El viernes fui a
ver La Pilarcita, de María Marull, a
El camarín de las musas (Mario Bravo 960 –tel 4862-0655), Funciones viernes 21
hs
Jonathan Richman, coro y juglar
En el año 1998, de la mano de la XXth Century Fox y
proponiendo al hasta ese momento intermitente o ignoto Ben Stiller como
protagonista, los hermanos Farrely logran un inesperado éxito de taquilla
llamado There’s Something About Mary
-que aquí se conoció como Locos por Mary-.
Cuenta alguna de las contradictorias entradas de Wikipedia que los directores
editaron dos versiones: en una, siguiendo el furioso consejo de los
productores, el relato se mantenía lineal; en la otra, las escenas tenían
prólogos o epílogos cantados, guitarra en mano y en forma de coro narrativo
musical, por el músico Jonathan Richman, acompañado de su baterista Tommy
Larkins. Al dar a conocer en pruebas de audiencia las dos versiones, el público
aclamó la versión acompañada por el narrador-juglar y, gracias a esta
herramienta del mercadeo, prevaleció el sentido común y todos pudimos disfrutar
del excéntrico talento “de fondo” de esos desopilantes y populares
comentaristas. Este procedimiento de juglar guitarrero, comentarista en segundo
plano, consciente del relato, humorístico y sensible, es retomado dos décadas
más tarde, en otra geografía, en otra tradición, y en “norma teatral” –mucho
más afín a la presencia de juglares que el cine-, por Julián Kartun en esta
bella pieza teatral de María Marull, La
Pilarcita.
Síntesis argumental
A la tórrida fiesta de una de las tantas “santitas”
populares de nuestro país acude Selva con su pareja para pedir un milagro de
sanación, y se aloja en el precario hotel que regentean la joven Celina,
estudiante, y su amiga Celeste, bailarina de una de las comparsas del desfile.
Todos, incluso el hermano cantor y narrador de la obra, esperan la fiesta y el
milagro, pero los caminos de la sanación de los cuerpos y las almas pueden ser tan inescrutables como el destino.
La parte y el todo
El modo teatral de relatar historias y exponer universos
(interiores a los personajes o exteriores, sociales, ambientales) es un modo
eminentemente metonímico; lo que el teatro en sus condiciones materiales suele
mostrar es necesariamente una parte que remite a un todo que no se construye en
el escenario sino en la mente del espectador. El ejemplo que hace dos décadas
me diera el gran maestro de dramaturgia es el de un terremoto: mientras que el
cine –y su prima hermana, la novela- pueden mostrar la imagen de la devastación
total de una ciudad derrumbándose, el teatro necesitará ubicarse a otra escala,
porque si quisiera competir montando edificios de cartón para derrumbarlos función tras función sobre el piso del
escenario, pecaría de ingenuo. En cambio, le bastaría ubicar un cuerpo humano
–siempre es bueno ubicar al cuerpo humano en esta ceremonia ritual de cuerpos
presentes que nuestro arte- encerrado en un ascensor que se queda atascado
mientras el mundo tiembla. Con esa parte significativa, el terremoto de toda la
ciudad se construirá por contigüidad -por afinidad de imágenes, por
convocatoria de terrores- en nuestra mente.
La potencia de la metonimia es la misma que la del erotismo;
su eficacia es la del pliegue: el del borde del vestido, la piel vislumbrada,
el escote sugerido, el tatuaje a medias oculto, los abdominales sobre la costura
del jean. El teatro invita, desde su ser concreto, presente y parcial, a volcar
las imágenes privadas en pos de completar la escena.
La obra de María Marull es un virtuoso compendio de esta
técnica, en la que una comparsa correntina entera se puede vislumbrar a partir
del vestido de Lucía Maciel, y el conflicto sustancial de la vida de su
personaje a través de las plumas trastocadas que sobreviven a la disputa a
codazos por la prevalencia en la carroza, escena ausente que, no obstante, es
una de las más vívidas de toda la obra. El
pueblo entero aparece evocado por el calor de la noche, por las sábanas
colgadas casi eternamente, por el pequeño altar que sugiere el enorme culto
popular.
Decirlo todo
En el extremo opuesto de esta técnica sugestiva y parcial, la
de una escena que remite a un conjunto, está la narración directa. En ella, la
palabra sustituye directamente al objeto: digo lo que no está, porque no está,
y restituyo en signo la ausencia de objeto. Dicho en criollo: lo que no te
puedo mostrar, te lo cuento. La
oposición de ambas técnicas está en el corazón, digamos, de las primeras
observaciones aristotélicas sobre el arte dramático, en las que los personajes
del drama se hacían presentes a los ojos del espectador y, por lo tanto, el
rapsoda dejaba de narrar para dar lugar, actuando, a la acción representada. No
obstante, y más allá de las distinciones, el drama y la narración nunca
estuvieron del todo separadas, y mucho menos en una cultura oral –las
posibilidades de expansión que dio la imprenta, y el fenómeno de la lectura
privada, separaron crucialmente a la literatura del cuerpo del poeta y del
intérprete, pero el teatro pertenece a la tradición oral y persiste en ser un
ritual de presencias-.
Una buena parte del relato de La Pilarcita está sostenido por la narración directa: uno de sus
personajes cambia de plano y, dejando de encarnar la acción –fuera del entramado de causas y consecuencias
del diálogo y la acción- pasa a narrar, cantando, los sucesos que no vemos y
que no son tampoco sugeridos por lo situacional. Tan relevante es la presencia
de la narración que incluso tiene a su cargo el final de la obra.
La dramaturgia de la última década y media de nuestra ciudad
ha indagado con bastante recurrencia esta reinstalación del narrador dentro del
arte escénico, de muchos y diversos modos. Varios de sus ejemplos están
reseñados en este blog a lo largo de los años; citemos algunos con sus
respectivas variantes (y si el lector quiere más datos, puede buscar la reseña
en el historial de La diosa blanca): “Ala
de criados”, de Mauricio Kartun, propone la forma monólogo a público,
intercalada en la acción. Algo similar, pero desplegado en distintos
personajes, tienen las obras de Santiago Loza “Almas Ardientes” y “El Mal de la
Montaña” –en “Todo verde”, por otra parte, Santiago hace del monólogo narrativo
a cargo del único personaje la estructura de la obra, pero sostenida por una
situación de fondo que le otorga presente dramático: el testimonio-. Por fuera
de línea “monólogos”, que limita y se cruza necesariamente con la narración,
están los paradigmáticos procedimientos de Mariano Pensotti, un poco calcados
en sus dos obras, “El pasado es un animal grotesco” y “Cineastas”, donde los
personajes, micrófono en mano, pasan a ser narradores/comentadores en escena,
casi a la manera del género documental. Y finalmente, pero sin agotar el
catálogo, tenemos el curioso caso de la
obra “Todo”, de Rafael Spregelburd, que propone un narrador en voz en off, muy
utilizado en el cine y de muy difícil eficacia teatral (“Todo”, no obstante, es
un caso muy eficaz). La originalidad, y gran parte de la calidad de La Pilarcita radica, a mi juicio, en el
balance entre estas dos técnicas opuestas, y su curiosa y bienvenida
combinación: una obra de evocaciones metonímicas, de mundo personal, de muy
diestro manejo del diálogo, que profundiza (y mejora incluso) la línea que
trabajaba su obra anterior, Vuelve
(para ver la reseña de esta obra, click aquí),
entremezclada con la presencia del cantor-juglar, esta suerte de Jonathan
Richman, vestido de paisano, que convive sin problemas con la estructura y
estilo de la obra.
Misterio y metáfora
Las promesas suelen ser peligrosas. A veces, por no
cumplirse. Y muchas veces, por lo contrario. Es que la anticipación se filtra a
menudo hasta los rincones más neuróticos de nuestra mente. Lo que suele pasar
con esos personajes esperados a lo largo de las obras es que si no vienen, uno ya
lo anticipó: “no va a venir”. Y si aparecen, no están a la altura de lo fantaseado.
Trabajar con anticipaciones siempre es complicado, y su resultado estará
siempre repartido entre quienes comprarán la ilusión y los que se desilusionarán.
Un personaje tras una puerta, al que nadie ve o nadie puede ver excepto el
“médium”, es uno de los casos clásicos. La secretaria que dice “déjeme que le
pregunto”, y luego vuelve diciendo “dice que me deje el sobre a mí”, es el enervante
modelo real. De la construcción/deconstrucción de lo que realmente pasó del
otro lado de la puerta depende el atractivo de la técnica.
La Pilarcita se
apoya en este procedimiento, y presenta con mucha energía un lugar misterioso y
un personaje invisible habitándolo, pero la anticipación y el desenlace de lo
que sucede con él no encaja del todo bien en la estructura completa, pues el
destino de los personajes con quienes nos identificamos –sus desequilibrios y
sus nuevos equilibrios- no se resuelve en el descubrimiento de la verdad que
allí podría anidar. No obstante, algo muy poderoso sigue sosteniéndose, y es la
metáfora. Tras la espera, la ascensión y la caída de todos los milagros,
Celeste viajará hacia la libertad en compañía del muerto. Y en el estribo de la
liberación, a punto de acompañar un cadáver, se pregunta con sabia ingenuidad:
-¿Qué me puede hacer?
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