El martes fui a ver VALERIA RADIOACTIVA, de Javier Daulte, al Espacio Callejón (funciones martes 20.30)
La indolencia
En febrero de 1947 Jorge Luis Borges publica, en la revista Anales de Buenos Aires, su cuento “El inmortal”, que luego incorporaría al libro de cuentos El Aleph. En primera persona, un militar romano narra su búsqueda y hallazgo del río de la inmortalidad, y los acontecimientos que a partir de entonces le sucedieron a lo largo de los siglos. Entre las reflexiones de quien perdiera su condición de mortal, leemos:
“La muerte (o su alusión) hace preciosos y patéticos a los hombres. Éstos se conmueven por su condición de fantasmas; cada acto que ejecutan puede ser el último; no hay rostro que no esté por desdibujarse como el rostro de un sueño. Todo, entre los mortales, tiene el valor de lo irrecuperable y de lo azaroso. Entre los Inmortales, en cambio, cada acto (y cada pensamiento) es el eco de otros que en el pasado lo antecedieron, sin principio visible, o el fiel presagio de otros que en el futuro lo repetirán hasta el vértigo. No hay cosa que no esté como perdida entre infatigables espejos. Nada puede ocurrir una sola vez, nada es preciosamente precario”.
La muerte, tema recurrente de la literatura y el teatro, es la que da valor a la vida, porque la vida puede y va a perderse. Lo efímero le imprime a la vivencia su cuota de ansiedad, de deseo, de incertidumbre. Lo eterno, en cambio, es indolente: nada de lo que es no ha sido alguna vez; nada no volverá a ser, infinitamente. Un cruel pasaje del cuento habla de un inmortal que cayó en un pozo y no podía lastimarse ni morir, pero sufría de una sed atroz. Pasaron setenta años antes de que algún otro inmortal le arrojara una cuerda.
La conjetura de una vida infinita vuelve a plantearse, décadas (siglos, minutos) más tarde, en una ficción dentro de otra ficción puesta en escena en este ya clásico teatro “que tiene ángel”, como comentábamos con su dueño. Una obra, interrumpida por una pandemia -hablando de grandes temas…- que vuelve al Espacio Callejón.
Síntesis argumental
Valeria, exitosa escritora de culebrones firmados bajo un seudónimo masculino, descubre que tiene una enfermedad terminal. La superproducción pautada para mil capítulos pende de un hilo: habrá que extraer de Valeria, antes de que muera, un mega-melodrama completo sobre dos personajes que poseen la fórmula de la inmortalidad.
El dolor
Who wants to live forever… canta, dolorosamente, la voz de Freddy Mercury en la escena de Highlander, el inmortal, en la que un por siempre joven Christopher Lambert abraza el cuerpo moribundo de una anciana que fuera, minutos antes, su chica amada. La vida eterna duele, en lo profundo. Valeria radioactiva, en su entramado y en las reflexiones de sus personajes, retoma las múltiples variaciones que tantas otras obras, películas, cuentos, libros, ofrecieron previamente: el “congelamiento” en una instancia del ser, como aquella imagen de la vampira eternamente niña, como la eterna juventud, o la eterna decadencia; el deseo de ser inmortal a cualquier precio; la búsqueda de una pócima, los ritos sacrificiales; la sangre que cura todos los males; el arco que se tensa entre la banalidad del inmortal en una punta y la posibilidad de vivir eternamente a través de la propia creación, en la otra. Soñar los sueños ajenos, reencarnar en otro cuerpo e, incluso, encarnar directamente: darle carne viva a un personaje de papel. La posibilidad de ser Adán y Eva en un paraíso recurrente, o el robo del libro sagrado (“la biblia”, en irónico guiño de guionistas) que tiene el poder fijar para siempre, como en La invención de Morel, un gesto banal. El “arte menor” de la dramaturgia -el de la escritura de guiones de telenovela-. donde el personaje creador es una deidad, paradójicamente moribunda, pero sus personajes también lo son, por inmortales. En la ficción de Daulte, todos son víctimas pero también, tarde o temprano, victimarios; todo el amor es correspondido, y todo el amor es rechazado, y no queda nada en pie, excepto unas sombras.
Pero la obra no es triste; es casi una fiesta. Porque, como en otras obras del autor, la virtud de la ficción es su cualidad redentora: la invención de mundos, el compromiso con sus tramas, la fidelidad al juego de ser y parecer, es aquello que nos salva. La inmortalidad no es ni más ni menos que un culebrón de mil páginas que, además, se puede corregir. Y mientras tanto, la vida…
Trascendencia
Como clave disimulada desde el principio de la trama, la vida (frágil, efímera, promisoria) se abre paso. Se menciona como al pasar un embarazo, “un hijo más”, entre muchos, de un personaje. Lateralmente, se lo espera. No es vital para la obra. De hecho, la obra parece terminar con la culminación del guión, el remanente de vida de la autora, la resolución de casi todos los conflictos. Y entonces, epigonal, la embarazada aparece.
Ese cuerpo, finalmente, pareciera estar ya en otro plano: no en el culebrón (ficción dentro de la ficción), donde la inmortalidad es posible; ni en la ficción de primer plano, donde se puede ser autor y donde la perspectiva de la muerte es posible. En otro plano, la vida: bellísima, casi inocente. Casi real.
Chernobyl
La pandemia, al menos en mi vida, inauguró una oscura época de distopía-vuelta-realidad. Un virus global. Ahora, una guerra. La ciudad ucraniana de Chernobyl vivió décadas atrás una tragedia nuclear de la que hace un par de años se hizo una miniserie. Un personaje le explica a otro cuál es el efecto que la radioactividad tiene en los cuerpos de los operarios que estuvieron expuestos desde el principio: sus células se van muriendo y, luego de un breve período de latencia, en la que parece que el paciente se puede salvar, las células se desintegran, con horrible dolor. El personaje que hace esta descripción también estuvo expuesto a la radiación. Sabe que ese efecto, a lo largo de los años, también le llegará.
“La vida es una enfermedad congénita”, dice Valeria.
La vida y la radioactividad.