viernes, 12 de junio de 2015

Sobre LA PILARCITA, de María Marull



El viernes fui a ver La Pilarcita, de María Marull, a El camarín de las musas (Mario Bravo 960 –tel 4862-0655), Funciones viernes 21 hs

Jonathan Richman, coro y juglar
En el año 1998, de la mano de la XXth Century Fox y proponiendo al hasta ese momento intermitente o ignoto Ben Stiller como protagonista, los hermanos Farrely logran un inesperado éxito de taquilla llamado There’s Something About Mary -que aquí se conoció como Locos por Mary-. Cuenta alguna de las contradictorias entradas de Wikipedia que los directores editaron dos versiones: en una, siguiendo el furioso consejo de los productores, el relato se mantenía lineal; en la otra, las escenas tenían prólogos o epílogos cantados, guitarra en mano y en forma de coro narrativo musical, por el músico Jonathan Richman, acompañado de su baterista Tommy Larkins. Al dar a conocer en pruebas de audiencia las dos versiones, el público aclamó la versión acompañada por el narrador-juglar y, gracias a esta herramienta del mercadeo, prevaleció el sentido común y todos pudimos disfrutar del excéntrico talento “de fondo” de esos desopilantes y populares comentaristas. Este procedimiento de juglar guitarrero, comentarista en segundo plano, consciente del relato, humorístico y sensible, es retomado dos décadas más tarde, en otra geografía, en otra tradición, y en “norma teatral” –mucho más afín a la presencia de juglares que el cine-, por Julián Kartun en esta bella pieza teatral de María Marull, La Pilarcita.

Síntesis argumental
A la tórrida fiesta de una de las tantas “santitas” populares de nuestro país acude Selva con su pareja para pedir un milagro de sanación, y se aloja en el precario hotel que regentean la joven Celina, estudiante, y su amiga Celeste, bailarina de una de las comparsas del desfile. Todos, incluso el hermano cantor y narrador de la obra, esperan la fiesta y el milagro, pero los caminos de la sanación de los cuerpos y las almas pueden ser  tan inescrutables como el destino.

La parte y el todo
El modo teatral de relatar historias y exponer universos (interiores a los personajes o exteriores, sociales, ambientales) es un modo eminentemente metonímico; lo que el teatro en sus condiciones materiales suele mostrar es necesariamente una parte que remite a un todo que no se construye en el escenario sino en la mente del espectador. El ejemplo que hace dos décadas me diera el gran maestro de dramaturgia es el de un terremoto: mientras que el cine –y su prima hermana, la novela- pueden mostrar la imagen de la devastación total de una ciudad derrumbándose, el teatro necesitará ubicarse a otra escala, porque si quisiera competir montando edificios de cartón para derrumbarlos  función tras función sobre el piso del escenario, pecaría de ingenuo. En cambio, le bastaría ubicar un cuerpo humano –siempre es bueno ubicar al cuerpo humano en esta ceremonia ritual de cuerpos presentes que nuestro arte- encerrado en un ascensor que se queda atascado mientras el mundo tiembla. Con esa parte significativa, el terremoto de toda la ciudad se construirá por contigüidad -por afinidad de imágenes, por convocatoria de terrores- en nuestra mente.

La potencia de la metonimia es la misma que la del erotismo; su eficacia es la del pliegue: el del borde del vestido, la piel vislumbrada, el escote sugerido, el tatuaje a medias oculto, los abdominales sobre la costura del jean. El teatro invita, desde su ser concreto, presente y parcial, a volcar las imágenes privadas en pos de completar la escena.

La obra de María Marull es un virtuoso compendio de esta técnica, en la que una comparsa correntina entera se puede vislumbrar a partir del vestido de Lucía Maciel, y el conflicto sustancial de la vida de su personaje a través de las plumas trastocadas que sobreviven a la disputa a codazos por la prevalencia en la carroza, escena ausente que, no obstante, es una de las más vívidas de toda la obra.  El pueblo entero aparece evocado por el calor de la noche, por las sábanas colgadas casi eternamente, por el pequeño altar que sugiere el enorme culto popular.

Decirlo todo
En el extremo opuesto de esta técnica sugestiva y parcial, la de una escena que remite a un conjunto, está la narración directa. En ella, la palabra sustituye directamente al objeto: digo lo que no está, porque no está, y restituyo en signo la ausencia de objeto. Dicho en criollo: lo que no te puedo mostrar, te lo cuento.  La oposición de ambas técnicas está en el corazón, digamos, de las primeras observaciones aristotélicas sobre el arte dramático, en las que los personajes del drama se hacían presentes a los ojos del espectador y, por lo tanto, el rapsoda dejaba de narrar para dar lugar, actuando, a la acción representada. No obstante, y más allá de las distinciones, el drama y la narración nunca estuvieron del todo separadas, y mucho menos en una cultura oral –las posibilidades de expansión que dio la imprenta, y el fenómeno de la lectura privada, separaron crucialmente a la literatura del cuerpo del poeta y del intérprete, pero el teatro pertenece a la tradición oral y persiste en ser un ritual de presencias-.

Una buena parte del relato de La Pilarcita está sostenido por la narración directa: uno de sus personajes cambia de plano y, dejando de encarnar la acción  –fuera del entramado de causas y consecuencias del diálogo y la acción- pasa a narrar, cantando, los sucesos que no vemos y que no son tampoco sugeridos por lo situacional. Tan relevante es la presencia de la narración que incluso tiene a su cargo el final de la obra.
La dramaturgia de la última década y media de nuestra ciudad ha indagado con bastante recurrencia esta reinstalación del narrador dentro del arte escénico, de muchos y diversos modos. Varios de sus ejemplos están reseñados en este blog a lo largo de los años; citemos algunos con sus respectivas variantes (y si el lector quiere más datos, puede buscar la reseña en el historial de La diosa blanca): “Ala de criados”, de Mauricio Kartun, propone la forma monólogo a público, intercalada en la acción. Algo similar, pero desplegado en distintos personajes, tienen las obras de Santiago Loza “Almas Ardientes” y “El Mal de la Montaña” –en “Todo verde”, por otra parte, Santiago hace del monólogo narrativo a cargo del único personaje la estructura de la obra, pero sostenida por una situación de fondo que le otorga presente dramático: el testimonio-. Por fuera de línea “monólogos”, que limita y se cruza necesariamente con la narración, están los paradigmáticos procedimientos de Mariano Pensotti, un poco calcados en sus dos obras, “El pasado es un animal grotesco” y “Cineastas”, donde los personajes, micrófono en mano, pasan a ser narradores/comentadores en escena, casi a la manera del género documental. Y finalmente, pero sin agotar el catálogo, tenemos  el curioso caso de la obra “Todo”, de Rafael Spregelburd, que propone un narrador en voz en off, muy utilizado en el cine y de muy difícil eficacia teatral (“Todo”, no obstante, es un caso muy eficaz). La originalidad, y gran parte de la calidad de La Pilarcita radica, a mi juicio, en el balance entre estas dos técnicas opuestas, y su curiosa y bienvenida combinación: una obra de evocaciones metonímicas, de mundo personal, de muy diestro manejo del diálogo, que profundiza (y mejora incluso) la línea que trabajaba su obra anterior, Vuelve (para ver la reseña de esta obra, click aquí), entremezclada con la presencia del cantor-juglar, esta suerte de Jonathan Richman, vestido de paisano, que convive sin problemas con la estructura y estilo de la obra.

Misterio y metáfora
Las promesas suelen ser peligrosas. A veces, por no cumplirse. Y muchas veces, por lo contrario. Es que la anticipación se filtra a menudo hasta los rincones más neuróticos de nuestra mente. Lo que suele pasar con esos personajes esperados a lo largo de las obras es que si no vienen, uno ya lo anticipó: “no va a venir”. Y si aparecen, no están a la altura de lo fantaseado. Trabajar con anticipaciones siempre es complicado, y su resultado estará siempre repartido entre quienes comprarán la ilusión y los que se desilusionarán. Un personaje tras una puerta, al que nadie ve o nadie puede ver excepto el “médium”, es uno de los casos clásicos. La secretaria que dice “déjeme que le pregunto”, y luego vuelve diciendo “dice que me deje el sobre a mí”, es el enervante modelo real. De la construcción/deconstrucción de lo que realmente pasó del otro lado de la puerta depende el atractivo de la técnica.

La Pilarcita se apoya en este procedimiento, y presenta con mucha energía un lugar misterioso y un personaje invisible habitándolo, pero la anticipación y el desenlace de lo que sucede con él no encaja del todo bien en la estructura completa, pues el destino de los personajes con quienes nos identificamos –sus desequilibrios y sus nuevos equilibrios- no se resuelve en el descubrimiento de la verdad que allí podría anidar. No obstante, algo muy poderoso sigue sosteniéndose, y es la metáfora. Tras la espera, la ascensión y la caída de todos los milagros, Celeste viajará hacia la libertad en compañía del muerto. Y en el estribo de la liberación, a punto de acompañar un cadáver, se pregunta con sabia ingenuidad:

-¿Qué me puede hacer?