El viernes fui a ver HASTA QUE LA MUERTE NOS SEPARE, de Rémi De Vos, al Camarín de las Musas, Mario Bravo 960
La muerte como principio
Ashes to ashes, dust to dust reza el pastor en la película americana, los deudos de negro sobre el prado verde intenso sembrado de lápidas bajo la llovizna plateada. “Cenizas a las cenizas, polvo al polvo” es literalmente la traducción de esa fórmula. Del polvo venimos, al polvo volveremos. No somos nada, ante la muerte igualadora. Esta reseña de Hasta que la muerte nos separe, junto con la anterior, sobre El último fuego, la de Rosa Mística y la reseña de próxima aparición sobre Escoria, de José María Muscari, hablan de obras que se inician con la muerte: con la muerte de un bebé en Rosa Mística, de un niño en El último fuego, con la de una anciana en Hasta que la muerte nos separe y con una metafórica muerte en vida, sobre la que nos extenderemos más adelante, en Escoria. En todas, la muerte precede la acción.
La igualadora
Mencionábamos ya en Sobre El último fuego esta particular inversión de la causalidad, que coloca, dándola vuelta, la relación causa-efecto en primer plano: el mundo proviene de una consumación destructora antes que creadora (el primer término de la serie es la destrucción y luego llega la regeneración, lo que sugiere el retorno cíclico, infinito).
Las obras en cuestión proponen la muerte como antecedente de aquello que desarrollan; lo que sigue a la muerte es sorprendente y hasta azaroso (en apariencia), o riguroso e inevitable como el destino. En El último fuego la consumación, ya desde el título, sugiere un “último” pasaje, el mismo del que proviene; Rosa Mística ofrece la exaltación ritual del sacrificio. El desarrollo y destino de Hasta que la muerte nos separe, del francés Rémi De Vos es, en todo caso, el más inesperado y sorprendente en su paradoja: la confirmación de una promesa que nunca se hizo y que, sin embargo, lo determina todo.
Una síntesis argumental
Tras el funeral de su abuela, un hombre regresa a la casa de su madre, de quien se ha distanciado largos años. En esa casa reencontrará un amor de juventud, y será atrapado por una rígida y al mismo tiempo desopilante cadena de compromisos, que tal vez perduren… hasta que la muerte los separe.
Cenizas
Las cenizas son símbolo de lo precario de la condición humana y de la fugacidad de la vida –ashes to ashes–; son símbolo y también parte de un ritual, si efectivamente los restos son cremados y entregados a los deudos en una urna. Frente al compromiso que implica un ritual (hijos, he aquí las cenizas de vuestro padre), se tensa la cuerda del arco entre dos extremos. En el extremo del desapego (siempre aparente), se encuentra aquel inolvidable capítulo de la también inolvidable serie Six Feet Under en el cual el hijo artista, bipolar, la hija Brenda, famosa porque su padre publicó sin pseudónimo ni cuidado fragmentos de su infancia en un muy popular libro de divulgación psicológica, y su madre, psicóloga también, están reunidos en el piso del matrimonio, las cenizas del padre en el regazo. La angustia tensa el aire y deforma las sonrisas “superadas” de los familiares del muerto, que discuten adónde le hubiera gustado a papá que sus cenizas descansaran. Las versiones difieren tanto y a tal punto que la imagen unívoca del padre estalla en fragmentos y contrastes. La madre de pronto se levanta y arroja las cenizas por el balcón a la calle. Fin del problema.
En el otro extremo del arco, hecho de palabras que sujetan desde y hasta el compromiso de la muerte, la obra de Rémis Des Vos.
Actos de palabra
La obra no es grave, sino todo lo contrario. Es una obra feliz. Feliz en dos o tres aspectos, que se iluminan mutuamente. El primero, sus actores –de gran despliegue de recursos, y de una precisión asombrosa. El segundo, la trama –el equívoco y sin embargo estricto encadenamiento anecdótico del relato–, que asciende de lo lúgubre a lo luminoso, a lo liviano y, finalmente, a lo inexplicable. El tercero, la forma, cuyas reglas articulan la acción y fuerzan (¿abren?) el tema (la muerte, el amor, el tiempo), vaciándolos de sentido y de sustento, como si se tratara de una tesis sobre “el absurdo” a la que se llega –no de la que se parte–. Es la felicidad de un acto de habla extremo: la mentira piadosa, echada a correr. Es, también, la “felicidad” en el sentido técnico del término: bajo determinadas circunstancias, y en presencia de determinados participantes, las palabras hacen algo, determinan o conforman una realidad –las palabras prometen, comprometen, confirman o modifican–. Hasta que la muerte los separe…
La captura del hijo varón
Unas palabras finales sobre el núcleo tradicional del relato que se pone en juego: el de la captura del varón. Lugar común (lugar de horror) del patriarcado, alrededor del hijo/candidato el poder despreciado–el femenino poder del débil, hecho de palabras ambiguas y silencios, poder de lo equívoco, de lo erótico–, teje su red y su trampa. En este tópico el varón, víctima de madres devoradoras y novias inocentes, es vaciado de razón, dulcificado y convertido en un cordero que se entrega a sí mismo mansamente… Tal es el horror que el orden jerárquico de género (el orden patriarcal, el del dominio masculino) experimenta ante esta sombra, que no puede más que narrárselo a sí mismo, una y otra vez…
Mirta, Javier y Céline
A veces uno no mira a Mirta Busnelli actuar. La contempla. Aquí las dotes actorales de lo tres se suman: la densidad de la madre, el desborde de energía del hijo y la etérea sorpresa de una Céline Bodis comediante–. El trío funciona a la perfección
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