El domingo fui al estreno
de TERRENAL, de Mauricio Kartun, al Teatro del Pueblo (Roque Sáenz Peña 943 /
tel 4326-3606). Funciones: viernes 21 hs, sábados 21.30 y domingos 20 hs.
Estilización y parodia
“Nadie es Adán”, decía
en buen ruso el maestro Mijail Mijailovich Bajtín, y no deja de sorprender la
vigencia de la cita al tratar el mito de Caín. “Nadie rompe el silencio
universal” es la explicación de esa metáfora. Ampliando: el libro del Génesis
refiere que Dios le presentó a aquel primer hombre el jardín del Edén, con
todas sus plantas y animales, para que él les pusiera nombre. Y así lo hizo. Todos
los demás, Eva, Caín, Abel, Kartun, Apolo y quien nos lea, aprendimos a hablar
con palabras de otros. El lenguaje nos precede (y nos constituye -o nos sujeta-
dirá el psicoanálisis): nadie, nunca más, rompe el silencio del universo. Entre
los extraordinarios usos de la palabra de
los otros, la teoría de los géneros literarios tiene mucho para decir, y en
ella se inscribe esta mirada sobre Terrenal,
de Mauricio Kartun. El género es un paradójico mediador entre la obra y su
público, y también entre el creador y su obra. Es el conjunto -en gran parte
perceptible- de rasgos formales y de contenido que anticipan al espectador el cómo y de qué vendrá la cosa, rasgos que también formatean la consciencia
y la dirección del autor al modelar su pieza. El creador siempre compone con
procedimientos pre-existentes que re-utiliza, modifica o transgrede. Y el
lector siempre refiere lo que ve a modelos conocidos que reconoce, repele o
añora. Que “una de detectives” termine sin que se descubra al criminal (no digo
que se lo condene o castigue, digo, al menos y simplemente, que se lo descubra)
sería una evidente transgresión a las expectativas de quien lee, y una
consciente trasgresión por parte del autor que lo compone, porque él sabe que
eso no debe hacerse así. Ahora bien: los
géneros no son estables, sino dinámicos e históricos. Determinados géneros
emergen en determinadas épocas y culturas, y llegan incluso a dominar con sus procedimientos
la amplitud de su campo artístico hasta lograr niveles enormes de inconsciencia:
en 1993 el gran Steven Spielberg recoge del arcón más berreta de la clase B la
fórmula dinosaurios+humanos y da a luz Jurrasic
Park. Desde entonces, los dinosaurios (una enorme iguana que no tendría por
qué ganarle a un mamut, a un tigre dientes de sable o a una hermosa criatura de
larga estirpe como el dragón) inundaron a carradas la naturalidad de lo
cotidiano: para mi hijo Vicente Apolo Álvarez, de tres años y medio, un
dinosaurio es un miembro más natural de la fauna que una vaca, y mucho más
aceptable dentro de sus héroes y muñequitos que un soldado (que de hecho, no
tiene). Hasta tal punto el género “dinosaurios redivivos” se hizo hegemónico,
que una irreversiblemente común Susana Giménez inmortalizó la frase “un dinosaurio…
¡¿vivo?!”.
La vida de los géneros
es emergencia, dominio y declinación. Toy
Story toma amablemente el mundo del cowboy –que tenía la edad de sus
autores- y lo hace competir con el de guardianes del espacio –de la edad de sus
hijos-. Sólo el amor personal, unitario, del niño-dueño puede sostener la
nostalgia del vaquero. En este particular caso de utilización del género, esa
nostalgia, esa mirada amable, no se burla de los vaqueros ni de la infancia. No
se ríe de que puedan dispararle a una lata en el aire o que tengan un lazo
perfectamente redondo. Se divierte con ternura de los láser del Infinito y Más
Allá, mostrando su parte humana, no haciendo de ello un objeto de crítica
feroz. Es, a diferencia de la parodia, una mirada celebratoria de los géneros
pasados, o que ya casi se están yendo. Y no otra cosa, maravillosa, es la
estilizada actuación y la precisa puesta en escena de los viejos y
blanquinegros cómicos de antaño de Terrenal,
este misterio ácrata de la actuación y la palabra.
Síntesis Argumental
Para que la historia
sea posible, debe replicar el mito. Dos hermanos esperan hace décadas el
regreso del padre, dueño de los terrenos. En la espera, uno recolecta isoca[1] que
vende como carnada y el otro cultiva, con esmerado esfuerzo, pimientos morrón.
Se sabe que Tatita regresará y aquel cuyas ofrendas prefiera, no escapará a la tragedia.
Se sabe que Tatita regresará y aquel cuyas ofrendas prefiera, no escapará a la tragedia.
Palabras, palabras, palabras
Kartun, como en su
obra anterior, parte explícitamente de un mito bíblico: el de Juan el Bautista,
decapitado por Herodes a pedido de la hermosa Salomé, y el de Caín, asesino de
su hermano Abel, expulsado por Dios del paraíso –y con él, toda la humanidad-. Y
como en sus tres obras anteriores, pone en primer plano su extraordinaria
capacidad de manipulación, estilización, juego y goce del lenguaje. En El niño argentino el minucioso trabajo
era en verso y estilizaba el verso, ejecutado a la perfección por Mike
Amigorena y Oski Guzmán. En Ala de
criados (se puede leer la reseña de esta obra aquí)
reconstruye, como un Spielberg del lenguaje, el habla jurásica del oligarca de
la semana trágica, y juega con ella. El texto está hecho de innumerables artificios
y trucos que no se perciben como tales, sino como un reflejo natural de aquello
que, a partir de Ala de criados y no
antes, se oye como el modo de hablar de oligarcas y cuentapropistas de la
colombófila playa de Tatana. Salomé de
chacra, ya desde su título, da un paso “en falso”, diría el canchero: es lo
griego, lo hebreo, lo campestre, en clave menor: la épica del chacinado (la
reseña de esta obra puede leerse aquí).
El lenguaje se despega y flota por sobre
los cuerpos y la acción, y se hace procedimiento visible. Y luego, entonces,
finalmente, llega Terrenal.
Waiting for Tatita
La combinación
“teatralista” (ese viejo término de Pellettieri que es aquí del todo aplicable) del gesto
estilizado –cruza de Buster Keaton con Marrone y Landriscina- y del mito quizás
más oscuro y terminal de Occidente, toca el cielo con las manos. Su lenguaje se
encarna y a la vez se separa de esos cuerpos intervenidos por el sepia
nostálgico y sus excelentes actuaciones. Porque el agricultor y el nómade son Vladimiro
y Estragón, pero sus palabras vienen de otro lado, de la metódica acumulación
-del “acopio”, diría el maestro- que, como la añeja madera de un remo
encontrado que dio origen al Stradivarius, junto el portentoso Tatita norteño, resuenan
tan argentos como se-míticos.
Lírica del trueno en la montaña
Terrenal se permite una explicitación tal vez innecesaria: decir y mostrar “el
gran teatro del mundo”. Todo lo indicaba, y no figura en “el manual” ese gesto
secundario que tiñe de irrealidad lo que el primero –Claudio Da Passano
maquillado en blanco y negro, sugiriendo una “rutina” solitaria- definía sin
decirlo. No obstante, una segunda lectura, comparativa de procedimientos
retomados y variados de su antecesora, explica la virtud de su funcionamiento.
Veámoslo en detalle.
Ambos mitos, el de
Juan el Bautista y el de Caín, son la historia de un asesinato. Son mitos de
dos partes: preparación, ejecución. Y un epílogo –en el caso de Caín, más
visible que en el del Bautista, pues implica la expulsión del paraíso-. Los epílogos, en relación con el cuerpo
principal de una historia, son notoriamente breves (por poner un caso que nos
baje de los cielos: los seis volúmenes de la saga Harry Potter tienen un epílogo de una carilla, en la que un Harry
ya mayor y sus amigos llevan a sus hijos a la mítica estación de la magia, y
entonces Harry piensa… ). Casi dos mil páginas vs una. En el caso de Salomé de chacra, el asesinato sucede
poco después de promediar la obra. La acción finaliza y la expectativa de un
suceso final se detiene. La maestría del lenguaje y las actuaciones vienen al
rescate de la obra, que se extiende demasiado en su final. Terrenal opera del mismo modo: Abel cae poco antes de terminar el segundo
tercio del espectáculo, y aún tenemos un acto por delante. Y ahí, pienso, es
donde el “teatro del mundo” viene a señalar la dirección que el arte de Kartun
ha tomado en sus dos últimas obras: sostenido exclusivamente por el hecho de
estar frente al público, de destreza (no de estructura) se trata ahora. Y Terrenal, esta vez con extraordinaria
potencia, se permite dirigirse al público, bajar línea, y estallar.
La excomúnica
El doctor Ángel Virgilio Apolo Ramírez solía decir,
cuando yo era niño, que al final, alguien le había dado una “excomúnica”, es
decir: un discurso elaborado, potente y condenatorio: ego te excomulgo in
nomine patris, et filiis. Te expulso de la comunión, de la comunidad, del padre.
Para echar una “excomúnica” hay que ser muy articulado. Y así sucede. Con
inmenso talento, Claudio Ricci ocupa todo el tercio final, sostenido como un
firme trípode por los otros dos enormes puntos de apoyo: el más obvio, el
extraordinario juego lingüístico del texto de Kartun. Y el menos obvio y muy,
muy disfrutable: la escucha profunda, desopilante y expresiva del partenaire
del cuadro, Claudio Martínez Bel.
Bonus track
Claudio Martínez Bel
escucha resignadamente su condena. No se aflige, lo toma de un modo filosófico.
Es casi el cálculo del Homo Laborens que intuye la construcción de una
filosofía del capital. ¿Por qué un hombre que mata a su hermano se va tranquilo
y sin culpa? La culpa es un desarrollo posterior, que castiga la
improductividad. En el principio está sólo el crimen. El que acumula la
fortuna. El que da origen a la historia.
1 comentario:
La vi ayer, extraordinaria.
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