jueves, 30 de octubre de 2008

sobre OPEN HOUSE, de Daniel Veronese (8º año)


El lunes fui a ver OPEN HOUSE, función celebración de sus 8 años en cartel, a la Sala Beckett Teatro –Guardia Vieja 3556.


Open House y los artistas visuales
Los artistas visuales se llaman a sí mismos “artistas” a secas. Lo sé, entre otras cosas, porque en los años finales del milenio estuve de novio con una. Además de abundar en una (personalísima) obra individual, la bella y joven artista integraba un grupo de artistas llamado Fosa que operaba dentro del amplio y difícilmente clasificable territorio de la performance. Me costó buena parte del bienio que duró nuestra relación llegar a comprender de qué se trataba ese concepto (disciplina, especialidad, área de trabajo); creo, además, que no lo llegué a comprender; aún hoy me pregunto, maravillado, absorto, irreverente, en qué consiste.

En los años que van desde entonces hasta ahora he visto ciertas cosas que los artistas y las instituciones legitimantes dieron en llamar “performances”. Cito, entre otras:


a) una mujer vestida de monja en un aula de la New York University que abría las piernas, se introducía una muñeca de plástico en la vagina y se cosía con hilo grueso los labios mayores, dejando la muñeca adentro, para terminar levantándose y saliendo del aula.
b) una regordeta chicana, en un despojado salón de conferencias de la misma universidad, que se envolvía metódicamente el cuerpo con bolsas llenas de agua, atándolas a sus miembros superiores e inferiores, caderas, torso y cuello, hasta finalmente introducir la cabeza en una última bolsa y sellar el borde a modo de escafandra invertida: el agua adentro y el vital e inalcanzable aire afuera. Mientras resistía en apnea, la chica daba dos, tres, cuatro penosos pasos fronterizos con el desmayo.
c) un grupo de performers que solicitaba permiso, en un hipermercado lindero al Campo Argentino de Polo, para acostarse en distintos lugares entre las góndolas a la hora de apertura, y dormir o fingir dormir mientras eran grabados ( “registrados”) en una cámara de video.

Y luego me topé con Open House. Un grupo de actores y actrices que se compromete públicamente a hacer funciones de una obra sin reemplazar a aquellos que la abandonen (incluyendo el abandono del público) hasta que la obra muera de “muerte natural”.
La experiencia cumplió, esta semana, ocho años. Y va por más.

El organismo vivo de Lola Arias
Escribe la directora, dramaturga y actriz Lola Arias en su texto homenaje del programa de mano que, a partir de esa decisión, “Open House deja de ser una obra de teatro y se convierte en un organismo vivo”. Concuerdo, desde días, semanas, meses antes de ver la obra, con esa afirmación.

No había tenido hasta ahora una experiencia de anticipación de obra tan triste como esta. Quiero decir: no me daba fobia (¿qué decimos cuándo decimos ese disparate en nuestro bobo lenguaje cotidiano?), no me daba “fiaca”, ni “paja”, ni tedio, ni rechazo, ni ansiedad, ni entusiasmo ir a ver Open House. El concepto de la obra se transformaba en mi anticipación en un sentimiento prístino, puro: tristeza. A saber: una obra que está viva porque va muriendo. Como todo lo que vive porque va muriendo. Muriendo inexorablemente, y no hay dios que lo salve. Como mis abuelos. Como mis padres. Como mi esposa. Como mis amigos. Como yo. Como mi hijita Luna, que a pesar de haber nacido recién ya está …
Por eso.
No puedo ver una obra que está muriendo.

Fui igual, claro.
Fui a la función-festejo de su octavo aniversario. Nombres tachados en el programa de aquellos que han abandonado. O muerto. Y un discurso a medias irónico, a medias tristón y a medias rencoroso sobre las pérdidas –reales– en un mundo escénico que se justifica a sí mismo por la ficción que aún contiene pero que ya casi no la tolera.

Non fiction Theatre
La operación Veronese-Open House es asesina. Se trata de matar una experiencia, o de la experiencia de matar -como dioses creadores que condenan a su pobre, indefensa (y no obstante culpable) criatura, por el solo hecho de vivir, a morir, o justamente, por el hecho de poder morir, a una vida imponderable-.

Impresionante observar esa experiencia. Quizás se trate de la única performance que finalmente cobró sentido para mí. Una obra deja de ser teatro para convertirse en un organismo vivo. En él, lo real le gana a lo ficcional hasta reducirlo a una excusa inexcusable: tenemos que repetir estos viejos monólogos, tenemos que hacer estos desgastados números, replicar con la mejor onda que se pueda esas canciones. Todo para que se vea lo que ya no está. Para señalar lo irrepresentable, que de todos modos ya sucedió. El resto está entremedio y en ninguna parte.

Egresar o no egresar
Todas las fábulas terminan vaciadas de sentido –incluso el mito de origen, envejecido–. Es notable: un grupo de actores a punto de egresar del instituto instala su trabajo “final” en el plano que lo contradice: el de la eternidad, la perpetuación, la permanencia.

Todo envejece en Open House (de esto también habla Lola en su artículo). Actores, objetos, decorados, público, recursos, estética, textos, música, país. Algunos de sus gestos más vanguardistas (los actores con micrófono hablando neutros a público, el play back de canciones semi-alternativas, la indecisión ficción-autorreferencia) fueron copiados minuciosamente, diría casi impúdicamente, por otras conocidas obras en estos ocho años, y si uno no supiera que lo que ve es lo que queda de los pioneros condenados a la repetición diría: mirá cómo se copiaron (de sus propios imitadores).

Extraña condena humana. Envejecer es (será) repetir lo fijado y comentado que se vacía de sentido, de belleza, de interés, a cada paso, cada año. Y persistir. Hasta que solo
se pueda significar lo que se fue, todos perdemos todo. No creo recordar casi nada de la obra. Y sin embargo, es una de esas obras que nunca olvidaré. La experiencia Open House es asesina.

Y Charly García es Nirvana
Lou Reed es un loop, una eterna verdad, un long play que persiste en su encantamiento.
Estaría, sí, tentado a terminar este (raro) texto parafraseándolo -la obra entera lo hace-.
Homenaje a Open House, la obra que va muriendo.
Pero el que me canta la cabeza en esta “Casa” es otro paulatino moribundo.

Dicen del nirvana que es como la gota de agua que se funde en el mar.
El mar allí es sinónimo de la totalidad indistinguible. No hay uno, no hay dos. No hay dolor, no hay alegría, no hay tristeza. No hay deseo. No hay muerte. No hay vida. Es Nirvana. Hacia el final.

“Esta canción durará por siempre
por eso mismo yo la hice así.
una canción sin amor
sin dolor
la canción sin fin”
Charly García (1951 –…?)

martes, 21 de octubre de 2008

Sobre COMUNIDAD, de Carolina Adamovsky


El domingo fui a ver la última función de COMUNIDAD, de Carolina Adamovsky, al Espacio Callejón.


Pierre Menard y el absurdo de los 60
La trama del célebre cuento “Pierre Menard, autor del Quijote”, de JLB, es conocida: un escritor francés de principios del siglo veinte se propone volver a escribir, palabra por palabra (en el castellano del siglo diecisiete que utilizó Cervantes), el mismísimo Quijote. No copiarlo: volverlo a escribir. A duras penas, en un esfuerzo descomunal, Menard logra escribir algunos fragmentos. El texto de Borges los compara, palabra por palabra, y concluye en la genial paradoja: dos textos aparentemente iguales no pueden no diferir y contrastar más entre sí que el de Cervantes y el de Menard.

“El texto de Cervantes y el de Menard”, escribe JLB, “son verbalmente idénticos, pero el segundo es casi infinitamente más rico. (Más ambiguo, dirán sus detractores; pero la ambigüedad es una riqueza.)Es una revelación cotejar el Don Quijote de Menard con el de Cervantes. Éste, por ejemplo, escribió (Don Quijote, primera parte, noveno capítulo):


... la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir.


Redactada en el siglo diecisiete, redactada por el “ingenio lego” Cervantes, esa enumeración es un mero elogio retórico de la historia. Menard, en cambio, escribe:


... la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir.


La historia, madre de la verdad; la idea es asombrosa. Menard, contemporáneo de William James, no define la historia como una indagación de la realidad sino como su origen. La verdad histórica, para él, no es lo que sucedió; es lo que juzgamos que sucedió. Las cláusulas finales —ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir— son descaradamente pragmáticas.”

COMUNIDAD, de Carolina Adamovsky, es una obra teatral concebida, producida y estrenada en Buenos Aires a fines de la primera década del tercer milenio utilizando, curiosamente (talentosamente), el exacto lenguaje y artificio del antiguo absurdo de los 60.

La diferencia
Como bien escribiera Borges, es una revelación cotejar los procedimientos de hace cuatro décadas con los de la directora contemporánea y su equipo. En su versión precedente, los personajes superficiales, detenidos en la delicada línea de lo impersonal, reducidos al gesto plano y la energía básica, su lingüística deliberadamente restringida a pequeños restos morfológicos –conectores, pronombres, desinencias–, implicaba una rebelión y un recorte, una contradicción con la hegemonía del significado, del sentido –incluso del personaje, del texto, de la trama, del contenido–; una confrontación al teatro entendido como comunicación y, si se quiere, al teatro como propagación y adoctrinamiento. En su versión post milenio, estos recursos no pueden ya ser portadores de ninguna de sus premisas ni sentidos de origen. Lo curioso, a mi juicio, es que tampoco son su parodia. Son otra cosa, más ajena, más distante, más disimulada… quizá más triste (virtud 1). Más carente (virtud 2). Más particular (virtud 3). Más solitaria (premisa del milenio).

Kafka y sus precursores: la clave del cuento y la clave de Comunidad
La obra como lenguaje y textualidad puede ser leída a sabiendas de la clave, o desconociéndola. Veamos qué sucede antes de saber:
Un grupo de grises personajes concebidos como homogénea continuidad expulsa a un miembro, sutilmente extraño, y resiste hasta las últimas consecuencias, sus ansias de incorporación.

Sabiendo:
La obra es la adaptación escénica de un cuento de Kafka. En el cuento, un grupo de grises personajes, concebidos como homogénea continuidad…

La obra es una notable adaptación del brevísimo cuento. Utiliza con rigor la base “anecdótica”, la amplifica, la trasciende. La clave de COMUNIDAD podría leerse en esa inflexión: un cuento difícilmente adaptable (si uno lo lee de antemano) logra una versión escénica fiel y al mismo tiempo autónoma, puesto que su “clave” es un plus: podría desconocerse, y sin embargo está allí, y funciona.

La múltiple vitalidad de la escena en Buenos Aires
Es evidente que no hay un modelo hegemónico de teatralidad en la vasta producción porteña; ni dos en pugna, ni lo “nuevo” abriéndose paso, aporreando y escandalizando a lo “viejo”. Conviven yuxtapuestas, levemente superpuestas, en contagio o ignorantes la una de la otra, lo que Dubatti micropoéticas en el contexto del “imperio de la multiplicidad”[1]. La obra C. Adamovsky (las obras de C.A. -puede verse en este blog las reseñas de su puesta en escena de Elsa, de Jürgen W. Berger, y de su actuación en Los últimos felices, de Paco Giménez–) es un ejemplo de la vitalidad de este paradigma.

Y el cuento de Kafka
Somos cinco amigos.
Una vez salimos, uno tras otro, de una casa.
Primero salió uno y se colocó al lado de la puerta de calle; después el segundo salió por la puerta, o, mejor dicho, se deslizó con la misma suavidad con que resbala una gota de mercurio, y se ubicó no lejos del primero; después el tercero; después el cuarto; después el quinto. Finalmente, nos pusimos todos en una línea, parados. La atención de la gente empezó entonces a centrarse en nosotros, nos señalaban y decían:
“Los cinco acaban de salir de esa casa”.
Desde entonces vivimos juntos.
Sería una existencia pacífica si no viniera siempre un sexto a entrometerse.
No nos hace nada, pero nos resulta fastidioso, y eso ya es bastante.
¿Por qué se mete por la fuerza donde no se quiere saber de él?
No lo conocemos, y no queremos aceptarlo con nosotros. Tampoco nosotros cinco nos conocíamos antes, y, si se quiere, tampoco ahora nos conocemos unos a otros; pero lo que entre nosotros cinco es posible y se admite, con ese sexto no es posible y no se admitirá.
Aparte de todo esto, nosotros somos cinco y no queremos ser seis.
¿Y qué sentido tiene, en definitiva, este permanente estar juntos? Ni siquiera para nosotros tiene sentido alguno. Pero nosotros ya estamos juntos, y continuamos así; pero no queremos una nueva unión, en razón, precisamente, de nuestras experiencias.
Pero ¿cómo puede uno hacerle entender esto al sexto? Darle largas explicaciones significaría ya casi una aceptación en nuestro círculo. Preferimos no aclarar nada, y no lo aceptamos.
Por más que saque trompa lo alejamos a codazos; pero por más que lo alejemos a codazos él vuelve.


.........
[1] Conceptos extraídos de su artículo: “Poéticas y fundamento de valor en el nuevo teatro de Buenos Aires“,Jorge Dubatti, (para ampliación de los conceptos, el libro Micropoéticas. Teatro y subjetividad en la escena de Buenos Aires, investigación realizada como coordinador del Área de Artes Escénicas del Centro Cultural de la Cooperación (2001)

jueves, 16 de octubre de 2008

Sobre CONFESIONES DESPUÉS DE UN ENTIERRO, de Yasmina Reza


La semana pasada fui a ver CONFESIONES DESPUÉS DE UN ENTIERRO, de Yasmina Reza, al Teatro Broadway (Corrientes 1155)

La versión de Fernando Masllorens y Federico González del Pino
El texto teatral está escrito para la oralidad; su forma está determinada por el tiempo del habla y de la acción, no por el tiempo de la lectura.

Como expuse más extensamente en el ensayo (Muere) Espacio y tiempo en la escritura teatral[1] y en el artículo Apuntes de dramaturgia para principiantes[2], escribimos teatro para que algo sea dicho y escribimos teatro para que algo sea hecho. En tiempo presente, ante nuestros ojos y nuestros oídos, en un rito performático.

Más allá de obras que abunden en el silencio, el silencio mismo presupone la expectativa del sonido (nadie dice de una escultura que “permanece en silencio”). Y ese sonido es, profundamente, materia lingüística. Forzada por las métricas, apretada o acunada por el influjo de los cuerpos, aquello que soporta el peso de la acción y sus sentidos sosteniendo el torrente de palabras, pausada y reflexiva o irracional y violenta –como la reverenciada dupla del “sonido y la furia” shakespereanos– es la lengua materna.

Incluso Samuel Beckett, al moverse de su inglés materno al francés adquirido –y luego, al volver al inglés cuando el francés ya le era demasiado familiar– escribía sostenido por la lengua materna. Porque ese mismo movimiento es una respuesta a la confianza (en este caso, des/confianza) en la gramática inconsciente de la conversación, en el sonido autobiográfico, en el acento imperceptible –para nosotros– que nos precede y que nos sobrevivirá. En la lengua materna, ese material lingüístico por excelencia de la dramaturgia, habitan particular y colectivamente todos nuestros estilos orales, nuestras inflexiones extrañas, nuestra poesía, nuestro arrebato, nuestra memoria y nuestro olvido.

Por lo tanto, el primer esfuerzo y el objetivo básico en la tarea de traducir y adaptar un texto teatral sería lograr que todo lo anterior volviera a plasmarse en el idioma al que la obra es traducida. Y esto es justamente lo que la traducción y adaptación de Fernando Masllorens y Federico González del Pino no hacen.

La traducción automática
El uso de la lengua materna en la escritura teatral es un uso lingüístico en tanto material sonoro. Su gramática se estructura la mayoría de las veces (y siempre, en el caso de un verosímil realista) según el modo de la conversación oral. Esta gramática, siempre local (dialectal y sociolectal, es decir, siempre determinada por el particular lenguaje de una comunidad, y la particular inserción social del hablante) difiere evidentemente de la norma del lenguaje escrito.

Si se le solicita a un programa de computación que traduzca al castellano el francés ma voiture s’est arreté, este elegirá, por default, una norma de corrección gramatical escrita, neutra. Dirá “mi auto se quedó”. Lo cual nos permite entender qué significa la oración en francés y no nos permite entender quién la dice, cómo y, quizás por qué. Sin embargo esa elección standard es la que practica la traducción de Fernando Masllorens y Federico González del Pino casi constantemente.

Veámoslo en funcionamiento. El personaje de la antigua amante que retorna, justo en el sepelio del padre de uno de los protagonistas, se marcha y de pronto regresa. “Volviste, ¿qué pasó?”, le pregunta él. Y ella responde: “mi auto se quedó”. ¿Por qué no dice: “se me quedó el auto”? ¿Es eso una elección de estilo?

La frase “se me quedó el auto” está escrita en nuestra lengua materna; nadie dice, en nuestra lengua oral “mi auto se quedó”, a menos que esté traduciendo literalmente el francés. La primera es una frase de la norma oral, una frase que esconde la verdad, que opera según la acción del original de Yasmina Reza. La segunda, la del Masllorens y González del Pino, es una frase de la norma escrita, del “default” de un ordenador, que exhibe su condición de falsedad –es decir, que opera por el contrario del original.

El texto resultante apela sistemáticamente a este default. Caso dos (de cientos): situación de picnic en los alrededores de la casa, en el campo. Una invitada cuenta una anécdota divertida. Dice “en una foto tomada por mi marido”. ¿Por qué no dice “una foto que sacó mi marido”? ¿Porque pretende ubicar al personaje en un discurso artificialmente culto, porque es una parodia, porque el registro del original es acartonado? ¿O porque el participio pasivo “tomada” + por + “mi marido” son la opción de traducción literal escrita del original, que elude todo esfuerzo por sentir cómo diríamos esa frase los hablantes, reemplazando el participio por la subordinada “que sacó” y haciendo de la frase lo que es, una frase “natural”, no afectada?

El valor lingüístico
Sabemos que la elección de una palabra por otra, aunque ambas signifiquen lo mismo, nunca significan lo mismo. El valor de un signo lingüístico se da por oposición. Un personaje femenino, en la obra de Yasmina Reza dice franchement, il fait chaud. En la obra de Masllorens y González del Pino, el mismo personaje dice “francamente hace calor” y entonces uno no entiende… ¿Es extranjera? ¿Se está mandando la parte? ¿Está semi-loca? Si en el original la frase no está marcada, y por lo tanto se apodera de la banalidad del comentario, ¿por qué aparece aquí esa resonante marca –casi un galicismo–: francamente…?

El registro y la policía en la estación Constitución
Está en juego (siempre está en juego) el registro en que los personajes hablan. Un mismo hablante utiliza distintos registros para adecuarse a distintos contextos (y entonces habla con un “nivel”, digamos, en la universidad, y con otro en la reunión de amigos, y con otro con sus hijos, etc.), o incluso utiliza distintos registros para no adecuarse al contexto. Años atrás, vestido con equipito de gimnasia y pulóver roñoso, por encargo de un director teatral de cuyo nombre no quiero acordarme, fui a hacer “observaciones” de personajes (pibes de la calle, transeros, gigolós) a los jueguitos electrónicos subterráneos de la estación de trenes de Constitución. La idea era deambular, observarlos, mimetizarme un poco. No habían pasado cinco minutos cuando un civil de un costado y otro de atrás me acorralaron. Mostraron unas (supuestas) placas policiales y me preguntaron qué hacía ahí. Les dije, literalmente: “soy docente universitario y vengo a hacer observaciones de conducta para la construcción de un personaje teatral”. Los policías no supieron qué responder.

Mi auto se quedó.
Fotos tomadas por mi marido.
Francamente, hace calor.

El default y la globalización
La obra contiene, no obstante, frases coloquiales y abunda en tratos familiares. Incluso uno de los personajes usa la palabra “boludo”. Ahora bien, si da lo mismo decir “boludo” y cocinar “puchero”, y a la vez forzar literalmente la gramática de la conversación hacia un estilo de oralidad imposible, entonces hay algo no decidido.

¿Es válido no decidir? Por supuesto, es válido.
Es político.
Es una adhesión a la gramática normativa, global, sin cuerpo.

La pregunta, por default, entonces es: esta profunda falsedad lingüística, ¿es lo que el texto de Yasmina Reza demanda? O dicho de otro modo: ¿este es el acercamiento que queremos a la poética y los textos de los reconocidos autores cuyas versiones soporta (y sí, aplaude) nuestra platea?


Yasmina y el interés del plot
Esta vez abundé en consideraciones sobre la adaptación y no dije nada sobre la obra.

Su síntesis: para el funeral del padre de familia, tres hermanos se reúnen en la casa de campo con un tío y su mujer. Inesperadamente, asiste al funeral la antigua pareja de uno de los hermanos, ex amante del otro.

La intriga es interesante. La propuesta, condensada, da pie a la ilusión de que algo puede pasar, y sostiene en abstracto la tensión. Sin embargo, sus imágenes no terminan de cuajar hasta la última escena: el campo que habitan los personajes es abstracto, sus elementos ideales. El puchero es falso. El dolor es externo. Y la frialdad (posiblemente por lo que expliqué sobre la versión), ajena.

Y sin embargo, los buenos actores sostienen más de lo que se les ofrece.

Olivera y el mejor Veronese
El trabajo de Federico Olivera, a pesar de todo, se impone. Y el director, Luciano Suardi, y su grupo de actores, y la misma autora, hacen emerger de las entrañas de un texto aparentemente lineal y esperable, una reunión absurda y obligada en la cual los personajes hacen aquello que no se espera de ellos. Aquello que por algún motivo, un motivo que uno cree captar pero se evade, parece conectar con lo profundo.

Todos los personajes, en la reunión final, entran en una tensión misteriosa consigo mismos y con el resto. Una tensión que me hizo recordar –quizás impertinentemente, pero es una gran obra– a aquella indefinible reunión familiar de Mujeres Soñaron Caballos, de Daniel Veronese.


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[1] en Cómo se escribe una obra teatral, Centro Cultural Ricardo Rojas, 2004.
[2] en Cuadernos del Picadero Nº 13, Ida & Vuelta, Programa de Transferencias. INT, Nov. 2007.

lunes, 6 de octubre de 2008

Sobre MAYORÍA, de Maruja Bustamante


El viernes fui a ver Mayoría, de Maruja Bustamante, a la Ciudad Cultural Konex (la primera de las últimas dos funciones del espectáculo).


Rojo Francia y lo bueno de Bustamante
La escena se tiñe de previsibles tintes rojos –luces, pancartas, sonidos–. No hay nada necesariamente malo en lo previsible; la obra no deja de pertenecer a su origen: el “ciclo en conmemoración del 40 aniversario del Mayo Francés”, organizado por el Centro Cultural Ricardo Rojas, de la Universidad de Buenos Aires. El orden de lo previsible es un orden posible.

Releo: Conmemoración. Aniversario. 40 aniversario (que excede el límite, por donde se lo vea, de la juventud –y lo digo con mis 39 a pocos meses de evaporarse, y mi dolor de cintura, y mi incapacidad de volver a jugar a la pelota–). Y sigo. Conmemoración, aniversario, cotillón, 40 años. El Mayo Francés, el Centro Cultural Ricardo Rojas y la UBA. La obra no puede (¿no puede?) no acumular consignas paradójicas, extraídas de discursos y graffiti, y no puede (¿no puede?) no someterlas al estallido verbal, laríngeo, del grito enfático con articulación meteórica. La obra no puede (¿?) no decir “la imaginación al poder”, no puede no representar, tautológicamente, cuerpos jóvenes utilizando cuerpos jóvenes, un plus siempre presente que los sesentorializa. La obra discurre así, representando un eco vacío, gritado a la distancia. Y de pronto la sorpresa.

En medio de la bruma resonante que ya lleva cientos, cientos de segundos, un curioso juego escénico toma forma y se encarna. En una fila paralela a la platea, una media docena de mujeres (mujeres que incluyen, notablemente, el cuerpo de un varón) comienza a gritarle a la última de todas, aislada y angustiada, consignas feministas de barricada. El discurso coral abunda en utopías sobre la revolución tecnológica y la reproducción asexual de la especie, el llamado a la destrucción de las parejas mixtas en todas sus formas, el estallido del patriarcado, el ajusticiamiento de los machos dominados y dominantes, la revolución femenina, el nuevo paradigma.

La chica angustiada se quita el corpiño y lo arroja al piso (elipsis obligada de la hoguera). Y las demás chicas de la fila (que, recordemos, incluyen un cuerpo de varón), se quitan los corpiños y los arrojan también, seriamente, críticamente, a las llamas no representadas (destaco, para luego elaborar, las llamas no representadas).

Por último el grupo de varones, que observa desde un estrado a foro, saca de sus masculinos bolsillos de pantalón corpiños. También corpiños. Tristes, críticos, serios corpiños. De los bolsillos de los varones. De los cuerpos de los varones. Y los arrojan. A las llamas ausentes.


Síntesis argumental
Un colorido grupo de jóvenes ensaya paradójicas y vehementes consignas políticas, en forma de plegaria individual o colectiva, mientras esperan que la revuelta callejera dé cauce a la (a una, alguna) revolución.


La historia de una derrota
Parafraseando el prefacio de Los cuatro peronismos, el clásico libro de A. Horowicz, esta es la historia de una derrota. El Mayo Francés es, desde la perspectiva que lo conmemora, una derrota. Sus consignas, el gusto por la paradoja, el espíritu de época y la metálica aleación estudiantado/obreros en una revuelta primer mundista pertenece, para las generaciones que nacimos después, al mundo de la mitología: relatos más poéticos que históricos, más performáticos que documentales, más fantásticos que realistas. Su sentido, la imprecisa energía que deviene torrente, nos es ajeno y tal vez imposible. Sólo quedan signos. Palabras. Significados ya fósiles. Veinte años atrás, en las postrimerías del alfonsinismo, una obra juvenil sobre el Mayo Francés se habría quizás llamado “homenaje” y los intérpretes, quién sabe (pero yo apuesto), habrían intentado el gesto travestido de “enarbolar las banderas”. Hoy, notablemente, las consignas gritadas a viva voz no encuentran –no, no encuentran– referentes[1].

Orden de clase y orden de géneros
No obstante, hay algo vivo entremezclado con los desplazamientos fervorosos de signos arqueológicos. Desde un punto de vista crítico marxista, Elsa Drucaroff explica en su artículo “Orden de Clases / Orden de Géneros: en la palabra muerde el perro”[2] que las determinaciones y mediatizaciones del orden de clases sociales (en términos generales, el capitalismo) coexisten en forma relativamente autónoma –vale decir, separadamente distinguibles y con funcionamientos que pueden, incluso, oponerse– con las determinaciones y mediatizaciones del orden de géneros (en términos generales, el patriarcado, en sus variantes históricas específicas).

Quizás por ello se comprenda la inesperada vitalidad de las escenas que retoman las consignas de género. La antena de la obra de Maruja Bustamante realiza allí una (gran) descarga a tierra. Del paquete de consignas mitológicas, desempolvadas del arcón de la revolución social, emergen con formas exactamente iguales (consignas gritonas, gritadas de frente) y, por lo tanto, indistinguibles a priori en términos de funcionamiento de las otras, las mucho más incómodas consignas feministas y allí la escena prueba en el cuerpo (de los intérpretes y del espectador) lo que Drucaroff prueba en la semiótica literaria. Que el orden de géneros es autónomo. Que aquellos signos fósiles en términos del orden de clases, inertes e incapaces de resonar en otro sentido que no sea la parodia, conservan una sorprendente vitalidad en el orden de géneros.

La llama ausente
El ríspido, filoso borde de cuestionamiento al orden masculino, presente y continente en Adela está cazando patos[3]se presenta en estado ingenuo, inesperado –antiqueer– en Mayoría. No sé si la obra hace de esto un discurso consciente. El don de los artistas es, de algún modo, el viejo don del médium, del intérprete de las musas, de la “pobre antena” que cantó Charly García. Antena que encauza el fogonazo potente de la descarga de tensiones vigentes.

Hablé antes de llamas no representadas. Los corpiños caen al vacío y el vacío se hace signo. Quema. A diferencia de la “representación” de la juventud mediante el uso enfático de cuerpos jóvenes, que los torna nostálgicos, sólo aquello que aún nos pertenece puede reponerse por elipsis.
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[1] Pongamos un ejemplo. Consigna uno: “vos tenés veinticinco años; tu sindicato, setenta y cinco”. ¿Referentes?
[2] En: Barrenechea, A.M., Royo, M. y otros. Homenaje a Aída Barbagela­ta. In memoriam. Buenos Aires, Marta B. Royo y Sylvia E. Wendt editoras, 1994.
[3] Obra anterior de Maruja Bustamante, aún en cartel. Puede verse comentario en este blog.