El tren del progreso viaja al pasado
La rama materna de mi familia es de Rufino, provincia de Santa Fe, fruto del arribo de inmigrantes navarros (y algunos catalanes) a la pampa recientemente civilizada por el ferrocarril, allá por el novecientos. A fines de los años setenta, Aldo Barroso, un tío abuelo, era “jefe de estación”. Pero no precisamente de Rufino sino de la estación siguiente: Leguizamón. Rufino era, por contraste, el triunfo del progreso: calles asfaltadas, veredas anchas con baldosas impecables, agua corriente, electricidad, cloacas, alumbrado público, teléfono, correo, bancos. La excursión a Leguizamón en cambio era, a los ojos del niño que llevaban, un viaje a la frontera del campo y del pasado. La solitaria estación de estilo inglés vislumbrada entre los yuyos, los eucaliptos y un galpón contiguo. La ruta de tierra, alguna tapera, las vacas a lo lejos, las gallinas. Y Aldo Barroso. Y los niños. Esperando y esperando y esperando. Que pase un tren. Un único tren en las pasmosas horas de la excursión. Por todo acontecimiento.
Como en aquella joyita nostálgica llamada “Harina”[1], de Román Podolsky y Carolina Tejera, el pueblo de Leguizamón a fines de los setenta ya era el pasado en duermevela, esperando que el tren del olvido se llevara al último jefe de estación. De algún modo yo, a los siete, ocho años, sabía que el tiempo del lugar había sido otro.
¿Cómo fue ese tiempo, qué había allí, quiénes lo habitaban y cómo? Recuerdo habérmelo preguntado. Cuatro décadas más tarde, en un subsuelo del microcentro porteño, a metros nomás del ícono de la terrible ciudad, Rafael Bruza y Claudio Martínez Bel me arriman finalmente una respuesta, en clave desopilante, enmascarada y amorosa, mintiendo del mejor modo que se puede mentir para acercar una verdad.
Síntesis argumental
En la comisaría de un minúsculo pueblo, allá por el novecientos, se radica una insólita denuncia. La ley, la autoridad, la familia, el amor, el campo, las técnicas de intimidación y, por qué no, la domesticación (de la palabra) a fuerza de andanadas de (máquina de escribir) Remington, pronto se pondrán en juego.
Tradición y vanguardia
El lenguaje (oral) de la obra de Bruza es una exquisita estilización de la tradición sainetera “criolla” (la del habla de los criollos del novecientos) y, en cierta medida y por el corrimiento hacia el campo, de los resabios de la gauchesca. La recreación está fechada: 1909. Su locación también, un pueblo exacto en la línea ferroviaria que atraviesa la llanura hacia el norte. Son tiempos previos al registro tecnológico de las voces, de modo que no sabemos a ciencia cierta cómo sonaban, excepto por dos cosas: por el registro escrito de diálogos, obras teatrales, cartas, actas de reuniones, etc, y por la trasmisión intergeneracional de tradición oral, en constante transformación. Del habla de 1909 ya no quedan testigos vivos y el tiempo va borrando la tradición actoral que reconstruía aquello. La obra toma el acta real de una denuncia de la época, y teje alrededor el entramado del tapiz lingüístico, hecho de retazos y reverberaciones de aquello que el progreso se llevó.
El lenguaje actoral de la obra es el de la Comedia del Arte, no en su forma “pura” (hecha de arquetipos), sino a través de la utilización solvente de muchos de sus recursos, fundamentalmente la máscara, los disfraces, la extrema transformación corporal, la rutina cómica. La eficacia del director, el entrenamiento y el talento de los intérpretes, hacen el resto.
Deteniendo la mirada en lo dicho, podríamos sostener que ambos procedimientos abrevan en tradiciones “muertas”, en recursos y escuelas del pasado. La lengua que se re-crea ya no es una lengua vigente y el sainete criollo ya no existe. Asimismo, la forma popular de la Comedia del Arte como arte de feria, realizado por compañías itinerantes, fue aquel fenómeno surgido en la Europa que se deshacía del medioevo, y cuyas ramificaciones llegaron hasta estos perdidos extremos del mundo; hoy en día es ahora objeto de estudio y de técnicas de composición, pero ya no habita como tal en las manifestaciones escénicas populares. Tomando en cuenta esta exigencia, y haciendo un hábil cruce de ambas tradiciones, La Denuncia, en la cartelera porteña, toma el lugar privilegiado de la novedad.
Gallinas, teros y el destino inexorable como el hierro
La Denuncia es, ante todo, un espectáculo entrañable y disfrutable. Tiene momentos de puro goce, por decirlo de algún modo; momentos donde el sentido, el significado o la intención, se desvanecen ante la pura alegría del procedimiento: Marcelo Xicards alimentando a las gallinas; o el momento en que se narra, simplemente, que el perro espanta a los teros para comerse los huevos.
Y a su vez, la obra sostiene la metáfora. El destino, las vías del tren marchando sobre la llanura, el dejarse ir, el viejo choque, tal vez jamás resuelto, de civilización y barbarie que a su paso deja olvido. Y la representación.
Hecho real, requiebro de amor
Un párrafo final para la condición de “hecho real”. No hay hechos “reales”, lo sabemos, en términos de representación. La recreación hace lo que debe hacer, de forma irreverente y tierna: le pone máscaras, para poder acercarse a la verdad.
El deseo, por lo demás, es en la obra casi una excusa para el requiebro amoroso: el viejo arte de decir ingeniosamente lo que no puede ser dicho.
“Y guarda que mi caballo todavía relincha”.
Una de reír
La señora de la butaca enfrente mío comenzó a reírse a los pocos minutos de representación. Cada tantito, una carcajada. Y otra, y otra. Cada vez menos espaciadas. Hasta que, promediando la función, la risa se le hizo continua. La señora se reía y se reía y se reía, respiraba, comentaba, y volvía a reír. No sé bien qué disfruté más, si lo divertido de ver “una de reír” bien hecha, o el contagio que me producía todo el tiempo la risa de la señora. Creo que separar ambos hechos es artificial.
[1] Para leer la reseña de aquella obra en este blog, click aquí: http://la-diosablanca.blogspot.com.ar/2009/03/sobre-harina-de-de-carolina-tejeda-y.html
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