lunes, 28 de julio de 2008

Sobre ELSA, de Jürgen W. Berger, dir: Carolina Adamovsky


El sábado a la noche fui a ver ELSA, Inspirada sucesos de la vidad de Ellen Wolf, al Espacio Callejón. Escrita por J.W.Berger, con Gaby Ferrero, Javier Lorenzo y la misma Ellen Wolf. Dirección: Carolina Adamovsky.

A modo de sinopsis
“Elsa” (la actriz Ellen Wolf) cuenta los principales sucesos de su vida: su nacimiento en el seno de una familia judía en Alemania, y su posterior exilio a Suiza y luego a la Argentina; su vida como esposa y viuda de un estanciero; y la reconstrucción, acompañada por las intervenciones de una de sus hijas y de su nieto, de la vida, desaparición y muerte de su hija Lili a manos de los grupos de tareas de la dictadura militar.

La autobiografía
La obra tiene una cualidad básica que la emparenta, funcionalmente, con las búsquedas del ciclo Biodrama –aquel que el Complejo Teatral de Buenos Aires, en la Sala Sarmiento, viene realizando desde hace ya varios años, en el que se indaga la relación de las “vidas reales” con lo escénico–. ELSA podría ser un “biodrama” desde su premisa, puesto que la obra cuenta fragmentos de la vida real de la actriz protagónica.

El modo –y aquí no todos, o quizás pocos de los biodramas lo utilizan– es el registro narativo autobiográfico, la utilización manifiesta de la primera persona en un relato directo – “me pasó tal y cual cosa”.


La cuestión autoral, entonces
Una autobiografía tan explícita, en la cual el “yo” narrativo es la persona real pone en cuestión, desde varios ángulos, la autoría en sí.
En la obra hay un autor: J.W.Berger. Y hay una traducción, a cargo de Carla Imbrogno. Esto implicaría algo así: la obra original está escrita por J.W.Berger en alemán y cuenta, en primera persona, fragmentos de la vida real de Ellen Wolf, presentada en escena como el personaje “Elsa”. Hasta aquí, nada radicalmente fuera del eje habitual.

Sin embargo, Ellen Wolf está viva, está en escena, y cuenta su historia. La cuenta “con sus palabras”, quiero decir: uno oye a Ellen Wolf contar su historia, sabiendo que es su historia, y entonces el autor se diluye: el espectador atribuye en forma inmediata la voz a la persona –no al personaje. Uno deja de imaginar para ver a Ellen Wolf que nos cuenta, tal cual, la historia de su vida.

Paradójicamente podría pensarse que cuenta su vida con palabras de otro –del autor Berger– pero a su vez negándolo, ya que este “otro” –Berger– no puede no haberlas tomado de ella. Dicho de otro modo: no habría un corrimiento, una estilización o directamente un trabajo de contraste u oposición a la voz de Ellen, sino un retorno explícito a ella, que suena a ella misma y diluye al autor.

La puesta en escena, de alguna manera, acentúa este procedimiento: fundamentalmente, el recurso consiste en grabar la voz de Ellen, o escucharla grabada, y grabar su imagen y voz, y verla reproducida en pantalla. Esto es, naturalmente, una exhibición (o si se quiere, un comentario) del propio procedimiento de escritura –imagino a J. W. Berger que se fascina con la vida de Ellen y le ofrece escribir una obra; Ellen acepta y J.W. la entrevista, la graba, y compone la obra. En su traslado al escenario, la obra retorna a la instancia de origen, con la misma Ellen en la misma situación. El autor desaparece, como en toda obra en escena (en tanto que el texto del autor deja su lugar a la performance). Pero en este caso, caso extremo por la condición de lo real interceptando (y tal vez bloqueando o destituyendo lo teatral), la obra misma se despoja de sus características de obra para dar paso a una especie de “crudo”, a algo así como a un backstage, una cocina, un armado cuya autoría, como efecto, me atrevería a decir que termina recayendo en la directora –como en todo “documental”, dado su efecto documental.

Semiosis y cuerpo humano
Años atrás quedé prendido de una idea teórica, tal vez un poco obvia, pero con cierto encanto en su enunciación, que dice: “todo objeto sobre el escenario se semiotiza”. La idea hace referencia, fundamentalmente, a todo objeto real, con entidad propia extra-escénica.

Ejemplo obligado: una silla es un silla, pero en el escenario es, además, un signo. El escenario semiotiza a sus objetos por default, puesto que uno (el espectador), le asigna una función en una historia. Algo así pensaba –hasta ayer– sobre el cuerpo humano también. Pensaba: el cuerpo humano, que no es signo, se semiotiza en el escenario.
Y tan convencido estaba de ello…: pongo cualquier cuerpo en escena, lo ilumino, lo instituyo teatralmente y, zas: es signo; participa, por default, de una historia.

Voy a hablar de esto, me decía mentalmente, mientras miraba ELSA. Pero luego, al sentarme con la intención de comentarlo en el blog, se me ocurre que no. Se me ocurre que el cuerpo humano… bueno, sí, se semiotiza, sí, pero no básicamente. Básicamente resiste esa semiosis. Creo que el cuerpo humano quiere seguir siendo tan solo un cuerpo, tan solo una actriz, tan solo fulano de tal intentando hacer determinada cosa…

Algo de esto hay en la idea de una idea que abordé en un artículo una vez: lo llamaba la “doble realidad” del actor teatral y decía que, como arte performática, el teatro exhibe el cuerpo real del actor en escena, no su imagen grabada y proyectada como el cine y la TV; por lo tanto, no solo se ve el signo sino también, y casi en primer plano, el cuerpo “real”, el de esta mismísima noche, con esta temperatura, en este momento. Se ve ese cuerpo en tanto está construyendo un signo y se resiste; la presencia del real es evidente y, de hecho, uno va hasta el teatro para ver ese fenómeno: la permanencia de tal actor, en vivo y frente a mí, realizando tal performance.

Semiosis y persona real
Esta resistencia se extrema en un planteo como el de ELSA, porque el cuerpo de Ellen Wolf es el cuerpo de Elsa, su memoria es la memoria del personaje que representa, no hay distancia, la semiosis es… o muy leve, o casi inexistente. Y la puesta lo acentúa.

En la obra, Ellen Wolf dice “yo” y es ella misma. Gaby Ferrero y Javier Lorenzo interpretan, en cambio, personajes: Javier actúa de Sebastián, el nieto de Elsa, hijo de un ex detenido político y de la hija desaparecida; Gaby hace –la mayor parte del tiempo– de la otra hija, la sobreviviente, hermana menor de la desaparecida. En otras instancias, sin embargo, duplica la voz de Elsa: actúa de Elsa, interpreta sus palabras –en escena o grabada en video. Todas estas instancias, decía, está exhibidas en la puesta: se muestra el procedimiento por el cual Ellen actúa de sí misma, Gaby actúa de su hija, Sebastián actúa de su nieto, Gaby actúa de Ellen, Ellen es grabada; vemos a Ellen grabada, vemos a Gaby grabada actuando de su hija y actuando de Ellen y, por último, vemos a la propia Ellen filmada más de ocho décadas atrás, dando sus primeros pasitos (y tropezones).

Viendo estos procedimientos, para mí, algo queda demostrado (aunque es difícil demostrarlo con palabras, y yo creo que hay que verlo): allí donde el actor y el cuerpo real no compiten, se puede elaborar un equilibrio “teatral”. Javier Lorenzo encarna -para la ficción (exhibida)- a Sebastián, y puede encarnarlo; con él el público comienza a sentir, a percibir, teatralmente, la presencia de ese personaje en escena –la resistencia da lugar a la aparición.
En cambio, allí donde la actriz y el cuerpo real compiten, la actuación y el cuerpo quedan separados: en tanto la Ellen real está presente, el cuerpo de Gaby le es ajeno al personaje. Esto no significa que la excelente actriz Gaby Ferrero no pueda componer un personaje, esto significa, para mí, que no hay tal personaje, que la presencia real de Ellen Wolf imposibilita la generación de su propio personaje, bloquea su teatralidad, le impide a otro cuerpo ser su signo. (¿epa, Apolo, será para tanto? Yo digo que sí)

El documental
La obra es interesante y conmovedora por sobre todas las cosas por su condición documental. Lo que cuenta, en las condiciones en las que es contado, hacen del espectáculo algo para ver. Sin embargo, la sensación final no es –y aquí debo decir con mayúsculas PARA MÍ–, decía, no es teatral. No vi una obra, no vi una experiencia escénica, vi un documental, una entrevista en vivo, un género para el que el teatro casi no ha sido pensado.

Pensaba al salir en una película como La secretaria de Hitler vista en relación directa con su película hermana (o hija) La caída: ambas son “películas” en el sentido en que la de no-ficción, el extenso reportaje a la secretaria real, participa de un género de larga tradición cinematográfica. El no tiene un género tradicional para esto. Lo que los anglosajones llaman Documentary Theatre no es la presencia de lo real en escena sino más bien la representación directa de hechos documentados. Sin embargo, tal vez ya sea hora de abandonar esa distinción. La película The Road To Guantanamo mezcla sucesos reconstruidos ficcionalmente con personajes e imágenes reales, una película como Borat puede armar un personaje ficcional interviniendo en forma “documental” sobre americanos reales, algunos de los Biodramas han experimentado ya sobre la realidad y la escena.

Las hijas muertas. Carolina y la pequeña Luna
Dejamos a la bebé Luna (de casi cuatro meses, epa) al cuidado de Agustina –con su babysit, su sonajero, su mamadera de leche materna y su trapito con olor a mamá– para ir al teatro.
En el puerperio, las sensaciones y emociones de la maternidad (maternidad en términos amplios, tan amplios que incluyen mi paternidad –y la incluyen mucho–), las emociones y sensaciones, decía, se acentúan, se hacen rectoras de muchas decisiones y actos.

Al salir de la obra Caro dijo que estaba triste. Que no podía tolerar la idea, aunque fuera una fantasía lejana, de perder alguna vez a Luna. De que desapareciera, la torturan y la mataran y su cuerpo jamás apareciera, como sucedió con Lili, la hija de Ellen. Estábamos yendo a bucarla en ese momento. Arranqué el auto, seguimos charlando. A los pocos minutos me di cuenta de que Carolina, absorta por la temática y la representación, no se había dado cuenta (o no había querido darse cuenta) de que la actriz era el personaje real, era de verdad la mamá de Lili. Así y todo, la conmovía y la entristecía muchísimo. Ellen, que no llora en el escenario ni arma su papel y el de los suyos desde el patetismo y el lamento, sino desde el optimismo y la vitalidad que la trajo hasta estos ochenta y tantos años, se atreve a ofrecer su cuerpo mismo para tematizar esa terrible pérdida. Es, como toda actriz, una oficiante.

A través de ese cuerpo, que Carolina cree semiótico, el dolor vibra.

Le dije: “pero la actriz que hace de Elsa es de verdad la mamá de Lili; la obra está basada en la vida de ella en serio”.

No te puedo creer… dijo Caro.
Y el silencio absorbió lo demás.

jueves, 24 de julio de 2008

Sobre HIJOS DEL SOL, de Gorki. Dir- Rubén Szuchmacher


Manifiesto de la vastedad
El miércoles pasado fui a ver la extensa y populosa obra Hijos del sol, de Máximo Gorki, con dramaturgia y dirección de Rubén Szuchmacher al espacio teatral Elkafka. Digo “extensa” un poco por su duración –a esta altura del milenio, un obra del circuito independiente que dure una hora y media (y no 45 minutos, una hora o, en su defecto más pop, tres horas y media) podría decirse sin duda que es extensa. Pero también digo “extensa” por la cantidad de texto: la obra es llamativamente “textual”, un torrente casi ininterrumpido de palabras, dichas a bastante velocidad, bien dichas, mordidas, muchas veces constreñidas, a veces gritadas, acompasadas e incluso recitadas (hay, al menos, dos poemas en contienda). Eso, y no tanto la cantidad de gente porque ya estaba advertido por los afiches y el programa de mano de los 18 actores en escena, decía: eso es lo que me llamó la atención de entrada.

Szuchmacher elabora en el programa de mano, en un estilo en el que resuena el manifiesto político, un texto sobre la escala de la vastedad: habla de la compleja trama de los “grandes relatos” del siglo pasado, de los muchos o demasiados personajes, de la idea de “magnitud” perdida en los muy actuales y porteños pequeños espacios. De las muchas personas, y del vasto repertorio –puede leerse el texto completo de R.Sz. y más aún en el blog de Hijos del Sol: clik http://elkafkaespacioteatral.blogspot.com/2008/05/hijos-del-sol-de-mximo-gorki.html.

El director se manifiesta por la magnitud, y a su modo y en sus posibilidades, la escena la constituye. Arma un espacio (yo diría) “vasto” en la restringida sala Elkafka –la iluminación y el diseño espacial y visual contribuyen de algún modo a ampliar en lugar de constreñir. Los 18 actores, si bien no ingresan todos juntos hasta el saludo final, ocupan el espacio y lo transitan cómoda, espaciosamente. Y la obra se extiende, a todo texto, palabra tras palabra tras palabra, apretadamente, rítimicamente, a lo largo de más de una hora y media de un ininterrupido “decir”.

Decirlo todo
Pero la vastedad, la extensión, a mi juicio está también en otras partes. El mismo programa de mano es de un modo absolutamente poco habitual, un extenso documento que, como un gran relato, parece intentar decirlo todo. Son doce páginas más una carátula a puro texto: la ficha técnica, la lista de actores y personajes que interpretan, la biografía de Gorki, el manifiesto del director, y el curriculum de cada uno de los dieciocho actores más el del diseñador de sonido, el del iluminador, el del escenógrafo/vestuarista, el del peinador, el de la productora ejecutiva, el del productor ejecutivo, el de la asistente de escenografía y vestuario, el de la asistente de dirección, el del asistente de dirección, el de la diseñadora gráfica y el del operador técnico.

Nadie pretende que semejante programa sea leído en su totalidad; sin embargo, se entiende, un programa así apunta a una noción de totalidad –pienso, y sobre todo por Gorki y por extensión, los rusos, en el concepto de Totalidad inherente a la teoría de la novela de Georg Lukacs–. Pienso en la continuidad del juego de significantes, pienso en/con los grandes relatos. No sé -y no lo pensé- si el teatro (la forma escénica, no estos paratextos) puede aspirar a ese tipo de totalidad. Lo que hay aquí es una magnitud, que se propone como posición política. Política en un contexto y para un contexto: contra (o resistente a) la atomización de la propuesta teatral porteña (cientos de pequeñísimas obras independientes con reducido público). Esa, creo, es la idea del manifiesto, de la elección y de la puesta. Es como si dijera: en La Gracia (de Vilo y Szuchmacher –se puede ver la entrada de esa obra en este mismo blog) la idea era contraponer en el Rojas un largo monólogo dirigido al estímulo del pensamiento vs la tarambanización (tarambana, tarambana) escénica dominante –al menos en ese espacio. En Hijos del Sol, se trata de contraponer la vastedad al átomo, la idea “grande” de totalidad de aquel albor revolucionario del siglo XX, a la reciente fragmentación (posmo) de fin de milenio.

No sé si lo logra. Quiero decir: la contraposición es un manifiesto, y el manifiesto está hecho. No sé si logra poner un gran relato en escena, pero tampoco sé si es la intención y si es posible. Creo que pensarlo está bien, por el momento.

Lo lateral y lo central
Hice referencia a algo bastante tangencial a la obra (semejante esfuerzo y propuesta y asunto y puesta y todo, y yo hablando de un programa de mano). Pero la misma magnitud me des-centra a mí. ¿De qué habla la obra? ¿Qué historia cuenta? ¿Qué se puede destacar de ese relato? ¿Qué se puede destacar de la realización, de la actuación, de la propuesta? Podría intentar dar cuenta de algunas de estas cosas, pero siempre tendré la sensación de pretender explorar toda una ciudad calle por calle.

Aquí va una –mi– posible síntesis del argumento: rodeados, casi cercados, por una epidemia de cólera, una familia burguesa y sus sirvientes y allegados se entrega a quimeras científicas y enredos amorosos cuyo único destino es la inconsecuencia y, tangencialmente, la muerte.

Algunas calles del barrio
Hará un par de años (o más), una puesta sobre textos de Florencio Sánchez en el Sportivo Teatral, con siete actores menos y generada desde un paradigma de actuación muy diverso a este, recorría un universo de algún modo similar: familia burguesa en decadencia, a principios del siglo pasado, se enfrasca en una búsqueda quimérica y (también) se pierde en las encrucijadas del deseo inconsecuente, haciendo de los límites de la mansión/propiedad que habitan una especie de frontera contra el peligro/barbarie (social) que se cierne más allá, amenazante.

Me llama la atención, y me agrada que aquella obra regrese.
Hay otros regresos. Más allá de lo que una antigua amiga opine (dice: “te volviste noño con la paternidad y ahora todas las cosas que ves te parecen geniales”), si a estas horas de la noche y teniendo que bañar a Luna debo elegir algo, me inclino (hoy, de nuevo) por hablar de lo que me gusta en lugar de estar todo el tiempo enojado; elijo pues algunos retornos de esta obra (que en otros lugares y otras reminiscencias es, para mí y como resultado más despareja):

Casandra: en Liza, la hermana del protagonista, retorna aquella Casandra de Las Troyanas. Es la misma actriz, Irina Alonso, y la misma función profética, lunática, poética. Que retorna.

La precisión: Andrea Jaet es una actriz precisa, exacta. Y lo digo porque yo la dirigí y revelo mi preferencia. Decirlo es subjetivo. Y preciso.

El estilo: Dmitri Serguiéievich Vagin es Francisco Civit, o viceversa. Creo que en lo que él hace en Hijos del Sol se condensa lo buscado y lo logrado. Ahora, y no es casual, recuerdo que él cierra la obra.

La plástica: Hay un (¿retorno?) de la preocupación plástica de los cuerpos en escena. En muchos casos evidente –segundo acto, los personajes en sus bancos semi alineados, las figuras de pie sobre las tablas recitando, los anteojos para ver al Padre Sol. Los cuerpos casi posan para el cuadro (no la foto). El cuadro plástico.
El manifiesto dice “indagar algunas cuestiones no saldadas con el realismo”. La estilización de la pose y el movimiento, no sé si “salda” una cuestión con el realismo, pero sí creo que la provoca.

viernes, 18 de julio de 2008

Sobre UN HOMME EN FAILLITE / UN HOMBRE EN QUIEBRA, de David Lescot



El miércoles fui a ver la primera de las cuatro funciones de la obra del dramaturgo francés David Lescot, dirigida por Julio Molina, con Román Lamas, Tatiana Sandoval y Gabriel Fernández, en el Auditorio Alianza Francesa de Buenos Aires.

Esta obra había sido ya presentada por el mismo director en forma de semimontado en un ciclo de Nueva Dramaturgia en 2007; este año, según reza el programa de mano, se estrena “en su forma definitiva”.

En rojo
El argumento podría resumirse así: un hombre desempleado y cargado de deudas se declara en quiebra; el agente judicial a cargo lo irá despojando minuciosamente de todos sus bienes sin encontrar resistencia. Separado de su mujer desde el principio del proceso, el protagonista hará vanos intentos por recuperarla, al tiempo que se entrega pasivamente –e incluso fomenta– el desprendimiento más absoluto de toda posesión.

Lo existencial
La historia de un hombre acuciado por las deudas es un clásico, casi un arquetipo. La del hombre que viene a “ejecutar” la deuda, al menos bajo la forma del prestamista usurero –o del diablo– también lo es. Podría decirse que la obra abreva de la corriente central de la tradición teatral. Por otro lado, la crisis personal complejamente entrelazada con la financiera, el desempleo, la separación y sus consecuencias, hablaría al mismo tiempo de un teatro con impronta sociológica, un realismo reflexivo, psicológico, social. Sin embargo, si bien estos aspectos no pueden no estar presentes, desde el momento en que sus personajes y situaciones no dejan nunca de remitir a aquellos arquetipos y a estas realidades, al poco tiempo uno descubre que lo que se impone en primer plano es otro aspecto: la “quiebra” en un sentido existencial, filosófico, como una decisión de confrontación vital, la idea de ser, ser sin más, ser sin nada, disminuir hasta la mínima (y quizás única) realidad.

La obra ejecuta este movimiento de dos modos radicales. El primero es la absoluta abstinencia a resistir el despojo por parte del protagonista. Esta pasividad logra invertir esa función de oponente que, incluso ante sí mismo, el agente judicial pretende. Al enfrentar semejante pasividad, este personaje gira en falso –ya que no puede sostenerse como polo de conflicto en la inexistente disputa por los bienes–, se detiene, se descompone, y sin embargo perdura, recomponiéndose a cada instante, precario, provisorio, por momentos insólito. El segundo modo es la inclusión de un metatexto que atraviesa, como un segundo eje, la obra en su totalidad: es el libro que el protagonista lee escena tras escena, intercalado o superpuesto, y que va cobrando más y más importancia hasta hacerse cargo, literal y literariamente, del final. El libro, cuyo nombre creo que no se menciona, cuenta la historia de un “shrink”, un hombre que comienza a encogerse, físicamente (su cuerpo va disminuyendo de tamaño), hasta la consumación final.

Faillite – liquitateur – homme (hommo) shrink
El corrimiento de lo social y del arquetipo del acreedor y el endeudado, así las cosas, es muy, muy evidente. Apenas transcurridos unos minutos, la “otra” lectura se va imponiendo. Sin embargo, hay en la puesta en escena dos movimientos que, buscándolo o no, exacerban esa línea de quiebre o de distancia: la inclusión/exhibición del “otro” idioma (en paralelo, a la distancia o superpuesto a la lenguaje de la acción), y la inclusión/exhibición de una película sobre el Shrink (en una pantalla “de fondo” que, muy a menudo, se sitúa en un primer, primerísimo plano).

El título, en el programa de mano, no deja lugar a dudas. UN HOMME EN FAILLITE / UN HOMBRE EN QUIEBRA. La obra dice, de entrada, esto es una cosa pero es otra. No decide que la traducción le basta. Podría tratarse de una idea mía, de un exceso de interpretación de un texto paralelo a la representación. Sin embargo: las escenas, numeradas, tienen “títulos” (1. Separación, 2. Agente Judicial, etc). La puesta hace tres cosas al respecto; uno: utiliza esos números y títulos para separar cada una de las escenas; dos: incluye la proyección del texto (estilo subtitulado) en la pantalla de fondo, con el número de escena, el título, y la acotación del autor; tres: una voz en off, de pronunciación perfecta, al mejor estilo locutor (o, mejor, de material audiovisual para aprender idiomas, puesto que es una pronunciación lenta), lee en francés lo que está proyectado en castellano.

A mi juicio, la obra “insiste” en la declaración de que hay otra cosa oculta o velada en sí misma. Y sin embargo, no consigue, en el plano lingüístico al menos, indicar hacia dónde mirar. El primer encuentro entre el protagonista y el agente judicial está cargado de ironía sobre una posible dimensión alegórica del funcionario. En castellano, el diálogo dice más o menos: soy el Agente Judicial, “¿judicial, eh?” (sonrisa); sí, “judicial”, sí (seriedad). Sin embargo, el texto en francés habla de un liquitateur (lo sabemos por la infinidad de veces que el locutor en off lo declara). Pensémoslo así: soy el Agente Ejecutor –de la deuda–; “¿ejecutor, eh?”. Ejecutor, sí… La carga irónica sobre la alegoría de las fuerzas (el exterminador y su víctima) impone una mirada desde el principio, que la obra no ofrece, aunque dice “hablo de otra cosa, hablo otro idioma”. La rebelión del quebrado sobre su ejecutor, en el plano simbólico –se piense lo que se piense sobre el atractivo o la eficacia de ese conflicto– no adquiere esa forma expresiva, no se produce hasta tiempo después en la escena.

El paulatino despojo en un espacio despojado
La obra basa su acción y progresión dramática en un paulatino e inexorable proceso de despojo físico (la liquidación de todos los bienes personales), despojo físico que se va elevando (o descendiendo hacia) un plano simbólico, alegórico y/o existencial. Sin embargo, la decisión de la puesta en escena es la de instalar la obra en un espacio materialmente despojado de entrada. No hay en el escenario otra cosa que una banqueta, y un reproductor de cd (pequeño, portátil, en el piso). La pantalla de fondo. Los actores. Difícilmente el despojo, la sensación, la construcción escénica del despojo, se materialice a partir de lo que uno ya siente como despojado. Creo que la idea “vacía”, a pura presencia actoral, sonora, textual, debió haber sido muy expresiva en el semimontado, pero en esta forma definitiva es una idea que remite más a un final. El trabajo de los actores, el buen trabajo de los actores, navega sobre esa existencia virtual: todos los objetos son referidos textualmente, excepto el equipo de alta fidelidad, representado por el reproductor de cd portátil, y la ropa usada, exhibida. El sistema visual no encuentra un punto de apoyo, me parece, para contar aquello que la obra pretende; queda a cargo de la construcción mental del espectador. De su (buena) voluntad.

La opción por lo literal o literario
El meta-texto (de larga tradición teatral y literaria: el texto dentro del texto, la representación dentro de la representación) es acompañado, exhibido, resaltado, por los encantadores fragmentos de una película en blanco y negro sobre la tragedia de este Shrink, el hombre que encoge. Me pregunto si la función en el material original, que es puramente textual, evocativo, es la misma y tiende a conducir al mismo lado. En esta puesta, la película pasa muchas veces a primer plano, elabora una relación de analogía explícita con el derrotero del personaje. Quizás uno podría decir que aquello que lo escénico no exhibe (como el despojo de bienes –materiales y simbólicos-) lo exhibe en paralelo la proyección (el encogimiento, por momentos naif, del hombre en la película de los 60). Hacia el final, sin embargo, la película cesa y deja lugar a la proyección lisa y llana de la página del libro: sus letras. Mientras el protagonista se transforma en locutor –una vez despojado (virtualmente) de todo, se despoja de su carácter de personaje- y lee textualmente (esta vez en español) lo que aparece en pantalla, también en castellano, y la pantalla exhibe lo que está siendo leído y, por si hubiera que ser claro, el objeto libro es puesto en el medio del escenario, abierto, a modo único emisor.

La obra termina con un texto que literalmente dice que los hombres peligrosos son aquellos de un solo libro, citando a San Agustín y reflexionando sobre esa sentencia. Hablar de un libro, mostrar un libro, proyectar las palabras, leerlas textualmente, es la opción final: decir lo que se dice, ni menos, ni más. Es una opción. Finalmente neta. Literaria. Literal.

lunes, 14 de julio de 2008

Sobre APENAS EL FIN DEL MUNDO, de Jean Luc Lagarce -dir Cristian Drut


El sábado pasado fuimos a ver “Apenas el fin del mundo”, del dramaturgo francés Jean Luc Lagarce, dirigido por Cristian Drut, con Valentina Bassi, Ana Garibaldi, Daniel Hendler, Susana Lanteri e Ignacio Rodríguez de Anca.

Demasiado joven para morir
Yo resumiría así el argumento, sin adelantar nada que no se sepa desde la primera escena: un hombre de una edad muy determinada –34 años–, a sabiendas de que le queda muy poco tiempo de vida, regresa después de años a la casa familiar, adonde nunca había vuelto. Allí conoce a su cuñada, y se reencuentra brevemente con lo que queda de la familia: su madre, su hermano y su hermana.

Conjugando el tiempo y sus modos
Un procedimiento verbal (literalmente “verbal”) me llamó desde el primer párrafo la atención: yo morí, moriría, estaría muerto, moriré. Dentro de un año. Algo de incertidumbre, o de perpetua corrección, aparecía en primer plano –tan primer plano que el significado completo de una frase, si el texto no redundara, se perdía/perdería/perdió en cada autocorrección. Atribuí esa forma a un detalle relativo al tema y a lo más representativo del personaje: en cualquier momento, aunque sé que pronto, y que entonces no es cualquier momento, me muero (de algún modo esto –un enfermo terminal– es un ya morí). Pero no. Minutos después me di cuenta de que la incertidumbre-autocorrección verbal era un procedimiento constitutivo del todo texto, un procedimiento mediante el cual el autor propone una voz uniforme para todos sus personajes, puesto que todos hablan así. Uno advierte casi al mismo tiempo que la obra se estructurará en la secuencia de monólogos de interlocutor silente (un personaje habla un montón, mientras otro escucha, largamente, intensamente o no), salpicado de diálogos, y de tanto en tanto, de un monólogo a público. Al advertirlo, el espectador se entrega (o no se entrega, pero siempre es así) al disfrute de una obra “de texto”, “para el texto”. Para mí, el procedimiento de homologación de la voz en ciclos verbales redondos, o dubitativos, o extraordinarios, fue disfrutable. Pero no en todo momento: más al principio, menos por ahí y por allá, casi nada en los monólogos “a público”, y mucho en la variación, en la ruptura de la distancia mental que los procedimientos lingüísticos tan simples pero radicales e insistentes suelen producir.

Traducción
“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía habría de recordar la tarde en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era por entonces una aldea…” Etc. Había leído hacía pocos años el texto de García Márquez y hacía algunos años más, aún, había oído ponderar el inicio “circular” –¿“años después” de cuándo?; ¿en un tiempo de anticipación (habría de) de qué se recuerda aquel episodio del pasado del hielo?, y así–, había oído ponderar decía, la instalación del tiempo mítico de Macondo y los Buendía (creo que por el profesor de Latín I en la facultad), hacía pocos años que había leído el texto tras la ponderación del latinista Uno, decía, cuando la francesa Florence, que vivía con su hermano en las afueras de Lyon, en un mínimo depto dividido por un tabique que dejaba, de un lado: la cama de Florence y una pecera con tres tortugas de agua, y del otro: una notable acumulación de cajas de insumos de computación y la cama de su hermano, decíamos, Florence se acomodó con la traducción francesa de Cien años de soledad en la mano y dijo que estaba leyendo a García Márquez.


Yo era bastante joven. Me había licenciado en Letras hacía pocos meses y estaba haciendo un esfuerzo (bastante sencillo) por olvidarme de la facultad, viajando sin decir nada, probando algo así como “ser” despojado de títulos y background (insisto: bastante sencillo si tenés menos de 25 años y estás de viaje). Allí nomás, frente a Florence y Cent ans de solitude, me pareció que yo, con el español como lengua madre y con la genealogía sudamericana de mi padre a cuestas –Ángel Virgilio Apolo Ramírez, nacido en Piñas-El-oro-Ecuador–, YO había leído el libro de García Márquez y ELLA estaba leyendo otra cosa. Ahora me parece que no, que uno puede conectar, arrimarse, reconstruir, edificar. Que la traducción es una herramienta de acercamiento. Que de aquello que escribió Jean Luc en francés y aquello que se pone en escena de Jean Luc en francés puede haber tanta distancia, o tanta proximidad, como lo que pueda hacerse, finalmente, aquí, en el Espacio Callejón, en un castellano no neutro aunque conjugue el futuro simple (y el personaje pueda decir “moriré” cuando uno dice “voy a morir”). Me parece que la traducción Jaime Arrambide está, para los que no conocemos el texto original de Lagarce (y no conocemos los demás textos de Lagarce, es decir, para los que no conocemos), construyendo y acercándonos a un autor más que interesante. Parece haber sido una tarea muy difícil, y su resultado es limpio, naturalmente oral, sofisticadamente oral –o artificialmente oral, llegado el caso, pero eso depende más del actor y del momento de la obra que del artefacto verbal.

Monólogos de interlocutor silente y diálogos desfasados
La obra se inicia con un monólogo a público, y termina con un monólogo a público. Entre ambos monólogos, se desarrolla una contundente acumulación de palabras que pocas veces se organizan en el encuentro e intercambio verbal entre todos los personajes, aunque ese hecho está siempre presente y uno lo siente. Predomina el largo parlamento de un personaje dirigido a otro que, a veces sí y a veces no, responde lánguidamente y, las más de las veces, sencillamente, oye. En cuanto al diálogo, cuando aparece, aparece sometido a un procedimiento que me encanta (y nunca había visto una obra que lo utilice tanto). Se trata de un cierto desfasaje de la réplica: un personaje hace una pregunta o habla sobre determinado tema en el inicio de un largo parlamento, mientras el otro escucha y responde, en todo caso, lacónicamente. Tiempo después, cuando el tópico de la conversación ya es otro, el personaje de pocas palabras retoma súbitamente la pregunta o el tópico perdidos en el tiempo (en el tiempo de la conversación), retoma, decía, y actualiza algo aparentemente dado de baja. Digamo: es “había de recordar”, no habría de recordar, Ignacio, y la tarde era remota “aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”, así que si vas a hacer citas, hacelas bien y remitite a las fuentes, ¿está bien? Bueno, no confundas a la gente.

Quizás los franceses
Todos estos procedimientos y tópicos temáticos –la huida, el paso del tiempo, el retorno imposible, eterno y paradójico, los lugares relativos en la historia familiar, aquello que te constituye y de donde jamás podés /podrás/ pudiste/ podrías escapar, y sobre todo, la muerte que acecha a un joven que lo sabe y por eso todos los temas se hacen relevantes– por momentos (varios momentos) parecen un ejercicio, y sus temas parecen solo palabras. En cierto/s momento/s de la obra aquello que se dice se siente como un tema más, un tema uno, tema dos, tema tres, cosas de las que no vale mucho la pena hablar. Como si te dijera que en un taller literario en algún lugar de Francia alguien dijera ¿y si hablamos de algo fuerte, importante, potente, nosotros, aquí, en el primer mundo, en la vieja Europa? Porque de tanto en tanto uno (yo, Ignacio), sudaca, tiene (tengo) la sensación –tantas veces autocomplaciente– de que para saber sufrir hay que venir al sur. ¿De qué te quejás vos, francesito adinerado? Sabemos que por default, cualquier ciudadano europeo es adinerado, y si sufre, sufre al pedo y por su propia mano. Entonces, ¿tengo que compadecer al personaje de clase medio pelo europea decir que el barrio adonde te mudaste es feo, o el auto de su infancia era feo?


Pero no. No me olvido de que Jean Luc murió (posta) en 1995, a los 38 años de edad. Que el que sabe que va a morir –de allí el latín, moritori te salutant, de allí la gravedad – en la obra tiene 34. Que la obra habla de algo que el autor conoce y mucho, y que es triste, patético, y universal. Entonces, ¿por qué por momentos…?

Las puntas de un arco
Todo se encarna cuando Ignacio Rodríguez de Anca provoca un abandono de la distancia. De pronto, teatralmente, aquello que está lejos y a la espera, latente y presentado en palabras, verbos y variantes, se acerca y empieza importar. Física, visceralmente. Ignacio Rodríguez de Anca actúa el personaje del hermano del narrador, un hermano encastrado en su lugar de hermano menor, pataleando desesperadamente por salir de donde uno sabe que no saldrá. Esa es la punta de un arco. En la otra, Daniel Hendler, quieto, manos en los bolsillos, pronunciando el texto a la distancia, enmarcado por un pequeño y redondo haz de luz, dice con pulcritud un texto pulcro que, a mi juicio, pide de entrada lo que el actor da recién al final: ser atravesado por la humanidad, la cercanía, la vivencia emocional de aquel que va a morir y, al saberlo, puede hablar casi como un muerto.


Escuchar hablar a un muerto debe ser escalofriante. Saber (como descubre Siddharta) que todos seremos ese muerto debe ser, sentido muy de cerca, demoledor.

Contigo a la distancia
Pero me parece que la obra opta por la distancia. La actitud serena, mínimamente expresiva del narrador y protagonista redobla -lleva mucho más atrás- la distancia que la estructura formal del texto propone (variaciones repetidas de conjugaciones verbales, monólogos sucesivos, diálogo desfasado). Solo en los segundos finales, cuando el término de la obra se acerca y el final de esta partida se asimila al final de una vida, la actitud del protagonista trasluce un universo emocional denso, lleno. Me parece, estoy/estaré/estuve convencido, de que lo que se terminó así hubiera sido mucho más potente, disfrutable y bueno, de haber empezado desde allí. Desde allí hasta aquí. Pero esta obra opta por la distancia.

La quietud
El arte de la quietud, de los mínimos movimientos, de la tensión por el contexto. Desde hace años, es lo que me gusta de la poética de Drut –aunque no sé, quizás él diga que no la tiene, una poética, o que no es ésa–. Casi solamente las manos sobre el regazo de de las actrices en “Señora, esposa, niña y joven desde lejos”, tres sillas para “Crave”, el escenario enteramente despojado de todo, y un espejo duplicando el vacío en “La historia de llorar por él”. Creo que los personajes de “Apenas el fin del mundo” no llegan a tocarse, excepto por la fría mano –criticada por la hermana– del narrador y su cuñada. Me dije al empezar a verla: van a hablar, pero no se van a tocar. Si se tocaron, no lo vi. Y no importa, todo bien. Pero hay algo de más. Llevado al límite el juego de distancia, una hora y media para pasar de la inexpresividad completa a la expresividad mínima del actor principal (que es un ícono fuerte de ese tipo de actuación) es un signo demasiado único para semejante distancia: la que propone todo, casi todo el tiempo. Más que nada porque uno de los personajes/actor exhibe una potencia emocional que acerca todo y muestra -hace desear- que el conjunto también se hubiera jugado de más cerca, y más adentro.

sábado, 12 de julio de 2008

Sobre SUCIO, de Arengo, Casella, Frenkel, Minujín, Pensotti

El retorno de Espalter
Muchos años atrás, cuando mi abuela se quedaba a cuidarnos algún sábado a la noche, solía prender la tele y ver un programa de humor de unos uruguayos muy graciosos -probablemente Telecataplum o Hiperhumor-. Y a pesar de la reiteración, porque lo que yo recuerdo es un compendio de varios programas, todos superpuestos en la misma situación, mi abuela se descostillaba de risa y me hacía descostillar a mí. El "sketch" más esperado era el de una especie de clase de buenos modales en la mesa en la que un actor pelado -cuyo nombre, lamentablemente, se me esfumó esta mañana- le enseñaba al inefable Ricardo Espalter normas de conducta que, por supuesto, el aprendiz era incapaz de asimilar. Espalter era un maestro de lo que yo llamaría "la escucha espantada": no era tanto lo que hacía o decía sino lo que no hacía y no decía y sin embargo, implacablemente, dejaba traslucir lo que lo hacía desopilante. Los modales en la mesa, por supuesto, represenaban para él todo lo amanerado y afeminado de la "alta" cultura y, más cercanamente, todo lo homofóbicamente "peligroso". Este peligro lo espantaba, y era gracioso. Muy gracioso.

Para mi sorpresa (y diversión y gratitud), la composición de Guillermo Arengo en la escena inicial de SUCIO, en dupla con Juan Minujín, me hizo revivir con una exactitud notable aquella "escucha espantada". Fue un "Ricardo Espalter, el retorno". Un homenaje. En una especie de sótano de lavandería estilo lave-rap pero "hágalo usted mismo", mientras encienden y esperan los ciclos de lavado-secado, un Juan Minujín en slip le cuenta sin mayor escándalo y sin ningún amaneramiento (por el contrario, con abundancia de gesticulaciones típicamente masculinas: acomodarse cada tanto los testículos, sacarse el slip deslizado entre las nalgas, rascarse, olerse las axilas, etc) una supuesta película de "reclutamiento de marines" americanos que resulta ser, como si nada, como si el relator no se diera cuenta, un convencional porno gay. Horror quieto de Arengo, tensión espalteriana...

Para aquellos que lo recuerden: "El que nace para pito, nunca llegará a corneta".

Algunas impresiones de la obra
Anoche fuimos a ver SUCIO a El Cubo. Temporada 2008. La obra está muy, muy aceitada. Veloz. Mientras hacíamos la fila para entrar, a las 23 hs, el mismísimo Arengo se bajó de un taxi casi corriendo y entró (cinco minutos antes que nosotros). Nota de color.

Cada uno hace lo suyo, hace lo que sabe hacer, juega al juego que más le gusta, y todo sale bien. Casella canta y baila y nunca, a pesar del efecto reiterado, deja de ser sorprendente y eficaz. La insistencia prolonga la obra, y puede llegar a distraer, porque todo está dos veces: el juego sexual en el catre y contra las paredes, al principio, y con el oso de peluche hacia el final. La canción al teléfono al principio, y el increíble "cover" de Witney Houston al promediar. Y sin embargo, del mismo modo podría decir: se agradece que lo bueno retorne, como Espalter desde el cielo, mi infancia y la abuela, y El Descueve por detrás. MB.

Hace pocos años vi al notable Arengo bailar música electrónica en un loop (una cinta "sinfín") al principio de ElectraShock. El mismo Muscari, su director, decía algo al respecto en el programa de mano: que además de ser uno de sus actores favoritos de siempre, lo había llamado también para que bailara electrónica sin parar. Lo bien que hizo. La gente que no "lo tenía" a Arengo bailando, deliró.

Y Minujín. El experto en el monólogo de interlocutor ausente o mudo (en la entrada sobre Lautaro Vilo y Szuchmacher hablé de esa técnica). Tres momentos notables, en orden ascendente (cada uno, mejor que el otro): el contestador automático con su "ex" ("quiero volver"), el relato "como si nada" de los marines-porno, y el discurso de "lo macho", a los gritos, por teléfono con su papá. Notable (si no la vieron, vayan).

Lo masculino y Godot
"SUCIO" es una obra de variaciones sobre tópicos de varones, sin pretensión de abarcar Todo Sobre El Varón, o algo así, y ni siquiera es sobre "lo macho", o "lo varonil", sino lo masculino. Si algo de diferente aporta a un tópico poco recorrido, me parece que es su discurso sobre la debilidad. SUCIO se asoma, refleja, reflexiona, sobre las zonas de quiebre, de temor, de pequeñez, de soledad y, sobre todo, de DEBILIDAD de lo masculino, como una paradoja. Yo diría, exagerando, que en SUCIO el hombre es un (no el) sexo débil. Y nunca lo es más como cuando se quiere mostrar fuerte. El monólogo de Minujín con su "padre" al teléfono versiona el tópico de "lo macho" hasta el límite: ¿me querés más macho? Mirá. ¿Más macho todavía? Mirá. Y mirá. Y mirá. Y lo va llevando más arriba, y más arriba, y más arriba. Hasta quebrar.

Los tres personajes están solos en la lavandería. No sé por qué, sí sé por qué, del otro lado de la línea telefónica hay un Godot.

domingo, 6 de julio de 2008

Sobre "Los últimos felices", de Paco Giménez y La Noche en Vela

El jueves pasado fui al estreno de Los últimos felices. Nos encontramos en el hall con Ale Menalled, y estuvimos conversando hasta que empezó la función, razón por la cual no tuve oportunidad de leer el programa de mano antes de la función. A partir de los cinco, diez, quince minutos, empecé a "ojearlo", o "relojearlo" (quería saber si la hipótesis que se armaba insistentemente en mi cabeza coincidía con alguna idea manifiesta, declarada en el paratexto).

Lo ojeé. Lo relojié. Reafirmé mi hipótesis. Y disfruté ambas (obra e hipótess).

La cosa venía así: en escena aparecían, se desplegaban, se lucían, imágenes, íconos, conductas, vestuarios, canciones y estampas actorales de los años veinte porteños -la obra pisa, evoca y/o construye un Buenos Aires, o "el" Buenos Aires mítico, el único, el de los veinte-. Y los textos que se escuchaban salían calcados, mezclados, interpolados, de aquellos escritores -la mayoría, pensé, poetas- de los años veinte. ¿Una más de escritores y poetas en escena? ¿Una vez más me tengo que pelear en mi cabeza con esas ideas de que los escritores -tan raros, tan minoría, tan poco representativos de nada- son personajes interesantes para las ficciones? No. No exactamente. De vez en cuando alguien encarna a "alguien", digamos -la extraordinaria Carolina Adamovsky encarnando a Alfonsina Storni es un punto altísimo del espectáculo. Pero la obra va de otra cosa. No va -válgame Dios!- de poetas y de locos (qué cosa más tremenda), sino de los años 20, Buenos Aires y los (últimos) felices. Esto viene a ser: en este país (o hemisferio, o región, o ciudad, o río de la plata) los últimos felices vivieron y se convirtieron en mito en el período de entreguerras del siglo pasado.

La memoria no lo abarca. Ya quedan pocos, muy pocos (mi abuelo Manolo tiene 96 años y nació en 1911; pero no vivió en Buenos Aires y no le puedo preguntar). La obra es algo así como "de época", en el sentido histórico, para ya no, no puede ser, nostálgica, porque ninguno de los que están en escena y tras la escena pueden ser nostálgicos de los años '20 o '30. Necesitan reconstruir, evocar, indagar en el mito, en el relato de lo que quedó. Queda mucho: hay proyecciones, músicas, textos, descripciones, ambientes. Fragmentos literarios y referencias históricas. Y hay Beatriz Sarlo.

A nuestras espaldas, contra un rincón, un señor calvo e inconfundible se reclina en la butaca -misión imposible en las butacas plásticas de la Cunill-. Es Paco Giménez de overol. En el centro de la platea, junto a Eli Sirlin (iluminadora), está Beatriz Sarlo. Al pasar digo mentalmente: "mirá quién está en el estreno". Y al ojear el programa de mano descubro que no solo estaba en el estreno. Estaba en la ficha técnica y, al final, salió a saludar.

Comenté a la salida que tal vez a la obra le faltaba ensayo, que había errores, balbuceos, incomodidades. Que le sobraban 15 minutos. Que estaba, como siempre, como obra de Paco Giménez, bien. Mi sensación y mi disfrute, a pesar de haber percibido esas cosas, le pasó a todo eso por encima. A mí la obra ME GUSTÓ en los términos de "lo que hay que ver de teatro en Buenos Aires este mes". Yo espero que mejore, que los actores se suelten, que el ritmo se ajuste, que los efectos condensen. Pero lo que esta obra piensa, lo que esta obra dice, a mí me va y me parece que arrastra. No es, por fin, una obra nostálgica. Es, ya, una obra mítica. Aquello que yace bajo el asfalto, los años, la piel y los textos de nuestras bocas porteñas apareció ante mí sin afán de predicar y añorar ni bendecir ni condenar el presente. Me pregunté a lo largo de la obra: ¿esto alguna vez existió? ¿alguien compuso esos versos, esa letra de tango? ¿alguien alguna vez se vistió así? Y como un poeta de aquellas épocas, me pareció sentir que eso no había sido alguna vez sino que ya era eterno, "como el agua y el aire".

La sala y el clima
dos ideas finales. Una. La sala Cunill Cabanellas es muy difícil y no colabora con esta obra (al menos por ahora) de Paco Giménez. Añoro otras paredes, otro techo, un aura rústica que no encontré ni al frente ni tras esa larga cortina roja que enmarca la mayoría de las escenas.

La parodia
En una de las escenas más bonitas, a mi juicio, entran trajeados a rayas y engominados un músico con guitarra y un cantor de tango que cantará con una marioneta que representa la canción (un tango cuasi bizarro sobre una equilibrista, o trapecista, de circo que se mata en el salto mortal). Cuando están preparando los instrumentos y la muñeca, el cantor dice, con un perfecto aire añejo de verdades y esperanzas, casi en un suspiro:

"espero que esto no se convierta en una parodia".

Mencionando la parodia, los actores, la obra, hacen equilibrio y rinden homenaje, culto, risa, a los 20, a su ciudad, a la distancia, y saltando en el aire.