lunes, 23 de febrero de 2009

Sobre la risa boba del público porteño y STÉFANO, de A. Discépolo –dir G.Cacace¬


Esta nota tendrá dos partes: la primera está dedicada al fenómeno de la “risa boba” del público (bobo), de curioso crecimiento en la escena independiente de nuestra ciudad en años recientes, a raíz de su inesperada aparición en una función de STÉFANO, de Armando Discépolo, dirigida por Guillermo Cacace en el marco del Festival de Teatro de la Ciudad de Buenos Aires, cuya reseña sigue a continuación.

El público disfuncional (hacia una teoría del público bobo)
El fenómeno nos es familiar. La obra recién empieza y entra a escena un actor en un “estado” particular, tenso, contenido. Quizá enfrenta a otro actor en algo banal, o en algo inesperado, o quizás está solo. Quizás hace algo. Un mínimo gesto, muchas veces torpe e incluso muy poco gracioso. Y esta nimiedad desata un (pequeño y estridente) coro de mono-carcajadas en la (pequeña) platea de una sala alternativa. Digo “mono-carcajadas” porque son una carcajada solitaria multiplicada en varias personas que suena así: “juo-juá” (rebote jah jaá). Punto.

Juo juá.
Y sus variaciones. Jirijí. Jajá. Caf caf. ¡Ja!

Esa risa (no me digan que no les es familiar) tiene dos problemas evidentes: uno, es falsa –no proviene de un procedimiento que la provoque, no es una descarga de energía humorística, no hubo un chiste, y por supuesto no puede perdurar, siempre se apaga, porque no es contagiosa ni genuina-. Dos: suena falsa. Suena falsa porque quiere sonar, es una risotada voluntaria, un modo en que el reidor le dice al actor acá estoy, te vine a ver. No es una risa, es una frase, un signo, un mensaje lingüístico: dice “acá estoy, te vine a ver y soy del palo, comprendo y comparto tu código teatral”. Juó. En cierto sentido, es un manifiesto y una retroalimentación. Pero veámoslo en detalle.

La mentada familia disfuncional y el taller de actuación
Se acusa discutiblemente y en ciertos casos a las nuevas generaciones teatrales de contar siempre la misma historia y sólo ella: la de una familia disfuncional. La respuesta de (algunos) acusados es de lo más sencilla: todo el teatro –de los griegos a nosotros- cuenta con/sobre/ante/para familias disfuncionales. No creo que esto sea así. Fuera de una sociología que explique por qué una generación o dos en nuestro país insisten tanto en este tópico, cuando uno ve las familias disfuncionales modelo dos mil en nuestra escena lo que ve es una teoría y una práctica de la actuación: una teoría del estado. La “disfunción” no es un signo que remita directamente, por representación, a la institución familia, sino al hecho escénico de actuar, de estar allí, de ofrecerse actoralmente al ritual. Actuar se trata de lograr un estado, de provocarlo, es un estar en escena, una teoría del Estado. Por eso, una obra que no tiene nada que ver con la familia como Open House puede resultar tan precursora e íntima de Algo de ruido hace y La omisión de la familia Coleman y despegarse, recortarse, tanto de/contra La nona (en cierto sentido literal, el colmo de la disfuncionalidad) o La malasangre.

La risa disfuncional (llamémosla desde ahora así) acompaña el ingreso del actor al “estado” y sus movimientos o detenciones en él. Es el modo, en principio, en que los compañeros del taller de actuación respaldan el trabajo del que (esforzadamente) está mostrando su escena. Fuerzo mi risa ante lo que vos hacés/no hacés porque comprendo que “estás” y ¡juó! Sé que es estúpida mi risa, pero yo sé lo que es estar allí, solo y a punto de ser destruido por el profesor. Entonces suena y te acompaña, te confirma… De allí, de la intimidad del taller, se expande a la (a menudo no menos íntima) escena alternativa, donde la cantidad de público y su procedencia, si no es idéntica, es igual. El problema es que la escena alternativa, a pesar de sus proporciones, es la escena al fin, es la pista donde se ven los pingos. Lo que es código interno está se exhibe y pasa, lentamente, a la convención.

(Como en) el teatro Darío Víttori
En la convención del “teatro de Darío Víttori” (llamemos así a la gran tradición de comedia popular del teatro argentino) y en su legado superviviente, cada vez que entraba en escena por primera vez un actor (por lo general eran actores muy populares) el público aplaudía. La escena estaba absolutamente pensada para eso: el actor entraba sorpresivamente, con un texto, y esperaba a que el (gran) aplauso se apagara para continuar la acción –incluso repetirla-. Mi intuición es que la risa boba en nuestro teatro alternativo de nuevo milenio funciona análogamente: la risa disfuncional no es una descarga ante el chiste, ante la sorpresa, ante el destello del humor, sino el apoyo a la entrada de “un estado” que, se supone, necesita esa convencional retroalimentación.

No todos responden a la convención, y la convención no se aplica a todas las teatralidades. Por eso debo reformular ahora el título del artículo. Sería “Sobre la risa boba de (cierto) público porteño”, y podría incluso corregirse, “ante cierto tipo de teatralidad”… ¿pero esto es así? Ese cierto público se comporta así sólo ante cierta teatralidad.

Veamos el caso STÉFANO.

El problema del género teatral en Stéfano
Stéfano, de Armando Discépolo, es la obra paradigmática del grotesco criollo: un músico fracasado que, tras haber arrastrado consigo a toda su familia tras la gran ilusión del triunfo en la ópera, termina viviendo en un conventillo de mala muerte y tocando el trombón en una orquesta de la cual, finalmente, lo echan. Sus personajes son nítidos, porque sus funciones y sus máscaras lo son. Y siempre, sobre la risa cruel de la imagen que vemos, se sobreimprime la mueca de la desolación, del fracaso. Tras la máscara hay un rostro verdadero, triste, desamparado y, de algún modo, absurdo. Stéfano escucha el relato fabulador de su hijo bobo y, tomándole la cara, le pregunta retórico, filosófico, condescendiente: “ay, ay, ¿en qué mundo vivís, hijo?” Pero el hijo le responde: “en el suyo, papá”. Esa imagen y ese impecable/implacable texto son la quintaesencia del grotesco.

Hay risa en el grotesco, sí, durante el tiempo -el instante- en que la réplica ácida se eleva por sobre lo desolado y, efímeramente, lo redime.

La muy buena resolución escénica de Guillermo Cacace y su grupo se colocan bien a la altura del clásico, y la notable interpretación de Raúl Ramos sostiene el personaje central con calidad, soltura, profundidad. Como vórtice de la acción, el protagonista juega sus escenas con los demás y, en esta puesta, recorre al menos otros dos géneros/convenciones, una evidentemente a propósito, la otra (sospecho) por default.

El clown, el cocoliche, la retromodernidad
Pastore, el discípulo que se ha quedado con su puesto de la orquesta y que, en la escena central del enfrentamiento, le pondrá dolorosamente el espejo del fracaso a Stéfano en las narices, usa sombrero bombín y se mueve (como bien cita Carlos Pacheco en su crítica de La Nación) como lo harían Vladimiro y Estragón. Stéfano y Pastore juegan su encuentro al mejor estilo clown, y no caben dudas de que es la búsqueda de Cacace y del elenco. Curiosa, notablemente, el armado del personaje de Discépolo soporta ese juego de inter-género y gana en movimiento y en sorpresa. No así, y de algún modo es comprensible, sucede con el resabio de sainete que el grotesco criollo está obligado a atravesar. Los personajes son una versión de aquellos personajes del conventillo, pero con una lupa diferente y una torsión grotesca. En los años veinte del siglo pasado, el saineterísimo cocoliche italiano era una de las lenguas cotidianas (y tal vez la lengua madre) de los actores de cualquier compañía. Un siglo después, los registros se han perdido. Reconstruirlos, hacer sonar ese lenguaje como está escrito, requiere un esfuerzo no equivalente pero tal vez análogo al que demanda la actuación en lengua extranjera. Se resiente el código; no es grave, es comprensible, y es materia de indagación actoral y teatral de las nuevas generaciones que, habiendo perdido el referente, querrán revisitar estos clásicos.

Y el default. La hija de Stéfano vendría a ser, en jerga actual, una depresiva grave que no para de llorar por su padre toda la obra. La imagen es patética e invita al patetismo: entra Ñeca llorando porque el padre no come desde hace días, quejándose, dejada, condenada al ostracismo de la soltería, y de pronto… Juó. Jua juó.

¿Qué sucede?

Nada. Ñeca entró llorando. Me pregunto (¿nos preguntamos?) qué pasó, si hubo un chiste, si nos estamos perdiendo de algo. Ñeca sólo entró y dijo, a los sumo, “pobre papá, pobrecito”. Juó, juá.
Es la risa disfuncional. Es incomprensible porque está en otra convención y celebra/saluda la entrada de otra cosa (¿otro género, un “retromodernismo” muy de estos años?): es como si hubiera entrado “un estado”, es decir, “una actriz en estado”, a hacer esa nada intensa o irrelevante de nuestras (otras) obras.

Me pregunto si hemos (algunos) llegado a eso: a que baste que una actriz joven, en una pequeña sala llena de cuarenta espectadores, entre moqueando, para que la familia se transforme en disfuncional . No es la intención: músico fracasado, hija depresiva, abuelos italianos viejos y ñañosos, hijo bobo, abnegada madre, hijo escritor y discípulo traidor no son una familia disfuncional. No en este caso y no con el sentido que venimos desarrollando. Porque no es el estado actoral lo que está en cuestión, aunque exista. Los personajes no son capaces de cualquier cosa (como en las mejores obras de nuestros días), ni el estado deslumbra por lo arbitrario; en el grotesco son todavía (y para siempre, tal vez) vectores negativos, el derrape de una situación.
En este sentido, el grotesco es hijo legítimo de la tragedia, no de la comedia ni de la catástrofe.

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