martes, 22 de junio de 2010

Sobre LOS SUEÑOS DE COHANACO, de Mariana Chaud y Leandro Halperin

La semana pasada fui a ver LOS SUEÑOS DE COHANACO, de Mariana Chaud y Leandro Halperín (Teatro San Martín 0800 333 5254)

Lo asombroso, lo extraño del hecho de soñar
Hacia el final de una conferencia titulada “La pesadilla” (que puede leerse en la recopilación de conferencias titulada “Siete Noches” y publicada por Emecé) Borges propone una conclusión “más poética que científica”: que los sueños son la actividad estética más antigua. Al soñar, la mente prepara de modo sorprendente, incluso para el protagonista –porque el soñador es a la vez personaje y autor del sueño- aquello que representa: organiza sus imágenes y siembra elementos que luego se develarán funcionales a una trama. Y dice, además, de esta actividad que es “muy curiosa porque es de orden dramático”:


en el sueño somos el teatro, el auditorio, los actores, el argumento, las palabras que oímos.

Poesía y narrativa abundan, a lo largo de la historia, en relatos y representaciones de sueños -sueños de sus autores y de sus protagonistas-, y de este modo hacen consciente y explícito el segundo grado de representación, esta singular puesta en abismo que es el relato de lo onírico: aquello que ya es ficción, se ficcionaliza. El teatro también recurre, cada tanto –aunque creo que con menor frecuencia-, a la representación de sueños, pero en su caso, la metateatralidad queda exhibida en su propio límite por la naturaleza dramática de las imágenes del sueño: el sueño ya es acción dramática. La obra Los sueños de Cohanaco, de Mariana Chaud y Leandro Halperín, actualiza esa forma.

Síntesis Argumental
El mítico desierto del siglo XIX no es tal: está habitado. Un pequeño grupo tehuelche liderado por Cohanaco desmiente y confirma a la vez el feroz discurso de la Historia. Indios nómades, chilenos fugitivos, ingleses cautivos, todo es plural a pesar de ser único. El alcohólico y filosófico cacique sueña una mujer que es el futuro, tan ilusorio y teatral como nuestro presente.

El código lingüístico y la rectificación de la parodia
¿Cómo representar a los tehuelches? ¿Cómo representar el desierto y, fundamentalmente, la intemperie? El poder de mímesis teatral alcanza su límite en el espacio y en el lenguaje: mientras nuestro teatro aún puede aludir casi en forma directa a un espacio interior, y puede utilizar lisa y llanamente la lengua que se escucha extra escena para construir un efecto de realidad, debe necesariamente cuestionar sus propios modos de representación al salir hacia el afuera y hacer hablar a aquellos cuyas voces nos son ajenas o están muertas. Los sueños de Cohanaco invita al viaje geográfico e histórico: pone en escena la inconmensurable meseta y pone a hablar a los tehuelches del siglo XIX. El problema no es el grado de realismo que se logre, sino lo verosímil. Y este es un curioso, antiparódico logro de la dramaturgia y de la puesta. El piso de tierra, el toldo, el fondo de extenso horizonte y, sobre todo, la distorsión poética del discurso beodo de los varones tehuelches hacen lo que la literatura argentina de fines de los 80 y principios de los 90 se negó a hacer con la representación del indio: crear y recrear sin elevarse –desde la autoridad- a ese gesto despectivo de parodia soberbia.

Los indios de Chaud y Halperín son borrachos, son filósofos, debiluchos, condenados, irreales pero, fundamentalmente, son poéticos.
La vigilia
El pensamiento mágico no distingue vigilia y sueño. Los sucesos de ambos planos son igualmente reales. Asimismo, la teatralidad invita, en su aquí y ahora concretos, a suspender la incredulidad y borrar el límite de la representación. Es una actividad de la vigilia que asume lo onírico como ensoñación voluntaria. Y creo que ese es el problema de la representación teatral de los sueños, sobre todo cuando en escena ambos planos están separados. El cacique Cohanaco, que es un sueño real de la escena, sueña a su vez un incomprensible futuro, que por default se propone como nuestra realidad –la de la platea del siglo XXI-. El sueño del cacique (es un solo sueño recurrente) está claramente separado de su hipotética vigilia. Es un sueño que todos nosotros, en otro tiempo evocado, comprendemos, pero él no.

Teatros
Y en la representación teatral de ese sueño, sucede algo estéticamente curioso: mientras que una delicada selección de recursos teatrales enfrenta el desafío de hacer de los indios patagónicos un verosímil escénico, la representación del sueño recurre expresamente a toda la parafernalia teatralista de la escena off del Buenos Aires de la última década: es la mujer abúlica, la mirada frontal y el vestido rojo, es el monólogo como forma primaria, y el micrófono de Open House y sus canciones, es la palabra caótica y coral, la parodia de formas y la restricción actoral. Cohanaco, en su propia obra de teatro, sueña el futuro y ese sueño incomprensible (para él) no es otra cosa que el teatro contemporáneo, forma onírica de una realidad que se pierde.
Alegoría
Los sueños de Cohanaco son dos obras comentadas entre sí; una, ingenua, teatralista, significativa en su propósito, la de los sueños en segundo plano, el futuro presente, aquello que será desde lo que parece haber sido. Y la otra, la notable obra de la vigilia y la borrachera, la visible y triste obra de la ausencia.
Bonus track
El código que permanece al borde se disfruta. El cacique Gobernori que filosofa en un idioma que imaginamos perdido. Y la cultura de la intemperie que Alicia Leloutre pone en su plástica, pregnante planta escénica.

miércoles, 2 de junio de 2010

Sobre HERNANITO, de Alejandro Acobino

El lunes fui a ver HERNANITO, de Alejandro Acobino (Lunes 21 hs en NoAvestruz, Humboldt 1857 - tel: 4777-6956)

Dos modos teatrales
Hace más de un año me referí, en mi reseña Sobre Frankie & Johnny en el claro de luna (para leer esa reseña, click aquí), a una técnica clásica del manejo de personajes del teatro realista: el encuentro profundo ¬-o revelación personal-, que “consiste en conducir las fuertes contradicciones internas de los personajes […]hacia un grado de tensión tal que las haga estallar en la revelación […] de cierta “verdad” interior, una verdad que estaba allí y que incluso suele revelarse también ante los ojos asombrados del mismo protagonista”.


Está claro que la conducción de las contradicciones internas de los personajes hacia un estallido revelador no es propiedad exclusiva del realismo y puede encontrarse, exacerbado, en el grotesco, ese género de tan extraordinaria productividad en nuestro teatro en el que la caída de la máscara revela al propio protagonista el triste y epifánico rostro de la verdad.


Los cimientos de Hernanito, de Alejandro Acobino, parecen estar firmemente apoyados en este modo de conducción de su dupla: sus tiernos y enervantes personajes se atraerán una y otra vez –al tiempo que se repelen-, provocando el estallido y la develación. El problema –o la provocación o la falta- es la poderosa instalación, al mismo tiempo, de un modo opuesto y tal vez incompatible de teatralidad.


La permanencia
Inmortalmente, Vladimiro y Estragón permanecen ejecutando sus rutinas y esperando a Godot. La revelación, para ellos, ya ha sucedido (y es oscura y se ha olvidado) o ya no sucederá (pues quizá sea Godot, y lo estamos esperando). La notable y conmovedora conclusión a la que llegan cuestiona incluso el suicidio, pues solo en la permanencia se mantiene a raya la absurda soledad. El manejo de la “rutina” del dúo cómico (o dúo grotesco, o dúo patético) es la del ritual, la risa, el retorno. E indudablemente, los cimientos de Hernanito se funden y confunden con esta (otra) gran tradición, deteniendo, desviando y cambiando de clave el pentagrama de la acción.


Síntesis argumental
Taller metalúrgico en sospechoso cordón industrial de Buenos Aires. El patrón a cargo del emprendimiento contrata a operario calificado para la manufactura de (sospechosas) piezas industriales. Pese a la eficiencia de la cadena de producción, la tensión aumenta. Una profunda crisis vocacional del jefe se torna crisis de personalidad. Y se manifiesta.


Momentos de felicidad acobina
El notable autor de la notable Rodando no deja de ofrecer momentos de verdadera felicidad teatral. Esa música, Acobino, esa música…

El dúo cómico es un pin pong
Hernanito es una obra de doble desarrollo en la cual un dúo cómico permanece y ejecuta con solvencia sus rutinas, a la vez que una trama de tensión y develaciones se hilvana lentamente en los intersticios de la quietud (o viceversa: la quietud se intercala en los intersticios de una acción que avanza). Es, además, una obra consciente de esto, y sus imágenes muchas veces están allí como comentario. Véase especialmente la escena del pin pong: el ritmo del peloteo es parejo y la gracia estable del dúo es eficaz. La tensión crece y, por debajo de la rutina, emerge la idea de conflicto.


La metalurgia
Quizás el problema es la expectativa que cada obra, partiendo de la hipótesis del doble, provoca en el espectador. Él mundo personalísimo de la metalurgia, en el que las máquinas operan de verdad, suenan de verdad y producen desechos metálicos de verdad, propone un mundo metafórico exorbitante cuya magnitud no se inscribe en la acción: la obra se ocupa de trasladar el mundo metal al entrañable/ominoso mundo de madera de su muñeco, abandonando la caja de acero, dejando a un lado ese terrible torno real y esa supermáquina que expele piecitas niqueladas. Propondrá otro universo de equivalente potencia, pero ya no volverá al metal.


Ser
El grotesco es exquisito y recurrente. El operario ayudará, en un cuasi exorcismo, a su jefe a enfrentar la verdad. Y luego volverá a enfrentarla. Y luego, una vez más.


Estar
Lo que viene a cuento de la rutina. Y de actores que pueden sostenerla. Incluso en la máxima quietud: la emblemática radio del pastor que predica lo imposible.


Permanecer
Hernanito propone algo que es una desmesura: hacer del fugaz destello de la verdad (el metalúrgico y nietzscheano choque de las espadas) una rutina de dúo cómico en cajas chinas, donde uno mismo puede, incluso, hacer dos voces. El resultado desborda sentidos. Y mata al tiempo.