viernes, 10 de noviembre de 2017

Sobre TODO TENDRÍA SENTIDO SI NO EXISTIERA LA MUERTE, de Mariano Tenconi Blanco


El domingo 5 fui a ver Todo tendría sentido si no existiera la muerte, de Mariano Tenconi Blanco, al Centro Cultural San Martín (funciones: viernes, sábado y domingo 20 hs, hasta el 12/11; Comedia de la provincia -La plata-, viernes y sábados 20 hs hasta el 9/12).
Star Whores

El 27 de agosto de 2009 se estrena en Argentina “Zack y Miri hace una porno”, película del director Kevin Smith en la que unos amigos de toda la vida y compañeros de departamento, Zack (Seth Rogen) y Miri (Elizabeth Banks), ahogados por el mal manejo de la economía doméstica, deciden realizar una porno, en la creencia de que el negocio les permitirá pagar las cuentas de luz y agua. Ellos mismos se encargan del casting, de los equipos técnicos, de la locación y el rodaje y, por supuesto, también del guion y de la actuación protagónica. El eje central del film, no obstante, y como si se tratase de una remake bizarra de “Cuando Harry conoció a Sally”, es el paso conflictivo de la amistad al romance entre Miri y Zack, quienes tienen previsto realizar la última escena sexual de la película. Lo curioso (y airoso) del resultado es que “Zack y Miri…” abunda en el humor absurdo y escatológico, en el diálogo picante y saturado, sin dejar de ser nunca una comedia romántica. El director se da el gusto, incluso, de desarrollar al interior de su propia película la parodia porno de Star Wars: “Star Whores” (Putas de las Galaxias), y de hacer actuar a una estrella porno real.

Ocho años después, una virtuosa conjunción teatral de melodrama de folletín, comedia bizarra y pornografía revisitada sube a escena en Buenos Aires, de la mano del notable elenco que reúne el autor y director Mariano Tenconi Blanco, en “Todo tendría sentido si no existiera la muerte”.

Síntesis Argumental
En la plenitud vintage de los 80 -aquellos del video club con sección “Condicionadas”-, una maestra de pueblo se entera que tiene una enfermedad terminal y, como última voluntad, decide escribir, filmar y protagonizar una película porno que, además de respetar sus gustos y sensibilidad, le otorgue algún sentido a aquello que ahora es consciente de que está por terminar: su propia vida.

Eros y tánatos
Kevin Smith (“Zack y Miri hacen una porno”) toma para su película un contraste (clásico) de las historias románticas: la oposición entre amistad y amor. El sexo es, en estas historias, el punto de quiebre y trasmutación de un tipo de relación, para bien o mal, en otro. Así, cuando en la original Harry finalmente tiene sexo con Sally, la crisis individual se transforma y permite sacar a la luz la tensión subyacente de toda la trama: ámense, chicos, que el pochoclo se acaba. Estas historias producen luego el consabido distanciamiento, el canto cínico de la individualidad que se desmorona y que, en un insight súbito, instaura la escena final de declaración de amor -la de Harry a Sally, corriendo por las calles desiertas y nevadas de Nueva York durante la cuenta regresiva de un Año Nuevo, para llegar justo a tiempo a decirle, detalle a detalle, todo lo que le gusta y ama de ella, está al tope de mi ranking-. “Quiero pasar el resto de mi vida contigo, y quiero que el resto de mi vida empiece ya”.

El otro clásico contraste de historias románticas es el que se da entre amor y muerte: la muerte permite y destaca la posibilidad del amor. En general, la condenada a morir es ella (Winona Ryder en “Otoño en Nueva York”, Debra Winger en “Shadowlands” o “Tierra de sombras”), y su condena permite, en el breve lapso que le es concedido, derretir los hielos del corazón del varón. El amor es aquí la consciencia incandescente de la finitud de la vida y lo que le da sentido a la vida posterior del superviviente. El sexo prácticamente no interviene en la ecuación, que es esencialmente sentimental, y por eso puede Richard Attenborough presentar el cuerpo flemático, erudito e inhibido del escritor C. S. Lewis, interpretado por Anthony Hopkins, en un romance que no tiene casi sexualidad.

Mariano Tenconi Blanco, al cierre de esta trilogía, retira de la escena el amor romántico (sin que deje de estar su tensión, en modo notable), para oponer directamente los inconscientes polos míticos: el sexo y la muerte, inconformables.

Video club de los ochenta, o como evitar la tentación de las pantallas
Uno de los logros (entre los numerosos logros de esta obra) es el armado de una obra “meta-cinematográfica”, es decir, de una obra teatral que trata sobre la realización de una película, prescindiendo de la utilización de video proyecciones. La escena contemporánea, al menos en esta ciudad acunada por los susurros del teatro post-dramático, está saturada de proyecciones. A pesar del mandato (toda obra contemporánea deberá utilizar micrófonos, monólogos a público y/o proyecciones), “Todo tendría sentido…” se posa y fecunda el escenario durante más de tres horas sin recurrir ni una sola vez al monólogo ni a la proyección. Todo es aludido o explícitamente mostrado: todo es cuerpo y metonimia. Todo es teatralidad de la más pura. El resto, es silencio. 
El decoro
Aproximadamente a la hora de representación, una pareja madura se levantó y dejó la sala. Probablemente equivocado, imaginé que habían entendido a esa altura que no sólo se hablaría descaradamente de masturbación femenina, tamaños relativos de penes medidos por recatadas maestras de escuela y efectos de la cocaína mezclada con el limoncello, sino que, además, se mostraría todo eso en escena. La ley del decoro, es decir, aquello que la sensibilidad teatral entiende como “obsceno” (fuera de escena), no estuvo del todo bien establecida, en mi imaginación, para esa pareja. Ellos se lo pierden. Y se pierden, sobre todo, la cabeza de pene que sobresale del bóxer y más tarde de la bragueta incontrolable del actor porno en un alto de la filmación, en el momento teatral más desopilante que haya visto últimamente. Me permito spoilear esa imagen, confiando en que, dentro de la multitud de imágenes, el lector pueda redescubrirla y disfrutarla.

El valor como contraste
La protagonista de “Todo tendría sentido…”, consciente en un destello de la cercanía de su muerte, también accede a la consciencia del sinsentido. Se pregunta qué valor ha tenido su vida, y qué valor podría cobrar, si aún pudiera, en sus últimos momentos. La pregunta, que también aparece en el título de la pieza, es sobre el “sentido”. No obstante, por la estructura de la trama, por sus motivos y sus procedimientos, no parece ser lo mismo. En todo caso, el “sentido” se asocia más a la dirección de un vector, que va del punto A al punto B, o bien al “significado”, ese modelo asociativo de pensamiento por el cual algo puede significar otra cosa. Es la historia de una vida, la metáfora que encierra un momento, la vinculación entre dos series. La protagonista se pregunta qué quedará de ella después de ella. Quién podría encontrarle un significado a su paso por la vida. Sin embargo, la respuesta no está en la metáfora o significado o historia que se cuenta, sino en el contraste de sus signos, en la teoría del valor. La vida, dice Eros, vale por lo que le opone a la Muerte. El sexo, y su ápice, el orgasmo, cuya mayor longitud imaginable (en este caso, al menos dos veces representado en forma explícita) no dura más que unos breves… ¿minutos? No obstante, y por eso es, en su modo petit mort, la quintaesencia de lo vital.

El sexo es breve, la muerte es casi infinita. El sexo es esporádico, la muerte es constante. El sexo es movimiento, la muerte es quietud. La escena inmóvil de los personajes mirando su película, de la cual el espectador vuelve a escuchar las voces, remite a aquellas emociones de La Invención de Morel, aquél anhelo de permanecer fuera del círculo muerte/vida, y no obstante… la vida misma, que navega en las aguas de la muerte.
Narración
La obra en su conjunto, dado sus procedimientos y su materia narrativa, es una gran obra excedida que se alimenta, en última instancia, de sus notables actuaciones. El elenco se pone al hombro todo el peso de las tres horas de duración cuya sustancia podría vehiculizarse en un tercio menos, sobre todo tomando en cuenta que algunos de sus tópicos (el abuso de menores, el aborto, la maternidad e incluso el “romance” entendido como vínculo de pareja) caen sobre la estructura muy posteriormente al desarrollo del conflicto eje, o se hacen intermitentes dado el enorme peso (y virtud) de la trama central. 
El inmortal
Una obra de la dimensión de “Todo tendría sentido si no existiera la muerte” es, necesariamente, muchas obras. Algunas obras asociadas mencioné en la reseña; otras reseñas se están publicando actualmente que hacen más menciones: el universo de Puig, las películas de Almodóvar, el folletín del siglo XIX. Hay un cuento de J. L. Borges sobre una raza de inmortales que, al tomar conciencia de su infinitud, dejan de darle valor al tiempo, a los sucesos, a su propio cuerpo. No hay memoria porque no hay olvido. No hay eventos, porque todo eventualmente volverá suceder. Esos personajes salen, finalmente, en busca del río de la muerte. Es decir, de aquello que los devuelva a la vida.

La vida vuelve a suceder, en las tres horas de duración de esta muy recomendable obra.


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