sábado, 27 de septiembre de 2014

Sobre TERRENAL, de Mauricio Kartun



El domingo fui al estreno de TERRENAL, de Mauricio Kartun, al Teatro del Pueblo (Roque Sáenz Peña 943 / tel 4326-3606). Funciones: viernes 21 hs, sábados 21.30 y domingos 20 hs.

Estilización y parodia
“Nadie es Adán”, decía en buen ruso el maestro Mijail Mijailovich Bajtín, y no deja de sorprender la vigencia de la cita al tratar el mito de Caín. “Nadie rompe el silencio universal” es la explicación de esa metáfora. Ampliando: el libro del Génesis refiere que Dios le presentó a aquel primer hombre el jardín del Edén, con todas sus plantas y animales, para que él les pusiera nombre. Y así lo hizo. Todos los demás, Eva, Caín, Abel, Kartun, Apolo y quien nos lea, aprendimos a hablar con palabras de otros. El lenguaje nos precede (y nos constituye -o nos sujeta- dirá el psicoanálisis): nadie, nunca más, rompe el silencio del universo. Entre los extraordinarios usos de la palabra de los otros, la teoría de los géneros literarios tiene mucho para decir, y en ella se inscribe esta mirada sobre Terrenal, de Mauricio Kartun. El género es un paradójico mediador entre la obra y su público, y también entre el creador y su obra. Es el conjunto -en gran parte perceptible- de rasgos formales y de contenido que anticipan al espectador el cómo y de qué vendrá la cosa, rasgos que también formatean la consciencia y la dirección del autor al modelar su pieza. El creador siempre compone con procedimientos pre-existentes que re-utiliza, modifica o transgrede. Y el lector siempre refiere lo que ve a modelos conocidos que reconoce, repele o añora. Que “una de detectives” termine sin que se descubra al criminal (no digo que se lo condene o castigue, digo, al menos y simplemente, que se lo descubra) sería una evidente transgresión a las expectativas de quien lee, y una consciente trasgresión por parte del autor que lo compone, porque él sabe que eso no debe hacerse así.  Ahora bien: los géneros no son estables, sino dinámicos e históricos. Determinados géneros emergen en determinadas épocas y culturas, y llegan incluso a dominar con sus procedimientos la amplitud de su campo artístico hasta lograr niveles enormes de inconsciencia: en 1993 el gran Steven Spielberg recoge del arcón más berreta de la clase B la fórmula dinosaurios+humanos y da a luz Jurrasic Park. Desde entonces, los dinosaurios (una enorme iguana que no tendría por qué ganarle a un mamut, a un tigre dientes de sable o a una hermosa criatura de larga estirpe como el dragón) inundaron a carradas la naturalidad de lo cotidiano: para mi hijo Vicente Apolo Álvarez, de tres años y medio, un dinosaurio es un miembro más natural de la fauna que una vaca, y mucho más aceptable dentro de sus héroes y  muñequitos que un soldado (que de hecho, no tiene). Hasta tal punto el género “dinosaurios redivivos” se hizo hegemónico, que una irreversiblemente común Susana Giménez inmortalizó la frase “un dinosaurio… ¡¿vivo?!”. 

La vida de los géneros es emergencia, dominio y declinación. Toy Story toma amablemente el mundo del cowboy –que tenía la edad de sus autores- y lo hace competir con el de guardianes del espacio –de la edad de sus hijos-. Sólo el amor personal, unitario, del niño-dueño puede sostener la nostalgia del vaquero. En este particular caso de utilización del género, esa nostalgia, esa mirada amable, no se burla de los vaqueros ni de la infancia. No se ríe de que puedan dispararle a una lata en el aire o que tengan un lazo perfectamente redondo. Se divierte con ternura de los láser del Infinito y Más Allá, mostrando su parte humana, no haciendo de ello un objeto de crítica feroz. Es, a diferencia de la parodia, una mirada celebratoria de los géneros pasados, o que ya casi se están yendo. Y no otra cosa, maravillosa, es la estilizada actuación y la precisa puesta en escena de los viejos y blanquinegros cómicos de antaño de Terrenal, este misterio ácrata de la actuación y la palabra. 

Síntesis Argumental
Para que la historia sea posible, debe replicar el mito. Dos hermanos esperan hace décadas el regreso del padre, dueño de los terrenos. En la espera, uno recolecta isoca[1] que vende como carnada y el otro cultiva, con esmerado esfuerzo, pimientos morrón.
Se sabe que Tatita regresará y aquel cuyas ofrendas prefiera, no escapará a la tragedia. 

Palabras, palabras, palabras
Kartun, como en su obra anterior, parte explícitamente de un mito bíblico: el de Juan el Bautista, decapitado por Herodes a pedido de la hermosa Salomé, y el de Caín, asesino de su hermano Abel, expulsado por Dios del paraíso –y con él, toda la humanidad-. Y como en sus tres obras anteriores, pone en primer plano su extraordinaria capacidad de manipulación, estilización, juego y goce del lenguaje. En El niño argentino el minucioso trabajo era en verso y estilizaba el verso, ejecutado a la perfección por Mike Amigorena y Oski Guzmán. En Ala de criados (se puede leer la reseña de esta obra aquí) reconstruye, como un Spielberg del lenguaje, el habla jurásica del oligarca de la semana trágica, y juega con ella. El texto está hecho de innumerables artificios y trucos que no se perciben como tales, sino como un reflejo natural de aquello que, a partir de Ala de criados y no antes, se oye como el modo de hablar de oligarcas y cuentapropistas de la colombófila playa de Tatana. Salomé de chacra, ya desde su título, da un paso “en falso”, diría el canchero: es lo griego, lo hebreo, lo campestre, en clave menor: la épica del chacinado (la reseña de esta obra puede leerse aquí). El lenguaje se despega y  flota por sobre los cuerpos y la acción, y se hace procedimiento visible. Y luego, entonces, finalmente, llega Terrenal.

Waiting for Tatita
La combinación “teatralista” (ese viejo término de Pellettieri  que es aquí del todo aplicable) del gesto estilizado –cruza de Buster Keaton con Marrone y Landriscina- y del mito quizás más oscuro y terminal de Occidente, toca el cielo con las manos. Su lenguaje se encarna y a la vez se separa de esos cuerpos intervenidos por el sepia nostálgico y sus excelentes actuaciones. Porque el agricultor y el nómade son Vladimiro y Estragón, pero sus palabras vienen de otro lado, de la metódica acumulación -del “acopio”, diría el maestro- que, como la añeja madera de un remo encontrado que dio origen al Stradivarius, junto el portentoso Tatita norteño, resuenan tan argentos como se-míticos.

Lírica del trueno en la montaña
Terrenal se permite una explicitación tal vez innecesaria: decir y mostrar “el gran teatro del mundo”. Todo lo indicaba, y no figura en “el manual” ese gesto secundario que tiñe de irrealidad lo que el primero –Claudio Da Passano maquillado en blanco y negro, sugiriendo una “rutina” solitaria- definía sin decirlo. No obstante, una segunda lectura, comparativa de procedimientos retomados y variados de su antecesora, explica la virtud de su funcionamiento. Veámoslo en detalle.

Ambos mitos, el de Juan el Bautista y el de Caín, son la historia de un asesinato. Son mitos de dos partes: preparación, ejecución. Y un epílogo –en el caso de Caín, más visible que en el del Bautista, pues implica la expulsión del paraíso-.  Los epílogos, en relación con el cuerpo principal de una historia, son notoriamente breves (por poner un caso que nos baje de los cielos: los seis volúmenes de la saga Harry Potter tienen un epílogo de una carilla, en la que un Harry ya mayor y sus amigos llevan a sus hijos a la mítica estación de la magia, y entonces Harry piensa… ). Casi dos mil páginas vs una. En el caso de Salomé de chacra, el asesinato sucede poco después de promediar la obra. La acción finaliza y la expectativa de un suceso final se detiene. La maestría del lenguaje y las actuaciones vienen al rescate de la obra, que se extiende demasiado en su final. Terrenal opera del mismo modo: Abel cae poco antes de terminar el segundo tercio del espectáculo, y aún tenemos un acto por delante. Y ahí, pienso, es donde el “teatro del mundo” viene a señalar la dirección que el arte de Kartun ha tomado en sus dos últimas obras: sostenido exclusivamente por el hecho de estar frente al público, de destreza (no de estructura) se trata ahora. Y Terrenal, esta vez con extraordinaria potencia, se permite dirigirse al público, bajar línea, y estallar.

La excomúnica
El doctor  Ángel Virgilio Apolo Ramírez solía decir, cuando yo era niño, que al final, alguien le había dado una “excomúnica”, es decir: un discurso elaborado, potente y condenatorio: ego te excomulgo in nomine patris, et filiis. Te expulso de la comunión, de la comunidad, del padre. Para echar una “excomúnica” hay que ser muy articulado. Y así sucede. Con inmenso talento, Claudio Ricci ocupa todo el tercio final, sostenido como un firme trípode por los otros dos enormes puntos de apoyo: el más obvio, el extraordinario juego lingüístico del texto de Kartun. Y el menos obvio y muy, muy disfrutable: la escucha profunda, desopilante y expresiva del partenaire del cuadro, Claudio Martínez Bel.

Bonus track
Claudio Martínez Bel escucha resignadamente su condena. No se aflige, lo toma de un modo filosófico. Es casi el cálculo del Homo Laborens que intuye la construcción de una filosofía del capital. ¿Por qué un hombre que mata a su hermano se va tranquilo y sin culpa? La culpa es un desarrollo posterior, que castiga la improductividad. En el principio está sólo el crimen. El que acumula la fortuna. El que da origen a la historia.


[1] larva de un tipo especial de escarabajo

viernes, 12 de septiembre de 2014

Sobre ALMAS ARDIENTES de Santiago Loza

El jueves fui al estreno de ALMAS ARDIENTES, de Santiago Loza, al Teatro San Martín (Corrientes 1530 /tel 0800 333 5254). Funciones: miércoles a sábados, 21 hs. Domingos 19 hs. 


Ausencia
Hace cuatro años vi Absentha, la obra del recordado compañero Acobino (la reseña puede leerse haciendo click aquí). Su “síntesis argumental” (mía, en realidad) decía: 
Los mediocres participantes de un taller “masculino” de poesía siguen al amado y también odiado coordinador hacia una beoda campaña que atenta  contra las bases mismas de la” poesía de taller”.
Recuerdo haberle dicho a Acobino antes de reseñarla que había visto su obra sobre el taller de poesía, y él me corrigió: – Taller “masculino” de poesía, Apolo. “Masculino”, no lo olvide.
La idea, ejecutada con su legendario humor, era la de espiar el inicio del nuevo ciclo anual de un taller literario de medio pelo, ubicado en un local multiuso debajo de una autopista en las afueras de todo centro. Sus personajes, a contrapelo de cualquier idealización, eran seres ridículos, absurdamente extremos, y profundamente verosímiles y queribles; su desquiciado coordinador, el capitán que conducía a la tropa a un delirante combate de invectivas.
Años después, en el lugar menos pensado, el irredento taller literario retorna. Esta vez es femenino, sus seres marginales son mujeres de clase media acomodada, su tiempo es el de aquel verano mítico de 2001, y su contexto, la crisis que terminó con una idea del mundo, del país, de su cultura. La voz de Acobino se ha llamado a silencio. Otro poeta, Santiago Loza, toma la palabra. 

Síntesis Argumental
Buenos Aires o alrededores; barrio privado. A medias conscientes del abismo social que las circunda, nueve mujeres atraviesan el tórrido diciembre de 2001 en una soledad angustiada, apenas interrumpida por los encuentros de un taller literario.  

El primer ambiente
La puesta de Tantanian es visualmente imponente y utiliza de modo muy expresivo el equilibrio entre la distancia a la platea y el tamaño del espacio escénico de la sala Casacuberta, dividiendo conceptualmente su diseño en dos ambientes. El primero es pictórico, en un sentido incluso material -cuadros y gigantescos marcos de cuadros que enmarcan escenas o enmarcan cuadros y proyecciones-; a su modo, también es onírico. Su ley es la de lo inconciente: la sustitución y el desplazamiento. Dentro de ese ambiente, los cuerpos coloridos de las nueve mujeres parecen salpicar el espacio, construir un único cuadro a lo largo y a lo ancho del cual se “deslizan” las palabras. El discurso de una de ellas es retomado por la otra en una contigüidad no dialógica: lo dicho por uno se continúa en variaciones en el otro. No dejan de ser monólogos, pero a su modo, también son coros.
Este ambiente de dramaturgia estática –similar, si se quiere, al de otra obra de Santiago Loza, El Mal de la Montaña (puede leerse su reseña haciendo clic aquí), propone la quietud como paradigma estético. Es desde el inicio el mundo de la inacción contemplativa: el cuerpo alado del ángel sin palabra que mira el cuadro en el principio (como el espíritu de dios que aleteaba sobre las aguas) y no hace nada. Es casi forzoso escribir “espíritu”, “dios”, “principio”, al referirse a Almas Ardientes. La obra de Loza es una obra del alma o sobre el alma. El cuerpo es uno de sus temas, pero no su encarnación.
Este ambiente es también el menos “teatral”, en términos tradicionales de acción, y a mi juicio el más logrado. Sostiene pequeños y diseminados monólogos minimalistas sobre algunos tópicos del interior de una clase alta levemente inquieta o temblorosamente perturbada por lo que no entiende del mundo que circunda al 19 de diciembre. Trabaja en una simultaneidad de planos, de alguna manera decorativos, que exhibe un conjunto no consciente de sí. Sus objetos son desayunos, electrodomésticos, masajistas, ausencias, esperas; su tenue movimiento es el de la elevación hacia lo primitivo e interior: el parto como dolorosa/sublime experiencia de lo precultural, opuesto  a la simbólica exhaltación y el sacrificio religioso.

El segundo ambiente: taller de situaciones
En el segundo ambiente prima la mímesis: representa un espacio y un tiempo circunstanciales; las reuniones del taller literario en esa especie de bella terracita-sum que se extiende sobre el siempre desafiante proscenio semicircular de la sala Casacuberta. La actuación en este ambiente cambia porque la dirección de la palabra cambia y se constituye en diálogo: es un aquí y ahora de tensos encuentros, palabras, cruces y escuchas. Las actrices despliegan en este semicírculo sus dotes histriónicas, y la pintura de sus angustias burguesas se exhibe con trazos más costumbristas, tal vez como metáfora de lo que no funciona: el interior de la actividad, de la acción, del mundo que las circunda; ese país del estallido que nunca se ve. Es aquí, en este ambiente situacional, donde la obra condesciende a la acción. No abandona del todo la enunciación poética, porque se trata, en todo caso, de la parodia de una sesión literaria, pero necesariamente tamizada por la presencia del otro.
Este segundo ambiente, más tradicional, es también menos enérgico, puesto que se espera del desarrollo de una situación recurrente –el taller vuelve una y otra vez- un despegue o un hundimiento hasta niveles de quiebre y transformación. En contextos más serenos, esos niveles pueden no darse, pero en el de la caída de 2001 tal vez sea inevitable que el espectador lo demande. El quiebre y la transformación, más allá de los mordiscos desopilantes del final de cuadro, no se dan en este cuadro; se dan en el otro, en la “cola” lírica del espectáculo, un bonus track coral que parece provenir de otro paradigma. 

La prometida elevación
Almas Ardientes promete, desde su enunciación (almas, infierno, ardor), desde su autor (también autor de La mujer puerca; Todo verde, Nada del amor me produce envidia) y desde su director (autor y director de la extraordinaria Muñequita o juremos con gloria morir, de Los sensuales, de Los mansos) el cumplimiento de la promesa extática del cuadro inicial: ese ángel masculino y silencioso que fecunda el ardor metafísico de las mujeres.  
Esa suerte de manifiesto final coral, musical, enunciativo, es un apéndice de Almas Ardientes, algo añadido que, no obstante, parece ser su gesto más profundo. Añade un tercer lugar, muy llamativo. La obra en su conjunto es el conglomerado de esos tres ambientes. Los ejecuta en forma diversa –música en vivo y también música grabada, voces monológicas y dialógicas, coros y situaciones- y sus intérpretes se lucen por momentos en la diversidad, en forma dispar.  

Formación y poéticas
Las décadas de dramaturgia del actor, de escuelas de no-actuación, de post-dramatismo y “no representación”, e incluso el paradigma anterior de la actuación del “método”, con su realismo psicólogico a cuestas, puso en suspenso –en un largo suspenso- la antigua técnica de actuación declamativa, aquella que permitía trabajar la palabra escénica desde su particular función poética, desde su ser-objeto estético, artístico. Textos como los de Loza por momentos resignifcan la pérdida de aquellos actores de generaciones pasadas. Es interesante que Buenos Aires, tan prolífica talento actoral, tenga un renovado desafío frente a esta irrupción (o retorno) de la literatura en el escenario.