Los jueves estamos
presentando La Alegría, de mi autoría
y dirección, en El Extranjero (Valentín Gómez 3378 / tel 4862-7400) jueves 21 hs.
La tortura y
los Hare Krishna
A fines de los años ochenta, un amigo de la
secundaria, muy dado a las extravagancias, me incitó a acompañarlo a una
reunión de los Hare Krishna en un templo de Villa Urquiza. Todo, por supuesto,
era exótico para mí: Villa Urquiza (lejana tierra de mi escuela primaria), Hare
Krishna (algún pelado de colita bizarra vestido con chiripá naranja), y los
ochenta, que yo aún no percibía como tales. Entramos. Sería un domingo a la
tarde. Había extraños olores en el ambiente, y un reducido grupo de ataviados
oficiantes con instrumentos de percusión sentados en el piso. Pronto entonaron
el pegadizo mantra: hare krishna, krishna hare, hare rama, rama hare, rama
rama, hare hare. Nos sentamos en ronda, y durante un tiempo que homenajeaba a
la eternidad, entonamos con ellos el mantra. Luego nos invitaron a comer. Todo
era vegetariano puro; hoy le dirían “vegano”.
–Paso por
una carnicería y me da asco el olor a cadáver- me arengó el anfitrión, mientras
nos daba a degustar algo de un sabor realmente elusivo. Y agregó: –Tampoco
comemos huevo; evitamos ingerir la menstruación de una gallina.
Alguno de los dos, mi amigo, o yo, le habremos
preguntado por el sentido de la vida. Como el Zelig de Woody Allen, que le
pregunta el sentido de la vida a un rabino y el rabino le devela el sentido de
la vida (pero se lo devela en hebreo, y Zelig no habla hebreo), el Krishna nos
dio a conocer el sentido de la vida. No lo hizo en sánscrito, porque habría
sido malinterpretado, sino en una versión parabólica y evangelizante: “experimentar
la vida es como estar con la cabeza metida en un balde de agua, torturado por
alguien que, de vez en cuando, te deja sacarla y respirar. Ese alivio… Ese
alivio es lo que llamamos felicidad”.
Treinta años después, a tan sólo un par de
estaciones de subte de aquel templo (estaciones que por entonces no existían), con
un sobrepeso de más de quince kilos, apenas separado de un matrimonio de trece
años, con dos niños pequeños durmiendo en una sola cama en el piso de arriba, con
mi padre postrado y agonizante a quince cuadras y mis vínculos familiares disgregados,
con las distintas precariedades laborales a punto de colapsar, la piel manchada
por un vitiligo reciente y expansivo, y arropado en interiores con gorro de
lana y bufanda a causa del devastador tarifazo de gas, me senté y escribí en las
trasnoches de alivio mi enésimo texto teatral: La Alegría.
Síntesis
argumental
Chivilcoy. Argentina. A raíz del accidente que su madre
tuvo con la moto, los hijos de Cristi regresan al pueblo y conocen a su nuevo
novio. Pasado, presente y futuro desbordan y estallan en conflicto puro,
pero la “alegría” impuesta por el consumo, la política y la tecnología desplaza
toda otra emoción y triunfa como modelo, con consecuencias nefastas.
Unidad y diversidad
Aristóteles supo leer en la literatura teatral de
su región y su siglo tres “unidades” que aún perviven, con toda razón, como
parámetros de análisis para las estructuras teatrales: la unidad de tiempo, la
unidad de espacio y la unidad de acción. En mis últimas obras (El Mal Recibido, El Tao del Sexo, La Verdad,
y La Alegría), el impulso creativo me
llevó a experimentar en las fronteras de esas unidades, tomando en cuenta que
la experiencia vital del mundo contemporáneo también las complejiza: ¿qué
entenderíamos por “unidad de tiempo” en la actualidad si podemos ver una
“temporada” entera de una serie que hace menos de una década se extendía
durante meses simplemente tras un click de una noche desvelada? ¿Qué tiempo es
unitario si puedo escuchar cualquier corte de radio de cualquier programa “en
vivo” en cualquier momento, pausarlo, retomarlo, retrocederlo y compartirlo?
Actores muertos resucitan en Star Wars
para actuar en sus precuelas, mis niños no comprenden el zapping lineal de la
vieja tele por cable, y tocan instintivamente la pantalla o el control remoto
para detener lo que en su código cultural es básicamente manipulable: el
tiempo.
El momento de los acontecimientos en La Alegría, como en El Tao del Sexo, es falsamente unitario: en apariencia, se trata
sólo de “versiones” de un acontecimiento único (la noche en que Male tuvo sexo
con el paseador de perros en las escaleras del edificio, el “palo” que se dio
Cristi con la moto “pasando Grido”). No obstante, ubicarlos en el tiempo lineal
se hace imposible; la sensación es que todo ha sucedido, y que su verdad es su
enunciación, puesto que reconocer es dar entidad, pero que lo sucedido no
podría ubicarse en el tiempo linealmente: ¿cuál es la noche de los pasillos de
Male, la del velorio, la del insomnio del Eugenio? ¿Cuándo se pegó el palo con
la moto Cristi: antes de pedirle a sus hijos que dejen lugar para el novio,
después de la noche de los cabeceadores de lámparas?
“Yo cambié futuro por pasado”, sostiene el Maxi
(parafraseando a la gobernadora de la provincia de Buenos Aires), “¿o era al
revés?”. Intentar un realismo contemporáneo tal vez pase por una ficción que
asemeje su tiempo a los paradójicos movimientos de la “serie” real.
Unidad de
espacio
En La Verdad
intenté un dispositivo escénico que utilizaba como parámetro el escenario
bifrontal del CELCIT: una platea en L, muy compleja para las puestas, porque el
frente de un espectador es el exacto lateral del otro. Si se quiere elaborar un
“frente común”, hay que trazar una diagonal. En La Verdad, utilizamos los dos frentes, proponiendo dos acciones
dramáticas intercaladas, de dos historias diferentes: la de la actriz y el
director que ensayan una Antígona, y
la de la editora de un periódico y el joven periodista durante la Semana Trágica. Por supuesto, las dos
series se entrelazaban en reiteraciones y variaciones constantes, hasta
componer un orden coral donde ciertos ecos de Antígona reverberaban en
acontecimientos históricos trágicos. En forma intercalada, entonces, el espacio
era “unitario”, excepto cuando las dos historias de superponían, y el director,
la actriz, la editora y el periodista convergían.
Esa superposición de espacios (indagada en El Mal Recibido, en la que incorporábamos
también al público en el círculo de sillas e iluminación plana) también se
asimila, desde mi perspectiva, a una variación de la mímesis realista, porque ficcionaliza el modo en el que las
realidades virtuales y las tecnologías en red operan sobre nosotros. Decíamos
en El Mal: un hombre corre sobre una
cinta en el gimnasio (movimiento paradójico que no lo desplaza a ningún lugar)
mientras puede ver en una pantalla de 24 hs de noticias l@s modelos comentadas
por los zócalos, recortad@s contra el amplio ventanal donde transcurre la
calle, mientras escucha en sus auriculares un programa de radio de FM mañanero
y su personal trainer lo alienta y le recomienda determinado tipo de dieta
proteica. ¿Cuál es el espacio unitario de ese corredor?
La Alegría irrumpe en una casa de una ciudad (del ¿interior?), pero esa casa,
además de ser trastocada por la pendiente irrupción de un extraño, tiene una
particular relación espacio/sonora con sus electrodomésticos –para no spoilear,
dejamos aquí la consideración-.
Unidad de
acción
La unidad de acción que leyó Aristóteles, en la que
los acontecimientos se encadenan en formar ininterrumpida en sus causas y
efectos durante la representación de “una” jornada, ya era puesta en tensión
por las distintas extra-escenas de la propia tragedia griega, puesto que los
acontecimientos en el interior (palacio) y en el exterior (batallas, rituales, etc.)
no se detenían durante el tiempo de desarrollo de la acción central, y
entonces, las batallas eran decididas mientras sus personajes estaban en “otra”
cosa en el recorte de la escena, y suicidios y asesinatos que el decoro quitaba
de la vista eran perpetrados durante el desarrollo de una acción principal en
el “centro”.
La experiencia de una multiplicidad de acciones
simultáneas es, atávicamente, el marco de fondo del cual necesitamos como
especie recortar una acción
principal para focalizar, comprender, evitar la locura. ¿Cuánta acción
simultánea tolera nuestra percepción? O mejor dicho: ¿cuánta acción simultánea
estamos dispuestos a admitir siendo que vamos al teatro, leemos un libro o
vemos una película justamente para sustraernos del estallido caótico y
multicausal, hiperactivo, del entorno?
En El Mal
Recibido experimentamos con la simultaneidad de voces, con ligeras
variaciones, que permitían comprender y a la vez percibir la variación, el
“error”. En La Alegría operamos
fundamentalmente sobre el diálogo intercalado o superpuesto de dos y hasta tres
o cuatro conversaciones simultáneas. Dicen algunos actores y algunos
espectadores que no es muy diferente la experiencia real de ciertos momentos de
reunión familiar.
Principio de
identidad
“Yo no soy yo”, decía un personaje de El Mal Recibido. “Eso me pasó a mí”,
exclama una de las hijas de Cristi en La
Alegría: ¿quién cabeceó lámparas en un bar, a quién le hicieron bullying a
la salida del colegio, quién escupía a quién? Tres “Agustines” al hilo, tres
Griseldas, tres calles que se llaman San Martín. El desplazamiento no impide la
identificación con la experiencia. Y en muchos casos, la establece.
Hechos y
palabras
Un amigo solía anteponer a sus argumentos en
cualquier discusión (sobre todo en política) este lema: “digamos las cosas como
son”, y luego arrojaba su argumento. “Las cosas como son”, y luego, palabras.
El vínculo entre las cosas y las palabras es la cuestión. La cosa. El tema. La
papa. La Alegría opera con restos
“menores” de la palabra: la frase coloquial, el fragmento in-significante, el
residuo de conversaciones. Y somete esas palabras al eco, la reiteración y el
desplazamiento a partir de asociaciones en el paradigma: así, las pastillas, la
medicación, las semillas, se retoman como drogas de diseño, como medicación
oncológica, como símbolo del “yugo” de la esclavitud, como reflejo de un
accidente, “te comiste un cordón” de la vereda, o “mamá no come nada”, por la
dieta o por “la papa”.
Cristi, Maxi y el cáncer provocan asociaciones que
se expanden más allá de la escena circunscripta. Un pueblo de la pampa sojera
es todos los pueblos, los Pelliza son los Viatri, los Boero, los Radazzo.
Chivilcoy, no importa si yendo a para Moquehuá o viniendo de Mercedes, es un
cruce de la nada con todo lo demás.
Accidente
cerebro vascular y cáncer
Una clave hacia el final de estos apuntes. La idea
de la obra surgió del triunfo en ballotage de una fuerza política cuyo emblema
era el globo y cuyo himno fue un bailecito; una fuerza que propuso “la
revolución de la alegría” ante la perplejidad de aquellos que se atajaban del
inexorable y crudo porvenir.
La creatividad a veces es un llamado a atender
impulsos irracionales que no tienen otro modo de solución. La perplejidad se
transformó en campo de búsqueda: ¿qué pasa de verdad con la alegría, cuyo
significante ha sido tan fácilmente expropiado? ¿Qué pasa con la alegría? ¿Qué
es la alegría, de verdad?
Compartimos con el grupo,
durante meses, anécdotas sobre alegrías “obligatorias”, situaciones que llevan
a una alegría forzada, consumos, contagios, rituales, estallidos. Y, refugiado
del dolor, la enfermedad y la muerte, me senté a escribir sobre ella.
No fue sino hasta el final
que lo que estaba oculto empezó a echar su tenue luz. Mi padre había tenido un
accidente cerebro vascular, mi madre, un tratamiento oncológico. ¿Cómo se puede
estar alegre ante semejantes certezas? Existe la enfermedad. Existe el
envejecimiento, y la muerte. Es la única certeza. Hay una alegría que las niega
y que, bailando contra ellas, tapa el
dolor, tapa la angustia, tapa la desazón, la pobreza, la violencia, la muerte.
Hay, habría, habrá, otra alegría que las asume y nos asume: primero dice, esto
que somos, esto que tenemos, esto que nos dimos, esto que esperamos (con
certeza, como la muerte, y con esperanza, como la vida), esto es. Y luego, aquí
estamos. Y desde allí, y a través de todo, y por ese todo, bailamos.
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