viernes, 17 de diciembre de 2010

Sobre ESTADO DE IRA

La semana pasada fui a ver ESTADO DE IRA, de Ciro Zorzoli, al Teatro Sarmiento (última semana de la temporada).
Estados
Como la múltiple y talentosa Áspero, una obra típica, de Gobernori (aprovecho para saludar a los bravos Defensores de Bravard por la aprobación de la ley que los reconoce), como la pequeña y no reseñada Última Función de Iturbe, Milone y Torres, como Sueño de una noche de verano, como las obras de Pirandello, como un match de improvisación, como el teatro barroco entero, Estado de Ira es una obra sobre los modos de presentación y representación del teatro.

Es, en el extremo opuesto de la primera, su consumación.
Síntesis Argumental
En la mítica sala oficial contigua al Zoo de Buenos Aires, un abundante grupo de actores representa a un grupo oficial de actores cuya municipal tarea es sostener el ensayo general de Hedda Gabler para que una célebre actriz convocada al reemplazo de la protagonista pueda estrenar mañana.
La vida es ensayo
Reencarnaciones, valles de lágrimas, promesas de vidas mejores, futuras, eternas, muchos sistemas de creencias y pensamiento coinciden en la precariedad de la breve unidad de acontecimientos encadenados entre un nacimiento y una muerte que llamamos una vida. Expanden la fragilidad a la categoría de preparación, de aprendizaje, de camino cuyo sentido está en otro lado. Y mientras tanto… es la vida.

Estado de Ira es un ensayo. Con una destreza de dirección pocas veces vista y gracias a un notable y numeroso conjunto actoral que lo sostiene –esa irrenunciable capacidad que el teatro de gestión pública nos puede finalmente ofrecer-, es, asimismo, todo el espesor vital y estético que, simultáneamente, se produce mientras se vive.
El comentario
Lo más notable, lo que la convierte a mi juicio en una perla contemporánea, es la ausencia de comentarios. La obra ejecuta, a su modo, una versión ajustada y, para aquellos que recordamos lo esencial de su argumento, disfrutable de Hedda Gabler, en un mundo que sí, que produce su modo de existencia teatral por fuera de la representación: está allí, como un estado, como una posibilidad.

La representación es el comentario. Hedda Gabler, asumida del único modo que la teoría de actuación que sostiene este espectáculo concibe un texto teatral (o lo que llamamos “una obra de teatro”), es ese texto de segundo plano que “comenta” la actuación: no la produce.

La “obra” como entidad ideal es marginal. El gran Ricardo Bartís, mentor y referente de la híper productiva actuación por “estados”, y cuyo máximo exponente, Carlos Defeo, de inolvidable actuación, escupe sus yuxtaposiciones de estados verdaderos en un puro Estado de Ira, lo dice mejor que yo, por supuesto. Leámoslo en directo.

Frequento Bartolo
“Mi resistencia a la publicación de los textos en los cuales trabajo, inclusive adaptaciones, como el caso de un Hamlet que hice a partir del de Shakespeare, o de Muñeca, sobre un texto homónimo de Armando Discepolo es porque no creo en el valor de los textos salidos de aquellos sucesos y acontecimientos que se producen en el escenario […] Lo más importante que pasa allí es la fuerza y energía con que se actúa ese texto, pero la actuación no está ni podrá estar nunca dentro del texto, nunca podrá estar esa energía, esa decisión, esa voluntad de existencia que yo busco cuando dirijo un espectáculo. Siento el texto tan ajeno a mí como si fuera separado, por ejemplo, el elemento de la luz, como si me propusieran transmitir el diseño de iluminación de un espectáculo, porque a alguien le podría interesar el tratamiento de la luz. […] Me parece que el texto ha tenido siempre una supremacía ideológica en relación con la forma y el cuerpo, y se ha ido cristalizando la creencia de que el relato textual es el relato de los sucesos escénicos, y los sucesos escénicos no tienen nada que ver con el relato textual, porque está en juego una situación de otro orden. Primero, una situación de carácter orgánico. Hay cuerpos, organicidad corporal, sangre, musculatura, química, energías de contacto que se van a poner en movimiento. Lo otro, el texto, es una excusa para eso”.

Ricardo Bartis. Cancha con niebla. Buenos Aires: Atuel, 2003
La profundidad
Ciro Zorzoli logra, en su poética del espacio (la profundidad geométrica es perfecta), y también en esta suma ausencia de comentarios -en la que se enarbola la bandera del espesor de un acontecimiento- poner en acto central lo que en Bartis es comentario posterior. La obra en Zorzoli surge allí donde Bartolo concluye. Y lo eleva. Más que aquel mítico Hamlet, la guerra de los teatros de Bartís, aquí Hedda Gabler estructura, sostiene y comenta criaturas que no le pertenecen, sin decir sobre ellas una sola palabra. El teatro se impone, en un plano de simultaneidad.

La vieja vida de Hedda Gabler
Decíamos que Estado de Ira es la consumación de la inteligente Áspero. Esta, con un sencillo procedimiento, en un valiente rincón de Parque Centenario, exhibe los principales procedimientos teatrales “típicos” de una década. Estado de Ira toma uno solo, lo expone y lo multiplica hasta producir algo sin nombre y sin palabra, que es muy poco, pero no tan poco: en una mítica sala oficial junto al Zoo de Buenos Aires, un grupo de…

¿Qué hay que no sea verdadero, de aquella Hedda vacía y sin sentido (cuyo legado si no es asesinar es suicidarse), en la triste y solitaria actriz, despojada de rol, en calzones y a la vera de un ordenanza que se quedará allí todo el tiempo que le haga falta, para perder, perder, perder?

sábado, 4 de diciembre de 2010

Sobre TODOS ERAN MIS HIJOS

El domingo fui a ver la última función de TODOS ERAN MIS HIJOS, de Arthur Miller –dir. Claudio Tolcachir- al Teatro Apolo (Corrientes 1372 –tel. 4371 9454) –reestrena en enero.

Incrustaciones
La función comenzaba a las 20.30. A las 20.15 aún estábamos la Andrea nuestra (la de PostParto), la Andrea de “ellos” (la de DG Medios y Espectáculos), los técnicos y yo parados sobre el pastito artificial que cubre ese lateral de “backyard” de la enorme escenografía de la obra, intentando descular cómo podría incrustarse en un rinconcito de tres metros entre la primera plataforma de madera y el proscenio las tres sillas y los tres paneles expresivos de nuestra obra.

La propuesta (aún virtual): reponer PostParto en enero en el Teatro Apolo, pasando de una sala de 140 a una 490 butacas, y de un escenario de seis metros de boca por cuatro de profundidad a uno cinco veces más grande.

La paradoja: de semejante boca de escenario, de semejante profundidad, solo nos sería posible utilizar un mínimo, al centro, al frente (para poder compartir el teatro con la obra “grande”), es decir, menos espacio escénico aún que en Del Nudo.

Esta obra es un incrustación.

La estructura monumental
Las obras de Miller ya son “monumentos” históricos. No es la casa completa de Agosto (para leer mi reseña de esta obra, clic aquí), de tres niveles al desnudo, donde se entretejen las historias de la diversidad de una familia decadente: Agosto no es un monumento. Es, en Todos eran mis hijos, un fragmento de casa: la puerta trasera, la escalera del patio, la cerca, unas sillas del parque, el arbolito quebrado por el viento. El metonímico desplazamiento del valor de la enorme prosperidad americana (re) construida sobre la maquinaria de guerra, no importa de quién sean los hijos que caen en combate. El fragmento es inmenso y pleno, una exhibición de poderío. A diferencia de la actitud y pensamiento del Agosto que también dirigiera Tolca, esta obra se yergue seria, cultural. Nada se debilitará. Su rumor es sordo. Intentaré ver por qué.

Síntesis Argumental
(Lectores desprevenidos que no conocen el argumento de este clásico: saltead este párrafo). El hijo mayor de los Keller permanece desaparecido en combate desde hace más de tres años; en ese tiempo, la fábrica del padre, beneficiada por las enormes ventas de material bélico, ha potenciado sus beneficios. El hijo menor, veterano de guerra, planea casarse con la novia de su hermano muerto. La madre, refugiada, aún espera. Si ese refugio cediera, la verdadera responsabilidad del gran padre sobre las muertes en el frente vería la luz.

La construcción del inocente
Este primer éxito del joven Miller contiene, como todos los primeros grandes exponentes de una renovación de géneros, todos los elementos de lo que después se producirá “en serie”. En el realismo social de Miller, brilla la tesis: la verdadera razón/responsabilidad capitalista sobre la muerte de los jóvenes en el frente, la exposición sin fisuras de la “encarnación” del capital en la íntima célula de la gran sociedad americana, la familia. El enorme pecado, la sangre con la que está construida la prosperidad y el futuro: la muerte de los hijos. No es ante los hechos que un padre lo acepta y se suicida; es ante la develación. Decirlo, exponerlo, hacerlo público, equivaldría a poner en manos del responsable un revolver, y estimularlo (como en la bella idea de mi estimado Pablo Ottonello, tallerista en dramaturgia 2010) a que se suicide.

Para ello, Miller echa manos a diversos (y virtuosos) procedimientos que la maestría sostiene y hace perdurar (y esto es sumamente difícil, puesto que todo realismo como estilo y propuesta y tesis, se sabe, no subsiste fácilmente a sus contemporáneos). No obstante, la construcción del inocente…

Miller necesita que Chris, el hijo menor, sea ingenuo. Y que Larry, el mayor, sea un cordero del sacrificio voluntario (la carta que escribe Larry suicidándose porque su padre había enviado piezas fallidas, matándose en nombre del padre, es la carta del cordero de dios, no nos engañemos). Miller necesita, además, matar al padre; necesita un tercer acto, que nuestra contemporaneidad resiste…

La resistencia
Brilla la voz, la imagen elevada donde el sabio Tolcachir la ubica, la perfecta entonación (de un fantástico trabajo) de la Kate de Ana María Picchio al final de acto dos, donde la tesis que aún perdura (y tal vez perdure para siempre) es promulgada: es necesario que Larry no esté muerto, porque si lo estuviera, lo habría matado su propio padre, y Dios no permite que esas cosas sucedan.

Kate sabe. Kate fuga y hace fugar a toda la realidad familiar hacia ese punto vacuo y fascinante: el relato. Al final del segundo acto todos sabemos, Kate, los hijos, los padres, los espectadores, que la familia es esa ficción necesaria que permite que un horror (la muerte de los jóvenes/hijos en manos de la maquinaria capitalista/paterna: para ampliar estos conceptos en la historia y teatro argentinos en este blog, clic aquí y en reportaje aquí) quede sepultado y funcione como los cimientos intocables de una (“la”) institución.

A fines de la primera década del siglo XXI, ese elevado discurso que invita al silencio, que invita a la traición, que convierte a todos cómplices y arruga las vísceras, sería el final de obra. Equivale, por supuesto, a la mítica luz que desciende sobre el Marito de La omisión de la familia Coleman, que ahora recorre Europa de la mano de sus creadores –el director es el mismo en todas las obras referidas. Pero 2010 no es 1947, el relato de esa guerra que trae ecos de honor en boca de Chris (esa comunidad de jóvenes que daban su vida por sus compañeros) no es el mismo que los relatos del Golfo, de Afganistán, Irak. Sesenta años atrás…

El castigo de Dios
Dios castiga. Dios pone en manos del padre un arma, y que se dispare. Dios, que permitió que el dueño de la fábrica enviara piezas de avión falladas, que permitió la prosperidad americana construida sobre la maquinaria de guerra, que permitió el suicidio del hijo ausente y la estupidez del sobreviviente, Dios es corregido, incitado por el autor externo, por el Gran Miller, a terminar su obra con justicia: la personificación de la culpa debe morir.

En relatos más modernos, como el del grupo de Los Coleman, como los del viejo Beckett o las dramaturgias periféricas de Gobernori, de Chaud, el autor externo no es nadie; los autores son, a lo sumo, personajes, Dios es un desierto. Kate es la gran autora sometida por su padre Arturo. Me dijo Dubatti: “en Rosa Mística no está el eterno personaje portavoz de la ideología del autor”. Nos dijo Ricardo Halac: “no surgió, en la nueva dramaturgia argentina, un gran autor”. Adhiero a todo.

Bonus track: Ana María y Lito
Dos caras complementarias, creo yo. En tanto que el gran Lito no transmite, no conmueve, no acierta, es rescatado segundo a segundo por lo mejor que se puede ver en actuación femenina de Gran Formato.