miércoles, 11 de noviembre de 2009

Sobre UN HUECO, de Juan Pablo Gómez

El domingo fui a ver 1 HUECO de Juan Pablo Gómez al Club Estrella de Maldonado (Juan B Justo 1439, Palermo) Funciones Sáb 22 hs y Dom 20 hs. Reservas 15 5708 5927

La muerte y la brújula del teatro en la ciudad
En la reseña sobre la obra de Rémi Des Vos Hasta que la muerte nos separe (click aquí) hablé de cuatro obras –actualmente en cartel en Buenos Aires– en las que una muerte precede a la acción: la muerte de un bebé en Rosa Mística, la de un niño en El último fuego, la de una anciana en la obra del francés, y la metafórica muerte en vida de la fama en Escoria. Un hueco, esta pequeña , y muy lograda obra de Juan Pablo Gómez agrega un tono de ternura masculina al mapa de las festivas o terribles obras-duelo.

Síntesis argumental
En el reducido y literal vestuario del Club Estrella de Maldonado –que representa y en última instancia reproduce el reducido vestuario del club de un pueblo– tres jóvenes se refugian como pueden del dolor y la intensidad del velorio de un amigo.

Lo inexplicable
En ciertas buenas obras es más seductor lo que permanece inexplicado. Pero no se trata de una fórmula: mayormente, como en la vida, lo inexplicado es fastidioso, irritante o aburrido. Sin embargo, cuando lo que no se explica logra instalarse en el preciso y esquivo lugar del axioma, lo injustificado cobra poder metafórico, se poetiza. ¿Por qué muere un bebé? Por un balazo en la cabeza. Causa-efecto. ¿Por qué Dios lo permite? Silencio. Porque no hay Dios, por supuesto. Porque Dios es cruel. Porque es una obra de teatro. Porque sí. Porque no. Porque la muerte, la igualadora, es para todos. Para nadie. Tres amigos de duelo, uno con muletas. ¿Por qué las muletas? Bueno, sí, en cierto momento se explica. Pero por qué murió el amigo. ¿Por qué muere un hombre joven? ¿Por qué los demás estamos vivos? ¿Y en qué consiste, entonces, estar vivo? ¿Puedo ver la vida desde afuera? ¿Puedo retirarme a un costado? Silencio e intensidad.

La técnica del lateral
El espacio real en el que está montada la obra es mínimo: el vestuario real de un club real. Y bien en el medio del espacio escénico, dominándolo, un gran, gran locker. Un banco que ocupa toda la pared lateral, y las puertas del baño y de salida. La obra comienza en la penumbra, con la poca luz que una ventana –real– deja entrar desde el lejano alumbrado público de la Av Juan B. Justo. La acción central de la anécdota que Un Hueco cuenta sucede al lado, en el salón principal del Club, donde transcurre el velatorio. Fiel a una de las propiedades más teatrales de la construcción del espacio escénico, la obra se instala en la sala contigua, en la metonimia del acontecimiento que ocultará.

En Babilonia, del gran Discépolo, la fiesta sucede arriba, y determina el tiempo (real) y la acción de esa “hora entre criados”. En Rozencrantz y Guilderstern han muerto, de Stoppard, los personajes laterales del Hamlet permanecen en la bambalina lateral de la obra, que determina el tiempo y la in-acción de su acción. La construcción de antesalas, el refugio parcial en medio de una gran catástrofe, el espacio contiguo toma metonímicamente las propiedades de la escena completa, desplazando sus signos hacia lo pequeño, lo íntimo, lo que el espectador teatral puede abarcar en profundidad. Un hueco abreva con eficacia de esta tradición.

Lote 77
La exquisita Lote 77 de Marcelo Mininno (para leer la reseña de esa obra, click aquí) examina con técnica minimalista la construcción social (y poética) del varón. El agrietado paradigma de lo masculino renueva viejos signos subvirtiendo su sentido.

En una de los mejores parlamentos de Un Hueco (esos que uno dice: ¿por qué no se me ocurrió a mí?), uno de los amigos le dice al otro, en referencia a qué imagen darían si irrumpiese alguien de improviso en el vestuario:

“Dos tipos solos en el vestuario tocándonos la corbata”.

El dolor, la literalidad (femenina) del llanto, la caricia, el sostén emocional, son tabúes y zonas de exclusión masculina que, conservando su fuerza y en virtud de su fuerza, se quiebran. El espacio contiguo no sólo da estructura a la pieza, sino también esta posibilidad de sugestiva intimidad.

El Volley
Breve: durante la puesta en escena de Rosa Mística, en la cual trabajamos con el desafío de conservar a los cinco actores en escena toda la obra, bautizamos como “el volley” a la marcación de rotaciones permanentes de los personajes/actores en el espacio y la situación. El Volley, en Un Hueco, se torna temático –tal vez quizás por eso, previsible, aún sin defecto. Es A+B+C , uno petiso, uno alto, uno con muletas. Serán, pues A+B-C, C+B-A, B+C-A, etc. Y sin embargo funciona.

Puesta en abismo
A la media hora de obra, creo que literalmente, está todo visto y su estructura concluye. Lo que perdura, y de allí se toma y de allí sostiene la siguiente mitad, es de la intensidad de la actuación. La técnica de cambio de energía (grito, susurro, tensión, explosión, relajación, detenimiento) es suave e impecable. Te podrías ir a la media hora (si lograras escapar del encierro, claro está), habiendo entendido todo, y pudiendo incluso escribir esta reseña. Y sin embargo, algo vivo quedó atrapado, y te lo perdiste.

Una perla: la narración puesta en abismo del juego de computadora que, como el pueblo, como la obra, como el universo, contiene un tipito que también juega a la computadora en cuyo juego hay un tipito que también juega…

Lo inexpugnable
Y dice un afiche pegado en la pared (por si vas y te queda muy de costado, y no lo podés leer):

Haced un hueco cariñoso
grabad en vuestro pecho
esta consigna
inexpugnable

miércoles, 4 de noviembre de 2009

Sobre B3CK3TT 3obrasbreves de Samuel Beckett

El sábado fui a ver B3CK3TT 3obrasbreves de Samuel Beckett (dir Cecilia Propato), a NoAvestruz (Humboldt 1857) Próximas funciones en el Festival Beckett.

El asombro
Año 1991, quizás 92. Un reproductor de VHS y un televisor en una fría, fría aula de la Facultad de Filosofía y Letras recientemente trasladada a la ignota calle Puán. No hay tradición. Nadie ha estado el tiempo suficiente para acostumbrarse ni para recordar. No hay generaciones pasadas. Somos pocos porque es un seminario especial, de tema fascinante: Shakespeare y Beckett. La vieja Inglaterra, la no menos vieja Irlanda. A principios de los noventa no había aún celulares en todos los bolsillos y carteras –faltaban diez años, o más-; no había computadoras en todas las casas –mucho menos notebooks, netbooks, blackberries–; las monografías se escribían a máquina, los mensajes se grababan en contestadores, existían aún, pero agonizantes, las cartas y se escribían a mano. No había Youtube; nadie, personalmente nadie, estaba en un video on line. Allá arriba, en el tercer piso de Puán, en el aula oscura, una profesora ponía el video de una puesta en inglés de Rockaby, de Samuel Beckett…

La absoluta incomprensión, y el amor. Allá lejos, a primera vista.

More…

Síntesis argumental
Las obras de Beckett, sobre todo las obras breves, son un mecanismo: un mecanismo visual, rítmico y lingüístico de precisión, reticente a la síntesis. B3CK3TT es una obra hecha de tres obras breves del mismo autor: Come And Go, Footfalls y Rockaby. La puesta las ofrece en sucesión, sugiriendo un conjunto.

Quizás sus imágenes ayuden: Come And Go. Tres mujeres sentadas codo a codo en un banco (¿tres señoras? ¿a la intemperie?) mantienen una breve conversación que simétricamente se entrelaza hasta la paradoja. Footfalls; una mujer camina minuciosos pasos arriba y abajo mientras mantiene un diálogo (¿en el mismo tiempo? ¿en el mismo lugar?) con la voz de una anciana postrada. Y la imagen inmortal: Rockaby, la vieja en la silla mecedora pide (¿exige? ¿suplica?) escuchar una y otra vez la voz que le narra, una y otra vez, el breve lapso de…

Fémina
En las tres obras no hay ni un solo varón.

Belleza
Las tres mujeres en el banco, que parecen conocerse desde la infancia, cuyos extraños nombres (Flo, Vi, Ru) guardan reminiscencias de flores y antiguas canciones shakespereanas, son curiosamente anónimas y coloridas. En sus palabras resuena el saludo de las tres brujas de Macbeth, cuya voz engañosa es el destino. La puesta es pulcra, neta, pictórica, y quizás refuerza el costado simbólico del juego, más que su humanidad.

El sonido y la furia
Footfalls es una obra de sonidos; toda obra de teatro lo es –en la extrema Breath (Aliento), de 35 segundos, sólo hay un llanto de bebé y un jadeo­­-. El propio Beckett dirigió la primera puesta de Footfalls en el mítico Royal Court Theatre de Londres en 1976; se cuenta que le puso papel de lija a las suelas del calzado de la actriz Billie Whitelaw para asegurarse que los nueve pasos arriba, nueve de regreso, se escucharan.

El texto original está plagado de juegos de palabras y el propio director sugería a su actriz matices de pronunciación que acentuaban esta oscuridad[1]. Tal vez esos sonidos, ese sabor de una vieja irlanda pueblerina, sean inaccesibles. Algo precioso queda oculto en una puesta que, no obstante, le hace honor.

El tiempo
El tiempo duele en las obras de Beckett; el mecanismo –desde Godot hasta Rockaby- está diseñado para hacerlo sentir. “Es hora de parar de ir de aquí para allá”, dice la voz que mece los oídos de la viejita y del público. De aquí, para allá, de aquí… para allá. En el vaivén. En las horas finales.

El lenguaje es tan seco, está tan desprovisto de todo gesto de piedad que se torna, paradójicamente, la piedad en sí. En aquella fantasmagórica, casi mitológica puesta en abismo de la obra en Puán –la tele, el aula, el frío, el incomprensible inglés original- la silla mecedora se mecía sola. Tenía un mecanismo que la hacía mecer; sobre ella, inmóvil, apenas viva, Billie Whitelaw.

El sábado al atardecer (la hora del crepúsculo que tan bien concuerda con la muerte), Chunchuna Villafañe se mece y se escucha a sí misma, inolvidable, en el borde de la expresión que se ciñe, se contrae, se hace árida. Es, otra vez, la piedad.

Morir donde se nace
Se mece la anciana, se acuna el bebé. La distancia y el tiempo que median entre el Lullaby (canción de cuna) y esa mecedora es, en última instancia, una vida.

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[1] La segunda parte de la obra comienza con la repetición de la palabra “Sequel” (secuela), que Beckett quería que fuera pronunciada como “Seek well” (busca bien)…

jueves, 29 de octubre de 2009

Sobre BIG BANG, de Carlos Ares

Anoche fui a ver BIG BANG, de Carlos Ares (dir. Corina Fiorillo), a la Ciudad Cultural Konex (Sarmiento 3131) Funciones miércoles 20 hs.

Terapia policial
El despojado príncipe de Dinamarca cierra el segundo acto del drama que lleva su nombre con una curioso propósito: para tener pruebas contundentes de un crimen usará la ficción.

I’ll have grounds/ more relative than this. The play’s the thing/ Wherein I’ll catch the conscience of the King – Quiero tener pruebas contundentes. La representación será la trampa donde caerá la conciencia del rey[i].

La idea de que una representación (en la que las cosas no son, pero son como si fueran) puede iluminar o revelar una verdad (la cosa como es, o como fue) es casi arquetípica: reconstruir los hechos, representarlos, logra someter de alguna manera a la conciencia a un estado paradójico en el cual deja de distinguir los planos de realidad y ficción. De la intermitencia, de la capacidad de ser y no ser de esa hermosa y difusa frontera entre representación y realidad se alimentan los sueños, la imaginación, el teatro.

Estas cosas que vivimos, que pensamos, que soñamos, no son, pero son como si fueran. Eso nos permite reaccionar, anticipar, prever, sufrir, regresar, avanzar. Una de las claves de una terapia anti-fóbica consiste en la capacidad de anticipación de la escena temida: imaginar cómo será, detalle por detalle o representarla –en la imaginación o en la acción– nos permite anticipar y resolver sin daño. En el otro extremo del arco, la representación de un acontecimiento pasado puede devolver a la conciencia recuerdos o escenas reprimidas cuya recuperación, según ciertas escuelas, tendría valor terapéutico. Tanto Hamlet como el diván del hipnotizador o el espacio escénico del psicodrama cuentan con una escena real como objetivo o marco: el real asesinato del padre, la real escena reprimida, o el futuro y real vuelo en avión. Sin embargo, el juego en la literatura, en el teatro, en el arte (¿en la vida?) a menudo va más lejos: quita la escena real, y entonces…

Eterno barroco
Entonces los reflejos reflejan reflejos. Entonces, Las ruinas circulares, la mariposa que sueña ser Chuang Tzu, un cuento de Philip Dick, diez cuentos de Philip Dick, la ilusión de Maïa, la vara rota de Próspero en La tempestad, el abismo filosófico de un déja vu, la inestabilidad.

Síntesis argumental
Dos actores, antiguos amantes, se reúnen años después en un escenario despojado para el primer ensayo de una obra de teatro. Las razones y las versiones de ambos difieren: por qué están allí, para qué. Las palabras son las mismas y sin embargo, cada vez que se dicen, dicen otra cosa, dicen algo más. O algo menos.

El personaje actor
La representación dentro de la representación es una de las formas más tradicionales de exponer los vínculos entre ficción y realidad o, de algún modo, entre la conciencia y las cosas. Y la utilización directa de actores como personajes es la puesta en límite, saturada, de esa forma: el actor que representa a un actor en el escenario, multiplica los planos de ficción hasta el punto de la duda permanente.

“Ahora estás actuando”, le dice un personaje al otro en Big Bang a raíz de una explosión emocional.
¿Acusación? ¿Reflexión? ¿Sospecha?
En todo caso, ¿cuándo no actúa?

La acción en Big Bang es la espera, aquella de Vladimiro y Estragón, pero tensada por la confianza en una revelación final. Mientras que en Beckett el diálogo-rutina va de este modo “no nos podemos ir. ¿Por qué? Estamos esperando a Godot. Cierto”, en Big Bang se sintetiza a “¿En qué estábamos? Estábamos actuando”.

¿La verdad os hará libres?
El marco explicativo que organizará y ubicará en un relato coherente las contradicciones y misterios de los personajes resuelve la trama –el espectador podrá saber finalmente quiénes están allí, cuándo y por qué–, pero (felizmente) no rellena el abismo, el de los espejos infinitos, el de la duda que subsiste sobre “el otro” como incógnita: si todos mentimos, nadie miente (lema de la obra y bajada del título) iguala a todos con nadie. Lo esencial es la diferencia de uno con el resto; el espejo, la actuación, borra esa línea. No hay libertad en la verdad porque, si todos actuamos, nadie actúa. Nadie. Ningún sujeto. El juego barroco de la multiplicación negadora de un centro, una vez más, borra al sujeto y lo convierte en actor –en el sentido de intérprete de una ficción–. En acuerdo con la idea etimológica de personaje, las máscara es la identidad en la ficción y no hay otra identidad que ella. No habría algo esencial, un ser, una nada, más allá (o más acá).

El límite y la muerte
No obstante, quedan los cuerpos y la amenaza. Los cuerpos son portadores de las marcas ineludibles del paso del tiempo, y contradicen la multiplicidad. En Big Bang, los personajes imaginan (e incluso insinúan como promesa) escenas de muerte. Morir en el escenario. La escena de la muerte. Aquello ineludible.

A riesgo de que el espectador descarte antes de ver la obra una hipótesis, lo peor –como en el grotesco– no es morir, sino perder la máscara de la identidad. El “personaje” que hemos adoptado (la gran actriz, el actor laburador o, si se quiere, el buen hijo, el amante fogoso, el gordo simpático, la buena amiga, etc., etc., etc.) es una estrategia de supervivencia. Su límite está en la superficie de sí mismo.

No habiendo una verdad que se distinga de la ficción, lo peor es ya no poder fingir, pretender, representar.
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[i]Según traducción de Manuel Ángel Conejero

martes, 13 de octubre de 2009

Sobre TODOS LOS GRANDES GOBIERNOS HAN EVITADO EL TEATRO ÍNTIMO, de Daniel Veronese

El domingo 20/9 fui a ver TODOS LOS GRANDES GOBIERNOS HAN EVITADO EL TEATRO ÍNTIMO, Versión de Daniel Veronese de Hedda Gabler de Henrik Ibsen, al Camarín de las Musas (Mario Bravo 960) Funciones vie, sáb, dom 20.30 hs.


El enigma
En 1985, a los dieciséis años, compré uno de los tantos libros que de inmediato me parecieron incomprensibles pero encantadores, y cuyas palabras e imágenes perduran todavía a modo de asociación inmediata. Es el caso del nombre de una obra de teatro que es también su personaje, Hedda Gabler, nombre que inmediatamente gatilla en mi cabeza estas palabras: “anotemos, de paso, que las pistolas que el general Gabler lega a su hija, son no menos instrumentales para la acción que los personajes”.


La frase es de Jorge Luis Borges, y figura en el breve y exquisito prólogo a la edición de Peer Gynt y Hedda Gabler incluida en la colección de libros que dirigió[1] junto a María Kodama poco tiempo antes de su muerte.


Pasaron los años, más de veinte años, y el volumen –sus dos obras y su prólogo– continúan siendo enigmáticos, pero por diferentes razones. En las dos décadas que me separan del 85 hice mi carrera de grado en Literatura y toda mi formación en actuación, dirección y dramaturgia; publiqué, estrené, dirigí. Incluso adapté a Ibsen para el teatro San Martín (Casa de Muñecas, con Carolina Fal, Alejandro Awada, Luis Machín, Gabo Correa y Mara Bestelli, dir Alejandra Ciurlanti, 2001; para bajar el texto de esa versión, click aquí). Creo que conozco de memoria partes enteras de esa maquinaria de precisión que es Casa de Muñecas, e incluso la propuse como material de indagación en el “Seminario de Postgrado en Versión y Adaptación” que doy en IUNA (para info del seminario, click aquí).


La forma esencial que el enigma Hedda Gabler tiene para mí a fines de 2009, luego de haber visto la actual versión de Daniel Veronese, aún puede resumirse con las palabras de aquel prólogo:


“Hedda Gabler es enigmática. Hay quienes ven en ella una histérica; otros, una mera mundana; otros, una pequeña ave de presa. Y diría que es enigmática precisamente porque es real, como lo es cada uno para los otros o para sí mismo, como Henrik Ibsen fue para Henrik Ibsen”


El hecho misterioso continúa siendo que aquel maestro del realismo y del teatro de tesis haya escrito esas dos piezas aún más “ibsenianas” por su contradicción real a lo realista: la de la imaginación fantástica, y la del enigma de un carácter.


La psicología, el Quijote Perverso
En un café posterior a la función (café que aún debo, señores del Camarín de las Musas… ¡me fui sin pagar![2]), recordé este prólogo y lo vinculé con aquel otro, el de Bartleby el escribiente, de Herman Melville, en el que Borges opone el enigma (kafkiano avant la lettre) de un carácter, al psicologismo expositivo y sin forma de un pretendido realismo. Hedda Gabler y su enigma oscuro, amargo, destructivo, suspende la pintura realista, psicológica de un personaje, para proponer lo real de su misterio. Fervientemente, George Bernard Shaw comparó a Ibsen con Cervantes, por su radical oposición entre lo real y las ilusiones románticas. Pienso de inmediato en el gran momento de inflexión de la historia del teatro en el que la ilusa heroína romántica, Nora Helmer, parodiando un suicidio que no cometerá, se aferra al umbral de la puerta y dice su “No, Torvald, no intentes detenerme”. Él le contesta “no seas imbécil, ¿de qué me serviría que te suicidaras?”. Minutos después, la Norita-alondra se recibirá de personaje realista, invitando a su marido a hablar para luego abandonarlo. El suicidio está reservado, en Casa de Muñecas, para los caballeros andantes y los brujos que convierten a los gigantes en molinos de viento. En El pato salvaje, el bosque, la gran, mítica naturaleza salvaje del Norte está contenida en ese desván del altillo donde los ilusos juegan a cazar. El altillo y sus conejos son, a los grandes osos, como la bacinilla en la cabeza al yelmo de Sancho Panza. Y allí queda Hedda Gabler. Su histeria, sus ansias mundanas, su insatisfacción son el Quijote oscuro, invertido, mágico y renuente a toda interpretación…


La acción (una síntesis argumental)
El argumento del clásico es respetado, en líneas generales, en esta adaptación: Tesman, un mediocre profesor recientemente casado con Hedda Gabler, deberá competir por una cátedra con el bohemio alcohólico en recuperación Lovborg, que acaba de escribir un libro en apariencia admirable. Hedda, infeliz e insatisfecha, incitará Lovborg –quien alguna vez la cortejó– a exponerse nuevamente al vicio y a la destrucción.


La intimidad

“Todos los grandes gobiernos han evitado el teatro íntimo”, parece decir (aunque no lo dice exactamente) el consejero Brack al principio de la pieza, exponiendo ante Tesman su teoría sobre la prevalencia del gran teatro monumental, funcional a los gobiernos, sobre cualquier otro posible teatro . Ibsen mismo es, sin lugar a dudas, ícono del teatro monumental: clásico de clásicos, los teatros oficiales acumulan piezas de Ibsen en sus carteleras, vitrinas y convocatorias de primeras figuras. El detalle, el pequeño detalle de esta puesta de Veronese: el discurso es pronunciado por un juez en pijamas ante un Tesman en calzoncillos, ambos habitando un poco “de prestado” la escenografía de un teatro en desuso, a modo de hogar.


La reconstrucción de un manuscrito
La trama de Hedda Gabler rodea el misterio de su protagonista con una constelación de referencias literarias, de algún modo metateatrales. ¿Qué es un manuscrito genial? ¿Quién lo valida? ¿Dónde habita esa obra literaria, en el texto o en la memoria de quienes la legitiman y le atribuyen su grado de clásico?


La obra de Lovborg vive más allá del soporte material de su propio texto –y, por supuesto, más allá de la vida y biografía de su autor.


Así los clásicos, que viven en sus versiones. La obra de Ibsen vive y perdura en las puestas de nuestros contemporáneos.


En ésta del Camarín de las Musas, el intelectual bohemio es enérgico, violento, y su imagen (la del siempre impactante Marcelo Subiotto) parece desmentir incluso su capacidad de creación estética en aras del puro estado, corporal, físico –la intelectual, sugestivamente, es su secretaria–. Las rencillas entre escritores, entre personajes, abundan. Los hechos más relevantes son de relativa importancia, los banales se agigantan. En su mayor parte, como en el original, la ley del decoro desplaza casi la totalidad de las acciones de peso a la extra-escena, donde los personajes escriben, pelean, discuten, roban, queman, se emborrachan, se amenazan, mueren, matan. Esto obliga tal vez a los intérpretes a redoblar esfuerzos.


Como en el original, Hedda parece morir más a causa de la escasa mirada –escasa para ella– que los demás le otorgan, que de cualquier causa romántica imaginable.



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[1]Colección Biblioteca personal, dirigida por Jorge Luis Borges en colaboración con María Kodama. Hyspamérica Ediciones, 1985
[2] Prometo volver, abonarlo. Como decimos en Rosa Mística:“Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa”

jueves, 1 de octubre de 2009

Sobre NOCHE BUENA, de Martín de Goycoechea

El domingo 27/9 fui a ver NOCHE BUENA, de Martín de Goycoechea, al Abasto Social Club (Humahuaca 3649). Funciones Dom 20.30 hs

Cuando llegue quiero que me encuentre llorando
A pocos años de comenzado el milenio, el periodista Cristián Alarcón publicó su libro “Cuando muera quiero que me toquen cumbia”[1], un trabajo de investigación sobre la vida y muerte del Frente Vidal, el santito de los pibes chorros –fuente de consulta obligada para la reescritura y puesta de Rosa Mística, por su minucioso detalle de la vida y costumbres villeras[2]–. De esa lectura se destaca, entre muchas cosas, una bella y triste idea: que las familias de las villas sienten que sus “inocentes” –hijos enfermos, pequeños, inválidos– pagan, en el sentido de “compensar”, los crímenes de sus hijos chorros. Dios se estaría cobrando los desmanes de esos hijos violentos, creando desgracia en los hijos mansos.

Creo que no sólo la religiosidad villera sino casi todos los cultos religiosos se apoyan en esta creencia popular de las compensaciones. El mundo está hecho de compensaciones, y es mejor estar en buenos términos con el dispensador de favores, porque si no, te llueven desgracias.

Noche buena. Llora esforzadas lágrimas la bella Luz Quinn en el umbral de la noche –el umbral de la obra es una incrustación de sofá en la puerta de un pasillo–. Las lágrimas aspiran al reconocimiento, aspiran a la felicidad, porque son no sólo una contraseña sino su contrapunto, su previa compensación. Cuando llegue –él– quiero que me encuentre llorando…

La Gatto y el León
Agustina Gatto, una de las más destacadas dramaturgas de la reciente generación (la reseña sobre su obra Buscado puede leerse en este blog haciendo click aquí), sostiene con mucho criterio que cada vez que hago una reseña sobre obras de autores y directores jóvenes termino diciendo que alguien (de mi generación, en lo posible) ya lo hizo antes.

Creo que tiene razón.

Creo también que en ciertos casos lo que retorna es diferente en sus matices; creo que muchas veces la cita renueva los sentidos y las asociaciones a la distancia. Creo incluso que a veces, lo que retorna vive y da vida a lo anterior.

En el caso de la delicada obra de Martín de Goycoechea, lo que regresa, regresa reducido, condensado y querible. Ukelele y unas lágrimas que no se pueden parar:

1997. Centro Cultural Recoleta. Federico León estrena la perdurable Cachetazo de Campo, cuya forma escénica, según cuenta el propio autor, fue determinada por la capacidad extraordinaria de dos actrices de llorar a moco tendido. El Campo, ese personaje interventor, toca en la obra una guitarra criolla.
2009. Abasto Social Club. Luz espera llorando el arribo de Francisco, que regresa “porque no podía parar de llorar”. Francisco llorará con pucheros y temblores de barbilla toda la obra, enterita. Y el grandote, extremo Maxime tocará, para solaz de propios y extraños, una diminuta guitarrita hawaiana[3]

Nota: la asociación Cachetazo-Noche Buena fue comentada por el autor de esta reseña con el autor de la obra, quien festejó sonriente y añadió: “ah, Cachetazo de Campo; yo no llegué a verla”.

Síntesis argumental
Atascada entre un recuerdo y una espera –como bien corresponde a la helada Noche Buena de algún lugar que es tan lejano como nuestro–, Luz espera que Francisco regrese a ella. La evocación es tan imposible que se torna verosímil: nos conocimos en la selva, mirando en la tele un documental. Maxime, el francés enamorado, insistirá en su cortejo; la lánguida y bella Julieta deambula mientras tanto por la periferia que, como sabemos, tarde o temprano será un incómodo centro…

Él se mandó
Esta breve pieza de cámara (dura, creo, cincuenta y cinco coreográficos minutos) contiene una de esas líneas de diálogo que se quedan dando vueltas en mi cabeza con un eco –un susurro de “cómo no se me ocurrió antes”–. Maxime, el francés de la guitarrita, aparece de súbito y le canta a su Luz deseada una dulce chanson estilo serenata, ante lo cual la chica pregunta:
–¿Quién lo mandó?
Y la otra responde:
–Él se mandó.

Quién no quisiera, en nombre del amor, mandarse a sí mismo.

Obturación, friso y coreografía
Noche Buena se ofrece al espectador como un dispositivo escénico muy particular: se ve sólo parte de lo que sucede. En casi toda buena obra de teatro esto es así, pero en Noche Buena esto se hace literal. La puesta obtura la mirada del público: de frente, de extremo a extremo de la escena, una amplia pared con dos puertas. De una de ellas asoma la mitad de un sofá de dos cuerpos; de la otra, el vacío que da a otra pared de fondo, cercana.

Un sofá de dos cuerpos obturado, del cual se ve solo uno y se “sabe” del otro sólo porque “tiene que estar allí” –físicamente, claro– es la literalización de una metáfora inmanente del teatro; es su exposición directa. Un cuerpo en el teatro siempre son dos: el cuerpo del actor, y el cuerpo representado. Coinciden o no, pero siempre son dos –el clásico “método” de los realismos del siglo pasado pretendía que el cuerpo del actor encarnara el del personaje, borrando las diferencias; el clown, el mimo, la ópera, son casos extremos de la exhibición de la diferencia–.

El sonido es también conscientemente comentado. La “música de fondo” es tocada como fondo –músicas que se ponen en juego tras la pared– y como forma –las serenata de ukelele, tematizada–. Pero lo que finalmente prima en términos de comentario y distorsión es el modo en que los personajes construyen su conducta. Martín de Goycoechea habla de “coreografía”, y la escena en líneas generales lo corrobora. Los movimientos están pautados a modo de friso –un gran frente con mínima profundidad–; la expresión verbal modulada por intensidades y cambios de ritmo (o por el mantenimiento de un ritmo constante, como en el desesperante caso de Francisco). La nota histérica es hasta cierto punto soportable porque sabemos que puede callar: el pico insistente se compensa con los excelentes momentos de suave pasividad de Julieta, por el desopilante Maxime, más alienígena que extranjero, y por la intensa Luz que podría en cualquier momento terminar a los golpes, dándoles a todos su merecido.

Archivo de solo lechuga
Existen en el registro habitual de nuestra lengua, al menos desde la popularización de las PC, unos curiosos “archivos de sólo lectura”. Creo que pocas veces decimos la frase, pero muchas veces la vemos. Aparece en pantalla al abrir mecánicamente algún documento, un pdf, o vaya a saber qué –lo dice allá arriba, en la solapita superior...- Yo, al menos, no sé cuándo sucede ni por qué. Archivo de solo lectura.

Hay quien no está de acuerdo con que sintetice las tramas de las obras en mis reseñas. Tal vez este sea el momento en que Martín de Goycoechea no esté de acuerdo con que mencione este hallazgo, pero lo voy a hacer igual –y luego nos citaremos y lo arreglaremos a las piñas–. No sólo de pan vive el hombre: hay, también, sánguches de solo lechuga.

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[1] Cuando muera quiero que me toquen cumbia: Vidas de pibes chorros. Cristian Alarcón, Buenos Aires: Norma, 2003.
[2] Actualmente en funciones en el Kónex, jueves 21 hs, su trama parte de la muerte de un bebé durante un operativo policial en una villa del conurbano bonaerense, a quien la familia levanta un altar y consagra como “santito”.
[3] Ukelele: tradicional instrumento de cuerdas de Hawai, Tahiti e Isla de Pascua; pariente cercano del cavaquinho portugués y del cuatro venezolano, pequeña guitarrita de cuatro cuerdas.

lunes, 28 de septiembre de 2009

Sobre ESCORIA, de José María Muscari

El sábado 19/9 fui a ver ESCORIA, de José María Muscari, al Teatro del Pueblo (Roque Sáenz Peña 943) Funciones sábados a las 21 y 23 hs.

La verdad sobre el caso del Señor Valdemar
El cuento The Facts in the Case of M. Valdemar, de Edgar Allan Poe, fue publicado en 1945 en la revista American Whig Review. Su título no es ingenuo: el propio Poe jugó con la ambigüedad entre lo real y lo periodístico de esos “Facts in the Case”, hasta admitir públicamente, tiempo después, que se trataba de un trabajo puramente ficcional. El argumento: un enfermo terminal es hipnotizado en el momento final de su agonía y mantenido durante muchos meses en estado “mesmérico[1]” exactamente en el umbral de la muerte –sin respiración ni pulso perceptibles, y con la piel pálida y fría–. Finalmente, al intentar despertarlo, el cuerpo de Valdemar degenera instantáneamente en “una masa casi líquida de odiosa y repugnante descomposición”. El cuento es horroroso hasta el límite del gore, pero contiene esas resonantes palabras cuya dimensión suspende el desagrado y nos invita a la contemplación artística: el hipnotizador hace hablar al moribundo en trance, quien primero le dice “estoy muriendo” y luego, con voz gelatinosa, pronuncia el imposible: “estoy muerto”.

En la reseña anterior expuse la serie –cuatro obras teatrales de la cartelera actual porteña que se inician con la muerte–: la de una anciana en Hasta que la muerte nos separe, de Rémi Des Vos, la de un niño de ocho años en El último fuego, de Dea Loher, la de un bebé muerto en una balacera entre policías y narcos de una villa, en Rosa Mística, y finalmente, una “metafórica muerte en vida” en Escoria, de José María Muscari.

La vida real no hace metáforas; sólo el lenguaje las produce. En el teatro, no obstante, los límites entre un lenguaje y una vida, real, en escena, tienden a diluirse. “Todos estuvimos muertos”, dice un actor de Escoria en algún momento. Y el espectador, capturado por lo que el propio Muscari llama “cuerpos que portan sus propias escenografías y reliquias del recuerdo” –el espectador como el lector al mesmérico Valdemar, como el soñador a los fantasmas que se yerguen en los sueños–, el espectador le cree.

Estrella, tú que miraste
Ellos son (¿ellos fueron?) por orden alfabético: Noemí Alan, la tana de la Peluquería de Don Mateo; Liliana Bernard, la monjita protectora de Papá Corazón o la Felipa de Andrea Celeste; Héctor Fernández Rubio, el portero Efraín –blancas palomitas– de Señorita Maestra; Osvaldo Guidi, quien después de ganar el Martín Fierro por su personaje en Antonella no volvió a ser convocado en años; Julieta Magaña y la Batalla del Movimiento; Paola Papini, primera y célebre cola-less de los ochenta; Marikena Riera, de la banda del Golden Rocket; Willy Ruano, quien inventara el idioma de los chetos en el sketch con Pablo Codevila y Silvia Pérez; Gogó Rojo, vedette del Maipo Superstar; y Cristina Tejedor, la mala de las novelas, desde Rosa de Lejos hasta Amor Gitano.

Síntesis argumental
Teatro del Pueblo, pequeña sala en subsuelo del sótano. Guirnaldas de papel, gaseosas de segunda marca y vasos de plástico. Chizitos, palitos, luces de color. Las chicas nos convidan papafritas. Guidi canta Un poco loco, de Sergio Denis, mientras transcurre la espera. Las estrellas olvidadas, algunas ya presentes, otras a punto de llegar, se reúnen a festejar el cumpleaños del productor Escoria. Este es el lado B de la fama.

La mejor tradición biodrama
Escoria está a la altura de lo mejor que hemos visto de Muscari, léase Fetiche –el biodrama sobre la fisicoculturista Cristina Musumeci que inspiró la primera reseña de este blog (para leerla, click aquí: Fetiche)–. En aquella obra, seis actrices encarnaban a un solo personaje real que, tremenda masa muscular de por medio, era “mucha mina”. Aquí, diez personajes reales son sus propias reliquias, aquello que ha quedado de aquel gran personaje que les construyó la fama. Escoria invierte y redobla la apuesta sobre el difuso límite entre ficción y realidad, entre teatro y vida: la vida de los actores, que viven porque actúan o, como decía aquella legendaria canción ochentosa, actuaban para vivir. Hubo allí, en otro tiempo que es otro lugar, una vida de la fama, la experiencia desproporcionada de medir 66 puntos de rating -¿qué significa que todos los hogares de todo un país vean tu sketch y todas las familias te conozcan?–. Hubo allí un tremendo reconocimiento que se separó de la biografía personal y que, en cierto momento (para algunos dramático, para muchos imperceptible), ocultó y relegó a la persona a la sombra, a aquel lugar donde los espectadores nos sentimos con derecho de preguntar ¿Qué es de la vida de…?

Como si alguna vez hubiéramos sabido, y nos hubiese importado, qué era de la vida de. Qué era su vida.

Pero lo sabíamos.
De la máscara, del fetiche, de la persona[2], nosotros –televidentes, fans, espectadores–, nosotros éramos su vida.

Minutos Muscari
Es posible que tenga razón quien me dijo aquello de “en todas las obras de Muscari, te gusten o no, hay veinte minutos extraordinarios”. Si no dijo eso, inventé el recuerdo -¿y quién no lo hace? Obras fallidas, obras rotas, redondas, de una idea, obras que no son obras y obras que sólo lo son. Escoria es la ternura y la emoción de mi mujer, Carolina, al reencontrar en sus recuerdos aquella niña de la edad de nuestra Luna que bailaba La batalla del movimiento, es darse a sí misma un beso en la mejilla de Julieta Magaña. Es el Nachito de rulos ochentoso que chocaba las manos imitando el “hey, manso” del cheto Willy Ruano. Es el relato de Noemí Alan sobre su foto con la gorra militar, la estatuilla maldita del Martín Fierro de Guidi, las tetas atemporales de Gogó, el inoxidable Efraín.

Las reliquias pueden ser apócrifas –ese fragmento de la cruz no proviene de la cruz de Cristo; lo importante es la fe–. Ellos, que están allí esperando al productor Escoria, no son reales. Son, y la distancia conmueve, reliquias de lo que fuimos nosotros al verlos y armarlos/amarlos. Ellos son nosotros mismos mirando sus programas en el pasado.

¿Quién es el fantasma, entonces? ¿Sus máscaras o las nuestras?

Lo único que sucede es que ellos todavía están allí donde nosotros estuvimos.
¿Quiénes los hemos olvidado?
¿Quiénes somos la “escoria” entonces?

Náufragos del tiempo
Momentos Muscari en abundancia, las viejas, clásicas canciones se resignifican. Que todos los perdidos en la marea del tiempo al unísono canten “construiré una balsa y me iré a naufragar” es triste, pero cierto.

Y Willy traduciendo la canción de Julieta, que es el lado B de la batalla del movimiento:

Yesterday, /Ayer
All my troubles seemed so far away / todos mis problemas parecían estar tan lejos
Now it looks as though they're here to stay/ ahora parece que estuvieran aquí para siempre
Oh, I believe in yesterday/ oh, creo en el ayer
Suddenly / de pronto
I'm not half to man I used to be / no soy ni la mitad del hombre que fui
There's a shadow hanging over me / una sombra se cierne sobre mí
Oh, yesterday came suddenly / oh, de pronto llegó el ayer


NOTA
Este blog apoya la solicitud que nos fuera entregada durante la función: “El señor actor Willy Ruano solicita su apoyo y colaboración para cobrar por las repeticiones de acuerdo al tarifario establecido por la Asociación Argentina de Actores de la película “El profesor tirabombas” que pasan por la señal de cable volver”.

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[1] El cuento habla de “mesmerismo”, una pseudociencia precursora la hipnosis
[2] Del latín per sona- máscara que usaban los actores teatrales, indicando su personaje

miércoles, 23 de septiembre de 2009

Sobre HASTA QUE LA MUERTE NOS SEPARE, de Rémi Des Vos

El viernes fui a ver HASTA QUE LA MUERTE NOS SEPARE, de Rémi De Vos, al Camarín de las Musas, Mario Bravo 960

La muerte como principio
Ashes to ashes, dust to dust reza el pastor en la película americana, los deudos de negro sobre el prado verde intenso sembrado de lápidas bajo la llovizna plateada. “Cenizas a las cenizas, polvo al polvo” es literalmente la traducción de esa fórmula. Del polvo venimos, al polvo volveremos. No somos nada, ante la muerte igualadora. Esta reseña de Hasta que la muerte nos separe, junto con la anterior, sobre El último fuego, la de Rosa Mística y la reseña de próxima aparición sobre Escoria, de José María Muscari, hablan de obras que se inician con la muerte: con la muerte de un bebé en Rosa Mística, de un niño en El último fuego, con la de una anciana en Hasta que la muerte nos separe y con una metafórica muerte en vida, sobre la que nos extenderemos más adelante, en Escoria. En todas, la muerte precede la acción.

La igualadora
Mencionábamos ya en Sobre El último fuego esta particular inversión de la causalidad, que coloca, dándola vuelta, la relación causa-efecto en primer plano: el mundo proviene de una consumación destructora antes que creadora (el primer término de la serie es la destrucción y luego llega la regeneración, lo que sugiere el retorno cíclico, infinito).

Las obras en cuestión proponen la muerte como antecedente de aquello que desarrollan; lo que sigue a la muerte es sorprendente y hasta azaroso (en apariencia), o riguroso e inevitable como el destino. En El último fuego la consumación, ya desde el título, sugiere un “último” pasaje, el mismo del que proviene; Rosa Mística ofrece la exaltación ritual del sacrificio. El desarrollo y destino de Hasta que la muerte nos separe, del francés Rémi De Vos es, en todo caso, el más inesperado y sorprendente en su paradoja: la confirmación de una promesa que nunca se hizo y que, sin embargo, lo determina todo.

Una síntesis argumental
Tras el funeral de su abuela, un hombre regresa a la casa de su madre, de quien se ha distanciado largos años. En esa casa reencontrará un amor de juventud, y será atrapado por una rígida y al mismo tiempo desopilante cadena de compromisos, que tal vez perduren… hasta que la muerte los separe.

Cenizas
Las cenizas son símbolo de lo precario de la condición humana y de la fugacidad de la vida –ashes to ashes–; son símbolo y también parte de un ritual, si efectivamente los restos son cremados y entregados a los deudos en una urna. Frente al compromiso que implica un ritual (hijos, he aquí las cenizas de vuestro padre), se tensa la cuerda del arco entre dos extremos. En el extremo del desapego (siempre aparente), se encuentra aquel inolvidable capítulo de la también inolvidable serie Six Feet Under en el cual el hijo artista, bipolar, la hija Brenda, famosa porque su padre publicó sin pseudónimo ni cuidado fragmentos de su infancia en un muy popular libro de divulgación psicológica, y su madre, psicóloga también, están reunidos en el piso del matrimonio, las cenizas del padre en el regazo. La angustia tensa el aire y deforma las sonrisas “superadas” de los familiares del muerto, que discuten adónde le hubiera gustado a papá que sus cenizas descansaran. Las versiones difieren tanto y a tal punto que la imagen unívoca del padre estalla en fragmentos y contrastes. La madre de pronto se levanta y arroja las cenizas por el balcón a la calle. Fin del problema.

En el otro extremo del arco, hecho de palabras que sujetan desde y hasta el compromiso de la muerte, la obra de Rémis Des Vos.

Actos de palabra
La obra no es grave, sino todo lo contrario. Es una obra feliz. Feliz en dos o tres aspectos, que se iluminan mutuamente. El primero, sus actores –de gran despliegue de recursos, y de una precisión asombrosa. El segundo, la trama –el equívoco y sin embargo estricto encadenamiento anecdótico del relato–, que asciende de lo lúgubre a lo luminoso, a lo liviano y, finalmente, a lo inexplicable. El tercero, la forma, cuyas reglas articulan la acción y fuerzan (¿abren?) el tema (la muerte, el amor, el tiempo), vaciándolos de sentido y de sustento, como si se tratara de una tesis sobre “el absurdo” a la que se llega –no de la que se parte–. Es la felicidad de un acto de habla extremo: la mentira piadosa, echada a correr. Es, también, la “felicidad” en el sentido técnico del término: bajo determinadas circunstancias, y en presencia de determinados participantes, las palabras hacen algo, determinan o conforman una realidad –las palabras prometen, comprometen, confirman o modifican–. Hasta que la muerte los separe

La captura del hijo varón
Unas palabras finales sobre el núcleo tradicional del relato que se pone en juego: el de la captura del varón. Lugar común (lugar de horror) del patriarcado, alrededor del hijo/candidato el poder despreciado–el femenino poder del débil, hecho de palabras ambiguas y silencios, poder de lo equívoco, de lo erótico–, teje su red y su trampa. En este tópico el varón, víctima de madres devoradoras y novias inocentes, es vaciado de razón, dulcificado y convertido en un cordero que se entrega a sí mismo mansamente… Tal es el horror que el orden jerárquico de género (el orden patriarcal, el del dominio masculino) experimenta ante esta sombra, que no puede más que narrárselo a sí mismo, una y otra vez…

Mirta, Javier y Céline
A veces uno no mira a Mirta Busnelli actuar. La contempla. Aquí las dotes actorales de lo tres se suman: la densidad de la madre, el desborde de energía del hijo y la etérea sorpresa de una Céline Bodis comediante–. El trío funciona a la perfección