miércoles, 16 de septiembre de 2009

Sobre EL ÚLTIMO FUEGO, de Dea Loher

El sábado fui a ver EL ÚLTIMO FUEGO, de Dea Loher –dir Ana Alvarado–, al Espacio Callejón (Humahuaca 3759) Sábados 23 hs.

La consumación por el fuego
En las antiguas y remotas mitologías de los germanos y también de los pueblos del Indostán, el mundo provenía y a la vez se dirigía hacia una consumación destructora. De la destrucción a la regeneración. De la consumación por el fuego, en cuyo poder abrasador el universo se consumía, a la desértica planicie purificada sobre la cual volvían a aletear las formas de los dioses.

El pensamiento mitológico, como todo pensamiento mágico, exacerba la causalidad: si todo tiene un destino, entonces todo tiene una causa. Lo que existe, existe en un “todo” no azaroso; la totalidad prescinde de lo arbitrario. En estas cosmogonías, el “último fuego” es el de la consumación, lo que implica que todo va hacia algo, y por lo tanto proviene de algo. No se trata de un deambular azaroso. Un niño muerto en un accidente, que se vincula con la investigación de un atentado terrorista, que se vincula con la llegada de un “forastero” que no es culpable, pero que se extirpa la yema de los dedos y que arderá (el espectador me perdone este anticipo de la trama) en el fuego, eterno o cíclico, y cuyas mutilaciones se yuxtaponen sin causa aparente a los de una mujer amputada, frente a cuya casa una vieja con Alzheimer vagabundea y es cuidada por la esposa de un futuro desaparecido (desaparecido en el bosque, como Hansel y como Gretel)… La concatenación de hechos y personajes continúa. Su enumeración (incompleta) tiene lógica, visible o no: la lógica mágica de un autor absoluto por quien la obra de Dea Loher, sin nombrarlo –o quizás nombrándolo una vez, en el vestigio de una lágrima– se pregunta todo el tiempo…

Dios, que reclama al primogénito.

Los hijos muertos, Virgen de los Pecadores
La muerte de los hijos es siempre un absurdo. El niño, símbolo por excelencia de lo inocente y lo indefenso, es el bien más preciado de todo grupo humano, de quien recibe protección, alimento y formación; en sus niños la humanidad se juega la conservación de la vida y la reproducción de la especie. Por eso, lo irracional de la muerte programática de los niños sólo puede encontrar sentido en el pensamiento mágico: el mito, la religión.

Contemplar en un museo salteño las momias del Llullaillaco –niños sacrificados por los incas, cuyos cuerpos fueron hallados intactos en santuarios de alta montaña– sólo nos puede llenar de horror, y de una sensación de incomprensión cultural, si olvidamos nuestros propios mitos filicidas y nuestros terribles mandatos religiosos: la hija Ifigenia, sacrificada en ritual propiciatorio para las aventuras y las guerras; el Dios de los Hebreos reclamándole a Abraham la vida de su hijo Isaac, la matanza bíblica perpetrada por Dios sobre los primogénitos de Egipto y, finalmente, el propio Jesucristo –el gran Hijo sacrificado–, gritando desde ese terrible cadalso que su Iglesia luego adorará: “¿Padre, Padre, por qué me has abandonado?”

En la el reportaje publicado hoy en Página 12 (entrevista a cargo de Cecilia Hopkins), la directora Ana Alvarado sostiene: “Estos personajes nos interpelan y nos cuentan que sus vidas no son nada. Son el resultado del descuido social, al igual que nuestros chicos adictos y asesinos, producto del mismo abandono” (para leer la entrevista, click aquí)

No puedo dejar de ir a ver esta obra. El último fuego vuelve a hablar de lo que hablamos, del ritual secreto de nuestras sociedades: de MATAR A LOS HIJOS, sacrificarlos. (Para leer el artículo sobre Matar a los hijos[i] en este blog, click aquí).

Y cuando hablo matar en un rito “nuestro”, hablo del país y de sus secretos a voces, de lo que a fuerza de no mirar pretendemos que no está allí. Si una autora alemana escribe esta desolación –inspirada quizás, sólo quizás, por el margen abandonado de su central prosperidad, y por la histórica responsabilidad (¿culpa?) a que esto los somete–, tal vez la Argentina del Bicentenario esté más que obligada a reflexionar sobre sí misma y sobre sus hijos muertos: nuestra historia tiene signos mucho más claros (tal vez) de esa desprotección y esa violencia… –la gran imagen de “los chicos de la guerra”, sacrificados por la Junta en Malvinas –muchos de ellos, torturados previamente por sus superiores (en cierto sentido, sus padres protectores)–, mientras los otros niños más pequeños, les escribíamos cartas y les enviábamos chocolates; o pocos años antes, las mismas autoridades ordenando la desaparición forzada de estudiantes y organizado el plan sistemático de apropiación de menores. O bien: sin viajar en la historia veinte o cuarenta años (o cien, hasta el icónico sacrificio de “Dominguito” Sarmiento en la Guerra del Paraguay), sino sólo hasta el fin de siglo, o el fin de semana:
la imagen más desgarradora de la crisis política y económica de 2001: los niños desnutridos de Tucumán;
la actual: los niños que se prostituyen (hoy) en el Mercado Central.

Síntesis Argumental
En la desolación de una calle rota de los suburbios, un niño muere atropellado en una persecusión policial. El niño jugaba a la pelota. ¿Alemania? ¿Brasil? ¿Argentina? El niño muere en la calle. Entre policías, delincuentes, policías delincuentes, adictos en rehabilitación. Terroristas. Forasteros. En la calle. En nuestra nueva, última frontera.

and A Rose For Emily
Con una inolvidable voz plural, Willam Faulkner escribe y publica en 1930 su relato Una rosa para Emiliy, en el que se narra elípticamente el misterio que rodea (más como condición atmosférica que como el acecho de una presa) un crimen a lo largo del tiempo.

La voz es plural. Es un “nosotros” que parece ser testigo de las pistas y las suposiciones –y al final de las décadas, de las revelaciones–. El tiempo (tema central del relato) excede la posible vida personal de cualquier integrante del “nosotros” que, no obstante, no pierde su condición de persona. Es lo que nosotros (un pueblo, un país, una historia) podemos narrar.

O lo que no podemos narrar.

Hallazgo de la escritora Dea Loher en El último fuego, y finamente interpretado y puesto por la directora Ana Alvarado, los acontecimientos de la obra son narrados por un nosotros personal que se extiende más allá de las personas y del tiempo biográfico que estas pueden abarcar.

Lo que subsiste no es tan solo el relato; es, sobre todas las cosas, sus interrogantes.

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[i] Reseña de Rosa Mística, actualmente en cartel: jueves 21 hs, Ciudad Cultural Konex

martes, 8 de septiembre de 2009

Sobre ROSA MÍSTICA, de Ignacio Apolo

El miércoles pasado reestrenamos ROSA MÍSTICA –con Martina Viglieti (Rosa), Lucas Barca (Lauchi), Mario Jursza (Padre de Rosa), Gaby Ferrero (Madr de Rosa), Alejandro Dufau (Cura) en "El Desguace, Teatro y Almacén Cultural, Mexico 3694 esquina Colombres. Funciones todos los miércoles de Agosto 21 hs

Matar a los hijos (premoniciones)
El vaticinio fue de Pablo Bronzini, director musical y compositor de la música original de Rosa Mística. Lo pronunció aquel 15 de marzo de 2009 en La esquina de Troilo, el bar de Paraguay y Paraná, en uno de los “boxes” contra la pared que mira hacia la calle Uruguay. Lo hizo tras escuchar una breve síntesis argumental de la obra, cuyo texto yo le estaba entregando en mano –lo acababa de convocar para la dirección musical de mi puesta–. Dijo: “Ignacio, esto es terrible; van a decir que nos copiamos del último caso policial del momento”. Le respondí: “Pablo, el primer borrador de esta obra lo escribí hace tres años…”.
“No importa”, sostuvo, “ya vas a ver”.

Y ahora veo.

Y ahora lo digo yo: Rosa Mística bien podría estar inspirada en las noticias policiales de este fin de semana, posterior a su estreno.

El sábado 5 de septiembre, mientras gran parte de la población adormecida contemplaba, inerme ante la decadencia de sus mitos, otra derrota de la selección de Maradona, una nena de 8 años moría de un balazo en la nuca en su casa precaria del barrio Luis Guillón. Según las declaraciones del propio padre de la criatura asesinada, la balacera se produjo a causa de un altercado entre narcotraficantes menores, dealers del negocio barrial de la droga, del que él mismo forma parte.

La imagen: desde un viejo Peugeot 505 dos narcos abren fuego contra la puerta de la casa donde mira tele una pareja de “transas”, madre y padre de los cuatro hijos que miran también con ellos, o juegan alrededor. La pequeña Bárbara muere al instante.

Matar a los hijos (síntesis argumental)
Esta es la síntesis argumental de Rosa Mística, y puede leerse en la gacetilla de difusión (escrita meses atrás):

Un bebé muere alcanzado por una bala policial durante un confuso operativo antidrogas en una villa del bajo Boulogne. La familia le levanta un altar, y el bebé muerto se convierte en el nuevo “santito” del barrio. Este “angelito” será la obsesión de Rosa, una niña de doce años que, dominada por su pasión católica, intentará desenmascarar al santito falso con la ayuda de Lauchi, uno de los chicos de la villa.

Pero Rosa es la hija de un policía…

Su padre es el oficial asignado para controlar los disturbios desatados tras el fallido operativo policial, tarea que lo hace cómplice de un entramado de intereses políticos y económicos que excede la comprensión de la pequeña.

Rosa Mística es la historia de dos niños condenados por una baraja que ya ha sido repartida: la marginalidad y la delincuencia de nuestros barrios y ciudades, y la presión del mundo adulto que se cierne sobre sus cabezas.

Dos niños condenados.
Y un bebé muerto.

Matar a los hijos (for export)
Escribí el primer borrador de Rosa Mística en el verano de 2006, con la idea de enviárselo al director británico David Gothard, quien me había dicho que quería dirigir alguna obra mía “en el lugar que fuera, en el idioma que fuera”. David estaba en aquel momento montando una obra en Kosovo en la que actuaban, juntos, serbios y musulmanes –ex enemigos de guerra–.

Bajo el influjo de semejante destinatario, sentí que otra comedia dramática sobre las psicologías disfuncionales de nuestras familias de clase media estaría un poco fuera de registro… Y pensé:

¿qué otra cosa –ya no el retrato de la clase media, ya no…– es profundamente argentina, tan profunda que se hace invisible?

La respuesta puede parecer tan obvia como el chico que en este momento arrastra el carro de cartones por mi calle con nombre de heroína de la Independencia (Juana Azurduy fue nombrada general de la Nación hace poco más un mes atrás por la presidenta).

El chico no está solo.
Sus mujeres –madre, hermana, prima–, sus niños y bebés van con él.

Matar a los hijos: el rito secreto de nuestra sociedad
Pero la vida no copia al arte. La vida (y la muerte) lo preceden. El ritual filicida es nuestra identidad secreta, la contraseña de la argentinidad.

Lo que sigue es Matar a los hijos, el texto del programa de mano de Rosa Mística, que dice así:

“Lo familiar ha empujado a lo social fuera de nuestros escenarios.

En las últimas dos décadas, los despojos de la familia burguesa enaltecieron y finalmente saturaron con su rostro disfuncional las pequeñas salas del circuito alternativo y las grandes salas de la calle Corrientes. Una y otra vez nos hemos reunido a reír (y a padecer) de lo deforme, lo cómico y lo monstruoso que habita el interior de nuestras casas, refugiados en el interior de los teatros.

Y mientras tanto, hemos perdido las calles.

Lo público es televisivo. Lo social, mera estadística. Lo político es marketing. La calle, violencia y exclusión.

Rosa Mística es una obra sobre la infancia: un bebé muerto de un balazo, un pibito de la villa, una niña de no más de trece años. Es también una obra sobre nuestras fronteras, aquellas entre lo que consideramos que nos pertenece y lo que está más allá, lo que a fuerza de no mirar dejamos de ver, de sentir y de creer.

Pero basta con abrir (apenas) los ojos a lo que habita más allá de nuestro living, cada día, y cada terrible noche, para que ciertas imágenes se vuelvan imposibles de negar:

Una nena de la edad de Rosa, en nuestro mundo, ya conoce la violencia, el crimen, el sacrificio.

El rito cruel y consentido de nuestra sociedad es el sacrificio oculto de sus pequeños.

El deseo que rige esta puesta es ofrecer un ritual teatral que, si bien no puede salvarlos, al menos los haga fugazmente visibles.”

Bajo la luz de la Luna
La luna se oculta y aprovecha para desvanecerse en la claridad del día. Es martes a la mañana, un martes más. Son las ocho de la mañana y nuestros niños duermen. Algunos se despiertan. Algunos ya están en la escuela. Algunos ya están en su trabajo, claro. Algunos en la calle. La dulce, pequeña Luna, remolonea en la cama grande con su madre. Sus bronquios quedaron sensibles tras la influenza y la internación, y la cuidamos un poco más.
¿Un poco “de más”?
Sonrisa…
Sonrisas de padre.
¿Qué es “de más”?
¿Qué es…?
¿Qué…?

viernes, 4 de septiembre de 2009

Sobre ALA DE CRIADOS, de Mauricio Kartun

El viernes fui a ver ALA DE CRIADOS, de Mauricio Kartun, al Teatro del Pueblo (Roque Sáenz Peña 943). Funciones viernes 21 hs, sábados 22 hs y domingos 20 hs.


¿Cómo sonaba el Latín de Marco Aurelio?
Cierta área de la historia de las lenguas se organiza sobre una distinción metafórica: lenguas vivas, lenguas muertas. La idea de “vida” de las lenguas provendría a la vez de un rasgo propio –su constante mutación, su movimiento, su fijación artificial, el hecho de que en algún momento caemos en la cuenta de que ya nadie habla ese idioma– y de un rasgo contiguo, de contagio: el hecho insoslayable de que son personas (vivas) las que ejercen el habla y la escritura. La “vida” de una lengua proviene y es, en definitiva, la vida misma de las personas que la hablan.

¿Qué sucede cuando las personas que la hablaban ya no están? Hasta un período muy reciente de la historia de la humanidad, los recursos de registro del habla eran precarios, puesto que estaban también regidos por las leyes de la mutación; incluso (o sobre todo) la escritura alfabética, a pesar de la apariencia de reproducción fonética, no es capaz de fijar los sonidos reales a lo largo de las décadas y centurias. ¿Quién podría afirmar a ciencia cierta cómo pronunciaba el General José de San Martín la palabra “lluvia”? (Yo mismo no tengo idea de si trataba a doña Remedios de Escalada en la intimidad de tú, de vos o de usted, aunque tengo ciertas sospechas de que un militar formado en el ejército español de las guerras napoleónicas tendría cierta tendencia a pronunciar la “z” a lo castizo).

El otro recurso para el registro del habla era la tradición literaria (sobre todo la poética y la teatral, por sus características orales). Hablo de la tradición (de la reiteración de un ritual, de la transmisión de generación en generación) como de esa potencia conservadora que podría “fijar” ciertas formas; no obstante, éstas formas ya estarían sujetas desde el principio a los géneros de representación que las modelaron. La “gauchesca”, por ejemplo, ese modo letrado de reproducir o representar el habla del hombre de campo del siglo diecinueve, es poesía culta: en ella, como se sabe, el gaucho está condenado de nacimiento a hablar en verso. Un género mucho más cercano en el tiempo, que ya coexiste en su epígono con la “era de la reproducción técnica” de la oralidad, el sainete criollo, reproducía el habla de la babel inmigratoria del Buenos Aires del 900; sin embargo, como hemos visto en este blog (sobre los actores y el sainete/grotesco criollos, click aquí), aquello que era imitativo del habla circundante (y a la vez “estilizado” por el género, con sus exageraciones y tipificaciones escénicas) con el correr del siglo pasado fue siendo cada vez más nostálgico hasta pasar al siglo actual como lengua muerta: ya no existen ni el tipo urbano referido ni su cocoliche, y pocos quedan aún que lo hayan visto y lo recuerden. De allí las dificultades de los actores actuales de representar las obras de ese corpus sin las fuentes vivas de indagación creativa de sus personajes.

Universo Kartun, galaxia 19
Si entre los múltiples rasgos destacados de las obras del dramaturgo y maestro de dramaturgos Mauricio Kartun hay uno que sobresale por su singularidad en nuestro medio, es su capacidad de producir/reproducir con extrema verosimilitud el habla de personajes de otras épocas. En su obra anterior, El niño argentino, desde el doble rol de autor y director Mauricio acometía –secundado por Mike Amigorena, Osqui Guzmán y María Inés Sancerni– un osado lance: escribir y representar, en pleno siglo XXI, una obra en verso “argentino” que tuviera el acento natural de los registros (tradicionales) del habla y literatura de la oligarquía vernácula y su servidumbre (y para que el asombro fuera completo, en la obra asomaba el hocico una vaca…). Su última obra, Ala de criados, pertenece al mismo “universo” (la gran región lingüística de la Argentina del 900), pero sus coordenadas de tiempo y espacio se definen aquí con total precisión:

Mar del Plata, Semana Trágica.

Es decir, el exclusivo lugar de veraneo de la clase alta de principios del siglo veinte. Es decir, los diez días de huelgas y revuelta social en Buenos Aires –esta locación/dislocación no es un detalle menor en Ala de criados, cuya acción transcurre en el distante balneario–, los días que van desde el 7 al 17 de enero de 1919, durante los que se sucedieron combates entre obreros y grupos paramilitares hasta la final intervención del ejército.

Fiel a los lineamientos esenciales de su poética, Kartun condensa el tiempo y el espacio evocados en imagen singular: Mar del Plata albergaba por entonces al “Pigeon Club”, un club de tiro a la paloma en el que los ricos y ociosos veraneantes se entretenían disparándole a palomas arrojadas al aire por un lanzador…

Una síntesis argumental
Mar del Plata, verano del 19. Debido a la formación de la “Liga Patriótica”, la organización paramilitar que se alistó contra los huelguistas, el “Pigeon Club” está vacío de municiones y de armas (y de tiradores, por supuesto), y las miles de palomas destinadas a la muerte recreativa agonizan en el calor sofocante de sus jaulas. En la desolación distante del ojo de la tormenta Pancho, un cuentapropista que provisoriamente se aloja en el “Ala de criados”, trabará relación con Tatana y sus primos, pitucos y pusilánimes ,refugiados a prudente distancia de la revuelta civil.

Estamos hechos de la misma materia que las lenguas
Ala de criados es, entre muchas cosas, una reflexión política sobre el relato, la poesía y la metáfora. Tatana, escritora y narradora “marco” del relato de la obra –enunciada a modo de diario personal y literario– enarbola su ideología anti-metáfora, anti-poética, como ingenua bandera que los eventos (o más precisamente, el relato que organizará los eventos que se sucedan en esta periferia paródica de la semana trágica) se encargarán de derribar.

La cronología no es ingenua; todo en Ala de criados es huella ideológica, signo pensado y construido. 1919 es no sólo un hito de la revuelta social, de la incipiente formación del proletariado[1] en las urbes cosmopolitas repletas de inmigrantes, mal digeridas por la tradición y el nacionalismo del modelo agroexportador que hasta entonces sólo tuvo peones de campo y patrones de estancia; es también la fecha-marco del nacimiento de la “clase media” argentina, que insuflará su propia identidad a las largas generaciones del siglo que comenzaba. No es casual, como nada en la obra, que el protagonista no sea un criado, aunque duerma en las habitaciones[2] de la servidumbre, sino un “cuentapropista”, un pequeño comerciante de La Plata, la ciudad sin historia.

Lo nuevo, lo incipiente, lo amorfo, en combate con lo viejo, lo tradicional, lo fijo. Como en la evolución de las lenguas, lo nuevo, lo amorfo, lo incipiente, no tiene nombre, su nombre se forma en el combate. El Tata, el gran patrón oligarca de la obra (mundo entero que él abarca, cierra y quizás aplasta con el velo de su ausencia), tiene palabras para todo. Suele repetirse, casi como leiv motif, que tal o cual frase (es decir, tal o cual pensamiento, es decir, tal o cual realidad organizada por el discurso) es “muy de Tata”, es lo que dice Tata –es decir, es la verdad-. Su lenguaje equivale, hasta el momento, el lenguaje del poder.

El recorrido, el drama, de Ala de criados es lingüístico. De la antimetáfora a la poesía -en el ala femenina de la obra-. Del debido respeto al grito inútil (¿inútil?) de la clase social naciente, desplazada y ahogada –en el ala masculina–.

Estar en cuerpo
Ala de criados
se enmarca en un relato del género diario íntimo y, por lo tanto, gusta de la detención, de la reflexión introspectiva, del asombro personal. La obra misma es un relato diferido, y su locación es evocada. Llama la atención, entre sus hallazgos lingüísticos –el aire de reconstrucción del habla de época es insuperable–, la capacidad de metáfora que esas figuras del lenguaje alguna vez vitales –alguna vez fósiles y luego olvidadas–, cobran aquí y ahora, en su reconstrucción teatral. Dice el cuentapropista al aparecer en short de baño y sin camiseta delante de la dama, tras las rocas del acantilado: “disculpe, estoy en cuerpo”.

Palomas rojas y caballos muertos
Los relatos se cuelan una y otra vez en la dilación del avance de la trama. En este sentido, la obra es insistente, aunque no enfática. Rodea, abundante de relatos paralelos, el núcleo político del relato principal, aquel que no se puede decir. No está en los intereses de clase matar caballos ni toninas, pero esas desalmadas masacres devienen símbolos desplazados de la masacre humana que ocurre en la capital. El eco de las matanzas de la Liga se alcanza a oír, y también, el doloroso resabio de la utopía ácrata cuyo destino, vista a un siglo de distancia, no difiere mucho del destino que le auguran sus imágenes: feroces palomas pintadas de rojo que no se reconocen entre sí…

Apostillas del decir

Kartun network 1
Subimos con Carolina las escaleras de salida del Teatro del Pueblo. Nos sigue una pareja de viejitos, parte del público. Él, a pesar del esfuerzo físico, enuncia su dictamen con voz sonora: “¡cuántas cosas tiene para decir este señor!”.

Kartun network 2
Para emoción de nuestros oídos, un trío de señoras (mayores) se había adelantado por la vereda. Persiguiendo un taxi, Caro y yo las sobrepasamos justo cuando la del medio enfatiza: “mucha, mucha, mucha explicación”.

Grupo Kartun (o el Apolo engrupido)
Casi genuflexo, en el pasillo de entrada de la sala D del Kónex (ensayo general de Rosa Mística[3]), saludo al maestro y le digo: “¡Qué maravilla la reconstrucción del lenguaje, Mauricio, ¿cómo hiciste? Sos un capo”.
El gran Kartun sonríe, sabiendo –junándola–, y me tranquiliza mintiéndome: “no creas”, me dice, “hay mucho inventado”.
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[1] La obra comprende (y expone) que la formación de estas clases sociales, como la formación de un drama, es producto de un conflicto.
[2] Cito el programa de mano. Ala de criados: dependencias de servicio de las viejas mansiones. Habituales también en hoteles y clubes.
[3] Rosa Mística, próxima reseña de este blog, se estrenó ayer y hará funciones todos los jueves a las 21. Más info, click aquí

miércoles, 26 de agosto de 2009

Sobre CAPERUCITA, de Javier Daulte

El sábado fui a ver CAPERUCITA, de Javier Daulte, al Multiteatro (Corrrientes 1283)

21 gramos
A fines de 1907 el doctor Duncan MacDougall, de Haverhill, Massachussets, publicó en una revista médica los resultados de un curioso experimento: la medición de la diferencia del peso de un cuerpo (humano[1]) segundos antes y segundos después de morir. Los cuerpos eran seis. Todos mostraron una diferencia, aunque no todos mostraron la misma. La diferencia más célebre: 21 gramos.

El experimento, de escaso rigor científico, tuvo no obstante un destino de mito. Las enfermedades no estaban bien tipificadas (uno era un coma diabético, cuatro tenían tuberculosis, del último no se menciona diagnóstico alguno), no tenían instrumental para medir la variación pretendida (0,05% del peso total), el control de la balanza era forzosamente manual y periódico, no constante, y el momento exacto de la muerte no pudo ser controlado (salvo en el famoso cuerpo de la cifra célebre). Sin embargo, todo el mundo sabe que 21 gramos es el peso del alma humana.

Alma, si tanto te han herido…
…¿por qué te niegas al olvido?, reza la letra del célebre valsecito de Rosita Melo y Víctor Piuma Vélez. La historia de las indagaciones (poéticas, filosóficas, religiosas) sobre la sustancia del alma parece expandirse hacia dos grandes regiones. Una, la del “soplo vital”, hálito o brisa que al exhalarse implicaba la muerte, es corpórea; la otra, la de la memoria y el olvido, la del cúmulo incorpóreo de deseos, experiencias, reacciones, es, de algún modo, virtual. En términos de McDougall, las funciones psíquicas que continuarían existiendo después de la muerte del cerebro y del cuerpo tendrían que existir como un cuerpo ocupante de espacio, distinto del éter ingrávido; debía tener peso, ser materia. Las más modernas investigaciones del Premio Nobel Francis Crick (descubridor, junto a Watson, de la estructura del ADN), en cambio, hablan de una pluralidad cuasi astronómica de neurotransmisores e información cerebral, de modos de reacción espontáneamente sincronizada de infinidad de neuronas que se comportan como un cardumen de peces nadando en sincrónica perfección –el científico dedicó la segunda mitad del siglo pasado a “cartografiar” la conciencia midiendo las reacciones neuronales; para él, el alma estaba allí, evidente, pero tan efímera como el cuerpo.

En todo caso, en ambos casos, en todos los casos –incluyendo una obra de teatro inspirada en un antiguo cuento, una noche, en la calle Corrientes–, la pregunta por aquello que nos habita y nos hace vivir persiste. ¿Cómo, de qué está hecho esto que somos, y sobre todo, por qué (y tal vez para qué)?

Autor posesivo
La recurrente, lúdica e ingeniosa, forma de indagación del alma humana, en una serie de obras de Javier Daulte de la que esta última, Caperucita, forma parte, es la posesión del cuerpo del otro –a través de diversos mecanismos– por parte de una conciencia. O quizás, su equivalente especular: la posesión de un alma (de una conciencia) por parte de otra, a través de su cuerpo. Los mecanismos son diversos, hiperteatrales, más explícitos o más sutiles, según la obra en cuestión[2]; los cuerpos pueden estar vivos, muertos, ser in/humanos. Puede atraparse el cuerpo desde adentro (emulando la técnica del actor, en una parábola o metáfora de la “interpretación” de un papel), o desde la construcción de una exterioridad ficticia impuesta a/sobre un personaje –emulando al Calderón de La vida es sueño, o al lazo alrededor de la conciencia del Claudio de Shakespeare–. Se trata, a mi juicio, de un reverso o corolario –reverso en sentido de “lado B”, no de inversión de sentido– de las tesis sobre el teatro que el autor explicita en sus ensayos[3], cuya lectura recomiendo (para ver más comentarios sobre estos artículos en este blog, click en reseña sobre Harina, de Podolsky y Tejera). Que el teatro es un juego donde importa el cumplimiento riguroso de ciertas reglas que provienen de lo arbitrario y se tornan, en virtud del pacto lúdico, necesarias. El cumplimiento de esas reglas permite el acceso a (o el desarrollo de, si se quiere) sentidos: jugando a ser otros, a comportarse de modos extrañados, a ver la vida a través de ojos ajenos, cierta verdad sobre lo propio se estimula y se condensa. Efímera. Eficaz.

Caperucita y el lobo: una síntesis argumental
Un lobo –símbolo del deseo feroz–, se disfraza de abuelita –símbolo de la ternura y el cobijo– para atrapar y comerse a Caperucita –bello símbolo femenino de una frágil inocencia–. Caperucita advierte, para disfrute y horror de los espectadores, muy lenta y progresivamente los rasgos extrañados de la verdad.

Caperucita feroz
Denunciar aquí qué rasgos del cuento clásico toma la obra de Daulte en su anécdota sería –mal chiste de autores– Criminal. El argumento, no obstante, consta en las reseñas de prensa, y programa de mano: Silvia, cuya madre es incapaz de todo cuidado maternal y toda devoción de hija, cuida a su abuela internada y relega otros aspectos de su vida personal (entre ellos, un perturbado affaire con un desesperado/enamorado). El juego planteado desde el principio –el conocimiento de que se trata de una obra inspirada en el cuento– establece uno de los principales atractivos (y actividades) del espectador: más allá de lo obvio (los roles masculinos, femeninos, la existencia de una abuela, etc.), uno no deja de preguntarse hasta la explicitación final quién, cuándo y cómo es lobo, quién es abuelita, quién, cuándo y cómo es la inocente niña, y por qué.

La evocación de lobos y corderos es mitológica; Caperucita roja absorbe gran parte de todos sus virtudes y sus atávicos horrores: la soledad de una niña en el bosque, las fuerzas indómitas del instinto, el disfraz de lobos, el coqueteo y la seducción con el peligro (“juguemos en el bosque, mientras el lobo no está”), el cuerpo extraño, lo siniestro (lo familiar que retorna, los ojos ajenos de la abuelita), la bondad y la inocencia vestidas de rojo, la cama, la ropa, la voracidad. Quizás de niños no nos queda más que ser y permanecer en la indefensión del lugar de la niña, como modo de identificación y de reclamo de protección que el cuento evoca –véase en la obra de Daulte qué papel equívoco juega la capacidad/posibilidad de proteger al otro–. Como un modo genuino de revisitar estos arquetipos, la obra permite al espectador también un corrimiento, la posibilidad de identificarse con los otros: ser un poco lobo, un poco abuela, sin saber aún quién es quién (o no saberlo hasta lo irreversible y final).

El diablo
Atenta a la exploración del alma en tanto acumulación de la memoria y mecanismos del olvido, la obra abunda en el retorno al pasado que podría explicar algo, si se sabe ver: las tres mujeres son en conjunto, con sus rasgos cómicos, patéticos y simpáticos, un alma femenina con la que se puede jugar. El varón, aunque se dice que es viejo, no tiene edad, no tiene historia ni porvenir. Como esos personajes que son puro deseo (el tradicional personaje de “el enamorado”), su accionar es puro avance de la acción. La obra en su conjunto fluctúa así entre la quietud de una exploración del malestar y la precipitación de la anécdota, y descansa a la vez cómodamente en el generoso virtuosismo de su elenco.

y la cola
¿Por qué uno espera tanto, con tanto deseo, que se repita lo que fue? Aquel asombro conocido y extrañado del “abuelita, ¡qué ojos grandes tienes! –Para verte mejor. Y qué orejas grandes tienes. –para escucharte mejor…” De tantos y todos los experimentos con el alma humana, la cromosomia, el gramaje, la penitencia[4], este prometido y sabiamente postergado momento de la obra de Daulte es uno de los más extravagantes, y a la vez poderosos. Su efecto mágico, mítico sobre la platea es encantador.

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[1] McDougall realizó un experimento control, consistente en envenenar quince perros sanos, cuyos cadáveres recientes no mostraron variaciones significativas. El médico deja sentada una queja respecto de las posibilidades de conseguir perros enfermos terminales con quienes experimentar.
[2] Las obras paradigmáticas para la indagación de este mecanismo son ¿Estás ahí? (Teatro 2, Ediciones Corregidor, 2007), La Felicidad y Automáticos (en proceso de edición), aunque la búsqueda de “atrapar” la conciencia del otro, en todo caso, se verifica desde las primeras obras, en forma de pesquisa o directamente de “sesión” (ver Criminal, Edición del Autor, 1991).
[3] Juego y compromiso. El procedimiento, y Batman vs. Hamlet - El argumento al servicio del Procedimiento y el contenido como sorpresa.
[4] La figura del penitente es muy extraña. En Rosa Mística intentamos destilar un pequeño rasgo de esta vinculación alma/culpa, en un contexto social muy fuerte: la hija de un policía que se acerca a un pibito de la villa.

lunes, 17 de agosto de 2009

Sobre NIÑOS DEL LIMBO, de Andrea Garrote

El domingo fui a ver NIÑOS DEL LIMBO, de Andrea Garrote, al Camarín de las Musas (sáb 23 hs, dom 18 hs, Mario Bravo 960)

El pecado original y las mareas del tiempo
Según la teología cristiana, el hombre tiene una propensión natural a obrar el mal en todas las dimensiones de su conducta –la “concupiscencia”, nombre técnico de esta inclinación pecaminosa, no se refiere únicamente a la conducta sexual sino a todo el amplio espectro de la maldad–. Somos naturalmente malvados a consecuencia del pecado original, condición genética o genealógica de la que, si bien no somos responsables, somos culpables de nacimiento.

El texto citado en Rosa Mística[1] –de próximo estreno en el Konex en septiembre– respecto al “fuego bajito” que Dios les pone como tortura en el infierno a los bebés muertos sin bautismo se refiere, por supuesto, a la condición violenta de nacimiento de los chicos marginales (el coprotagonista de la historia es un pibito de la villa que se vincula con la hija del policía), pero también es literal, teológico, y aceptado como dogma de la fe: desde San Agustín en adelante, el niño no bautizado no es inocente y, si muere, arde en el infierno. Recordemos, además, que la Comisión Teológica Internacional presidida por Joseph Ratzinger antes de su elección como Papa, subrayó y ratificó el infierno como un lugar real, verdadero (no una metáfora), y recordó que el “limbo de los niños” –ese lugar hipotético en los suburbios del infierno, donde el fuego no quema tanto– era sólo eso, una hipótesis entre otras, no una verdad. La salvación de los niños del infierno es sólo una (lejana) esperanza. Recordemos de paso que, de modo cínicamente paradójico, nuestro mundo laico ratifica esa infame doctrina en sus infiernos sociales, en los que vemos frente a frente, cara a cara, día a día, a los niños arder.

Limbo: una síntesis argumental
Se entiende entonces que el “limbo” es una conjetura en el universo de la fe y los dogmas, es decir, una conjetura de conjeturas, puesto que por definición, el dogma y la fe son verdades que no pueden (no deben) comprobarse para poder existir. En un lugar conjetural que no es purgatorio ni cielo, y que a los sumo es región fronteriza de un infierno al que por su propia existencia desarticula, los niños, símbolos de la inocencia, pagan sus culpas o sobreviven a su condena.

En la versión escénica de Andrea Garrote, una profesora de taller literario recibe en su casa a secretos y violentos conspiradores creyéndolos nuevos talleristas . Así como la naturaleza de Oscar Wilde copiaba al arte, la trama de la realidad intentará burdamente copiar a la inocente literatura.

Composición tema “espionaje”
Lo real, en Niños del Limbo es una trama, es decir: la abstracción sugerida en la mente del lector por una serie de sucesos vinculados en una lectura. Lo curioso, lo argentino, si se quiere, es que la lectura que da forma a la trama de la realidad puede ser previa a esa realidad, puede dictarla. Shakespeare dicta la mítica conspiración de Nolan en Tema del traidor y del héroe[2]; Conrad dicta la extravagante conspiración de estos niños que quieren hacer volar un símbolo de la inocencia. A partir del estímulo que este procedimiento de inversión del par ficción/realidad inyecta en la comedia, los Niños del Limbo divergen y convergen en la exposición y exploración de los procedimientos literarios que la misma obra-taller parodia. Así, con eficacia casi filosófica, literaliza los sentidos figurados, hace un loop de la metaficción -de la lectura que deviene realidad y luego se vuelve a leer deformada- y finalmente, como dicta la teoría, deja en manos del lector la operación del género: aquel que lee dota a los hechos de su marco de sentido.
Todo procedimiento literario será ofrecido, en esta obra, al análisis o al disfrute, incluyendo la propia conformación del taller, organizado (tal vez demasiado explícitamente) sobre la disrupción –esa estabilidad preñada de caos que proviene de lo “inadecuado” de sus integrantes–.
Por origen, por trayectoria artística, por condición literaria y por afinidad de procedimientos, Niños del Limbo debería regirse por las leyes (¿leyes?) de la catástrofe: aquellas de la desgracia, del leve error de lectura que se realimenta y provoca cataclismos, del mal ciframiento del código que a su vez es mal leído y por efecto de sus turbulencias provoca sentido.
Y sin embargo, la comedia….

Comedia
Pienso este último apartado de mi reseña antes de leer lo que la autora y directora escribe sobre sus Niños… Pongo el subtítulo “comedia” y luego abro el mail. Dice A.G.: “existe un prejuicio bastante instalado que es la idea de relacionar a la comedia con la superficialidad y a lo solemne con lo profundo. Niños del limbo es una comedia. Una de puertas en un taller literario. Pero es nuestra manera de reflexionar sobre varios temas que nos inquietan…”.

Donde Andrea dice “una de puertas” yo había traducido, previamente, una “de enredos”. Creo que es lo mismo. Niños del Limbo es, entre todas las cosas, también una comedia clásica de enredos, y exhibe, estilizando sin parodiar, sus principales procedimientos –tal vez todos–, subidos a la matriz del procedimiento por excelencia: la ironía dramática, es decir, el desbalance de información por el cual el público sabe todo aquello que los personajes, con sus miradas parciales, desconocen.
Sobre este saber, y sobre la observación y el disfrute de la ceguera de los comediantes, se amalgama todo lo que la obra tiene de clásico. Y no obstante, hay una fisura o quizás un desliz, que fuga hacia fuera de la típica comedia de puertas: en Niños del limbo no se termina de simpatizar con nadie, no hay ninguna voluntad a la que uno acuda en auxilio y deseo (la candidata hubiera sido, claro, la profe, pero ella es una simpatiquísima víctima del malentendido, no un vector del deseo). Sin duda, esta exterioridad es un mecanismo consciente y logrado. Lo inadecuado vale tanto, en su poder de simbolización, como cualquier otro lenguaje. La voz de la verdad, el discurso que hará caer el último engaño, queda en boca de aquel que no puede articularlo.
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El bello rostro de la Luna
Hablamos de niños, infiernos y limbos. Quiero agradecerles a todos los que en persona, por teléfono, por mail, en sus deseos o en sus pensamientos, soñaron la luz de la luna. Mi pequeña Luna sopla ahora una corneta y come cuadraditos de avena junto a mí. Le quedan un par de nebulizaciones, pero cuando entre llantos pregunta: “¿ta tá?”, su padre recuerda que no cree en el pecado original, ni en infiernos, ni en bautismos, ni en sacrificios redentores.

Y entonces, sin que me vea Dios, le quito la mascarilla y la dejo seguir jugando.
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NOTA FINAL ACLARATORIA: la presente reseña de NIÑOS DEL LIMBO es una versión reducida de la originalmente publicada en ese blog. Para leer la versión completa (que analiza en detalle la trama), por favor solicitala por mail a iapolo.blog@fibertel.com.ar . Muchas gracias.
[1] Estreno: jueves 3 septiembre. Funciones jueves a las 21 en Ciudad Cultural Konex, Sarmiento 3131 – (4864-3200)
[2] de Jorge Luis Borges, en Artificios, 1944.

martes, 11 de agosto de 2009

Sobre REY LEAR, de William Shakespeare

El miércoles 29/8 fui a ver el ensayo general de REY LEAR, de William Shakespeare (con Alfredo Alcón, dir R.Szuchmacher), al Teatro Apolo, (Corrientes 1372, de mié a dom /sáb dos funciones)

El tiempo y las líneas rectas
Escribo esta reseña en una habitación de clínica pediátrica en cuya puerta cuelga un cartel que dice “aislamiento”. Son las doce menos cuarto de una larga -y a veces corta- noche, una entre tantas noches largas y cortas y lentos y desorientados días. La pequeña, mi pequeña, Luna Apolo Álvarez, de dieciséis meses, tiene diagnóstico de INFLUENZA (¿A, porcina?) en esta, nuestra Argentina, la que contó hasta la saturación y la caída del rating los casos y los muertos de la gripe A, y que ahora quiere olvidar.

Luna tiene un “bigotín” de oxígeno –los tubitos de silicona que se meten en la nariz para aportar oxígeno extra– desde el viernes a las 3.30 de la madrugada (y hoy ya es casi martes…) Cada tres horas la venimos nebulizando, y ya aprendió a decir “¿ta tá?” al sacarle la mascarilla. Cada seis, ahora cada ocho horas, recibe una dosis de riesgoso corticoides. Cada ocho toma un obviamente amargo (a juzgar por su cara) oseltamivir. Los enfermeros le miden con sensores la “saturación de oxígeno” en sangre –ella llora mucho porque la asustan los electrodos–. Los médicos la auscultan para oír los silbidos de los broncoespasmos. Los kinesiólogos le dan golpes y le hacen masajes vibratorios en el esternón, en las costillitas, en las clavículas, para desprenderle la mucosidad adherida; luego la aspiran con sondas por nariz, garganta y laringe, porque las niñas muy pequeñas aún no saben soplarse los mocos o expectorar.

Solo nosotros, sus padres, somos admitidos en la habitación del “aislamiento”. Y aquí, hora tras hora, le charlamos, le cantamos, la abrazamos, la acunamos, la lavamos, la alimentamos, la retamos, la contemplamos; ella depende de nosotros para sobrevivir –y también para vivir, lo cual es a la vez tiempo, metáfora y naturaleza.

Y esta reseña se tratará de la naturaleza.

Por obvias razones, una vidita que depende de nuestra presencia y mirada no me permite ir a ver una obra esta semana y reseñarla. Y por eso trazo una línea recta, en homenaje a la plateada, fría y perfecta estética de los realizadores de la obra reseñada, una línea atraviesa el tiempo hacia atrás (dos semanas, aunque el tiempo, en las actuales condiciones, significa cosas diversas), y me permito, además, la ligereza de reseñar un ensayo general. Pensé que no lo haría, y no lo habría hecho. Ahora veo que sí. Luna mueve su brazo izquierdo en sueños, y todos los temas se vuelven Shakespeare, maestro de los sueños; cómo no hablar y pensar y sentir el Lear esta noche en vela, cómo no pensar que lo indomable de la intemperie se nos cuela hasta en la más fortificada y razonada defensa de lo humano, cómo no saber que el arco que se tensa entre este bebé y el viejo decrépito que fue rey y ahora no tiene albergue en la tormenta no es sino la vida, que vive porque muere; va muriendo, sí, pero con cierto orgullo (y en algunos, con coraje), en el intervalo vive.

Las líneas rectas
¿Cuántas líneas rectas tiene la naturaleza? Puedo evocar solo unas pocas, bellísimas. La línea del horizonte, recta con espíritu de curva, en el inalcanzable límite del mar o de cualquier lugar de la llanura. Y el recto rayo de sol, que finge ser Dios tras la nube de película hollywoodense. Lo demás, lo recto, es sólo humano.

(Línea recta en lo sinuoso del tiempo –acabo de nebulizar a Luna y ya el lunes se hizo martes, sin que el tiempo lo sepa)

Síntesis argumental
La síntesis argumental de Rey Lear, de William Shakespeare, es de doble trama: la principal, la del viejo rey celta que divide su reino entre sus tres hijas y entrega su potestad en vida, premiando a las más aduladoras y despojando a la más amada, tal vez por ser sincera. La secundaria, la del hijo ilegítimo de Gloucester que tiende trampas a su padre y a su hermano para destruir la vida y legitimidad de ambos. Los viejos padres son arrojados a la soledad y a la intemperie, donde vagabundean, filosofan y penan, locos, seniles y ciegos, hasta la resolución final.

Naturaleza versus cultura
La tesis personal del primer pediatra de Luna sobre “el llanto vespertino de los lactantes” (así está documentado desde el siglo XIX en la literatura médica: bebés que lloran al atardecer) es que a la hora del ocaso toda la naturaleza se estremece; el breve viaje del día hacia la noche convierte la luz en lo ominoso, la seguridad en terror, la calma en acecho, la conciencia en el reino de la sombra. El cachorro humano llora porque responde atávicamente a esa enorme conmoción –que luego olvidará, o fingirá en el sueño de la cultura haber olvidado, hasta que llegue su momento[1]–.

Dije “sueño de la cultura” insinuando a la vez relato e ilusión. Naturaleza y cultura, los opuestos complementarios que antropológicamente se significan a sí mismos separándose, están encerrados en esa sencilla observación y, por supuesto, en la vasta obra shakesperiana. Rey Lear es, sin temor a equivocarme, la que más enfática y explícitamente expone esta oposición: lo humano es la investidura, la pura norma, la estructura avant la lettre, y su quintaesencia, el rey. Lo inhumano es lo salvaje, lo natural, las fuerzas indomables, la intemperie, lo in-culto. La gran tormenta. Ambos polos se yerguen, se levantan imponentes y se enfrentan. Y sin embargo…

¿Es la filiación, la paternidad, parte de la naturaleza o es una pura forma de la cultura? ¿El amor a los hijos o a los padres se “debe”, se “posee”, o es natural, innato, inculto? ¿Puedo, en lugar de estar protegiendo instintivamente a mi cachorro y a su madre, que duermen a medio metro de mi laptop, estar escribiendo evocaciones de cultura, o es ésta la manera humana, cultural, de protegerlas? ¿Qué es más humano, mis brazos sosteniendo la cabecita enrulada de la pequeña Luna para que no se golpee dormida en esta cuna de metal, o mis diez dedos martillando con dura dactilografía aprendida estas mis, sus, “palabras, palabras, palabras”?

Lear, el loco, el senil, el rey despojado por su propio acto cúlmine de poder (el acto de despojarse de la base y apelar solo a lo nominal[2]), el “Rey” Lear responde: no me quiten lo superfluo, porque hasta el pordiosero posee algo innecesario. La necesidad –cuatro siglos antes de Levy-Strauss– es el reino de la naturaleza, lo arbitrario (poseer lo superfluo) es el mundo de la norma, la cultura. La cultura de Lear y de Shakespeare. Pero hay más.

La maldición del barroco
Los tiempos de Shakespeare son aquellos del barroco desconcertante. La armonía del redescubrimiento clásico se tensa en claroscuros, y sobre la refinada cultura se cierne una gran tormenta –o quizás bajo el casco omnipotente de la cultura se agitan las oscuras aguas–. Las verdades de lo salvaje (Caliban, las tempestades, la lluvia sobre viejos, ciegos y locos) agrietan el poder, el refinamiento, e incluso la próspera magia del demiurgo. El reino (Inglaterra, el mundo, el hombre) deberían regirse en la misma armonía de los cielos y la naturaleza. Pero hay eclipse. El rey llega a lo más alto y desde allí no puede sino caer. En el caso de Lear no es por la maldad intrínseca al rango ni por el baño de sangre desencadenado o por la conspiración, sino sencillamente por la vejez. El viejo Lear, por decisión propia, conserva sólo su título y cree que eso es aún poder. Llamativamente se dedica a maldecir –maldice, y maldice, y maldice elaboradamente; desea y dedica desgracias a sus hijas y enemigos y a la misma naturaleza (insulta y desafía a la tormenta; “que tu vientre sea infértil”, le llega a gritar a una de sus hijas, como si por solo decirlo pudiera convertirlo en hecho). Y la maldición de un rey decrépito e impotente es el ápice de lo infeliz e ineficaz, la muestra enfática del límite de la institución, de la mera norma sin base material que la sostenga, de la cultura ciega a la naturaleza: la soberbia de lo instituido, vencido por la edad…

La maldición eterna
Solía decirse, quizás como justificativo de lo irrepresentable de la tormenta en un teatro, que las fuerzas desatadas de la naturaleza eran más que nada una metáfora del mundo interior: la tormenta está dentro de Lear, y a esa tormenta va dirigido el desafío.

El teatro tiene límites para representar la intemperie. Es claro. Y su introspección, su mirarse a sí mismo (hermanos e hijos que “actúan” papeles ante los demás, protagonistas ciegos de fábulas propias y ajenas, disfraces, locos que dicen la verdad) promueve aún más esa lectura “interior”. Pero la sorpresa barroca es que en el interior de lo humano hallamos la misma, extrema tensión:

¿Qué es más humano: el poder, la belleza, la vida, o la vejez, la enfermedad y la muerte? Lo perfecto, la esquiva línea recta de las formas de la cultura devienen ilusiones. La naturaleza, que todo lo envejece, todo lo enferma, todo lo mata, corrompe y triunfa al final…

Alcón y las líneas rectas
Excepto por las líneas rectas, y los cuadros barrocos, y la perfección.

Hablé insistentemente de líneas rectas en esta reseña. Son las de la enorme pantalla de fondo, la impecable, precisa iluminación y la escenografía. Incluso el redondo, soberbio eclipse proyectado allí es, a su modo, un eclipse de línea recta.

La naturaleza le es esquiva al escenario que, como representación, pertenece al otro bando. La esbelta puesta en escena de Szuchmacher y el diseño visual de Ferrari expulsan todo atisbo de corrupción natural al plano de las ideas evocadas –el cuerpo embarrado y disfrazado de deformidad del Tom de Shakespeare es aquí conscientemente escultórico, inmaculado–. Baste mirar el cuadro de cuerpos, iluminación y sentido que el director plasma en la imagen final para sentir de qué lado de la batalla ha combatido. El combate es desigual; nunca se arriba directamente a las Ideas. El combate es desigual por partida doble: nada de la intemperie y su furia, excepto palabras, puede representarse. El combate es desigual eternamente: la muerte, destructora, es impresentable.

La teoría gana. La belleza es cultura. La obra es una pieza de cultura. Pero allí no hay solo ideas. Alcón, ápice del teatro culto, es en su decir, en su soberbio arte, también humano. Imponentemente humano. Luna, que aún no habla, aprendió hace tiempo a mover un dedito diciendo que no. Esta mañana, mientras le metían una sonda por la nariz que la atragantaba, en medio del llanto más animal, del berreo más instintivo, de su lucha por la mera supervivencia, movió el dedito diciendo (“pidiendo”) al kinesiólogo un “no”. No me hagas esto. La primera simbolización es de vida o muerte. Somos humanos. También lo será la última.

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(-sé que esta no fue una reseña como las demás; la escribo en la oscuridad y en la necesidad. Besos a todos, dulces sueños-)

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[1] Borges hablaba del ocaso como el momento en que mejor aceptaríamos la muerte.
[2] El único acto de poder real/efectivo de Lear en toda la obra es el primero, y justamente, el último: el de destruir su propio poder, transformándolo a través de un acto de palabra en pura palabra incapaz de actos. Despojarse es su cúspide, como esclavizarse a sí mismo, tras esclavizarlo todo, fue la culminación del Imperio Romano.

martes, 4 de agosto de 2009

Sobre UN POCO MUERTO, de Mario Segade

El jueves fui a ver UN POCO MUERTO, de Mario Segade, al Teatro San Martín (Corrientes 1530; mié a dom 20 hs)

La muerte y la máscara
En la Roma antigua la palabra “persona” significaba “máscara”, pero también se refería al individuo que tenía ciudadanía romana, puesto que el verdadero ciudadano podía demostrar su linaje a través de sus “imagines”: la máscaras funerarias de sus ancestros. Estas “máscaras de la muerte” eran, en principio, moldes de cera tomados directamente del rostro del muerto y guardados en el lararium o santuario familiar, ubicado en el interior de las casas. Todo rito de pasaje en la vida familiar, como la iniciación de los jóvenes o los funerales, eran llevados a cabo bajo la protección/mirada de estas máscaras ancestrales. Incluso en los funerales, era habitual que actores profesionales usaran estas máscaras para interpretar pasajes de las vidas de los ancestros, demostrando una vez más el íntimo vínculo de los rituales y ceremonias con el teatro.

Hasta avanzado el siglo diecisiete, en algunos países europeos, se conservó la costumbre de hacer máscaras de la muerte para usarlas en las efigies (las esculturas de muertos, de tamaño real, usualmente exhibidas como monumentos en las iglesias, acostadas en posición supina y con las manos cruzadas en oración). En los siglos dieciocho y diecinueve, las máscaras de la muerte fueron finalmente usadas para el registro de los rasgos de cadáveres no identificados. Esta función fue luego reemplazada por la fotografía.

Síntesis argumental: la foto de Un poco muerto[1]
Ante la noticia de la muerte de su padre, Shie regresa a la casa familiar, en la que sólo queda su hermana Mara –y un cadáver sobre la mesa, y los rencores, y los recuerdos. Los personajes (como las personas, como las antiguas máscaras de los muertos) son más, muchos más: el mundo es habitado por la evocación.

La foto, íntima y reveladora, muestra a los hijos en edad escolar, al vendedor de sábanas, a la cruel enfermera de la infancia, a las mujeres, los primos, la gran madre y a los mitológicos ancestros inmigrantes, todos en blanco y negro, en el perdido tono de los recuerdos. Brillantes, recortados, rodeados por sus lares, Shie y Mara, y la exuberante -rojo pasión, exhibición de vida– Raquel.

La máscara y el grotesco: el main stream del teatro rioplatense
Un poco muerto abreva de la tradición del grotesco, una de las tradiciones más potentes (sino la mayor) del teatro rioplatense, que sigue demostrando su vigencia. Los personajes del grotesco son personajes-máscara, deformados en una mueca risible que vira hacia lo trágico (para más referencias al grotesco en este blog, click en la reseña de Stéfano, aquí) . El momento privilegiado del grotesco es aquel de la caída de la máscara, precipitada por un personaje habitualmente exterior, que cataliza la transformación de la conciencia. Traducido en la obra del Grotesco Criollo por excelencia, el Stéfano de Armando Discepolo, es el momento en que el discípulo Pastore confronta al “maestro” con la verdad final de su fracaso: la máscara ridícula del gran compositor confinado a un conventillo de la Boca cae y el cuerpo real del pobre y trágico fracaso puede “actuar” su verdad desenmascarada. Traducida en su actualización de Un poco muerto, de Mario Segade, el momento en que la bella, externa, apasionada Raquel confronta a Shie con la verdad tras la máscara de su lenguaje y sus evocaciones: la locura de la hermana –recordemos el hijo loquito de Stéfano y la metáfora inmortal: “¿en qué mundo vivís, hijito mío? En el tuyo, papá”–, la pseudo historia de amor sin correlato en la realidad, el teléfono falso de Mara, el diálogo con amores imaginarios y la suprema construcción de esos “hijos en edad escolar” que Shie eleva a un muy eficaz leiv motif destrozado por las palabras de Raquel: hijos de otro.

Es una vida triste cuyo espejo escénico provoca una risa insistente, una comicidad extrema (de la mano del talento de Marcos Montes y de un texto muy logrado). Su mundo de referencias es múltiple. Basten dos de las más destacables. El resabio –el “fondo”, dirían los catadores de vino– de la Laura del Zoo de Cristal, que mentía sus cursos de dactilografía, devenidos en cursos de máscaras y papel maché. Y el débil, el loco, el omitido de la familia Coleman en la imagen final del abandono.

Talento y oscuridad
La vigencia de los procedimientos tradicionales depende, en gran parte, de la renovación de sus rasgos. A esta altura del milenio, el manejo del “cocoliche” como lenguaje típico y necesario del enorme corpus del sainete y grotesco criollos está más allá de las posibilidades técnicas de nuestros actores: habiendo desaparecido como registro social, sólo podría ser rescatado a modo de pieza de museo por una compañía estable, especializada en ese tipo de interpretaciones. La ensalada de acentos y dialectos de una Babilonia pasó de un registro estricto de la realidad social a un recuerdo de juventud barrial y, a esta altura, a una pieza de lenguaje artificial. Un poco muerto, a su manera, y consciente de la necesidad de una tensión entre la representación naturalista de un registro social típico de los personajes, y una elaboración del ideolecto especial, humorístico, se construye a través de la absurda elaboración del lenguaje de Shie, un lenguaje no realista que exacerba las fórmulas artificiales de registro escrito y, sin embargo –una vez más, de la mano del trabajo de Montes– pasa al público como “calco” de la realidad, como un tipo social reconocible y a la vez distorsionado. Una vez más, la teoría de la máscara operando, pero en el lenguaje.

Un retrato de la muerte
Las máscaras de la muerte fueron usadas también para la creación de retratos. Es posible identificar los retratos que fueron pintados a partir de estas máscaras por las características distorsiones de los rasgos causados por el peso del yeso durante el proceso de moldeado.

En Un poco muerto, un cadáver sobre la mesa, licuándose. Las máscaras de papel maché de Mora Segade y Violeta Suárez en las temblorosas manos de Mara, la loca. El licor antiguo, la embriaguez, el onírico incesto no recordado.

Apéndice: acepciones de la máscara
Del francés masque e italiano maschera, un posible antecedente en el latín no clásico mascus, a: fantasma. También del árabe maskharah, hombre ridículo, disfrazado.

En algunas culturas, se cree que la máscara permite al portador tomar las cualidades de la representación de esa máscara: una máscara de leopardo inducirá al portador a convertirse o actuar como leopardo. No muy lejos de este concepto está la idea de personificación de actor: el griego con su máscara de Agamenón o Palas Atenea. Y su reverso: la develación, máscara mediante, de la verdad oculta por el rostro verdadero –la nariz de payaso, que lejos de convertir a una personaje en un payaso, permite en todo caso hacer aflorar lo loco, lo risible, el permiso de mostrarse a sí mismo.

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[1] La foto del programa de mano es la misma que se reproduce aquí, pero todos los personajes excepto los tres protagonistas, están en blanco y negro