatro Cervantes, a sala llena, durante dos horas, la vida imaginaria y narrada por dos actrices sublimes, se vuelve doblemente extraordinaria.


Síntesis Argumental

Dos amigas transmutan sus vidas en palabras: relatos, entradas de diarios íntimos, cartas, poemas, soliloquios, diálogos, fantasías y rituales, desde el confín de la Patagonia hasta el final de todas las cosas. El inexorable final convierte lo banal en extraordinario -como la vida orgánica, que solo busca dejar de vivir y, en ese transcurrir, vive-.


La literatura como teatro en potencia

El teatro no es literatura: es una manifestación performática que requiere cuerpos en escena y otros cuerpos en espectación: al mismo tiempo, en el mismo lugar y durante un tiempo determinado por lo escénico. A la literatura nunca le pedimos tanto: el tiempo de lectura literaria puede estar determinado por el lector, el lugar de lectura también, e incluso el transcurrir de la acción: volver las páginas, detener la lectura, comentar, gozar, sufrir, son potestad de quien lee.


No obstante, la literatura puede participar del teatro. Puede, incluso, incitarlo. La literatura puede producirlo. También puede matarlo. El acontecimiento se juega, en primera y última instancia, en el cuerpo de quienes ponen el cuerpo: son esos cuerpos que pueden estar contenidos o no como hipótesis de escritura, pero que en definitiva son en su acontecer material, el teatro. Allí, la literatura se intuye, pero también se tensa, y también desaparece. Todo esto sucede en La vida extraordinaria que es, entre muchas cosas, también una tesis sobre la literatura y el teatro. “Considero a la dramaturgia como literatura, de la más alta”, escribe el autor en el programa de mano. Puede serlo. A veces imperceptiblemente, escondiendo su gesto; a veces a corazón abierto, como en esta obra.  


Poesía

Consideramos a “la poesía” casi como el sinónimo de la pura literatura: es el arte de las palabras, casi sin más. Y es, a su vez, la actividad literaria más corporal. Como decía Borges, la poesía exige la lectura en voz alta. Es decir, la poesía es, de todas las literaturas, la más “pura” y a la vez sigue siendo mixta, está manchada por algo extraño y personal que es la voz humana. Como la dramaturgia, la poesía es alta literatura que pide cuerpo. Y en el caso de La vida extraordinaria, dos cuerpos. No es ingenuo ese cuerpo duplicado, uno recitando, el otro parodiando el comentario, en contigüidad, cuando llega la “poesía” a la acción dramática.


Lo obsceno

Etimológicamente, lo “obsceno” es aquello que queda fuera de la escena: la sensibilidad, el decoro del espectador, no acepta su representación directa. La literatura entera, por supuesto, es obscena en tanto actividad de lectura no escénica: la representación sucede en la cabeza del lector. El monólogo como forma dramática conserva ese decoro en gran medida, puesto que muchas veces sólo narra, señala, refiere los sucesos, pero no los encarna. La vida extraordinaria habla de deseo, sexo, procreación, crecimiento, desechos, muerte, recuerdos. Lo hace con todos los recursos que los monólogos intercalados le permiten recibir, virtuosamente, de la literatura. En escena, en su decoro, las mismas amigas lo señalan en la hermosa escena del beso entre ellas: eso no.


El fin del mundo

¿Por qué Ushuaia? Tal vez porque es el fin del mundo, nuestro fin del mundo: y toda creación se inicia en una destrucción.


El principio del mundo

Fue un incomprensible estallido en donde no había nada. El universo es inconcebible. Como su final.  

La vejez

Así, finalmente, no es la muerte la que se contrapone a la vida, sino la vejez. La vida, en su extraordinaria versión escénica, lo contiene todo y todo lo transmuta: lo banal es maravilloso, lo reiterativo es único, lo muerto está vivo, lo pasado es presente. Todo, excepto la vejez. Los cuerpos y sus palabras, bellísimos ambos, como el vestuario, como la luz, como los instrumentos y sus músicos, son la perfección apolínea de ese punto medio del camino de la vida desde el que se puede enunciar, apenas, una primera infancia. Pero que no envejece. Nunca.


Como los clásicos.


domingo, 29 de abril de 2018

Sobre HIDALGO, de María Marull


El viernes 20 fui a ver HIDALGO, de María Marull, a El Camarín de las Musas (Mario Bravo 960 / 4862-0655). Funciones viernes 20 y 22 hs.

Belleza Americana
El “vendedor optimista” es un clásico personaje norteamericano, representante, por una parte, de ese ideal del self made man (o “emprendedor”, en términos más afines a la actual ideología oficial) y por otra, del aplastante peso del American dream sobre la subjetividad, siempre a punto de quebrarse y convertirse en pesadilla. Aparece con claridad en el icónico Willy Loman, protagonista no sólo de La muerte de un viajante, de Arthur Miller, sino de toda la devastación a nivel individual de las promesas del capitalismo. El “popular” vendedor, como saldo de sus días, no logra que nadie, excepto su familia, asista a su funeral. Se ha suicidado para conseguir un poco de dinero sin tener que aceptar su fracaso, pero ese dinero sólo alcanza para pagar la última cuota de la hipoteca. Su mujer, Linda, se lo dice a la tumba en las últimas palabras de la obra: “hoy pagué la última cuota de la casa. Hoy, querido. Y no habrá nadie allí. Pero somos libres. Somos libres”.
El personaje no quiere raspar la cáscara de la felicidad prometida, porque su identidad y autoestima están cimentadas sobre un sueño que simula estar al alcance de todos -de todos los “ganadores”-, y se desgarra a lo largo de esta obra, y de tantas otras -obras y películas- hasta cobrar secreta conciencia y aceptar, o al menos vislumbrar y apenas reconocer, con su muerte, de qué se trata de la libertad de los cementerios. Son los personajes anti-cínicos, los que intentan vender, como el padre de la Pequeña Miss Sunshine, los diez pasos del éxito (sin poder probar su eficacia en sí mismo ni en su familia), o la exquisita vendedora inmobiliaria de American Beauty, esposa del narrador y protagonista muerto, que solo desde el otro lado, puede hablar de la belleza.
Las máscaras en estos personajes nunca terminan de caer, porque sus personajes dan la vida por ellas. Lo contrario sucede en la tradición del grotesco, del que abreva, con anterioridad al realismo de Arthur Miller, buena parte de la tradición de lo más productivo y emblemático del teatro de estas latitudes. La primera acepción de “grotesco” es la de distorsión, por exacerbación del contraste, de las características de los personajes: exageradas muecas de extravagantes personajes que uno no deja de reconocer, sin embargo, como parte de un muestreo social, a mitad de camino -o más bien, tambaleando incesantemente- entre la risa cómica y el dolor de la tragedia. El ápice de nuestro grotesco, la notable Stefano, de Armando Discépolo, no deja de ser un doloroso reflejo de la caída de aquel primer sueño americano, el del inmigrante que vino a “hacerse la américa” y no se da cuenta de que termina haciendo “la cabra”[1]. La versión sudaca de la belleza americana contiene la caída de la máscara que, como veremos, puede ser sinónimo de tragedia (en Discepolo) o de redención.
Así, y una vez más, lo mejor de las tradiciones es su constante renacer y mutar en manos y cuerpos de generaciones que, lejos de “conservarlas”, las dotan de vida propia. Así, en el emblemático Camarín de las musas, los cuerpos de Paula Marull y Agustín Daulte, y los textos de María Marull, reeditan las máscaras, las muecas, el gesto al límite del absurdo y la caída final.

Síntesis Argumental
Una agente inmobiliaria llega a un departamento bien ubicado de una zona en auge para cerrar la operación de venta y cobrar, finalmente, su indispensable comisión. Sabe que el departamento está temporalmente ocupado por un padre y su hijo, que pactaron irse apenas la transacción se realice, y debe lidiar con esa presencia. Lo que no sabe es que lo que esa presencia, que adolece lánguida y dolida en el limbo de un “no lugar”, despertará en ella.

Figuras
La dupla escénica remite directamente a la tradición del grotesco: el cuerpo desgarbado, abúlico, a medio vestir, del adolescente que casi pareciera no poder proferir frases largas o complejas, y el cuerpo hiper-vestido, demasiado maquillado e hiperkinético de la vendedora, que no parece poder dejar de hablar, de asociar, de decir lugares comunes y de moverse. Esta vendedora es, a la vez, máscara -actitud positiva para una jornada de ventas y lugares comunes para activar el entusiasmo- y conciencia de clase -sabe y declara perfectamente cuál es su lugar en la división social del trabajo, cuántos medios de transporte tiene que tomar para llegar, qué tipo de ropa tiene que comprar para achicar costos, quién es su explotador y qué exigencias tiene para con ella-. A su vez, el adolescente, es la figura arrojada al borde del sistema: a punto de repetir por segunda vez el año, su presente casi sin sentido pende de la interpretación de un texto escrito en un viejo libro que a nadie interesa y que, por supuesto, nada significa. Del encuentro (y choque) de figuras tan disímiles, proviene la mayor virtud de esta y otras obras de María Marull: lo cotidiano, lo por todos conocido y esperable, se torna de pronto develación, descubrimiento y, en el caso de Hidalgo, incluso experimento.

Fuera del perímetro
El encuentro, colapso y síntesis de lo diverso en una nueva forma es el ABC de la creatividad, o bien, digamos, el “A” (el “B” podría ser la desautomatización de un uso habitual de lo mismo, que no crea un objeto, pero lo reasigna, y el “C” lo dejo librado a la creatividad del lector). Aquí tenemos: adolescente perdido que tiene que rendir literatura y vendedora de departamentos “con amenities” que tiene que lidiar con este okupa y se conmueve ante él como ante un espejo que le devela una verdad propia. Este encuentro da una obra y algo más que, literalmente, se sale del perímetro.
El adolescente tiene que llevar un trabajo práctico a su clase de Literatura sobre el poeta gauchesco Hidalgo. Esto, literalmente, es lo que llamamos en creatividad “un chino”. Dada una situación que puedo imaginar linealmente, abro la puerta y dejo pasar a un chino (es decir, un personaje o elemento de otro lenguaje, de otro aspecto, de otra dinámica). En el caso de este texto, la presencia del poeta Hidalgo[2] viene de otro tiempo (y de la otra margen de su río). Y eso permite que, en lo que para mí es el momento más mágico, poético y cargado de sentido (porque, justamente, lo elude), la obra se salga de su propio perímetro. En un pasaje que bien podríamos denominar “composición tema Hidalgo”, la vendedora sale del cuadrilátero que sugiere los límites del departamento y/o del espacio escénico y crea, desde el más allá, una vida y obra del poeta, mezcla de deseos propios, ensoñaciones, frustraciones e imágenes esparcidas sobre una vida imaginada, que es una delicia inesperada que mueve la tradición del grotesco hacia su borde absurdo, implicándolo, traspasándolo y reabsorbiéndolo.

Gorostiza esquina Marull
Decía al principio que nuestra versión de la caída de la máscara era, en Discépolo, sinónimo de tragedia. Pero en otras líneas del grotesco, lo es de redención. La hermosa y clásica obra breve de Gorostiza, El Acompañamiento, es una perfecta muestra de esa elevación. De esa máscara que, al caer, devela el fracaso y el abandono de todos los sueños. Pero en este caso sus personajes, lejos de abandonar también sus cuerpos y entregárselos a la muerte (o al sistema), reivindican la máscara: ahora como signo de rebelión o resistencia, porque esta vez es consciente. Y entonces, Sebastián suelta el picaporte de la puerta que quiere abrir para liberar a Tuco de su locura, y con el bandoneón imaginado, se sube él también al tango de los sueños.
Tres décadas después, la vendedora y el adolescente sueltan el peso de la historia (en el caso de ella y del muerto Hidalgo) y del futuro (el ominoso caso del adolescente sin destino) para resistir, livianos, desde la conciencia y desde la pasión.



[1] En ese preciso y precioso mundo lingüístico de Discepolo, donde la entera coloquialidad del cocoliche y el criollo son elevadas a textura poética, “hacer la cabra” es no dominar el sonido de los instrumentos de viento por la falta de aire que proviene, entre otras razones, de la decadencia física de la vejez.
[2] Conociendo el texto original de esta obra, que María trabajó con Kartún y conmigo en la EMAD, y habiendo hablado con ella, confirmamos: el poeta Hidalgo es un chino, un elemento incorporado con posterioridad.

miércoles, 7 de marzo de 2018

Sobre YO, ENCARNACIÓN EZCURRA, de Cristina Escofet


El domingo fui al reestreno de Yo, Encarnación Ezcurra, de Cristina Escofet, al Teatro del Pueblo (Av Roque Sánez Peña 943/ 4323-3606) Funciones: Domingos 18 hs.

El flequillo de Marlon Brando
Cada época, en términos generales, y cada autor de sus relatos en particular, genera signos propios para representar el pasado. Nunca la reconstrucción histórica apunta exclusivamente a “mostrar” cómo se vestían, se hablaban, se pensaban y se movían los cuerpos, la sociedad y la naturaleza en determinado tiempo histórico, sino, y sobre todas las cosas, a tensar y valorar su vínculo con el presente, en términos también de autopercepción. El ya clásico ensayo de Roland Barthes sobre la construcción de “lo romano” en el cine de Hollywood de los años cincuenta ilumina los principales aspectos de esta evidencia. En términos muy sintéticos, analizando el film “Julio César”, de Makiewicz, Barthes da cuenta de que todos los personajes masculinos tienen flequillo. Más allá de cualquier voluntad de reconstrucción histórica, que podría haber mostrado sin faltar a “la verdad” a romanos pelilargos o calvos, la película inunda de mechones frontales la pantalla porque ése es, ni más ni menos, el “signo” de la romanidad. Estamos en una sala de cine, viendo en una pantalla proyectadas en blanco y negro a famosas estrellas de Hollywood vestidas con túnicas bizarras, brazaletes y sandalias, y hablando en inglés; sin embargo, nadie duda de que estamos en la Roma imperial: esa certeza es la que aporta el signo.

Es el Hollywood de los 50 el que construye a los romanos para el cine, tan distintos de los trajes isabelinos y sin ningún artificio visual renacentista del Julio César de Shakespeare. Todos y siempre, desde Ben-Hur a Gladiador, desde Julio César a Espartaco, hablan en inglés (a excepción de La Pasión de Cristo, de Mel Gibson, en la que los personajes hablan arameo y latín coloquial; el director australiano había pretendido que no se utilizaran los subtítulos que finalmente se pusieron: un modo radical de construir, desde el presente, signos de lectura de la época también).
Del mismo modo, el teatro que propone personajes históricos o reconstrucciones de época necesita generar signos, y esos signos se dirigen frontalmente al presente que comparte con su platea. En este caso, la construcción de un cuerpo femenino del Buenos Aires de principios del siglo XIX, sombra y contraparte de otro cuerpo, el cuerpo oficial, masculino, del Restaurador de las Leyes, Brigadier General don Juan Manuel de Rosas. Y ese cuerpo encarna una voz, cuyo vector es un “yo”, que la potencia.  

Síntesis Argumental
Recluida en su habitación, la agonizante Encarnación Ezcurra, mujer de Rosas, espera la muerte que, en sus sueños, tiene la forma de un caballo negro: símbolo de la fuerza, de la libertad o simplemente de la negritud. En su espera evoca las intrigas, traiciones y victorias referidas en las cartas a su amor, la imponente sombra del Restaurador, y el deseo del combate de los cuerpos que el orden patriarcal le ha negado. 

Escritos en el barro
Andrés Bazzalo es el director de la notable Escrito en el barro, versión del Otelo de Shakespeare que tuve el gusto de reseñar allá por 2009 (para ver la reseña, click aquí: http://la-diosablanca.blogspot.com.ar/2009/05/sobre-escrito-en-el-barro-de-andres.html). En esa puesta, la construcción de época (Guerra de la Triple Alianza contra Paraguay, fines del siglo XIX) tenía, de algún modo, la “colaboración” de la trama del Otelo: toda versión de un clásico es un diálogo con su fuente que el lector/espectador descubre y disfruta, como un juego de coincidencias y desviaciones. En el caso del presente texto de Escofet, el juego intertextual es con la serie histórica en sus manifestaciones icónicas. Traduciendo: es el manual de Historia Argentina de la escuela, el Facundo de Sarmiento y el Revisionismo Histórico, es la revista Billiken o el heroico Paka-paka de la década pasada, es el aire y el color de los cuadros de Prilidiano Pueyrredón y la efigie de Rosas en el extinto billete de 20 pesos, que ahora es un guanaco. Cristina Escofet construye, a partir de las cartas conservadas del personaje histórico, una bella y posible voz de tres registros: un registro coloquial, que logra complicidad con la platea; un registro “histórico”, reflexivo, demandante, firme y explícitamente político, más que nada dirigido a su Juan Manuel, eterno ausente. Y un registro lírico, de fina y contundente expresividad emocional.

Violencia y género
Decía que la reconstrucción histórica es un modo de vincularse y leer, desde el presente tenso y político -en el sentido profundo y cotidiano-, una época. Ayer, 6 de marzo de 2018, 71 diputad@s presentaron el proyecto de Despenalización del Aborto, resultado de una lucha centenaria, cajoneado en la cámara durante casi 13 años y cuyo derrotero es un eslabón más en la lucha por los derechos de la mujer. Mañana es 8 de marzo y paran las mujeres. Es un Paro Internacional, y el equipo de trabajo de Yo, Encarnación Ezcurra adhiere y convoca.
La versión de un profundo trozo de historia nacional que la obra reconstruye es el modo actual de expresar cómo se vestía, se hablaba, se pensaba y se movían el cuerpo, la sociedad y la naturaleza en el Buenos Aires de los unitarios y federales, como un terrible vector hacia el presente, a esta presente y cruel Buenos Aires neoliberal y al terrible mundo de la victoria del capitalismo global cuyos pilares patriarcales, no obstante, tiemblan: un vector hacia la lucha de las mujeres por su derecho a tener un cuerpo, a moverlo, a hablarlo y a politizarlo, y por su incontenible propósito de cambiar el orden establecido.

Los zapatos de Lorena Vega
La puesta de Andrés Bazzalo confronta sobre el cuerpo de la notable Lorena Vega las dos fuerzas profundas de la tensión del siglo XIX: los salones de la intriga, las peinetas, los afeites y la política, por un lado, y la negritud asesinada, borrada, junto con la indiada y el populacho como energía irrefrenable. Encarnación, de sangre india y negra, casada con el rubicundo Juan Manuel, reconocido entre el gauchaje por sus proezas de “a caballo”, caudillo rubio y de ojos claros. Las dos facetas de esos cuerpos en tensión encuentran en la actriz una extraordinaria síntesis: el vientre moreno y desnudo que candombea sobre los zapatos del salón que en algún momento debe investir; ese cuerpo femenino, de ansias de violencia y batallas a campo abierto, enfermo, maltrecho, sensual y capaz de la fina intriga de “decir con la boca que no y con los ojos que sí”.

Todo tendría sentido
Buenos Aires, la cruel, la actual, ofrece en sus intersticios de felicidad una cartelera teatral poderosa. Recomiendo contemplar el trabajo de esta actriz en relación con su opuesto y hermoso papel de maestra de pueblo en los añorados ‘80 en Todo tendría sentido si no existiera la muerte, de Mariano Tenconi Blanco (para leer la reseña de esa obra en este blog, click aquí: http://la-diosablanca.blogspot.com.ar/2017/11/sobre-todo-tendria-sentido-si-no.html)

Música, maestro
La banda musical de Yo, Encarnación Ezcurra es todo lo que uno espera y mucho más. Es estremecimiento y es época. Es cuerpo, es río, es pampa, es candombe, es historia.
Estos son sus nombres: Agustín Flores Muñoz, Martín Miconi, Malena Zuelgaray.
El resto es silencio.


martes, 21 de noviembre de 2017

Sobre LA MADRE DEL DESIERTO, de Ignacio Bartolone


El viernes 5 fui a ver La madre del Desierto, de Nacho Bartolone, al Teatro Cervantes – Teatro Nacional Argentino. Libertad 815 (4816-4224). Funciones: jueves a domingo a las 21

Rescatando al soldado Ryan

Veinte años atrás, el gran Steven Spielberg presentaba en cine, quizás por primera vez en esa forma envolvente y desesperante a la que este año regresó Cristopher Nolan con su extraordinaria Dunkerque, una batalla de la Segunda Guerra Mundial. Ésta última muestra la retirada de las tropas británicas ante el avance irresistible de los alemanes en las playas francesas. Es la historia de una derrota que, de alguna manera, se transforma en victoria. Aquella de Spielberg, en cambio, es el desembarco en Normandía, inicio del repliegue definitivo de los alemanes. La historia de una victoria que, si bien se leen la película y los hechos en los que se basa, contiene también la historia de una derrota. La trama de Rescatando al Soldado Ryan es conocida, y si no lo es, veinte años de antigüedad soportan el spoiler. Luego de la batalla, el comando del ejército estadounidense advierte que en el desembarco murieron dos hermanos, y que unos días antes, en otro frente de batalla, un tercer hermano había muerto también. Pero al reunir los tres telegramas de defunción que debían entregar el mismo día a la señora Ryan, descubren que hay un cuarto hermano, el último, que aún está vivo y combate en el frente francés. Por alguna razón que parece humanitaria, al menos uno de los cuatro hijos de la señora no debe morir en la guerra. El jefe del ejército ordena entonces enviar un grupo selecto de ocho hombres al mando del capitán Miller (Tom Hanks) a buscar al soldado y llevárselo con vida a su madre. La película cuenta, entonces, esa misión paradójica: un comando especializado se interna en el frente de una guerra despiadada para rescatar a un “private” (un soldado raso, un don nadie), a costa de las vidas de varios de ellos, que pasarán a sumarse a las de aquellos tres hermanos que no podían de ninguna manera ser cuatro.

Dos siglos antes, en otro país, en otra lengua, en otra guerra, en otra geografía y quizás en otro mundo, aunque regido por las mismas y absurdas leyes, una mujer parte al desierto, a pie y con un bebé en brazos, a buscar a su marido que había sido obligado por el bando estatal a sumarse a las tropas regulares y combatir. Por supuesto, la mujer morirá de sed sin haberse reunido con su marido, y su niño será encontrado con vida, prendido al pecho de “La Difunta”, para que el mito sea y se funde una patria. Absurdo es partir a pie con un lactante en brazos a buscar a un hombre que fue llevado por un ejército. Absurdo es enviar a la muerte a una tropa de elite sólo para evitar la de alguien cuyo valor es estadístico, cabalístico o simbólico. La película de Spielberg trata a Ryan como su trama amerita: un soldado raso, más o menos irrelevante, demasiado joven, un tanto obtuso, sin voz ni voto, casi sin palabra. La tradición popular argentina trató al bebé sobreviviente de la Difunta Correa casi de la misma manera, como lo que necesitaba que fuese: el símbolo inocente prendido a la teta, el Rómulo/Remo de la Nación Argentina.

Alguien comentó en algún posteo alguna vez que James Ryan existió, sobrevivió, se hizo espía de la CIA y colaboró con el derrocamiento de Allende en Chile. Puede ser, pero la película, como el mito, no pueden ocuparse de eso. Su función para la historia fue ser rescatado, no emitir una acción. En el escenario del Teatro Nacional Argentino, en cambio, Nacho Bartolone pone a la notable Alejandra Fletchner en el cuerpo de Deolinda Correa y, rompiendo la ley, quebrando el mito, haciendo el gesto artístico y político que permite revisar en forma desopilante su propia constitución, pone además al enorme (metafórica y físicamente) Santiago Gobernori en el cuerpo del bebé a quien, por otra parte, y sin que nadie jamás hasta ahora se lo hubiera pedido, le da la palabra.

Síntesis Argumental

Un bebé de pocos meses es arrastrado al medio del desierto por su madre, que dice buscar a su marido, víctima de la Ley de Levas. Uno de los dos cuerpos está condenado a morir para devenir mito. Pero antes de que eso ocurra, si es que ocurre, el bebé que percibe y es la totalidad, dirá su parte. Y ella, que no la percibe porque es la parcialidad, comprenderá algo.

El bebé y la lengua de dios

Si un bebé hablara, ¿qué diría? Como el Valdemar de Edgar Allan Poe, diría lo imposible: estoy muerto, en el cuento de “El extraño caso…”. Soy la totalidad, en el caso del bebé. Por supuesto, sería imposible, porque lo completo no tiene diferencias, y el lenguaje se estructura por ellas, por la capacidad de distinguir una cosa de todo lo demás que no es esa cosa. En la teoría del valor del signo lingüístico, cada signo es exactamente aquello que todos los demás signos no son: el valor es un valor de oposición. De allí que podamos distinguir el signo “éste” en oposición tripartita al signo “ése” y al signo “aquel”. Las distancias en los pronombres de nuestra lengua tienen tres valores, mientras que en otras pueden tener solo dos (this/that en inglés). El desierto, en las historias y leyendas de misticismo, se opone a lo terrenal, al cotidiano humano y sus distracciones: el desierto es la experiencia de despojo del hombre (el profeta, Cristo, el Buda) en pos del conocimiento. Es la experiencia de la transformación interior. En la literatura argentina, en cambio, el desierto se opone a las ciudades. “Media entre las ciudades de San Luis y San Juan un dilatado desierto”, inicia el Facundo su primer capítulo, El tigre de los llanos. Es la enorme distancia, indiferenciada; es lo inhumano, lo animal, es la barbarie y la muerte. La ciudad, su opuesto, es el lenguaje, es la cultura, es la civilización. De la ciudad de San Juan parte esa criatura insólita (la madre) portando un bebé hacia el corazón de la muerte. Y allí, en el centro mismo de lo indiferenciado, el bebé hablará la imposible lengua universal, la lengua de dios, que es el todo. La tradición del Facundo y las lecturas místicas confluyen en la escena, de la mano del notable texto de Bartolone y la enorme calidad de los dos actores.

La lengua hablada de lo argentino

Siempre es un problema la “oralidad” histórica, la representación del habla de otras épocas y de otras latitudes. La literatura argentina tiene, no obstante, para agradecer a la gauchesca la posibilidad de hacer “sonar” a su emblema, el gaucho, y hacerlo sonar en verso. Ese corrimiento permite hacer ingresar a la escena una sonoridad de la palabra que remite, sin buscar realismo, al mundo que se quiere verosimilizar. Ignacio Bartolone, ya desde Piedra sentada, pata corrida y La piel del poema (para leer la reseña en este blog sobre esta última, click aquí), viene trabajando la palabra oral en función del acento y la poesía. En esta última, trabajaba la poesía (directamente representada) y el acento regional. En La madre del desierto, el trabajo está enfocado en hacer sonar un acento complejo, corrido, no del todo identificable, en las voces de Santiago Gobernori y Alejandra Fletchner, con muy buen resultado.

El mito original, de los arrieros a los camioneros

Cuenta la leyenda que el bebé fue hallado con vida prendido al pecho de una muerta que llevaba sólo una identificación: un colgante al cuello en cuyo interior estaba grabado el apellido de su padre: Correa. Por eso los arrieros que la encontraron no pudieron nombrarla de otro modo sino como una “difunta”. Habían extraviado el ganado. Desesperados, le pidieron a la muerta, en la creencia de que se hallaba más cerca de Dios que ellos, que les concediera el milagro de hallar las vacas. Si así lo hiciera, le construirían un altar. Y el ganado apareció. Y los arrieros iniciaron entonces el culto a la Difunta Correa, muerta de sed, dadora de bienes. El culto se extendió por los caminos: florecieron durante más de un siglo, pequeños altares a la vera de los caminos (más adelante, de las rutas) donde los arrieros del XIX, los camioneros del XX, dejaban como ofrenda botellas de agua. Botellas de agua para una muerta de sed. La paradoja nos persigue como una condena.

El culo de Cafiero

Entre los grandes nombres de los billetes de la década pasada y los esquivos próceres del siglo XIX (Don Juan Manuel de Rosas, Domingo Faustino Sarmiento, Facundo Quiroga) se filtra el del recordado dirigente peronista Antonio Cafiero. Más allá del desopilante humor iconoclasta de la obra, la imagen de Cafiero y la mención de sus partes íntimas son sumamente intrigantes. Puede ser que la obra trace un recorrido entre los mitos fundacionales de primer centenario y los grandes acontecimientos del siglo posterior. Pero el culo de Cafiero emerge y resiste, solitario. La anécdota, si Nacho me permite divulgarla (y como no está aquí conmigo, no podrá evitarlo) es que su propia madre, acérrima antiperonista, se lo mencionó una vez: le dijo a su hijo, en medio de una discusión o de una chicana o todo junto que, estando internada en un hospital y habiéndose confundido de habitación, entró en una donde estaba el susodicho, en batín y dado vuelta. “Yo le vi el culo a Cafiero”, dijo para siempre esa otra madre. Donde las palabras no alcanzan, que hablen las imágenes.




viernes, 10 de noviembre de 2017

Sobre TODO TENDRÍA SENTIDO SI NO EXISTIERA LA MUERTE, de Mariano Tenconi Blanco


El domingo 5 fui a ver Todo tendría sentido si no existiera la muerte, de Mariano Tenconi Blanco, al Centro Cultural San Martín (funciones: viernes, sábado y domingo 20 hs, hasta el 12/11; Comedia de la provincia -La plata-, viernes y sábados 20 hs hasta el 9/12).
Star Whores

El 27 de agosto de 2009 se estrena en Argentina “Zack y Miri hace una porno”, película del director Kevin Smith en la que unos amigos de toda la vida y compañeros de departamento, Zack (Seth Rogen) y Miri (Elizabeth Banks), ahogados por el mal manejo de la economía doméstica, deciden realizar una porno, en la creencia de que el negocio les permitirá pagar las cuentas de luz y agua. Ellos mismos se encargan del casting, de los equipos técnicos, de la locación y el rodaje y, por supuesto, también del guion y de la actuación protagónica. El eje central del film, no obstante, y como si se tratase de una remake bizarra de “Cuando Harry conoció a Sally”, es el paso conflictivo de la amistad al romance entre Miri y Zack, quienes tienen previsto realizar la última escena sexual de la película. Lo curioso (y airoso) del resultado es que “Zack y Miri…” abunda en el humor absurdo y escatológico, en el diálogo picante y saturado, sin dejar de ser nunca una comedia romántica. El director se da el gusto, incluso, de desarrollar al interior de su propia película la parodia porno de Star Wars: “Star Whores” (Putas de las Galaxias), y de hacer actuar a una estrella porno real.

Ocho años después, una virtuosa conjunción teatral de melodrama de folletín, comedia bizarra y pornografía revisitada sube a escena en Buenos Aires, de la mano del notable elenco que reúne el autor y director Mariano Tenconi Blanco, en “Todo tendría sentido si no existiera la muerte”.

Síntesis Argumental
En la plenitud vintage de los 80 -aquellos del video club con sección “Condicionadas”-, una maestra de pueblo se entera que tiene una enfermedad terminal y, como última voluntad, decide escribir, filmar y protagonizar una película porno que, además de respetar sus gustos y sensibilidad, le otorgue algún sentido a aquello que ahora es consciente de que está por terminar: su propia vida.

Eros y tánatos
Kevin Smith (“Zack y Miri hacen una porno”) toma para su película un contraste (clásico) de las historias románticas: la oposición entre amistad y amor. El sexo es, en estas historias, el punto de quiebre y trasmutación de un tipo de relación, para bien o mal, en otro. Así, cuando en la original Harry finalmente tiene sexo con Sally, la crisis individual se transforma y permite sacar a la luz la tensión subyacente de toda la trama: ámense, chicos, que el pochoclo se acaba. Estas historias producen luego el consabido distanciamiento, el canto cínico de la individualidad que se desmorona y que, en un insight súbito, instaura la escena final de declaración de amor -la de Harry a Sally, corriendo por las calles desiertas y nevadas de Nueva York durante la cuenta regresiva de un Año Nuevo, para llegar justo a tiempo a decirle, detalle a detalle, todo lo que le gusta y ama de ella, está al tope de mi ranking-. “Quiero pasar el resto de mi vida contigo, y quiero que el resto de mi vida empiece ya”.

El otro clásico contraste de historias románticas es el que se da entre amor y muerte: la muerte permite y destaca la posibilidad del amor. En general, la condenada a morir es ella (Winona Ryder en “Otoño en Nueva York”, Debra Winger en “Shadowlands” o “Tierra de sombras”), y su condena permite, en el breve lapso que le es concedido, derretir los hielos del corazón del varón. El amor es aquí la consciencia incandescente de la finitud de la vida y lo que le da sentido a la vida posterior del superviviente. El sexo prácticamente no interviene en la ecuación, que es esencialmente sentimental, y por eso puede Richard Attenborough presentar el cuerpo flemático, erudito e inhibido del escritor C. S. Lewis, interpretado por Anthony Hopkins, en un romance que no tiene casi sexualidad.

Mariano Tenconi Blanco, al cierre de esta trilogía, retira de la escena el amor romántico (sin que deje de estar su tensión, en modo notable), para oponer directamente los inconscientes polos míticos: el sexo y la muerte, inconformables.

Video club de los ochenta, o como evitar la tentación de las pantallas
Uno de los logros (entre los numerosos logros de esta obra) es el armado de una obra “meta-cinematográfica”, es decir, de una obra teatral que trata sobre la realización de una película, prescindiendo de la utilización de video proyecciones. La escena contemporánea, al menos en esta ciudad acunada por los susurros del teatro post-dramático, está saturada de proyecciones. A pesar del mandato (toda obra contemporánea deberá utilizar micrófonos, monólogos a público y/o proyecciones), “Todo tendría sentido…” se posa y fecunda el escenario durante más de tres horas sin recurrir ni una sola vez al monólogo ni a la proyección. Todo es aludido o explícitamente mostrado: todo es cuerpo y metonimia. Todo es teatralidad de la más pura. El resto, es silencio. 
El decoro
Aproximadamente a la hora de representación, una pareja madura se levantó y dejó la sala. Probablemente equivocado, imaginé que habían entendido a esa altura que no sólo se hablaría descaradamente de masturbación femenina, tamaños relativos de penes medidos por recatadas maestras de escuela y efectos de la cocaína mezclada con el limoncello, sino que, además, se mostraría todo eso en escena. La ley del decoro, es decir, aquello que la sensibilidad teatral entiende como “obsceno” (fuera de escena), no estuvo del todo bien establecida, en mi imaginación, para esa pareja. Ellos se lo pierden. Y se pierden, sobre todo, la cabeza de pene que sobresale del bóxer y más tarde de la bragueta incontrolable del actor porno en un alto de la filmación, en el momento teatral más desopilante que haya visto últimamente. Me permito spoilear esa imagen, confiando en que, dentro de la multitud de imágenes, el lector pueda redescubrirla y disfrutarla.

El valor como contraste
La protagonista de “Todo tendría sentido…”, consciente en un destello de la cercanía de su muerte, también accede a la consciencia del sinsentido. Se pregunta qué valor ha tenido su vida, y qué valor podría cobrar, si aún pudiera, en sus últimos momentos. La pregunta, que también aparece en el título de la pieza, es sobre el “sentido”. No obstante, por la estructura de la trama, por sus motivos y sus procedimientos, no parece ser lo mismo. En todo caso, el “sentido” se asocia más a la dirección de un vector, que va del punto A al punto B, o bien al “significado”, ese modelo asociativo de pensamiento por el cual algo puede significar otra cosa. Es la historia de una vida, la metáfora que encierra un momento, la vinculación entre dos series. La protagonista se pregunta qué quedará de ella después de ella. Quién podría encontrarle un significado a su paso por la vida. Sin embargo, la respuesta no está en la metáfora o significado o historia que se cuenta, sino en el contraste de sus signos, en la teoría del valor. La vida, dice Eros, vale por lo que le opone a la Muerte. El sexo, y su ápice, el orgasmo, cuya mayor longitud imaginable (en este caso, al menos dos veces representado en forma explícita) no dura más que unos breves… ¿minutos? No obstante, y por eso es, en su modo petit mort, la quintaesencia de lo vital.

El sexo es breve, la muerte es casi infinita. El sexo es esporádico, la muerte es constante. El sexo es movimiento, la muerte es quietud. La escena inmóvil de los personajes mirando su película, de la cual el espectador vuelve a escuchar las voces, remite a aquellas emociones de La Invención de Morel, aquél anhelo de permanecer fuera del círculo muerte/vida, y no obstante… la vida misma, que navega en las aguas de la muerte.
Narración
La obra en su conjunto, dado sus procedimientos y su materia narrativa, es una gran obra excedida que se alimenta, en última instancia, de sus notables actuaciones. El elenco se pone al hombro todo el peso de las tres horas de duración cuya sustancia podría vehiculizarse en un tercio menos, sobre todo tomando en cuenta que algunos de sus tópicos (el abuso de menores, el aborto, la maternidad e incluso el “romance” entendido como vínculo de pareja) caen sobre la estructura muy posteriormente al desarrollo del conflicto eje, o se hacen intermitentes dado el enorme peso (y virtud) de la trama central. 
El inmortal
Una obra de la dimensión de “Todo tendría sentido si no existiera la muerte” es, necesariamente, muchas obras. Algunas obras asociadas mencioné en la reseña; otras reseñas se están publicando actualmente que hacen más menciones: el universo de Puig, las películas de Almodóvar, el folletín del siglo XIX. Hay un cuento de J. L. Borges sobre una raza de inmortales que, al tomar conciencia de su infinitud, dejan de darle valor al tiempo, a los sucesos, a su propio cuerpo. No hay memoria porque no hay olvido. No hay eventos, porque todo eventualmente volverá suceder. Esos personajes salen, finalmente, en busca del río de la muerte. Es decir, de aquello que los devuelva a la vida.

La vida vuelve a suceder, en las tres horas de duración de esta muy recomendable obra.