El viernes fui a ver El Mar de
Noche, de Santiago Loza, dir: Guillermo Cacace, a Apacheta (Pasco 623).
Funciones Viernes 23 hs.
Puente angosto
Décadas atrás (demasiadas), cruzamos no sin cierta complicación policial
la Triple Frontera con un amigo. Para regresar, le hicimos dedo a un matrimonio
brasileño, muy simpático, que nos devolvió a la tierra patria. Una vez en
Misiones, cerca o dentro ya del Parque Nacional Iguazú, la joven señora, en un
portuñol transparente, preguntó qué significaba eso de “puente angosto” que
aparecía en un montón de carteles viales en las rutas argentinas. Bueno, más o
menos con señas explicamos que era un puente más finito, digamos, un puente no
tan ancho como para que pasen dos autos, algo así. “¡Ah, estrecho!”, exclamó la
mujer, y se lo explicó al marido: ¡estrecho, estrecho! Ellos quedaron muy
contentos, casi aliviados, diría, y yo muy intrigado. “¿Qué pensaban que significaba?”,
les pregunté. “¿Angosto? Angustioso, angustioso”. Puente angustioso.
Nunca olvidé la explosión conceptual de aquel puente. Veo aún hoy en mi
mente la imagen del cartel, como el inmortal cartel del infierno de Dante, pero
más leve, claro, aunque también más cercano y más real. Este es el angustiado Puente
de la Angustia, por donde se puede pasar de a uno, solo. Abandona aquí toda
esperanza.
Décadas después, Santiago Loza, Guillermo Cacace y Luis Machín cumplen
la promesa de ese puente desesperado, en la ya mítica sala del vidrio
esmerilado que recorta a contraluz los cuerpos que a su vez ofrece en sagrado ritual.
Síntesis Argumental
Un hombre
insomne conversa con su amado ausente, que es quizás su modo de atravesar la
noche de la angustia, en un despojado ritual que despelleja capa a capa el
dolor y la verdad.
El dedo de Peter Brook
El libro
Provocaciones , de Peter Brook,
contiene una anécdota de un experimento que suelo usar como ejemplificación de
las cualidades creativas de la restricción. Cuenta el gran Peter que puso a dos
actores a intentar generar una escena con un solo movimiento permitido: el de
un dedo. Dice que al principio se resistieron, se ofuscaron, se desconcertaron,
pero que al tiempo el dedo empezó a generar signo y teatralidad, con gran
expresividad concentrada en él. Peter Brook confiesa que invitaba al público a
ver estas experimentaciones, y que eran bastante aburridas y descorazonadoras,
pero que lo que iban descubriendo eran esencias teatrales muy útiles. La
conclusión que saca Brook es doble: la restricción permite que un dedo, con
toda la energía de la expresión de un cuerpo contenida en él, puede atravesar
un metafórico ladrillo con un movimiento. La segunda conclusión es la dimensión
de la pérdida, por dispersión, de la expresividad del cuerpo entero en los
actores que no logran concentrar.
Señores,
señoras, con ustedes, Luis Machín.
The Machin Gun
Todo, y decimos todo, lo que Luis Machín expresa en profundidad,
amplitud, dolor, esperanza, quebranto, espera, complicidad y humor, está
absolutamente concentrado en el mínimo movimiento. Quizás muy pocos actores
puedan lograr lo que él logra con el (¿simple?) gesto de levantar del piso una
copa de agua y sostenerla entre sus dedos. La palabra aparece en su cuerpo casi
sin que se mueva su boca: parecen ser sus ojos, al borde siempre de algo, los
que emiten el texto. No es novedad en Machín. Años atrás lo pudimos ver en unas
breves obras que se podían recorrer en su “casa”, el Sportivo Teatral, dirigido
por Ricardo Bartís. Luis, de traje, de pie, quieto, con una mano en una
escalera y con un cigarrillo encendido en la otra, “decía” El niño proletario, atroz cuento de Osvaldo Lamboghini, y lo decía con
una intensidad tan demoledora como inmóvil: la brasa del cigarrillo que se iba
consumiendo mientras nos atravesaba el dolor de cada palabra de ese ritual de
violencia, ni siquiera caía al suelo.
En este otro ritual, el de la noche insomne del amor perdido, el amor
sobre la piel descarnada, a medio vestirse o desvestirse -da lo mismo-, Luis
Machín perfecciona y lleva al estupor la técnica. Decir algo más al respecto es
quitarle disfrute al espectáculo.
Minimalismo angustiado o el anti-Cacace, por
sí mismo
Claro
está que el espectáculo tiene una dirección. El mismo director que inicia una
puesta con todos los actores corriendo en círculos en el espacio diurno de
Apacheta, en Mi hijo solo camina más
lento, el mismo que estimula todos los sentidos, que literaliza la crema
dérmica del erotismo masculino de La
crueldad de los animales, ese director pone en esta apuesta todo al revés.
Es la quietud la que se recorta absolutamente del movimiento, en medio de esa
noche en la que el arco de una ceja equivale al ancho y largo de una vida. Es
el silencio sobre el que se recortan las respiraciones del público, las toses,
los movimientos, que van cesando, y cesando, y cesando, hasta que pareciéramos
escuchar el sonido secreto que las lágrimas harían al descender por las
mejillas.
Pero las
lágrimas del Machín de Cacace no descienden. Ahí quedan, en el borde de la noche.
No derraman. Para qué derramar, si como dijo Brook y como está inscripto en la
memoria de amor de todos los presentes, es el mínimo gesto, es el roce de una
mano en la rodilla, en la cintura, la cercanía leve de una respiración, la que
hizo el amor y del amor, su dolor y su tragedia.
La piel de Loza
A esta altura de su obra sabemos que Santiago Loza es un autor de
imágenes, que como él mismo ha dicho alguna vez, se construyen en la mente del
espectador. Por supuesto, su director en este caso pone una imagen, una sola,
de un decadente y triste hombre en calzoncillos, camisa, saco y medias, sentado
en un sillón. Todo lo demás está hecho de micro imágenes sensoriales en la
palabra: el papel de plástico que cae con el primer sacudón del amor y la
minustima, o la mancha en la piel y la crema perdida. Algunos textos de
Santiago son monólogos, propiamente dichos, con un recorrido de una zona hasta
otra, con alguna transformación y/o develación por parte del personaje. Véanse La mujer puerca, con su curva de
transformación y biografía, o Todo verde,
como historia de amor trágico, escandida por el graznido de un loro. Algunos otros
textos no lo son. Son textos, casi apuntes, en este caso sobre el dolor y la
interlocución no correspondida. Pero cuando esos textos encuentran semejante
cuerpo, el teatro se realiza porque es feliz la coexistencia. Palabra y cuerpo
se amalgaman.
La obra puede no tener, como el insomnio y la pena de amor,
estructura de drama. Pero el teatro quieto, el ritual de un solo movimiento,
cuando es ejecutado a la perfección, basta y sobra. Puede emocionar. Puede no
emocionar. Puede comprenderse, padecerse, pensarse. O no. Pero una vez visto,
lo aseguro, no puede olvidarse.
Brasil, país
tropical
Tan dados vuelta están los símbolos de todo, que el propio símbolo del
cuerpo erotizado, del sol sobre las zungas y las espaldas y los reflejos del
mar y la alegría son de una tristeza insondable. Valga la visita a Apacheta
para ver cómo un leve movimiento del pecho del actor evoca esa temible danza
que todos hemos intentado, la de la alegría, y mientras suenan canciones
brasileñas de la década del 20, a tristeza nao tein fim.
Bonus track:
Venecia, esquina Wilde
El mar de noche está lejanamente inspirada en dos textos: “De
profundis”, de Oscar Wilde, escrito desde la prisión, y Muerte en Venecia, de Tomas Mann. Del doloroso texto de Wilde pervive
ese gesto de respuesta buscada y no obtenida, el ritual de expiación en el
encierro final, donde “no hay nada más
en qué pensar salvo el dolor”. De la novela de Tomas Mann, el temor al rechazo,
el amor de un hombre maduro e inseguro por la plenitud personificada en el
cuerpo del otro, en medio de la decadencia no manifiesta del entorno.
El agua de los insomnes
Pero la
pena de amor es relevante sólo para uno mismo. Irrelevante para los demás, nos
aguantan la queja tal vez solo porque nos quieren (quienes llegan a aguantarnos,
claro). Pero todos sabemos que nadie muere de esa pena de haber sido dejado. Todos
sabemos que lo que se derrumba es otra cosa. Y esa cosa está allí, quieta, esta
noche en el agua del vaso de la mano que simplemente tiembla, y esa cosa que
tiembla en el agua quieta no se puede decir.
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