lunes, 19 de junio de 2017

Sobre El mar de noche, de Santiago Loza

El viernes fui a ver El Mar de Noche, de Santiago Loza, dir: Guillermo Cacace, a Apacheta (Pasco 623). Funciones Viernes 23 hs.

Puente angosto
Décadas atrás (demasiadas), cruzamos no sin cierta complicación policial la Triple Frontera con un amigo. Para regresar, le hicimos dedo a un matrimonio brasileño, muy simpático, que nos devolvió a la tierra patria. Una vez en Misiones, cerca o dentro ya del Parque Nacional Iguazú, la joven señora, en un portuñol transparente, preguntó qué significaba eso de “puente angosto” que aparecía en un montón de carteles viales en las rutas argentinas. Bueno, más o menos con señas explicamos que era un puente más finito, digamos, un puente no tan ancho como para que pasen dos autos, algo así. “¡Ah, estrecho!”, exclamó la mujer, y se lo explicó al marido: ¡estrecho, estrecho! Ellos quedaron muy contentos, casi aliviados, diría, y yo muy intrigado. “¿Qué pensaban que significaba?”, les pregunté. “¿Angosto? Angustioso, angustioso”. Puente angustioso.

Nunca olvidé la explosión conceptual de aquel puente. Veo aún hoy en mi mente la imagen del cartel, como el inmortal cartel del infierno de Dante, pero más leve, claro, aunque también más cercano y más real. Este es el angustiado Puente de la Angustia, por donde se puede pasar de a uno, solo. Abandona aquí toda esperanza.

Décadas después, Santiago Loza, Guillermo Cacace y Luis Machín cumplen la promesa de ese puente desesperado, en la ya mítica sala del vidrio esmerilado que recorta a contraluz los cuerpos que a su vez ofrece en sagrado ritual.

Síntesis Argumental
Un hombre insomne conversa con su amado ausente, que es quizás su modo de atravesar la noche de la angustia, en un despojado ritual que despelleja capa a capa el dolor y la verdad.

El dedo de Peter Brook
El libro Provocaciones , de Peter Brook, contiene una anécdota de un experimento que suelo usar como ejemplificación de las cualidades creativas de la restricción. Cuenta el gran Peter que puso a dos actores a intentar generar una escena con un solo movimiento permitido: el de un dedo. Dice que al principio se resistieron, se ofuscaron, se desconcertaron, pero que al tiempo el dedo empezó a generar signo y teatralidad, con gran expresividad concentrada en él. Peter Brook confiesa que invitaba al público a ver estas experimentaciones, y que eran bastante aburridas y descorazonadoras, pero que lo que iban descubriendo eran esencias teatrales muy útiles. La conclusión que saca Brook es doble: la restricción permite que un dedo, con toda la energía de la expresión de un cuerpo contenida en él, puede atravesar un metafórico ladrillo con un movimiento. La segunda conclusión es la dimensión de la pérdida, por dispersión, de la expresividad del cuerpo entero en los actores que no logran concentrar.

Señores, señoras, con ustedes, Luis Machín.

The Machin Gun
Todo, y decimos todo, lo que Luis Machín expresa en profundidad, amplitud, dolor, esperanza, quebranto, espera, complicidad y humor, está absolutamente concentrado en el mínimo movimiento. Quizás muy pocos actores puedan lograr lo que él logra con el (¿simple?) gesto de levantar del piso una copa de agua y sostenerla entre sus dedos. La palabra aparece en su cuerpo casi sin que se mueva su boca: parecen ser sus ojos, al borde siempre de algo, los que emiten el texto. No es novedad en Machín. Años atrás lo pudimos ver en unas breves obras que se podían recorrer en su “casa”, el Sportivo Teatral, dirigido por Ricardo Bartís. Luis, de traje, de pie, quieto, con una mano en una escalera y con un cigarrillo encendido en la otra, “decía” El niño proletario, atroz cuento de Osvaldo Lamboghini, y lo decía con una intensidad tan demoledora como inmóvil: la brasa del cigarrillo que se iba consumiendo mientras nos atravesaba el dolor de cada palabra de ese ritual de violencia, ni siquiera caía al suelo.

En este otro ritual, el de la noche insomne del amor perdido, el amor sobre la piel descarnada, a medio vestirse o desvestirse -da lo mismo-, Luis Machín perfecciona y lleva al estupor la técnica. Decir algo más al respecto es quitarle disfrute al espectáculo.

Minimalismo angustiado o el anti-Cacace, por sí mismo
Claro está que el espectáculo tiene una dirección. El mismo director que inicia una puesta con todos los actores corriendo en círculos en el espacio diurno de Apacheta, en Mi hijo solo camina más lento, el mismo que estimula todos los sentidos, que literaliza la crema dérmica del erotismo masculino de La crueldad de los animales, ese director pone en esta apuesta todo al revés. Es la quietud la que se recorta absolutamente del movimiento, en medio de esa noche en la que el arco de una ceja equivale al ancho y largo de una vida. Es el silencio sobre el que se recortan las respiraciones del público, las toses, los movimientos, que van cesando, y cesando, y cesando, hasta que pareciéramos escuchar el sonido secreto que las lágrimas harían al descender por las mejillas.

Pero las lágrimas del Machín de Cacace no descienden. Ahí quedan, en el borde de la noche. No derraman. Para qué derramar, si como dijo Brook y como está inscripto en la memoria de amor de todos los presentes, es el mínimo gesto, es el roce de una mano en la rodilla, en la cintura, la cercanía leve de una respiración, la que hizo el amor y del amor, su dolor y su tragedia.

La piel de Loza
A esta altura de su obra sabemos que Santiago Loza es un autor de imágenes, que como él mismo ha dicho alguna vez, se construyen en la mente del espectador. Por supuesto, su director en este caso pone una imagen, una sola, de un decadente y triste hombre en calzoncillos, camisa, saco y medias, sentado en un sillón. Todo lo demás está hecho de micro imágenes sensoriales en la palabra: el papel de plástico que cae con el primer sacudón del amor y la minustima, o la mancha en la piel y la crema perdida. Algunos textos de Santiago son monólogos, propiamente dichos, con un recorrido de una zona hasta otra, con alguna transformación y/o develación por parte del personaje. Véanse La mujer puerca, con su curva de transformación y biografía, o Todo verde, como historia de amor trágico, escandida por el graznido de un loro. Algunos otros textos no lo son. Son textos, casi apuntes, en este caso sobre el dolor y la interlocución no correspondida. Pero cuando esos textos encuentran semejante cuerpo, el teatro se realiza porque es feliz la coexistencia. Palabra y cuerpo se amalgaman. 

La obra puede no tener, como el insomnio y la pena de amor, estructura de drama. Pero el teatro quieto, el ritual de un solo movimiento, cuando es ejecutado a la perfección, basta y sobra. Puede emocionar. Puede no emocionar. Puede comprenderse, padecerse, pensarse. O no. Pero una vez visto, lo aseguro, no puede olvidarse.

Brasil, país tropical
Tan dados vuelta están los símbolos de todo, que el propio símbolo del cuerpo erotizado, del sol sobre las zungas y las espaldas y los reflejos del mar y la alegría son de una tristeza insondable. Valga la visita a Apacheta para ver cómo un leve movimiento del pecho del actor evoca esa temible danza que todos hemos intentado, la de la alegría, y mientras suenan canciones brasileñas de la década del 20, a tristeza nao tein fim.

Bonus track: Venecia, esquina Wilde
El mar de noche está lejanamente inspirada en dos textos: “De profundis”, de Oscar Wilde, escrito desde la prisión, y Muerte en Venecia, de Tomas Mann. Del doloroso texto de Wilde pervive ese gesto de respuesta buscada y no obtenida, el ritual de expiación en el encierro final, donde “no  hay nada más en qué pensar salvo el dolor”. De la novela de Tomas Mann, el temor al rechazo, el amor de un hombre maduro e inseguro por la plenitud personificada en el cuerpo del otro, en medio de la decadencia no manifiesta del entorno.

El agua de los insomnes
Pero la pena de amor es relevante sólo para uno mismo. Irrelevante para los demás, nos aguantan la queja tal vez solo porque nos quieren (quienes llegan a aguantarnos, claro). Pero todos sabemos que nadie muere de esa pena de haber sido dejado. Todos sabemos que lo que se derrumba es otra cosa. Y esa cosa está allí, quieta, esta noche en el agua del vaso de la mano que simplemente tiembla, y esa cosa que tiembla en el agua quieta no se puede decir.

lunes, 5 de junio de 2017

Sobre REMAR, un destino impropio, de Mariano Saba

El domingo 28/5 fue a ver REMAR, de Mariano Saba, al Sportivo Teatral (Thames 1426 / Tel 4833-3585). Funciones domingos a las 20 hs.

Odiseo, Edipo, Piglia, Poe
En una soleada tarde de invierno, hace muchos más años de los que sospecho, el gran Ricardo Piglia se paseaba al frente de una clase numerosa, con su típica e intensa expresión de cabeza inclinada y pensante, y exponía la siguiente idea, que para mí, si bien no sé si es cierta, es ciertamente inolvidable: hay desde los griegos sólo dos historias para contar; la de un misterio (quién mató al Rey Layo, padre de Edipo) y la de un viaje (viajar y volver para contarlo). El viaje de Ulises, que es un extravío y un regreso.

Desde entonces, no todos los viajes se han contado y no todos los Ulises han regresado. Uno de ellos es particularmente curioso: aquel viaje de un acrónimo del autor, narrado en impecable estilo por uno de los más grandes escritores de una generación de enormes escritores de aquella nación que nacía a la literatura a mediados del siglo XIX, Edgar Allan Poe. El gran Poe, además de inventar directamente un género, uno de los más populares géneros que la literatura (y el cine, y el teatro) hayan dado, el del policial de detectives (regresando a Piglia y sus misterios, quién mató a las mujeres de la calle Morgue, dónde está la carta robada), se despachó también con una novela de marineros. Se trata de “La narración de Arthur Gordon Pym”, novela impecable, escrita por el propio viajero, que cuenta el periplo marítimo hacia más allá de las fronteras de lo conocido, hasta llegar al límite y allí…

Y allí se interrumpe la narración de Arthur Gordon Pym (perdón por spoilear al final de la novela, pero tiene 200 años y es tan célebre que hasta Julio Verne le escribió una continuación: “La Esfinge de los Hielos”, donde racionaliza el misterio de lo siniestro).
Milenios más, milenios menos, Maese Mariano Saba, y su banda de teatristas sportivos reviven el viaje, lo ominoso y el extravío atávico de la humanidad en este hermoso centro de acción teatral los domingos a las 20 hs. Pasen y vean.

Síntesis Argumental
Dos remeros en precaria competición pierden el rumbo debido a una sudestada. Lo que no saben es que han quedado a merced de un dios vengativo, como todos, que subirá al bote a vengar la muerte de su hijo, cuyo perpetrador fue otro. No parece importar, pues como cantara otra voz inmortal: contra el destino, nadie la talla.  

Mimitos griegos
Los dioses no existen, pero que los hay, los hay. En este caso, se trata de Poseidón, el dios griego del mar, que desea venganza sobre quien matara a su hijo. En la antigua versión narrada por Homero, el héroe es “fecundo en ardides” –astuto por demás, a punto tal que hasta se le ocurre lo del caballo de Troya-, y gracias a su desmedida astucia logra zafar y dar muerte al terrible Polifemo (el cíclope, hijo de Poseidón). El dios ha esperado generaciones y generaciones de hombres y héroes para encontrar ocasión de venganza. Hasta esta noche. En este lugar.

Si algo queda claro en el lapso que media entre los tiempos del ingenioso padre de Telémaco y los del remero extraviado Esteban Rawson es que la astucia, el ingenio y el coraje no son lo que supieron ser. Tampoco los dioses. Tampoco el teatro. Tampoco la esperanza. Tampoco la humanidad.

Teatro del mundo
Remar, un destino impropio, es una de remeros. Y como tal, es también una obra consciente de su representación, haciendo jugar a su favor la tosquedad sobre la que el teatro recorta el enorme talento de sus intérpretes: un Poseidón harapiento, que ha olvidado su griego, añora a su ciclopín pequeñito, foto sepia de bebés de los cincuenta, mientras oficia de Prólogo de la representación, en la cual anuncia que participará. Luego, todo se ordena en paralelo con un mundo homérico degradado: las justas olímpicas sobre un botecito en el Río de la Plata, la guerra de Troya entre el equipo de remeros de los italianos contra estos inglesitos que la reman sin avanzar; la sospecha de que Ítaca es un club que ya ha sido tomado por los otros campeones y Zulma, cual Penélope, está invitada a la fiesta. La gran mitología helénica tras la cortina berreta de un teatrito venido a menos. Y a disfrutar.

Por supuesto, Remar  no pretende ser una reescritura de La Odisea, sino simplemente utilizar el paralelo metafórico de esos mitos para un juego escénico eficaz. La estabilidad estancada de la dupla de remeros que entran en la zona de calma, inmóvil, se quiebra por la presencia del visitante inesperado; ironía dramática de por medio, el público sabe perfectamente de quién se trata, mientras que los protagonistas no. Del desarrollo del equívoco, de lo desopilante de las situaciones de confusión y paradojas, de la creciente identificación del público con los pequeños personajes, que despiertan nuestra piedad, se nutre el desarrollo de la obra, y su mejor oferta.

Nacional y popular

“Hay que remarla”, dice la metáfora cuando quiere hablar de esforzarse, al borde mismo de la esperanza, o la desesperanza. Soltar los remos, es sinónimo de morir. Remar es trabajo humano, es tracción a sangre (humana), es símbolo de esclavitud, devenido empeño, devenido deporte, devenido necesidad. Remar, remar, remar: hay que remar porque hay que volver. Con la frente marchita. Volver. Vamos a volver. Oh, vamos a volver. Desde ese mar falso que es El Plata, vil y letal río de tantas pérdidas, la obra nunca es inocente de su identidad: el bote bien puede ser un país en manos de un gran equívoco, puesto que indudablemente Esteban Rawson no es Ulises, y jamás mató al hijo de un dios. Pero al destino, “ese gil de mierda” de la cita de Lamborghini en el programa de mano, ¿qué le importa? Polifemo bien sabe que los mortales, por su estupidez, soportan dolores más allá de lo que les corresponde. Estupidez. Estupidez. Estupidez. Y para todo el resto: andá a cantarle a Gardel.