martes, 21 de noviembre de 2017

Sobre LA MADRE DEL DESIERTO, de Ignacio Bartolone


El viernes 5 fui a ver La madre del Desierto, de Nacho Bartolone, al Teatro Cervantes – Teatro Nacional Argentino. Libertad 815 (4816-4224). Funciones: jueves a domingo a las 21

Rescatando al soldado Ryan

Veinte años atrás, el gran Steven Spielberg presentaba en cine, quizás por primera vez en esa forma envolvente y desesperante a la que este año regresó Cristopher Nolan con su extraordinaria Dunkerque, una batalla de la Segunda Guerra Mundial. Ésta última muestra la retirada de las tropas británicas ante el avance irresistible de los alemanes en las playas francesas. Es la historia de una derrota que, de alguna manera, se transforma en victoria. Aquella de Spielberg, en cambio, es el desembarco en Normandía, inicio del repliegue definitivo de los alemanes. La historia de una victoria que, si bien se leen la película y los hechos en los que se basa, contiene también la historia de una derrota. La trama de Rescatando al Soldado Ryan es conocida, y si no lo es, veinte años de antigüedad soportan el spoiler. Luego de la batalla, el comando del ejército estadounidense advierte que en el desembarco murieron dos hermanos, y que unos días antes, en otro frente de batalla, un tercer hermano había muerto también. Pero al reunir los tres telegramas de defunción que debían entregar el mismo día a la señora Ryan, descubren que hay un cuarto hermano, el último, que aún está vivo y combate en el frente francés. Por alguna razón que parece humanitaria, al menos uno de los cuatro hijos de la señora no debe morir en la guerra. El jefe del ejército ordena entonces enviar un grupo selecto de ocho hombres al mando del capitán Miller (Tom Hanks) a buscar al soldado y llevárselo con vida a su madre. La película cuenta, entonces, esa misión paradójica: un comando especializado se interna en el frente de una guerra despiadada para rescatar a un “private” (un soldado raso, un don nadie), a costa de las vidas de varios de ellos, que pasarán a sumarse a las de aquellos tres hermanos que no podían de ninguna manera ser cuatro.

Dos siglos antes, en otro país, en otra lengua, en otra guerra, en otra geografía y quizás en otro mundo, aunque regido por las mismas y absurdas leyes, una mujer parte al desierto, a pie y con un bebé en brazos, a buscar a su marido que había sido obligado por el bando estatal a sumarse a las tropas regulares y combatir. Por supuesto, la mujer morirá de sed sin haberse reunido con su marido, y su niño será encontrado con vida, prendido al pecho de “La Difunta”, para que el mito sea y se funde una patria. Absurdo es partir a pie con un lactante en brazos a buscar a un hombre que fue llevado por un ejército. Absurdo es enviar a la muerte a una tropa de elite sólo para evitar la de alguien cuyo valor es estadístico, cabalístico o simbólico. La película de Spielberg trata a Ryan como su trama amerita: un soldado raso, más o menos irrelevante, demasiado joven, un tanto obtuso, sin voz ni voto, casi sin palabra. La tradición popular argentina trató al bebé sobreviviente de la Difunta Correa casi de la misma manera, como lo que necesitaba que fuese: el símbolo inocente prendido a la teta, el Rómulo/Remo de la Nación Argentina.

Alguien comentó en algún posteo alguna vez que James Ryan existió, sobrevivió, se hizo espía de la CIA y colaboró con el derrocamiento de Allende en Chile. Puede ser, pero la película, como el mito, no pueden ocuparse de eso. Su función para la historia fue ser rescatado, no emitir una acción. En el escenario del Teatro Nacional Argentino, en cambio, Nacho Bartolone pone a la notable Alejandra Fletchner en el cuerpo de Deolinda Correa y, rompiendo la ley, quebrando el mito, haciendo el gesto artístico y político que permite revisar en forma desopilante su propia constitución, pone además al enorme (metafórica y físicamente) Santiago Gobernori en el cuerpo del bebé a quien, por otra parte, y sin que nadie jamás hasta ahora se lo hubiera pedido, le da la palabra.

Síntesis Argumental

Un bebé de pocos meses es arrastrado al medio del desierto por su madre, que dice buscar a su marido, víctima de la Ley de Levas. Uno de los dos cuerpos está condenado a morir para devenir mito. Pero antes de que eso ocurra, si es que ocurre, el bebé que percibe y es la totalidad, dirá su parte. Y ella, que no la percibe porque es la parcialidad, comprenderá algo.

El bebé y la lengua de dios

Si un bebé hablara, ¿qué diría? Como el Valdemar de Edgar Allan Poe, diría lo imposible: estoy muerto, en el cuento de “El extraño caso…”. Soy la totalidad, en el caso del bebé. Por supuesto, sería imposible, porque lo completo no tiene diferencias, y el lenguaje se estructura por ellas, por la capacidad de distinguir una cosa de todo lo demás que no es esa cosa. En la teoría del valor del signo lingüístico, cada signo es exactamente aquello que todos los demás signos no son: el valor es un valor de oposición. De allí que podamos distinguir el signo “éste” en oposición tripartita al signo “ése” y al signo “aquel”. Las distancias en los pronombres de nuestra lengua tienen tres valores, mientras que en otras pueden tener solo dos (this/that en inglés). El desierto, en las historias y leyendas de misticismo, se opone a lo terrenal, al cotidiano humano y sus distracciones: el desierto es la experiencia de despojo del hombre (el profeta, Cristo, el Buda) en pos del conocimiento. Es la experiencia de la transformación interior. En la literatura argentina, en cambio, el desierto se opone a las ciudades. “Media entre las ciudades de San Luis y San Juan un dilatado desierto”, inicia el Facundo su primer capítulo, El tigre de los llanos. Es la enorme distancia, indiferenciada; es lo inhumano, lo animal, es la barbarie y la muerte. La ciudad, su opuesto, es el lenguaje, es la cultura, es la civilización. De la ciudad de San Juan parte esa criatura insólita (la madre) portando un bebé hacia el corazón de la muerte. Y allí, en el centro mismo de lo indiferenciado, el bebé hablará la imposible lengua universal, la lengua de dios, que es el todo. La tradición del Facundo y las lecturas místicas confluyen en la escena, de la mano del notable texto de Bartolone y la enorme calidad de los dos actores.

La lengua hablada de lo argentino

Siempre es un problema la “oralidad” histórica, la representación del habla de otras épocas y de otras latitudes. La literatura argentina tiene, no obstante, para agradecer a la gauchesca la posibilidad de hacer “sonar” a su emblema, el gaucho, y hacerlo sonar en verso. Ese corrimiento permite hacer ingresar a la escena una sonoridad de la palabra que remite, sin buscar realismo, al mundo que se quiere verosimilizar. Ignacio Bartolone, ya desde Piedra sentada, pata corrida y La piel del poema (para leer la reseña en este blog sobre esta última, click aquí), viene trabajando la palabra oral en función del acento y la poesía. En esta última, trabajaba la poesía (directamente representada) y el acento regional. En La madre del desierto, el trabajo está enfocado en hacer sonar un acento complejo, corrido, no del todo identificable, en las voces de Santiago Gobernori y Alejandra Fletchner, con muy buen resultado.

El mito original, de los arrieros a los camioneros

Cuenta la leyenda que el bebé fue hallado con vida prendido al pecho de una muerta que llevaba sólo una identificación: un colgante al cuello en cuyo interior estaba grabado el apellido de su padre: Correa. Por eso los arrieros que la encontraron no pudieron nombrarla de otro modo sino como una “difunta”. Habían extraviado el ganado. Desesperados, le pidieron a la muerta, en la creencia de que se hallaba más cerca de Dios que ellos, que les concediera el milagro de hallar las vacas. Si así lo hiciera, le construirían un altar. Y el ganado apareció. Y los arrieros iniciaron entonces el culto a la Difunta Correa, muerta de sed, dadora de bienes. El culto se extendió por los caminos: florecieron durante más de un siglo, pequeños altares a la vera de los caminos (más adelante, de las rutas) donde los arrieros del XIX, los camioneros del XX, dejaban como ofrenda botellas de agua. Botellas de agua para una muerta de sed. La paradoja nos persigue como una condena.

El culo de Cafiero

Entre los grandes nombres de los billetes de la década pasada y los esquivos próceres del siglo XIX (Don Juan Manuel de Rosas, Domingo Faustino Sarmiento, Facundo Quiroga) se filtra el del recordado dirigente peronista Antonio Cafiero. Más allá del desopilante humor iconoclasta de la obra, la imagen de Cafiero y la mención de sus partes íntimas son sumamente intrigantes. Puede ser que la obra trace un recorrido entre los mitos fundacionales de primer centenario y los grandes acontecimientos del siglo posterior. Pero el culo de Cafiero emerge y resiste, solitario. La anécdota, si Nacho me permite divulgarla (y como no está aquí conmigo, no podrá evitarlo) es que su propia madre, acérrima antiperonista, se lo mencionó una vez: le dijo a su hijo, en medio de una discusión o de una chicana o todo junto que, estando internada en un hospital y habiéndose confundido de habitación, entró en una donde estaba el susodicho, en batín y dado vuelta. “Yo le vi el culo a Cafiero”, dijo para siempre esa otra madre. Donde las palabras no alcanzan, que hablen las imágenes.




viernes, 10 de noviembre de 2017

Sobre TODO TENDRÍA SENTIDO SI NO EXISTIERA LA MUERTE, de Mariano Tenconi Blanco


El domingo 5 fui a ver Todo tendría sentido si no existiera la muerte, de Mariano Tenconi Blanco, al Centro Cultural San Martín (funciones: viernes, sábado y domingo 20 hs, hasta el 12/11; Comedia de la provincia -La plata-, viernes y sábados 20 hs hasta el 9/12).
Star Whores

El 27 de agosto de 2009 se estrena en Argentina “Zack y Miri hace una porno”, película del director Kevin Smith en la que unos amigos de toda la vida y compañeros de departamento, Zack (Seth Rogen) y Miri (Elizabeth Banks), ahogados por el mal manejo de la economía doméstica, deciden realizar una porno, en la creencia de que el negocio les permitirá pagar las cuentas de luz y agua. Ellos mismos se encargan del casting, de los equipos técnicos, de la locación y el rodaje y, por supuesto, también del guion y de la actuación protagónica. El eje central del film, no obstante, y como si se tratase de una remake bizarra de “Cuando Harry conoció a Sally”, es el paso conflictivo de la amistad al romance entre Miri y Zack, quienes tienen previsto realizar la última escena sexual de la película. Lo curioso (y airoso) del resultado es que “Zack y Miri…” abunda en el humor absurdo y escatológico, en el diálogo picante y saturado, sin dejar de ser nunca una comedia romántica. El director se da el gusto, incluso, de desarrollar al interior de su propia película la parodia porno de Star Wars: “Star Whores” (Putas de las Galaxias), y de hacer actuar a una estrella porno real.

Ocho años después, una virtuosa conjunción teatral de melodrama de folletín, comedia bizarra y pornografía revisitada sube a escena en Buenos Aires, de la mano del notable elenco que reúne el autor y director Mariano Tenconi Blanco, en “Todo tendría sentido si no existiera la muerte”.

Síntesis Argumental
En la plenitud vintage de los 80 -aquellos del video club con sección “Condicionadas”-, una maestra de pueblo se entera que tiene una enfermedad terminal y, como última voluntad, decide escribir, filmar y protagonizar una película porno que, además de respetar sus gustos y sensibilidad, le otorgue algún sentido a aquello que ahora es consciente de que está por terminar: su propia vida.

Eros y tánatos
Kevin Smith (“Zack y Miri hacen una porno”) toma para su película un contraste (clásico) de las historias románticas: la oposición entre amistad y amor. El sexo es, en estas historias, el punto de quiebre y trasmutación de un tipo de relación, para bien o mal, en otro. Así, cuando en la original Harry finalmente tiene sexo con Sally, la crisis individual se transforma y permite sacar a la luz la tensión subyacente de toda la trama: ámense, chicos, que el pochoclo se acaba. Estas historias producen luego el consabido distanciamiento, el canto cínico de la individualidad que se desmorona y que, en un insight súbito, instaura la escena final de declaración de amor -la de Harry a Sally, corriendo por las calles desiertas y nevadas de Nueva York durante la cuenta regresiva de un Año Nuevo, para llegar justo a tiempo a decirle, detalle a detalle, todo lo que le gusta y ama de ella, está al tope de mi ranking-. “Quiero pasar el resto de mi vida contigo, y quiero que el resto de mi vida empiece ya”.

El otro clásico contraste de historias románticas es el que se da entre amor y muerte: la muerte permite y destaca la posibilidad del amor. En general, la condenada a morir es ella (Winona Ryder en “Otoño en Nueva York”, Debra Winger en “Shadowlands” o “Tierra de sombras”), y su condena permite, en el breve lapso que le es concedido, derretir los hielos del corazón del varón. El amor es aquí la consciencia incandescente de la finitud de la vida y lo que le da sentido a la vida posterior del superviviente. El sexo prácticamente no interviene en la ecuación, que es esencialmente sentimental, y por eso puede Richard Attenborough presentar el cuerpo flemático, erudito e inhibido del escritor C. S. Lewis, interpretado por Anthony Hopkins, en un romance que no tiene casi sexualidad.

Mariano Tenconi Blanco, al cierre de esta trilogía, retira de la escena el amor romántico (sin que deje de estar su tensión, en modo notable), para oponer directamente los inconscientes polos míticos: el sexo y la muerte, inconformables.

Video club de los ochenta, o como evitar la tentación de las pantallas
Uno de los logros (entre los numerosos logros de esta obra) es el armado de una obra “meta-cinematográfica”, es decir, de una obra teatral que trata sobre la realización de una película, prescindiendo de la utilización de video proyecciones. La escena contemporánea, al menos en esta ciudad acunada por los susurros del teatro post-dramático, está saturada de proyecciones. A pesar del mandato (toda obra contemporánea deberá utilizar micrófonos, monólogos a público y/o proyecciones), “Todo tendría sentido…” se posa y fecunda el escenario durante más de tres horas sin recurrir ni una sola vez al monólogo ni a la proyección. Todo es aludido o explícitamente mostrado: todo es cuerpo y metonimia. Todo es teatralidad de la más pura. El resto, es silencio. 
El decoro
Aproximadamente a la hora de representación, una pareja madura se levantó y dejó la sala. Probablemente equivocado, imaginé que habían entendido a esa altura que no sólo se hablaría descaradamente de masturbación femenina, tamaños relativos de penes medidos por recatadas maestras de escuela y efectos de la cocaína mezclada con el limoncello, sino que, además, se mostraría todo eso en escena. La ley del decoro, es decir, aquello que la sensibilidad teatral entiende como “obsceno” (fuera de escena), no estuvo del todo bien establecida, en mi imaginación, para esa pareja. Ellos se lo pierden. Y se pierden, sobre todo, la cabeza de pene que sobresale del bóxer y más tarde de la bragueta incontrolable del actor porno en un alto de la filmación, en el momento teatral más desopilante que haya visto últimamente. Me permito spoilear esa imagen, confiando en que, dentro de la multitud de imágenes, el lector pueda redescubrirla y disfrutarla.

El valor como contraste
La protagonista de “Todo tendría sentido…”, consciente en un destello de la cercanía de su muerte, también accede a la consciencia del sinsentido. Se pregunta qué valor ha tenido su vida, y qué valor podría cobrar, si aún pudiera, en sus últimos momentos. La pregunta, que también aparece en el título de la pieza, es sobre el “sentido”. No obstante, por la estructura de la trama, por sus motivos y sus procedimientos, no parece ser lo mismo. En todo caso, el “sentido” se asocia más a la dirección de un vector, que va del punto A al punto B, o bien al “significado”, ese modelo asociativo de pensamiento por el cual algo puede significar otra cosa. Es la historia de una vida, la metáfora que encierra un momento, la vinculación entre dos series. La protagonista se pregunta qué quedará de ella después de ella. Quién podría encontrarle un significado a su paso por la vida. Sin embargo, la respuesta no está en la metáfora o significado o historia que se cuenta, sino en el contraste de sus signos, en la teoría del valor. La vida, dice Eros, vale por lo que le opone a la Muerte. El sexo, y su ápice, el orgasmo, cuya mayor longitud imaginable (en este caso, al menos dos veces representado en forma explícita) no dura más que unos breves… ¿minutos? No obstante, y por eso es, en su modo petit mort, la quintaesencia de lo vital.

El sexo es breve, la muerte es casi infinita. El sexo es esporádico, la muerte es constante. El sexo es movimiento, la muerte es quietud. La escena inmóvil de los personajes mirando su película, de la cual el espectador vuelve a escuchar las voces, remite a aquellas emociones de La Invención de Morel, aquél anhelo de permanecer fuera del círculo muerte/vida, y no obstante… la vida misma, que navega en las aguas de la muerte.
Narración
La obra en su conjunto, dado sus procedimientos y su materia narrativa, es una gran obra excedida que se alimenta, en última instancia, de sus notables actuaciones. El elenco se pone al hombro todo el peso de las tres horas de duración cuya sustancia podría vehiculizarse en un tercio menos, sobre todo tomando en cuenta que algunos de sus tópicos (el abuso de menores, el aborto, la maternidad e incluso el “romance” entendido como vínculo de pareja) caen sobre la estructura muy posteriormente al desarrollo del conflicto eje, o se hacen intermitentes dado el enorme peso (y virtud) de la trama central. 
El inmortal
Una obra de la dimensión de “Todo tendría sentido si no existiera la muerte” es, necesariamente, muchas obras. Algunas obras asociadas mencioné en la reseña; otras reseñas se están publicando actualmente que hacen más menciones: el universo de Puig, las películas de Almodóvar, el folletín del siglo XIX. Hay un cuento de J. L. Borges sobre una raza de inmortales que, al tomar conciencia de su infinitud, dejan de darle valor al tiempo, a los sucesos, a su propio cuerpo. No hay memoria porque no hay olvido. No hay eventos, porque todo eventualmente volverá suceder. Esos personajes salen, finalmente, en busca del río de la muerte. Es decir, de aquello que los devuelva a la vida.

La vida vuelve a suceder, en las tres horas de duración de esta muy recomendable obra.