martes, 26 de mayo de 2009

Sobre ESCRITO EN EL BARRO, de Andrés Bazzalo


El domingo fui a ver ESCRITO EN EL BARRO, de Andrés Bazzalo; teatro El Grito, Costa Rica 5459 (domingos 20 hs)

La tela y el barro
El mundo evocado tiene la irrealidad y la cercanía simbólica del mito: es el de la guerra exótica, el de la geografía extrema, extranjera, de los legionarios. Es la guerra que no salpica a la ciudad letrada, excepto por la imagen de los cajones con soldados muertos que van llegando desde Vietnam, por el célebre Dominguito, hijo sacrificado de Sarmiento en Paraguay, o por los jóvenes pies congelados en las islas del fin del mundo. La lógica de la traición, de los secretos juegos del poder, del sacrificio de los ingenuos, los débiles y los violentos a manos del hábil intrigante detrás del trono sostiene aún, como un pilar imprescindible, el mito fundante de la Nación.

Andrés Bazzalo sitúa en el húmedo y hostil barro del Gran Chaco, durante la infame guerra de la Triple Alianza, la trama del Otelo de Shakespeare. Sus hilos son –siguen siendo– delicados, psicológicos –anímicos, semióticos–. El célebre pañuelo de Desdémona es –sigue siendo– un pañuelo: ni una carta de amor, ni una prenda íntima, ni un secreto de alcoba; el célebre pañuelo es el objeto inocuo que significa lo que en él se construye como signo. Su poder es el del hilo invisible, la trama oculta, la mortal trampa donde sucumben los cuerpos.

Síntesis argumental
Llega Sosa a hacerse cargo de la guarnición militar: ha nombrado capitán a Miguel, primo predilecto de su reciente esposa Mariana, en detrimento de Santiago, quien descontaba para sí el ascenso. Despojado y secretamente humillado, Santiago se propondrá destruir no sólo a Miguel, su oponente ocasional, sino al propio Sosa. Manipulando hábilmente a su esposa Emilia –confidente de Mariana–, a Rodrigo –amante despechado– y al mismo Sosa, de quien es consejero, sembrará la discordia, la sorda enemistad, los celos y la sed de venganza. Así, la sofisticada trampa psicológica que alguna vez atrapara a Otelo, el Moro de Venecia, tejida de rumores, insinuaciones y finas telas devenidas signos, renace con Santiago/Yago en el frente de combate de la guerra del Paraguay.

Trama y lenguaje: las distancias de/desde Shakespeare
Escrito en el barro en tanto adaptación de Otelo, el Moro de Venecia se construye a partir de dos operaciones de larga tradición: la traslación del espacio/tiempo (de la Venecia renacentista en campaña militar contra los turcos en Chipre, al campamento militar en el frente de batalla de la Triple Alianza del siglo XIX), por un lado, y la reducción del complejo (abundante) conjunto poético original a su trama principal, estructurante de la acción. Las largas horas necesarias para una hipotética puesta en escena del texto shakesperiano se reducen, hábilmente, a la emblemática hora y cuarto de la escena local. La técnica de Bazzalo es sofisticada y consiste, principalmente, en recortar las causas, que serán referidas por sus efectos. De este modo, en extremo, todo el acto inicial del Otelo en Venecia –el escándalo producido por su casamiento con Desdémona– es sencillamente referido como causa necesaria y elidida en la llegada del Moro/Sosa y su mujer al campamento militar (Chipre, en el original). La alusión a lo sucedido fuera de la escena o del tiempo de la acción cobran así importancia y replican, esta vez con el público, la lógica de la sugestión y del relato que el propio Santiago/Yago realiza sobre Otelo.

“Partiendo de la idea de que no somos ingleses” (paráfrasis del comentario de Ricardo Bartís sobre su propia versión del Hamlet), previa a cualquier traslación geográfica y temporal se impone una lingüística que es, esencialmente, cultural: la traducción. La versión de Bazzalo traduce y traslada, adapta, versiona el Otelo. El lenguaje se torna áspero desde las primeras réplicas; no obstante, el criollo permanece a prudente distancia de la jerga gauchesca o de la extrema localización: aunque casi ninguna locación se menciona, no hay Curupaitís pero sí hay Buenos Aires. La sofisticación poética del original debe, por fuerza, resignarse. La suma final acerca, entonces, más la obra al mundo del mito ancestral traspolado (una Antígona en la pampa, una Ifigenia en la Segunda Guerra) que al aún cercano vigor poético isabelino: pocas de las imágenes barrocas evocadas resisten la contienda, aunque mucho de la arquetípica solidez del dispositivo, el monstruo sutil que, oculto, enrieda y destruye.

Algo más sobre La Triple Alianza
Yago el enigmático es inmortal. En un notable pasaje lateral de la obra, Sosa le dice a Santiago: “quiero conocer sus pensamientos”. Y Yago le responde, como al pasar: “ni con mi corazón en la mano”.

Los festejos del bicentenario se acercan, inexorables. Cabe destacar que en esta versión, el ejército en campaña no es el de San Martín sino el de Mitre, más cercano al genocidio de nuestro General Roca que al de la lucha emancipadora.

Y Yago gana.

martes, 19 de mayo de 2009

Sobre AGOSTO, de Tracy Letts


El jueves fui a ver AGOSTO: condado Osage, de Tracy Letts; teatro Lola Membrives, Corrientes 1280 (4381-0076)



Las imágenes corresponden a: arriba, afiche producción de Chicago; medio, escenografía de la puesta en Puerto Rico; abajo,afiche producción portorricense.

Esta reseña tiene tres partes numeradas; la primera, sobre el mundo evocado por la pieza original; la segunda, sobre la versión local; la tercera, sobre el tema y estructura de la obra, elenco y dirección.

1. El mundo evocado por la pieza

El retorno de Mary Tyronne
Aquel caluroso julio californiano de 1947, Eugene O’Neill le entregó a su mujer Carlotta los originales del enorme, autobiográfico Viaje de un largo día hacia la noche[1]; en la dedicatoria confiesa que la escritura de esa pieza le permitió “afrontar finalmente” a sus muertos “con profunda piedad, comprensión y perdón”.

Tal vez todos, al intuir el lado oscuro del sueño americano –y aún sin saberlo–, no hacemos más que sumergirnos en la sombra inmortal del Long Day’s Journey Into Night: la calurosa y descuidada casa de verano donde apenas persisten y decaen las vidas y sueños de los cuatro Tyronne y su fantasma –el viejo padre actor, el hijo mayor, alcohólico, el menor tuberculoso, la esposa morfinómana, madre de todos, y el pequeño Eugene, por siempre muerto–. La casa, suponemos, es de madera y, sabemos, tiene un porche, un cerco, un fondo. Aceptando que los desplazamientos de la historia pueden ir a la zaga del poder de sus símbolos, estas sombras proyectadas en el fondo de la caverna americana no verían la luz (escénica) hasta pasada una década, y no lo harían ni remotamente cerca de la costa marítima del Connecticut que evocan, sino en la gélida Estocolmo de principios de febrero de 1956. Cincuenta y un años más tarde, las luces que proyectan la sombra de un mismo arquetipo frustrado vuelven a dibujar una casa de campo, de madera, en la abúlica llanura del middle west, condado de Osage, la Oklahoma natal de un nuevo autor. Detrás de August; Osage County no está O’Neill, sino Tracy Letts. A bordo de la nave no van los Tyronne sino una numerosa familia extendida –hijas, hermana, maridos, cuñados, nietos, amantes– que se reúne en torno a la gran madre cancerosa , adicta a las pastillas, cuyo marido alcohólico desaparece, o decide filosóficamente poner(se) punto final.

La acción no es dolorosa en el sentido patético del gran precursor O’Neill sino en el desopilante sentido moderno de la pesadilla familiar. El manto de piedad es ahora la risa liberadora –de algún modo confortable– y la simpatía afín a los pequeños engaños, el reconocimiento de nuestros rituales absurdos bajo la lupa del gran ritual teatral, el viejo espejo del mundo, actuado con la soberbia excelencia de un elenco soñado.

La mítica llanura
Así como los mares del Poe de Arthur Gordon Pym y del Melville de Billy Budd y el Capitán Ahab, o como el solitario horizonte final del Oeste al que por siempre se dirige el héroe del Western, la llanura es ámbito, literatura y metáfora: el laberinto de Dios, cuyo engaño es la identidad de todas sus partes, o la imposible elevación de ideales con la que la hija mayor de los Weston de Agosto, en la antesala de su entrada a la obra, parece replicar a Sarmiento. Es el insulso paisaje chato, la tierra del genocidio de indios, la sanguinaria implantación de un nuevo mundo que fracasa. No casualmente el primer y último personaje de la pieza sea Native American, una india (nativa de un secreto Estado de la Unión que aún conserva un 14% de población indígena), cuya intraducible voz originaria –en el momento más “bien pensante” de un texto que brilla, en todo caso, en sus ácidos tonos de incorrección–, dirá aquello que debe oírse aunque no haya nadie que lo pueda comprender.

La obra abunda en símbolos de la caída del idealismo americano o, en palabras del crítico británico Michael Billington, en los “ecos de desesperanza de los años de Bush”[2]: este derrumbe habita su forma, su anécdota, la disfuncionalidad de su familia y, por si no quedara claro, se explicita en los lamentos del padre que abren la pieza, reforzados por citas de T.S.Eliot y John Berryman, y cínicamente citados por su hija mayor. ¿Cuánto de esta ácida crítica de una tradición, cuánto de ese condado/aldea que pinta el mundo, cuánto de las salvajes resonancias de los signos del August original perduran en una traslación local que, en palabras de sus productores, pretende “universalizarla”?

2. La versión local

Geografía del desplazamiento (sucursales de Broadway)
Sabemos cómo funciona; un empresario compra los derechos de un éxito de Broadway y el contrato reglamenta todo: el diseño estricto de una escenografía con copyright, el vestuario en todos sus detalles (incluyendo las rayas de la camisa y la corbata azul del menor de los personajes), la disposición de cada mueble, de cada elemento de utilería, de cada destello de luz. Ver Agosto en Buenos Aires es ver el diseño de Londres o Chicago en nuestra sucursal. El leaflet de promoción del estreno en Puerto Rico describe lo que veremos en la calle Corrientes: “La escenografía presenta una casona de tres niveles con balcón, sala, comedor, estudio, pasillo y ático. […] La complicada utilería incluye elementos masivos como las estibas de libros de un profesor universitario, la inagotable colección de pastillas de una adicta y una cena completa para once personas, que cada noche comerán en escena utilizando una vajilla formal completa. El vestuario lleva cuarenta y un cambios de ropa, y atraviesa una amplia gama de edades, sexos y niveles de sofisticación, desde el sobrio atuendo de una viuda hasta la elegancia informal de una profesora universitaria, o el estilo chillón de una matrona con mal gusto”. Es notoria la estricta identidad de las fotos del montaje en cada una de sus ciudades, e incluso del afiche de promoción (ajunto a esta nota algunas imágenes).

Ver estos montajes es asistir a una franquicia autorizada. No obstante, el traslado de los climas (atmosféricos y culturales), las geografías, los lenguajes, suele operar en detrimento del resultado (baste ver cualquiera de las traducciones/versiones de los éxitos de Broadway a cargo de la agencia F&F[3]): termina por no comprenderse dónde sucede la acción, en qué idioma hablan los personajes (que nunca hablan como se habla en ningún lugar ni como habla nadie) y, cuando la poética remite a caracteres sociales (como sucede en la inmensa mayoría de estos éxitos), no se alcanza jamás a comprender de quién demonios se trata. Cabe destacar que este no es el caso de Agosto.

Mercedes Morán no es Del Pino/Masllorens (¡Gracias, Dios!)
Luego de soportar estas omnipresentes traducciones/adaptaciones (para un análisis del funcionamiento de estas versiones, puede leerse el artículo en este blog sobre Confesiones después del entierro, de Yasmina Reza –click aquí–), después de la superabundancia de las F&F, decía, la alegre, cercana, viva versión de M.M. se agradece (gracias, Mercedes). De la mano de las impresionantes dotes actorales del elenco, el lenguaje al que la obra está volcada y su tratamiento permiten una inusual vitalidad y cercanía; con un respetuoso optimismo y dedicación, al mismo tiempo, es posible evocar en parte el ámbito cultural de origen de la pieza, cuyos referentes serían imposibles de trasladar dentro de los estrictos límites que la franquicia impone sin desmedro del desarrollo natural de la acción.

La versión, por otra parte, perpetra un deliberado balanceo del protagonismo: mientras que en los afiches de la “casa central” (ver ejemplos ilustrativos en la columna derecha) la madre –primera figura– encabeza un elenco de diseño piramidal, en el diseño adaptado a Buenos Aires, con toda justicia, el personaje de Mercedes Morán, la hija mayor, comparte el cartel central con la (notable) Norma Aleandro.

3. Tema, tiempo, elenco, dirección

Las verdades de Siddhartha-Buda
La muerte preside y precede los ciclos. El príncipe cuyo destino es regir el mundo o salvarlo permanece encerrado en su palacio ilusorio hasta descubrir, a través de las fisuras, las verdades inexorables: el enfermo, el viejo, el muerto. El cochero que acompaña la oscura epifanía declara: “con el tiempo, todos seremos ellos”. Los enfermos, los viejos, los muertos (y el tiempo). Los débiles pilares que apenas sostienen la casa familiar; la de los Coleman de Boedo, la de los Weston de Osage. El público está allí para asistir –catarsis y festejo mediante– a su derrumbe.

El tiempo es nuestro
La obra se sostiene implacable (disfrutable) a lo largo de sus dos horas y media. El ritual, el “aguante”, el haber estado allí, cobra un sentido performático y ceremonial. No es lo mismo ser que permanecer (para un análisis de la duración de las obras en la cartelera porteña, puede leerse la reseña en este blog de la versión actualmente en cartel de El beso de la mujer arañaclick aquí–). El tiempo robado, el tiempo renovado, el tiempo es nuestro.

El nivel actoral
La versión lo permite. La dirección lo permite. La obra lo permite. Pero por sobre todas las cosas, el superlativo nivel actoral de nuestra escena lo permite. Hay un Dream Team sobre el escenario del Lola Membrives y, a la vez, se sabe, podrían seleccionarse dos, tres elencos locales de similar excelencia para esta populosa obra. Se requieren trece actores, y todos rinden al máximo. El mecanismo está aceitado, el ritmo, el tiempo de la réplica, la naturalidad, el chiste, la tensión, el detenimiento, el gag.

La ubicua Omisión de la familia C
Decía en el apartado sobre Broadway que todos “sabemos cómo funciona”, implicando que siempre funciona igual, pero eso no es completamente cierto. August: Osage County no es un producto de Broadway; es un forastero que toma el centro por asalto. Se trata de una producción íntegramente realizada en Chicago, y Chicago no es New York. El procedimiento habría sido, en otro caso, que Broadway comprara la obra y la produjera en forma local, con su gran maquinaria productora de éxitos, pero no. Broadway no replica, con elenco y producción propia, la obra de su “periferia”: es la August provinciana la que se traslada a New York, y allí explota.

Es cierto que desde allí emerge una franquicia, pero eso tampoco es –nunca es– del todo cierto.

Eugene O’Neill compra junto a Carlotta, su tercera mujer, un rancho de ciento cincuenta y ocho acres cerca de Danville, en San Ramon Valley, y desde allí evoca el Monte Cristo Cottage de las costas veraniegas familiares, en el otro extremo, en el océano opuesto. Medio siglo después, sus ecos resuenan en la costa lacustre de Chicago, Illinois, donde un texto Tracy Letts invoca la planicie de Oklahoma. La obra AGOSTO se estrena en junio. En Diciembre llega a Londres. En Marzo a Puerto Rico. En Mayo a Buenos Aires. La dirección es de Claudio Tolcachir[4] y su elección es del todo comprensible: si bien limitada a la dirección actoral (y a decisivas elecciones -y hallazgos- dentro de los límites del copyright), la extrema habilidad para dar vida a la decadencia, a la entropía desopilante de una familia que se disuelve, así pasen los minutos o los años, está presente. Y asombra.

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[1] O “Largo viaje del día hacia la noche”, según traducción de Long Day’s Journey Into Night
[2] Puede leerse la reseña de Billington del estreno londinense en The Guardian: click aquí
[3] Fernando Masllorens y Federico González del Pino
[4] para ver la reseña de su última obra, click aquí: Tercer Cuerpo

martes, 12 de mayo de 2009

Sobre BUSCADO, de Agustina Gatto



El viernes fui a ver BUSCADO, de Agustina Gatto, a El Portón de Sánchez, Sánchez de Bustamante 1034 (4863-2848)


Telémaco invertido
Sostiene Joseph Campbell[1] que aquella orden de la diosa Atenea al joven Telémaco, –hijo de Ulises, rey de Ítaca, quien no ha regresado aún de la guerra de Troya–, condensa los sentidos de los ritos de iniciación de las sociedades tribales y, por supuesto, el sentido profundo, mitológico, del pensamiento de nuestra cultura sobre el periplo de sus héroes. Y, por si fuera poco, modela la forma arquetípica del crítico tránsito de la inmadurez psicológica a la posición adulto responsable.


Y la orden era: “ve a buscar a tu padre”.


El adulto irresponsable (Síntesis argumental)
En la breve obra Buscado, de Agustina Gatto, un extraviado Padre-en-Blanco-y-Negro, mítico padre de identidad desconocida, busca con desesperanza al hijo que ha partido –por voluntad propia, en cumplimiento de todo pacto preexistente–, y lo busca alrededor del mundo, que es sintético: tres megápolis arquetípicas (DF, NY, Tokio), desmesuradas ciudades que, en la íntima blancura de sus interiores[2], son la misma.


Sobre las generaciones y las claves del mundo actual
En la primera escena, el hijo adolescente, grandote y débil, desgarbado, ofuscado, cansino, ya ido, ya enfrentado a su padre, ya partido, se niega a darle al menos su remera –como recuerdo de un recuerdo– al padre que tanto lo ha buscado y tanto lo ha perdido. El padre lo apunta con una pistola (escena notable) y le grita “Soy tu padre y te estoy pidiendo algo de la mejor manera que puedo”.


Retomemos: un padre impotente cuyo hijo, como todos, ya se ha ido, lo apunta con una pistola para pedirle que le deje un recuerdo. El mismo padre que finalmente le dirá: “yo también te detesto”.


La obra entera, sus decorados monocromáticos, sus referencias simbólicas, su lenguaje, sus territorio, los antecedentes de su autora y directora –la Ifigenia En que precede esta realización, la formación en psicoanálisis y filosofía antigua, la Máquina Hamlet que lo preside todo– invitan a la lectura en clave mitológica y generacional. Sus personajes están despojados de construcción biográfica (excepto la “Mujercita del clarinete”, que en su monólogo obligado construye una versión de biografía personal –no hay obra de esta generación sin al menos un monólogo obligado–), y su sistema de referencias de identificación interna está sometido a un constante desplazamiento: los mismos cubículos son Tokio, DF, New York, el mismo pianista es y no es él mismo en cada ciudad, la camisa de póker se espeja, el clarinete invisible se desplaza, las largas piernas de la única mujer están en todos lados y por lo tanto en ninguno[3]. La obra reclama para sí, por lo tanto, ya no la semiosis sino la simbolización. Cercana a la alegoría, la obra del Padre que busca al Hijo que no quiere ser Buscado, o quiere ser Buscado eternamente y por lo tanto corre delante, es una obra sobre el Padre, sobre El Hijo, y sobre las generaciones del mito y la actualidad.


El escapista
“En estas historias al héroe le sucede la aventura para la que estaba preparado”, dice Campbell, “la aventura es una manifestación simbólica de su carácter”. Atenea le ordena a Telémaco (El Hijo) que salga en busca de su Padre, que resista, que luche, que sea valiente de tal modo que su propia descendencia se honre de sí. El mito se interpreta como ritual de iniciación: una muerte (del niño) y una resurrección (el ingreso al mundo adulto). Se trata del arquetipo del crecimiento –del valor de la responsabilidad y de la seguridad en sí mismo–, tema básico y universal de periplo del héroe. La inversión que expone Buscado en todos sus signos implica, entonces, el desamparo persistente de la inmadurez; sus grandes figuras hablan de un mundo cuyos mitos son los mismos, pero sus héroes no han vencido. La serpiente se muerde la cola y el padre persigue al hijo hasta la desolación.


El cubo transparente, la cabina-confesionario, es también la cuba de agua donde se sumergían los escapistas encadenados, desde Houdini hasta el Tu-Sam que sumerge Leonardo, el hijo que es el padre.


Ana Alvarado sigue fumando
La bellísima, perdurable imagen de aquella Máquina Hamlet del Periférico de Objetos retorna en acrílico: Europa rubia con anteojos de sol bajo la deslumbrante luz cenital fuma encerrada en un cubículo y, según pasan los años, deviene varón, jovencito y desgarbado, con sombrero cowboy y cantando con micrófono (como en Lola Arias, como en Maruja Bustamante, como en la madre de todos, Open House, por supuesto).


La cubeta de escapista es, tal vez, un telephone booth anglosajón, una jaula de exhibición de las especies y, por mutación de todas las cosas, un confesionario de la Gran Tevé.


El resto es video
La obra es curiosamente breve. Como si lo que hubiera que decir, lo que pudiéramos mostrar, lo que es posible narrar en teatro, se agotara tempranamente. La obra cierra con lo que la obra no es. El resto es video.


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[1] Fundamentalmente en El héroe de las mil caras: psicoanálisis del mito. Madrid: Fondo de Cultura Económica, 2005, pero también en el muy buen libro de divulgación que recopila las entrevistas que Bill Moyers le hiciera a Campbell al final de su vida: El poder del mito. Barcelona: Publicaciones y Ediciones Salamandra, 1991.
[2] Discrepo con la síntesis de la gacetilla de difusión de la obra que puede leerse en http://www.buscado.blogspot.com/: Telémaco no es buscado “por las calles de Tokyo, México DF y New York”, sólo en sus interiores. Lo exterior, el exterior de ese interior que está por fuera de la cubeta transparente, es una amplia explanada de cielo despejado en este margen de nuestro río de una orilla.
[3] O, en palabras de un Dios isabelino “que como yo eres muchos y nadie” (JLB).

martes, 5 de mayo de 2009

Sobre EL BESO DE LA MUJER ARAÑA, de Manuel Puig


El viernes fui a ver EL BESO DE LA MUJER ARAÑA, de Manuel Puig, a El Cubo, Zelaya 3053 -4963-2568

Yada yada yada/Antidentite/Merlot
En el agudo artículo El Eje –de cómo Seinfeld y otras series cambiaron la televisión–, publicado en un dossier sobre las series americanas de la última década (revista El Amante Nº 202), Manuel Trancón invita a ver el capítulo Yada yada yada/Antidentite/Merlot[1]

“para ver cómo lograron 1) no perder ni un segundo de tiempo en explicaciones y no frenar en los veintipico de minutos, 2) conjugar al menos tres líneas narrativas y que todas funcionen en paralelo e interactúen entre sí. Y que no haya ni 15 segundos sin un gag visual o verbal brillante. Eso para no hablar de la forma en que usaban el montaje para cortar el remate de gran parte de los gags, y así no perder ni tiempo ni ritmo con información redundante[2]”.

El autor sostiene luego que, de Seinfeld en adelante, los capítulos enteros de sitcoms tradicionales (Friends o Mad About You)

“resultan lentos, melosos y muy reiterativos, podrían encajar el doble de chistes en el mismo espacio”

–donde Trancón escribe “espacio”, sugiero reponer “tiempo”–.

Hay algo vertiginoso en la voraz competencia por la atención del espectador en la medición del rating. No hay segundos que perder. Son veintitrés, veinticuatro minutos sin pérdida, sin explicaciones, sin freno. No llega a pasar más de un cuarto de minuto sin un chiste; el propio remate, la distensión del gag, la transición situacional –montaje mediante– se eliminan (como los archivos mp3 eliminan gruesos megabytes de información sonora original para que pesen menos y se transmitan a toda velocidad). Lo veloz, lo compacto, lo vertiginoso es, por default, la actual medida del valor. El tiempo, fugaz, se maximiza (¿o minimiza?, esta metáfora me pierde); su incesante paso se percibe, sin lugar a dudas, como un enemigo.

¿Pero enemigo de quién? ¿Enemigo de qué?

El símbolo de la araña
La araña es la lenta, la paciente tejedora. Sus delicados y mortales hilos brillan a la luz de la luna; las gotas de rocío, que el pausado tiempo de la noche condensa, atraen a las presas.

La tejedora no es veloz; por el contrario: es Penélope demorándose en la espera, es el paciente tejido de los hados, la trama incesante de la historia en el reverso del tapiz. Es el mundo que el filósofo explica creado no en el tiempo sino con el tiempo.

Síntesis argumental
Molina, preso por “corrupción de menores” –personaje que condensa lo femenino, lo débil, lo diferente y desplazado– y Valentín, preso político –condensación de lo masculino, lo erecto, lo sustitutivo–, un militante comprometido en la lucha armada en plenos años setenta, comparten la celda. En el lento transcurrir de los días y las noches, ambos universos se descubren, se encuentran, se comprenden. A través de la palabra, de la abundancia de la palabra y del silencio. A través del cuerpo, de lo bajo –el dolor, la suciedad, las heces– y lo elevado –la cópula y el beso–. Y finalmente, a través del destino: el sacrificio del hombre-heroína (al fin y al cabo se trata de la Argentina sacrificial) y del sueño final, “corto pero feliz”, de una revolución sin lugar.

El beso de la mujer araña, la perdurable novela de Puig, se condensa en forma teatral a lo largo de aproximadamente una hora, con Humberto Tortonese en el papel de Molina, Martín Urbaneja como Valentín, y dirección de Rubén Szuchmacher.

Non in tempore, sed cum tempore
Casi todo, o todo, es bello en la concepción de la escenografía y el espacio de Jorge Ferrari: las zapatillas del guerrillero, los coquetos pantalones -tal vez pijamas- del delicado encantador de fieras. Y todo es espacioso, amplio. El encierro está en el tiempo, quizás, no en el espacio. La obra, con la técnica y minuciosa precisión de su director, transita los momentos esenciales, los núcleos narrativos indispensables del relato-marco (aquel que encierra los múltiples relatos de la red): el encuentro, enfrentamiento, unión y sacrificio de esta cópula imposible que a través de la muerte perdura. El relato final, el conmovedor epílogo hecho de voces y de sombras, queda latiendo en la mente y en el cuerpo al terminar la función.

Sin embargo, queda también la sensación de que no ha habido tiempo. Tiempo para estar allí, para ser y devenir. Quizá no haya tiempo en ningún lado, tal vez el tiempo haya mutado en bien escaso y esté vertiendo sus últimos granitos de arena. Pocos meses atrás, el Central And South American Theatre Festival de Londres me pidió la presentación y recomendación de obras de autores argentinos contemporáneos[3] de dos horas de duración con no más de ocho actores requeridos y, para una sección alternativa de la muestra, obras de aproximadamente una hora diez para elencos de no más de tres actores. Les expliqué que solo podía referir obras de Buenos Aires (que es el teatro que conozco) y que, de obras de dos horas o más, poco podría aportar. Por múltiples y complejos motivos –modos de producción, dimensión y cantidad de salas teatrales, políticas de subsidios, formación e idiosincrasia de los artistas– la duración estándar de la obra de nuestros dramaturgos/directores (en los que ciertamente me incluyo) es de cincuenta minutos a una hora y veinte. Ilusoriamente, a mi juicio, terminamos creyendo que el público no tolera más que eso, incómodamente sentado en las banquetas de plástico de nuestras mínimas salas, relojeando o cabeceando a cada instante. Y puede ser cierto; quizás nuestras obras sean intolerables más allá de ese límite (y a veces dentro de él). Pero el fenómeno se expande. De un tiempo a esta parte, el teatro comercial americano, británico, francés, está siendo cada vez más adaptado de sus dos horas (o más) estándar a nuestra hora y veinte, límite porteño. Los adaptadores (una vez más me incluyo: mi versión de Los padres terribles, de Jean Cocteau, duraba hora y veinte) devoramos consciente o inconscientemente el capítulo Yada yada yada de Seinfeld para no perder un segundo, no frenar, conjugar las líneas narrativas, y rescatar (en el mejor de los casos) un gag visual o verbal brillante. Pero allí no hay butacas incómodas, ni salas frías o sofocantes. No hay limitaciones de producción (al menos no las del teatro subsidiado). Hay solo una sensación de competir contra algo que es más valioso. El tiempo fuera. El tiempo de afuera. (¿La tanda? ¿La comercialización de productos? ¿La profana productividad del capitalismo?).

El tiempo lúdico, –o sagrado, como suele explicar el maestro Kartun–, no nos pertenece. Está claro que no nos pertenece. Y creo que es hora de reclamarlo. O de expropiarlo.

Apostillas
El beso de la mujer araña es, entre muchas cosas, la hermosa y fascinante seducción de un contador de historias. No podría ser breve ni veloz. La felicidad de su lectura es comparable a la de Big Fish, de Tim Burton, pero hecha intimidad y hecha política.

Los taxativos setenta no habían incorporado aún el valor político de la diferencia sexual. El beso de la mujer araña se entiende como relato histórico de una época. Imposible de ser trasladado a la actualidad sin perder sentido.

La delicadeza, la fragilidad, la envolvente femineidad que encierra a la pantera es suave, muy, muy poco freak. El militante que “pasa a la acción” sería y es capaz de usar un arma y matar.

Referencias
La referencia latina proviene del capítulo VI de Civitas Dei, La Ciudad de Dios, de San Agustín: “si litterae sacrae maximeque veraces ita dicunt, in principio fecisse deum caelum et terram, ut nihil antea fecisse intellegatur, quia hoc potius in principio fecisse diceretur, si quid fecisset ante cetera cuncta quae fecit, procul dubio non est mundus factus in tempore, sed cum tempore”[4]. AUG. Ciu. 11.6.

Las primeras palabras de la novela de Manuel Puig son: “A ella se le ve que algo raro tiene”. Las últimas: “Este sueño es corto pero feliz”.
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[1] Capítulo de la serie Seinfeld, claro está.
[2] La misma frase “un segundo de tiempo” contiene información redundante; basta decir “un segundo”. Para una ampliación del concepto de “redundancia”, puede verse en este mismo blog: http://la-diosablanca.blogspot.com/2009/04/sobre-el-batacazo-de-mauricio-dayub.html
[3] El requisito, más precisamente, era “obras escritas en este milenio”.
[4] “Ahora bien, si los escritos sagrados y del todo veraces así dicen, que al principio hizo Dios el cielo y la tierra, de modo que se entiende que nada fue hecho anteriormente, porque más bien se diría que eso se hizo al principio, si hubiese hecho algo antes de todo lo demás que hizo, sin ninguna duda el mundo no fue hecho en el tiempo, sino con el tiempo”.