jueves, 16 de octubre de 2008

Sobre CONFESIONES DESPUÉS DE UN ENTIERRO, de Yasmina Reza


La semana pasada fui a ver CONFESIONES DESPUÉS DE UN ENTIERRO, de Yasmina Reza, al Teatro Broadway (Corrientes 1155)

La versión de Fernando Masllorens y Federico González del Pino
El texto teatral está escrito para la oralidad; su forma está determinada por el tiempo del habla y de la acción, no por el tiempo de la lectura.

Como expuse más extensamente en el ensayo (Muere) Espacio y tiempo en la escritura teatral[1] y en el artículo Apuntes de dramaturgia para principiantes[2], escribimos teatro para que algo sea dicho y escribimos teatro para que algo sea hecho. En tiempo presente, ante nuestros ojos y nuestros oídos, en un rito performático.

Más allá de obras que abunden en el silencio, el silencio mismo presupone la expectativa del sonido (nadie dice de una escultura que “permanece en silencio”). Y ese sonido es, profundamente, materia lingüística. Forzada por las métricas, apretada o acunada por el influjo de los cuerpos, aquello que soporta el peso de la acción y sus sentidos sosteniendo el torrente de palabras, pausada y reflexiva o irracional y violenta –como la reverenciada dupla del “sonido y la furia” shakespereanos– es la lengua materna.

Incluso Samuel Beckett, al moverse de su inglés materno al francés adquirido –y luego, al volver al inglés cuando el francés ya le era demasiado familiar– escribía sostenido por la lengua materna. Porque ese mismo movimiento es una respuesta a la confianza (en este caso, des/confianza) en la gramática inconsciente de la conversación, en el sonido autobiográfico, en el acento imperceptible –para nosotros– que nos precede y que nos sobrevivirá. En la lengua materna, ese material lingüístico por excelencia de la dramaturgia, habitan particular y colectivamente todos nuestros estilos orales, nuestras inflexiones extrañas, nuestra poesía, nuestro arrebato, nuestra memoria y nuestro olvido.

Por lo tanto, el primer esfuerzo y el objetivo básico en la tarea de traducir y adaptar un texto teatral sería lograr que todo lo anterior volviera a plasmarse en el idioma al que la obra es traducida. Y esto es justamente lo que la traducción y adaptación de Fernando Masllorens y Federico González del Pino no hacen.

La traducción automática
El uso de la lengua materna en la escritura teatral es un uso lingüístico en tanto material sonoro. Su gramática se estructura la mayoría de las veces (y siempre, en el caso de un verosímil realista) según el modo de la conversación oral. Esta gramática, siempre local (dialectal y sociolectal, es decir, siempre determinada por el particular lenguaje de una comunidad, y la particular inserción social del hablante) difiere evidentemente de la norma del lenguaje escrito.

Si se le solicita a un programa de computación que traduzca al castellano el francés ma voiture s’est arreté, este elegirá, por default, una norma de corrección gramatical escrita, neutra. Dirá “mi auto se quedó”. Lo cual nos permite entender qué significa la oración en francés y no nos permite entender quién la dice, cómo y, quizás por qué. Sin embargo esa elección standard es la que practica la traducción de Fernando Masllorens y Federico González del Pino casi constantemente.

Veámoslo en funcionamiento. El personaje de la antigua amante que retorna, justo en el sepelio del padre de uno de los protagonistas, se marcha y de pronto regresa. “Volviste, ¿qué pasó?”, le pregunta él. Y ella responde: “mi auto se quedó”. ¿Por qué no dice: “se me quedó el auto”? ¿Es eso una elección de estilo?

La frase “se me quedó el auto” está escrita en nuestra lengua materna; nadie dice, en nuestra lengua oral “mi auto se quedó”, a menos que esté traduciendo literalmente el francés. La primera es una frase de la norma oral, una frase que esconde la verdad, que opera según la acción del original de Yasmina Reza. La segunda, la del Masllorens y González del Pino, es una frase de la norma escrita, del “default” de un ordenador, que exhibe su condición de falsedad –es decir, que opera por el contrario del original.

El texto resultante apela sistemáticamente a este default. Caso dos (de cientos): situación de picnic en los alrededores de la casa, en el campo. Una invitada cuenta una anécdota divertida. Dice “en una foto tomada por mi marido”. ¿Por qué no dice “una foto que sacó mi marido”? ¿Porque pretende ubicar al personaje en un discurso artificialmente culto, porque es una parodia, porque el registro del original es acartonado? ¿O porque el participio pasivo “tomada” + por + “mi marido” son la opción de traducción literal escrita del original, que elude todo esfuerzo por sentir cómo diríamos esa frase los hablantes, reemplazando el participio por la subordinada “que sacó” y haciendo de la frase lo que es, una frase “natural”, no afectada?

El valor lingüístico
Sabemos que la elección de una palabra por otra, aunque ambas signifiquen lo mismo, nunca significan lo mismo. El valor de un signo lingüístico se da por oposición. Un personaje femenino, en la obra de Yasmina Reza dice franchement, il fait chaud. En la obra de Masllorens y González del Pino, el mismo personaje dice “francamente hace calor” y entonces uno no entiende… ¿Es extranjera? ¿Se está mandando la parte? ¿Está semi-loca? Si en el original la frase no está marcada, y por lo tanto se apodera de la banalidad del comentario, ¿por qué aparece aquí esa resonante marca –casi un galicismo–: francamente…?

El registro y la policía en la estación Constitución
Está en juego (siempre está en juego) el registro en que los personajes hablan. Un mismo hablante utiliza distintos registros para adecuarse a distintos contextos (y entonces habla con un “nivel”, digamos, en la universidad, y con otro en la reunión de amigos, y con otro con sus hijos, etc.), o incluso utiliza distintos registros para no adecuarse al contexto. Años atrás, vestido con equipito de gimnasia y pulóver roñoso, por encargo de un director teatral de cuyo nombre no quiero acordarme, fui a hacer “observaciones” de personajes (pibes de la calle, transeros, gigolós) a los jueguitos electrónicos subterráneos de la estación de trenes de Constitución. La idea era deambular, observarlos, mimetizarme un poco. No habían pasado cinco minutos cuando un civil de un costado y otro de atrás me acorralaron. Mostraron unas (supuestas) placas policiales y me preguntaron qué hacía ahí. Les dije, literalmente: “soy docente universitario y vengo a hacer observaciones de conducta para la construcción de un personaje teatral”. Los policías no supieron qué responder.

Mi auto se quedó.
Fotos tomadas por mi marido.
Francamente, hace calor.

El default y la globalización
La obra contiene, no obstante, frases coloquiales y abunda en tratos familiares. Incluso uno de los personajes usa la palabra “boludo”. Ahora bien, si da lo mismo decir “boludo” y cocinar “puchero”, y a la vez forzar literalmente la gramática de la conversación hacia un estilo de oralidad imposible, entonces hay algo no decidido.

¿Es válido no decidir? Por supuesto, es válido.
Es político.
Es una adhesión a la gramática normativa, global, sin cuerpo.

La pregunta, por default, entonces es: esta profunda falsedad lingüística, ¿es lo que el texto de Yasmina Reza demanda? O dicho de otro modo: ¿este es el acercamiento que queremos a la poética y los textos de los reconocidos autores cuyas versiones soporta (y sí, aplaude) nuestra platea?


Yasmina y el interés del plot
Esta vez abundé en consideraciones sobre la adaptación y no dije nada sobre la obra.

Su síntesis: para el funeral del padre de familia, tres hermanos se reúnen en la casa de campo con un tío y su mujer. Inesperadamente, asiste al funeral la antigua pareja de uno de los hermanos, ex amante del otro.

La intriga es interesante. La propuesta, condensada, da pie a la ilusión de que algo puede pasar, y sostiene en abstracto la tensión. Sin embargo, sus imágenes no terminan de cuajar hasta la última escena: el campo que habitan los personajes es abstracto, sus elementos ideales. El puchero es falso. El dolor es externo. Y la frialdad (posiblemente por lo que expliqué sobre la versión), ajena.

Y sin embargo, los buenos actores sostienen más de lo que se les ofrece.

Olivera y el mejor Veronese
El trabajo de Federico Olivera, a pesar de todo, se impone. Y el director, Luciano Suardi, y su grupo de actores, y la misma autora, hacen emerger de las entrañas de un texto aparentemente lineal y esperable, una reunión absurda y obligada en la cual los personajes hacen aquello que no se espera de ellos. Aquello que por algún motivo, un motivo que uno cree captar pero se evade, parece conectar con lo profundo.

Todos los personajes, en la reunión final, entran en una tensión misteriosa consigo mismos y con el resto. Una tensión que me hizo recordar –quizás impertinentemente, pero es una gran obra– a aquella indefinible reunión familiar de Mujeres Soñaron Caballos, de Daniel Veronese.


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[1] en Cómo se escribe una obra teatral, Centro Cultural Ricardo Rojas, 2004.
[2] en Cuadernos del Picadero Nº 13, Ida & Vuelta, Programa de Transferencias. INT, Nov. 2007.

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