jueves, 3 de noviembre de 2011

Sobre APÁTRIDA y ALEJANDRO ACOBINO


El viernes fui a ver APÁTRIDA, de Rafael Spregelburd, a El Extranjero (Valentín Gómez 3378 – tel 4862-7400) Viernes 20.30 hs.

Acowine

Este lunes 31 de octubre a las 22, saliendo de dar clase en el taller de la calle Vera, refugiado del viento frío y del cansancio, subiendo al auto, pensando en Luna, en la dramaturgia, en Vicente en los brazos de Caro, en una sopa de tomate, recibí un mensaje de texto: “tristísimo; se suicidó Alejandro Acobino”.

Desde entonces y hasta ahora me cuesta hablar de teatro sin hablar de lo queda irreductible, de lo que se torna irreparable, del final de esa vida. La sorpresa, el desconcierto y el dolor van cediendo paso, con las horas, a la reflexión. No obstante, la muerte es la frontera del misterio, el límite de todo lo conocido. Y desde allí inocula de misterio la vida.

Reflexionaré sobre la obra de Spregelburd, sobre algunos aspectos de la fascinación y la observación distante de una de las obras de Rafa, pero también hablaré en la misma reseña de mis imágenes de Acobino, ¿por qué no?

Primus inter pares

¿Por qué no? Hablamos de una parte de lo mejor de nosotros. Hay un “nosotros” tímida, parcialmente denotado por las palabras. A veces es “patria”, a veces “comunidad”. A veces es teatro, Argentina, Almagro, actores, dramaturgia, escuela, memoria. Alejando me trataba como deidad griega en nuestros chats, y yo le replicaba (de “usted”, acobinamente) que él no se quedaba atrás. “Vea mi nombre en inglés, Apolo”, me escribió:

Acowine.

Síntesis Argumental

Buenos Aires, 1891. Un artista plástico y un crítico de arte entablan una polémica epistolar. La arena del combate -del mismo combate- pasará del verbo a las armas, al cuerpo y al olvido.

Los procesos del bien

Apátrida está basada en una polémica real, documentada, entre el artista plástico Eduardo Schiaffino y el crítico Eugenio Auzón, cuyo disparador fue una exposición de cuadros de artistas que habían sido becados por el estado argentino para formarse en Europa, pero cuyos temas derivan, por el propio peso gravitacional de Buenos Aires, de una proto-patria, de la fundación de los mitos, de las postrimerías del siglo XIX, del discurso del arte y de las naciones, en planteos antagónicos sobre la existencia de un arte nacional, o su mera posibilidad -incluyendo la posibilidad (y las características) de una patria-. Sin embargo, la obra resultante excede la estrecha contención de sus fuentes para decir “más, y otra cosa”. Se ha escrito y se escribirá sobre el tema, sobre la sustancia, la historicidad, la poética implicada. También sobre la notable exposición visual y la música de Zypce. Yo hablaré, entonces y simplemente, de algunas formas del discurso y de algunos aspectos de la actuación.

La preeminencia del monólogo: Et tu, Bruto…

Desde que hace dos años y medio escribí aquella reseña de Harina, de Carolina Tejeda y Román Podolsky (click aquí), donde discutía algunas apreciaciones sobre un supuesto “desuso” de la forma monólogo hasta ahora, la presencia de los monólogos en la excesiva cartelera teatral porteña es tal (sin contar el uso de esa forma en las obras que no son unipersonales) que práticamente se invierte la carga de la prueba. Podríamos preguntar a esta altura y sin mucho temor: ¿qué obra que se precie, dentro de la dramaturgia local, prescinde de monólogos? En Todo, Spregelburd recurre al narrador (otra forma recurrente en la dramaturgia de esta primera década de milenio) en forma de voz en off (click aquí). Finalmente, y con extraordinaria solvencia, el dramaturgo, director y actor arriba el monólogo.

Cuerpo y representación

Por supuesto, la categoría de “representación” es puesta en crisis. El procedimiento mismo del monólogo es, en cierto sentido, la negación (una de las negaciones) de la noción de representación presente en la ficción televisiva, en la cinematográfica y en las formas realistas del teatro. Encarnar un personaje equivalente a una persona produce, en la representación audiovisual, una restricción al monólogo cuasi prohibitiva. El cine y la ficción de tv no toleran la enunciación del monólogo; sólo la remanida o recurrente voz en off. El teatro, en cambio, no sólo permite sino que cultiva –en los últimos años, hasta la saturación- a su actor solitario que habla, a su actor sin respuesta de otro actor. Sostenido por la decisiva presencia del público, que sustenta el acto performático y por lo tanto, tensiona la palabra “en vivo” para tornarla viva, el monólogo teatral ha devenido la quintaescencia del teatro del milenio.

Micrófono azul de prusia

A sabiendas de que la convención realista, una cuarta pared que separa la audiencia de la representación escénica, ha sido absorbida completamente por el artificio naturalizado de la cámara, el teatro de estas décadas toma del arcaico baúl del rapsoda a su corifeo (próximamente comentaremos en este blog la nueva obra de Mauricio Kartún, Salomé de chacra, exhibición y comentario paródico de estos modos de narrar teatro), lo dota de un micrófono (aquella vieja matriz open house que ya lo inundó todo) e incluso de un megáfono, reforzando el sentido pregonador, polémico, promotor de un discurso que ya no representa; solo enuncia.

Antibiodrama

Hemos visto la otra saturación de estos procederes, su ápice en El pasado es un animal grotesco (click aquí), y su puesta en límite en Mi vida después (click aquí). En el primero de los casos, la ambiciosa propuesta es dar cuenta escénica del relato (literario) de pasados contiguos, narrando y actuando, micrófono en mano, la vida de ese otro que parcialmente encarnamos. En el segundo caso, es el cierre político, ideológico, generacional, del biodrama mismo: la biografía directa, enunciada, micrófono y recuerdo y prospectiva de una generación en sí, de sí, por sí, para nosotros.

Ya estaba hecho. No hay un Rafa para repetir fórmulas. Fiel a sus mecanismos de composición y puesta en acto de virtudes conceptuales, Spregelburd toma discurso, pasa palabras al cuerpo de la “representación en crisis”. Una polémica literaria sobre un arte visual que se dirime a hachazos es retomada, en conjunción con un aire de época, de su inexistencia. Qué es la patria. Qué es el arte. Qué es ser argentino. Qué es ser pintor. Qué es polemizar. Qué es el cuerpo. Qué es (para qué es) el estado.

Querido viejo Bertold

Y la emoción. La actuación de esta pieza es una toma de posición sobre (también una oposición ante) el cuerpo emocionado y la identificación. Un cuerpo llora un discurso sobre un futuro que no recordará a su sujeto, y lo hace en serio… Imposible conmoverse por identificación: no somos Azul de Prusia, no somos Auzón, no Schiaffino. Imposible a la vez, si se quiere, no conmoverse estéticamente: la música, la imagen, el cuerpo emotivo del actor, verdadero, no representativo de un momento ficcional, lo provoca.

Hablar del futuro desde el pasado, sin cuerpo que represente y a la vez con cuerpo emocionado es, quizás, la analogía perfecta de la crítica pictórica (y musical), del esfuerzo impotente y perserverante por decir, con palabras, lo que la música ejecuta y la plástica perpetra. El acto de actuar puede ser un comentario gestual sobre un sonido, puede ser una enunciación poética en vivo, puede ser una conmoción desdoblada de personaje (que no hay), en puro sujeto… que es discurso.

Lo mejor del siglo XIX

Creo que fui confuso y muy abstracto. Lo traduzco: una voz que es la de Auzón (el crítico de arte del XIX), micrófono anacrónico en mano, se emociona hasta las lágrimas porque no será recordado por la patria que aún no se fundó, y de cuyos muertos heroicos él no será parte, mientras el gran Zypce toca música electroindustrial con tuercas, transistores, cuerdas y notebook. Roque Sáenz Peña nos habla a través de un blackberry amplificado por un mecanismo de vitrola sabiendo que será presidente pero que ahora es juez de un duelo cuyas reglas de honor a los contendientes se les escapa, contendientes que pintan marinas o gauchaje de Moreiras, cuchilleros malos, la argentinidad circense, protorepresentativa, nunca real, de los Podestá. Ahora se entiende.

Y la patria

El arte, el mito fundacional, el Norte que “arrasará”, los remanentes borgeanos (del Borges de Piglia, el “mejor escritor argentino del siglo XIX”), se explican por sí mismos. Para acercarse a ellos, para comprenderlos, para cuestionarlos, para intuirlos, invito a ver Apátrida, en sus últimas funciones, los viernes a las 20.30 hs. Yo quiero regresar ahora, desde esa tierra que parece nuestra, a aquel “nosotros” con el que comencé y que acaba de perder uno de sus mejores.

Morir en Navidad…

…es absurdo, sostiene Auzón, mientras corre y corre, cual Forrest Gump decimonónico, con el corazón prestado del nadador Spregelburd, hacia la pampa. Corre al Oeste, como en los finales del Western, sólo que el oeste es un pantano que será Morón, será Hurlingham. Es la frontera. La frontera de lo conocido. Es el asomo a la muerte. Muchacho Acowine, permítame recordarlo en la frontera, Puente Saavedra del lado de Provincia, cuando me lo topé metiéndole diente a un choripán de kiosko parrillero. Avenida Maipú. Me hizo prometerle que nunca lo difundiría. Me siento Max Brod, discúlpeme, Aacobino (su doble Aa al inicio de su nick del messenger), traicionando a un grande de la literatura y publicando su obra. Usté me entiende: es un chiste. Déjeme decirle al mundo (que no es el mundo, son sólo algunos lectores de este blog), que usted estuvo en mi frontera (del otro lado, claro), el de la talentosa frontera. La de aquellos pocos, los mejores de nosotros, los que es preciso recordar. Baila Spregelburd con Zypce un paródico tango de sólo machos en clave tecno americano y, déjeme que le cuente y ponga usted cara de sorpresa, a mí eso me retrotrae a su música. Esa música teatral con la que armé aquel objeto verbal, la “FELICIDAD ACOBINA”, en aquella reseña de su Hernanito (click aquí), festejada por un lector en un comentario que hoy vibra, Aacowine, más que nunca, porque dice “¡larga vida a acobino!”.

Lo dice en serio. Haga click aquí, maestro. Comparto a ese lector. Usted nos hizo felices.

La última frontera

No escribiremos juntos, maestro, la prometida obra, aquella que nos robó el chat de Facebook, y que nos habíamos vuelto a prometer. Bueno, no importa. Tenemos otra cosa. ¿Alcancé a decírselo? Cuando fui jurado del premio argentores, y con las decenas y decenas de obras por leer desparramadas alrededor, me topé con el texto de su Absentha entre ellas, y me dije: ya la vi. Ya podía juzgarla. Me dije: voy a leer solo algunas páginas, por encima, para refrescar. Y no pude, Aaco. La leí entera, palabra por palabra, a las carcajadas, solitario (bueno, con usted), y feliz. Y sí. Allí arriba, en lo poético, en lo que queda, en la literatura, en su obra, las lágrimas de dolor y las de felicidad son las mismas.

Hasta siempre, muchacho, y sobre todo: muchas gracias.