lunes, 28 de julio de 2008

Sobre ELSA, de Jürgen W. Berger, dir: Carolina Adamovsky


El sábado a la noche fui a ver ELSA, Inspirada sucesos de la vidad de Ellen Wolf, al Espacio Callejón. Escrita por J.W.Berger, con Gaby Ferrero, Javier Lorenzo y la misma Ellen Wolf. Dirección: Carolina Adamovsky.

A modo de sinopsis
“Elsa” (la actriz Ellen Wolf) cuenta los principales sucesos de su vida: su nacimiento en el seno de una familia judía en Alemania, y su posterior exilio a Suiza y luego a la Argentina; su vida como esposa y viuda de un estanciero; y la reconstrucción, acompañada por las intervenciones de una de sus hijas y de su nieto, de la vida, desaparición y muerte de su hija Lili a manos de los grupos de tareas de la dictadura militar.

La autobiografía
La obra tiene una cualidad básica que la emparenta, funcionalmente, con las búsquedas del ciclo Biodrama –aquel que el Complejo Teatral de Buenos Aires, en la Sala Sarmiento, viene realizando desde hace ya varios años, en el que se indaga la relación de las “vidas reales” con lo escénico–. ELSA podría ser un “biodrama” desde su premisa, puesto que la obra cuenta fragmentos de la vida real de la actriz protagónica.

El modo –y aquí no todos, o quizás pocos de los biodramas lo utilizan– es el registro narativo autobiográfico, la utilización manifiesta de la primera persona en un relato directo – “me pasó tal y cual cosa”.


La cuestión autoral, entonces
Una autobiografía tan explícita, en la cual el “yo” narrativo es la persona real pone en cuestión, desde varios ángulos, la autoría en sí.
En la obra hay un autor: J.W.Berger. Y hay una traducción, a cargo de Carla Imbrogno. Esto implicaría algo así: la obra original está escrita por J.W.Berger en alemán y cuenta, en primera persona, fragmentos de la vida real de Ellen Wolf, presentada en escena como el personaje “Elsa”. Hasta aquí, nada radicalmente fuera del eje habitual.

Sin embargo, Ellen Wolf está viva, está en escena, y cuenta su historia. La cuenta “con sus palabras”, quiero decir: uno oye a Ellen Wolf contar su historia, sabiendo que es su historia, y entonces el autor se diluye: el espectador atribuye en forma inmediata la voz a la persona –no al personaje. Uno deja de imaginar para ver a Ellen Wolf que nos cuenta, tal cual, la historia de su vida.

Paradójicamente podría pensarse que cuenta su vida con palabras de otro –del autor Berger– pero a su vez negándolo, ya que este “otro” –Berger– no puede no haberlas tomado de ella. Dicho de otro modo: no habría un corrimiento, una estilización o directamente un trabajo de contraste u oposición a la voz de Ellen, sino un retorno explícito a ella, que suena a ella misma y diluye al autor.

La puesta en escena, de alguna manera, acentúa este procedimiento: fundamentalmente, el recurso consiste en grabar la voz de Ellen, o escucharla grabada, y grabar su imagen y voz, y verla reproducida en pantalla. Esto es, naturalmente, una exhibición (o si se quiere, un comentario) del propio procedimiento de escritura –imagino a J. W. Berger que se fascina con la vida de Ellen y le ofrece escribir una obra; Ellen acepta y J.W. la entrevista, la graba, y compone la obra. En su traslado al escenario, la obra retorna a la instancia de origen, con la misma Ellen en la misma situación. El autor desaparece, como en toda obra en escena (en tanto que el texto del autor deja su lugar a la performance). Pero en este caso, caso extremo por la condición de lo real interceptando (y tal vez bloqueando o destituyendo lo teatral), la obra misma se despoja de sus características de obra para dar paso a una especie de “crudo”, a algo así como a un backstage, una cocina, un armado cuya autoría, como efecto, me atrevería a decir que termina recayendo en la directora –como en todo “documental”, dado su efecto documental.

Semiosis y cuerpo humano
Años atrás quedé prendido de una idea teórica, tal vez un poco obvia, pero con cierto encanto en su enunciación, que dice: “todo objeto sobre el escenario se semiotiza”. La idea hace referencia, fundamentalmente, a todo objeto real, con entidad propia extra-escénica.

Ejemplo obligado: una silla es un silla, pero en el escenario es, además, un signo. El escenario semiotiza a sus objetos por default, puesto que uno (el espectador), le asigna una función en una historia. Algo así pensaba –hasta ayer– sobre el cuerpo humano también. Pensaba: el cuerpo humano, que no es signo, se semiotiza en el escenario.
Y tan convencido estaba de ello…: pongo cualquier cuerpo en escena, lo ilumino, lo instituyo teatralmente y, zas: es signo; participa, por default, de una historia.

Voy a hablar de esto, me decía mentalmente, mientras miraba ELSA. Pero luego, al sentarme con la intención de comentarlo en el blog, se me ocurre que no. Se me ocurre que el cuerpo humano… bueno, sí, se semiotiza, sí, pero no básicamente. Básicamente resiste esa semiosis. Creo que el cuerpo humano quiere seguir siendo tan solo un cuerpo, tan solo una actriz, tan solo fulano de tal intentando hacer determinada cosa…

Algo de esto hay en la idea de una idea que abordé en un artículo una vez: lo llamaba la “doble realidad” del actor teatral y decía que, como arte performática, el teatro exhibe el cuerpo real del actor en escena, no su imagen grabada y proyectada como el cine y la TV; por lo tanto, no solo se ve el signo sino también, y casi en primer plano, el cuerpo “real”, el de esta mismísima noche, con esta temperatura, en este momento. Se ve ese cuerpo en tanto está construyendo un signo y se resiste; la presencia del real es evidente y, de hecho, uno va hasta el teatro para ver ese fenómeno: la permanencia de tal actor, en vivo y frente a mí, realizando tal performance.

Semiosis y persona real
Esta resistencia se extrema en un planteo como el de ELSA, porque el cuerpo de Ellen Wolf es el cuerpo de Elsa, su memoria es la memoria del personaje que representa, no hay distancia, la semiosis es… o muy leve, o casi inexistente. Y la puesta lo acentúa.

En la obra, Ellen Wolf dice “yo” y es ella misma. Gaby Ferrero y Javier Lorenzo interpretan, en cambio, personajes: Javier actúa de Sebastián, el nieto de Elsa, hijo de un ex detenido político y de la hija desaparecida; Gaby hace –la mayor parte del tiempo– de la otra hija, la sobreviviente, hermana menor de la desaparecida. En otras instancias, sin embargo, duplica la voz de Elsa: actúa de Elsa, interpreta sus palabras –en escena o grabada en video. Todas estas instancias, decía, está exhibidas en la puesta: se muestra el procedimiento por el cual Ellen actúa de sí misma, Gaby actúa de su hija, Sebastián actúa de su nieto, Gaby actúa de Ellen, Ellen es grabada; vemos a Ellen grabada, vemos a Gaby grabada actuando de su hija y actuando de Ellen y, por último, vemos a la propia Ellen filmada más de ocho décadas atrás, dando sus primeros pasitos (y tropezones).

Viendo estos procedimientos, para mí, algo queda demostrado (aunque es difícil demostrarlo con palabras, y yo creo que hay que verlo): allí donde el actor y el cuerpo real no compiten, se puede elaborar un equilibrio “teatral”. Javier Lorenzo encarna -para la ficción (exhibida)- a Sebastián, y puede encarnarlo; con él el público comienza a sentir, a percibir, teatralmente, la presencia de ese personaje en escena –la resistencia da lugar a la aparición.
En cambio, allí donde la actriz y el cuerpo real compiten, la actuación y el cuerpo quedan separados: en tanto la Ellen real está presente, el cuerpo de Gaby le es ajeno al personaje. Esto no significa que la excelente actriz Gaby Ferrero no pueda componer un personaje, esto significa, para mí, que no hay tal personaje, que la presencia real de Ellen Wolf imposibilita la generación de su propio personaje, bloquea su teatralidad, le impide a otro cuerpo ser su signo. (¿epa, Apolo, será para tanto? Yo digo que sí)

El documental
La obra es interesante y conmovedora por sobre todas las cosas por su condición documental. Lo que cuenta, en las condiciones en las que es contado, hacen del espectáculo algo para ver. Sin embargo, la sensación final no es –y aquí debo decir con mayúsculas PARA MÍ–, decía, no es teatral. No vi una obra, no vi una experiencia escénica, vi un documental, una entrevista en vivo, un género para el que el teatro casi no ha sido pensado.

Pensaba al salir en una película como La secretaria de Hitler vista en relación directa con su película hermana (o hija) La caída: ambas son “películas” en el sentido en que la de no-ficción, el extenso reportaje a la secretaria real, participa de un género de larga tradición cinematográfica. El no tiene un género tradicional para esto. Lo que los anglosajones llaman Documentary Theatre no es la presencia de lo real en escena sino más bien la representación directa de hechos documentados. Sin embargo, tal vez ya sea hora de abandonar esa distinción. La película The Road To Guantanamo mezcla sucesos reconstruidos ficcionalmente con personajes e imágenes reales, una película como Borat puede armar un personaje ficcional interviniendo en forma “documental” sobre americanos reales, algunos de los Biodramas han experimentado ya sobre la realidad y la escena.

Las hijas muertas. Carolina y la pequeña Luna
Dejamos a la bebé Luna (de casi cuatro meses, epa) al cuidado de Agustina –con su babysit, su sonajero, su mamadera de leche materna y su trapito con olor a mamá– para ir al teatro.
En el puerperio, las sensaciones y emociones de la maternidad (maternidad en términos amplios, tan amplios que incluyen mi paternidad –y la incluyen mucho–), las emociones y sensaciones, decía, se acentúan, se hacen rectoras de muchas decisiones y actos.

Al salir de la obra Caro dijo que estaba triste. Que no podía tolerar la idea, aunque fuera una fantasía lejana, de perder alguna vez a Luna. De que desapareciera, la torturan y la mataran y su cuerpo jamás apareciera, como sucedió con Lili, la hija de Ellen. Estábamos yendo a bucarla en ese momento. Arranqué el auto, seguimos charlando. A los pocos minutos me di cuenta de que Carolina, absorta por la temática y la representación, no se había dado cuenta (o no había querido darse cuenta) de que la actriz era el personaje real, era de verdad la mamá de Lili. Así y todo, la conmovía y la entristecía muchísimo. Ellen, que no llora en el escenario ni arma su papel y el de los suyos desde el patetismo y el lamento, sino desde el optimismo y la vitalidad que la trajo hasta estos ochenta y tantos años, se atreve a ofrecer su cuerpo mismo para tematizar esa terrible pérdida. Es, como toda actriz, una oficiante.

A través de ese cuerpo, que Carolina cree semiótico, el dolor vibra.

Le dije: “pero la actriz que hace de Elsa es de verdad la mamá de Lili; la obra está basada en la vida de ella en serio”.

No te puedo creer… dijo Caro.
Y el silencio absorbió lo demás.

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