lunes, 28 de septiembre de 2009

Sobre ESCORIA, de José María Muscari

El sábado 19/9 fui a ver ESCORIA, de José María Muscari, al Teatro del Pueblo (Roque Sáenz Peña 943) Funciones sábados a las 21 y 23 hs.

La verdad sobre el caso del Señor Valdemar
El cuento The Facts in the Case of M. Valdemar, de Edgar Allan Poe, fue publicado en 1945 en la revista American Whig Review. Su título no es ingenuo: el propio Poe jugó con la ambigüedad entre lo real y lo periodístico de esos “Facts in the Case”, hasta admitir públicamente, tiempo después, que se trataba de un trabajo puramente ficcional. El argumento: un enfermo terminal es hipnotizado en el momento final de su agonía y mantenido durante muchos meses en estado “mesmérico[1]” exactamente en el umbral de la muerte –sin respiración ni pulso perceptibles, y con la piel pálida y fría–. Finalmente, al intentar despertarlo, el cuerpo de Valdemar degenera instantáneamente en “una masa casi líquida de odiosa y repugnante descomposición”. El cuento es horroroso hasta el límite del gore, pero contiene esas resonantes palabras cuya dimensión suspende el desagrado y nos invita a la contemplación artística: el hipnotizador hace hablar al moribundo en trance, quien primero le dice “estoy muriendo” y luego, con voz gelatinosa, pronuncia el imposible: “estoy muerto”.

En la reseña anterior expuse la serie –cuatro obras teatrales de la cartelera actual porteña que se inician con la muerte–: la de una anciana en Hasta que la muerte nos separe, de Rémi Des Vos, la de un niño de ocho años en El último fuego, de Dea Loher, la de un bebé muerto en una balacera entre policías y narcos de una villa, en Rosa Mística, y finalmente, una “metafórica muerte en vida” en Escoria, de José María Muscari.

La vida real no hace metáforas; sólo el lenguaje las produce. En el teatro, no obstante, los límites entre un lenguaje y una vida, real, en escena, tienden a diluirse. “Todos estuvimos muertos”, dice un actor de Escoria en algún momento. Y el espectador, capturado por lo que el propio Muscari llama “cuerpos que portan sus propias escenografías y reliquias del recuerdo” –el espectador como el lector al mesmérico Valdemar, como el soñador a los fantasmas que se yerguen en los sueños–, el espectador le cree.

Estrella, tú que miraste
Ellos son (¿ellos fueron?) por orden alfabético: Noemí Alan, la tana de la Peluquería de Don Mateo; Liliana Bernard, la monjita protectora de Papá Corazón o la Felipa de Andrea Celeste; Héctor Fernández Rubio, el portero Efraín –blancas palomitas– de Señorita Maestra; Osvaldo Guidi, quien después de ganar el Martín Fierro por su personaje en Antonella no volvió a ser convocado en años; Julieta Magaña y la Batalla del Movimiento; Paola Papini, primera y célebre cola-less de los ochenta; Marikena Riera, de la banda del Golden Rocket; Willy Ruano, quien inventara el idioma de los chetos en el sketch con Pablo Codevila y Silvia Pérez; Gogó Rojo, vedette del Maipo Superstar; y Cristina Tejedor, la mala de las novelas, desde Rosa de Lejos hasta Amor Gitano.

Síntesis argumental
Teatro del Pueblo, pequeña sala en subsuelo del sótano. Guirnaldas de papel, gaseosas de segunda marca y vasos de plástico. Chizitos, palitos, luces de color. Las chicas nos convidan papafritas. Guidi canta Un poco loco, de Sergio Denis, mientras transcurre la espera. Las estrellas olvidadas, algunas ya presentes, otras a punto de llegar, se reúnen a festejar el cumpleaños del productor Escoria. Este es el lado B de la fama.

La mejor tradición biodrama
Escoria está a la altura de lo mejor que hemos visto de Muscari, léase Fetiche –el biodrama sobre la fisicoculturista Cristina Musumeci que inspiró la primera reseña de este blog (para leerla, click aquí: Fetiche)–. En aquella obra, seis actrices encarnaban a un solo personaje real que, tremenda masa muscular de por medio, era “mucha mina”. Aquí, diez personajes reales son sus propias reliquias, aquello que ha quedado de aquel gran personaje que les construyó la fama. Escoria invierte y redobla la apuesta sobre el difuso límite entre ficción y realidad, entre teatro y vida: la vida de los actores, que viven porque actúan o, como decía aquella legendaria canción ochentosa, actuaban para vivir. Hubo allí, en otro tiempo que es otro lugar, una vida de la fama, la experiencia desproporcionada de medir 66 puntos de rating -¿qué significa que todos los hogares de todo un país vean tu sketch y todas las familias te conozcan?–. Hubo allí un tremendo reconocimiento que se separó de la biografía personal y que, en cierto momento (para algunos dramático, para muchos imperceptible), ocultó y relegó a la persona a la sombra, a aquel lugar donde los espectadores nos sentimos con derecho de preguntar ¿Qué es de la vida de…?

Como si alguna vez hubiéramos sabido, y nos hubiese importado, qué era de la vida de. Qué era su vida.

Pero lo sabíamos.
De la máscara, del fetiche, de la persona[2], nosotros –televidentes, fans, espectadores–, nosotros éramos su vida.

Minutos Muscari
Es posible que tenga razón quien me dijo aquello de “en todas las obras de Muscari, te gusten o no, hay veinte minutos extraordinarios”. Si no dijo eso, inventé el recuerdo -¿y quién no lo hace? Obras fallidas, obras rotas, redondas, de una idea, obras que no son obras y obras que sólo lo son. Escoria es la ternura y la emoción de mi mujer, Carolina, al reencontrar en sus recuerdos aquella niña de la edad de nuestra Luna que bailaba La batalla del movimiento, es darse a sí misma un beso en la mejilla de Julieta Magaña. Es el Nachito de rulos ochentoso que chocaba las manos imitando el “hey, manso” del cheto Willy Ruano. Es el relato de Noemí Alan sobre su foto con la gorra militar, la estatuilla maldita del Martín Fierro de Guidi, las tetas atemporales de Gogó, el inoxidable Efraín.

Las reliquias pueden ser apócrifas –ese fragmento de la cruz no proviene de la cruz de Cristo; lo importante es la fe–. Ellos, que están allí esperando al productor Escoria, no son reales. Son, y la distancia conmueve, reliquias de lo que fuimos nosotros al verlos y armarlos/amarlos. Ellos son nosotros mismos mirando sus programas en el pasado.

¿Quién es el fantasma, entonces? ¿Sus máscaras o las nuestras?

Lo único que sucede es que ellos todavía están allí donde nosotros estuvimos.
¿Quiénes los hemos olvidado?
¿Quiénes somos la “escoria” entonces?

Náufragos del tiempo
Momentos Muscari en abundancia, las viejas, clásicas canciones se resignifican. Que todos los perdidos en la marea del tiempo al unísono canten “construiré una balsa y me iré a naufragar” es triste, pero cierto.

Y Willy traduciendo la canción de Julieta, que es el lado B de la batalla del movimiento:

Yesterday, /Ayer
All my troubles seemed so far away / todos mis problemas parecían estar tan lejos
Now it looks as though they're here to stay/ ahora parece que estuvieran aquí para siempre
Oh, I believe in yesterday/ oh, creo en el ayer
Suddenly / de pronto
I'm not half to man I used to be / no soy ni la mitad del hombre que fui
There's a shadow hanging over me / una sombra se cierne sobre mí
Oh, yesterday came suddenly / oh, de pronto llegó el ayer


NOTA
Este blog apoya la solicitud que nos fuera entregada durante la función: “El señor actor Willy Ruano solicita su apoyo y colaboración para cobrar por las repeticiones de acuerdo al tarifario establecido por la Asociación Argentina de Actores de la película “El profesor tirabombas” que pasan por la señal de cable volver”.

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[1] El cuento habla de “mesmerismo”, una pseudociencia precursora la hipnosis
[2] Del latín per sona- máscara que usaban los actores teatrales, indicando su personaje

miércoles, 23 de septiembre de 2009

Sobre HASTA QUE LA MUERTE NOS SEPARE, de Rémi Des Vos

El viernes fui a ver HASTA QUE LA MUERTE NOS SEPARE, de Rémi De Vos, al Camarín de las Musas, Mario Bravo 960

La muerte como principio
Ashes to ashes, dust to dust reza el pastor en la película americana, los deudos de negro sobre el prado verde intenso sembrado de lápidas bajo la llovizna plateada. “Cenizas a las cenizas, polvo al polvo” es literalmente la traducción de esa fórmula. Del polvo venimos, al polvo volveremos. No somos nada, ante la muerte igualadora. Esta reseña de Hasta que la muerte nos separe, junto con la anterior, sobre El último fuego, la de Rosa Mística y la reseña de próxima aparición sobre Escoria, de José María Muscari, hablan de obras que se inician con la muerte: con la muerte de un bebé en Rosa Mística, de un niño en El último fuego, con la de una anciana en Hasta que la muerte nos separe y con una metafórica muerte en vida, sobre la que nos extenderemos más adelante, en Escoria. En todas, la muerte precede la acción.

La igualadora
Mencionábamos ya en Sobre El último fuego esta particular inversión de la causalidad, que coloca, dándola vuelta, la relación causa-efecto en primer plano: el mundo proviene de una consumación destructora antes que creadora (el primer término de la serie es la destrucción y luego llega la regeneración, lo que sugiere el retorno cíclico, infinito).

Las obras en cuestión proponen la muerte como antecedente de aquello que desarrollan; lo que sigue a la muerte es sorprendente y hasta azaroso (en apariencia), o riguroso e inevitable como el destino. En El último fuego la consumación, ya desde el título, sugiere un “último” pasaje, el mismo del que proviene; Rosa Mística ofrece la exaltación ritual del sacrificio. El desarrollo y destino de Hasta que la muerte nos separe, del francés Rémi De Vos es, en todo caso, el más inesperado y sorprendente en su paradoja: la confirmación de una promesa que nunca se hizo y que, sin embargo, lo determina todo.

Una síntesis argumental
Tras el funeral de su abuela, un hombre regresa a la casa de su madre, de quien se ha distanciado largos años. En esa casa reencontrará un amor de juventud, y será atrapado por una rígida y al mismo tiempo desopilante cadena de compromisos, que tal vez perduren… hasta que la muerte los separe.

Cenizas
Las cenizas son símbolo de lo precario de la condición humana y de la fugacidad de la vida –ashes to ashes–; son símbolo y también parte de un ritual, si efectivamente los restos son cremados y entregados a los deudos en una urna. Frente al compromiso que implica un ritual (hijos, he aquí las cenizas de vuestro padre), se tensa la cuerda del arco entre dos extremos. En el extremo del desapego (siempre aparente), se encuentra aquel inolvidable capítulo de la también inolvidable serie Six Feet Under en el cual el hijo artista, bipolar, la hija Brenda, famosa porque su padre publicó sin pseudónimo ni cuidado fragmentos de su infancia en un muy popular libro de divulgación psicológica, y su madre, psicóloga también, están reunidos en el piso del matrimonio, las cenizas del padre en el regazo. La angustia tensa el aire y deforma las sonrisas “superadas” de los familiares del muerto, que discuten adónde le hubiera gustado a papá que sus cenizas descansaran. Las versiones difieren tanto y a tal punto que la imagen unívoca del padre estalla en fragmentos y contrastes. La madre de pronto se levanta y arroja las cenizas por el balcón a la calle. Fin del problema.

En el otro extremo del arco, hecho de palabras que sujetan desde y hasta el compromiso de la muerte, la obra de Rémis Des Vos.

Actos de palabra
La obra no es grave, sino todo lo contrario. Es una obra feliz. Feliz en dos o tres aspectos, que se iluminan mutuamente. El primero, sus actores –de gran despliegue de recursos, y de una precisión asombrosa. El segundo, la trama –el equívoco y sin embargo estricto encadenamiento anecdótico del relato–, que asciende de lo lúgubre a lo luminoso, a lo liviano y, finalmente, a lo inexplicable. El tercero, la forma, cuyas reglas articulan la acción y fuerzan (¿abren?) el tema (la muerte, el amor, el tiempo), vaciándolos de sentido y de sustento, como si se tratara de una tesis sobre “el absurdo” a la que se llega –no de la que se parte–. Es la felicidad de un acto de habla extremo: la mentira piadosa, echada a correr. Es, también, la “felicidad” en el sentido técnico del término: bajo determinadas circunstancias, y en presencia de determinados participantes, las palabras hacen algo, determinan o conforman una realidad –las palabras prometen, comprometen, confirman o modifican–. Hasta que la muerte los separe

La captura del hijo varón
Unas palabras finales sobre el núcleo tradicional del relato que se pone en juego: el de la captura del varón. Lugar común (lugar de horror) del patriarcado, alrededor del hijo/candidato el poder despreciado–el femenino poder del débil, hecho de palabras ambiguas y silencios, poder de lo equívoco, de lo erótico–, teje su red y su trampa. En este tópico el varón, víctima de madres devoradoras y novias inocentes, es vaciado de razón, dulcificado y convertido en un cordero que se entrega a sí mismo mansamente… Tal es el horror que el orden jerárquico de género (el orden patriarcal, el del dominio masculino) experimenta ante esta sombra, que no puede más que narrárselo a sí mismo, una y otra vez…

Mirta, Javier y Céline
A veces uno no mira a Mirta Busnelli actuar. La contempla. Aquí las dotes actorales de lo tres se suman: la densidad de la madre, el desborde de energía del hijo y la etérea sorpresa de una Céline Bodis comediante–. El trío funciona a la perfección

miércoles, 16 de septiembre de 2009

Sobre EL ÚLTIMO FUEGO, de Dea Loher

El sábado fui a ver EL ÚLTIMO FUEGO, de Dea Loher –dir Ana Alvarado–, al Espacio Callejón (Humahuaca 3759) Sábados 23 hs.

La consumación por el fuego
En las antiguas y remotas mitologías de los germanos y también de los pueblos del Indostán, el mundo provenía y a la vez se dirigía hacia una consumación destructora. De la destrucción a la regeneración. De la consumación por el fuego, en cuyo poder abrasador el universo se consumía, a la desértica planicie purificada sobre la cual volvían a aletear las formas de los dioses.

El pensamiento mitológico, como todo pensamiento mágico, exacerba la causalidad: si todo tiene un destino, entonces todo tiene una causa. Lo que existe, existe en un “todo” no azaroso; la totalidad prescinde de lo arbitrario. En estas cosmogonías, el “último fuego” es el de la consumación, lo que implica que todo va hacia algo, y por lo tanto proviene de algo. No se trata de un deambular azaroso. Un niño muerto en un accidente, que se vincula con la investigación de un atentado terrorista, que se vincula con la llegada de un “forastero” que no es culpable, pero que se extirpa la yema de los dedos y que arderá (el espectador me perdone este anticipo de la trama) en el fuego, eterno o cíclico, y cuyas mutilaciones se yuxtaponen sin causa aparente a los de una mujer amputada, frente a cuya casa una vieja con Alzheimer vagabundea y es cuidada por la esposa de un futuro desaparecido (desaparecido en el bosque, como Hansel y como Gretel)… La concatenación de hechos y personajes continúa. Su enumeración (incompleta) tiene lógica, visible o no: la lógica mágica de un autor absoluto por quien la obra de Dea Loher, sin nombrarlo –o quizás nombrándolo una vez, en el vestigio de una lágrima– se pregunta todo el tiempo…

Dios, que reclama al primogénito.

Los hijos muertos, Virgen de los Pecadores
La muerte de los hijos es siempre un absurdo. El niño, símbolo por excelencia de lo inocente y lo indefenso, es el bien más preciado de todo grupo humano, de quien recibe protección, alimento y formación; en sus niños la humanidad se juega la conservación de la vida y la reproducción de la especie. Por eso, lo irracional de la muerte programática de los niños sólo puede encontrar sentido en el pensamiento mágico: el mito, la religión.

Contemplar en un museo salteño las momias del Llullaillaco –niños sacrificados por los incas, cuyos cuerpos fueron hallados intactos en santuarios de alta montaña– sólo nos puede llenar de horror, y de una sensación de incomprensión cultural, si olvidamos nuestros propios mitos filicidas y nuestros terribles mandatos religiosos: la hija Ifigenia, sacrificada en ritual propiciatorio para las aventuras y las guerras; el Dios de los Hebreos reclamándole a Abraham la vida de su hijo Isaac, la matanza bíblica perpetrada por Dios sobre los primogénitos de Egipto y, finalmente, el propio Jesucristo –el gran Hijo sacrificado–, gritando desde ese terrible cadalso que su Iglesia luego adorará: “¿Padre, Padre, por qué me has abandonado?”

En la el reportaje publicado hoy en Página 12 (entrevista a cargo de Cecilia Hopkins), la directora Ana Alvarado sostiene: “Estos personajes nos interpelan y nos cuentan que sus vidas no son nada. Son el resultado del descuido social, al igual que nuestros chicos adictos y asesinos, producto del mismo abandono” (para leer la entrevista, click aquí)

No puedo dejar de ir a ver esta obra. El último fuego vuelve a hablar de lo que hablamos, del ritual secreto de nuestras sociedades: de MATAR A LOS HIJOS, sacrificarlos. (Para leer el artículo sobre Matar a los hijos[i] en este blog, click aquí).

Y cuando hablo matar en un rito “nuestro”, hablo del país y de sus secretos a voces, de lo que a fuerza de no mirar pretendemos que no está allí. Si una autora alemana escribe esta desolación –inspirada quizás, sólo quizás, por el margen abandonado de su central prosperidad, y por la histórica responsabilidad (¿culpa?) a que esto los somete–, tal vez la Argentina del Bicentenario esté más que obligada a reflexionar sobre sí misma y sobre sus hijos muertos: nuestra historia tiene signos mucho más claros (tal vez) de esa desprotección y esa violencia… –la gran imagen de “los chicos de la guerra”, sacrificados por la Junta en Malvinas –muchos de ellos, torturados previamente por sus superiores (en cierto sentido, sus padres protectores)–, mientras los otros niños más pequeños, les escribíamos cartas y les enviábamos chocolates; o pocos años antes, las mismas autoridades ordenando la desaparición forzada de estudiantes y organizado el plan sistemático de apropiación de menores. O bien: sin viajar en la historia veinte o cuarenta años (o cien, hasta el icónico sacrificio de “Dominguito” Sarmiento en la Guerra del Paraguay), sino sólo hasta el fin de siglo, o el fin de semana:
la imagen más desgarradora de la crisis política y económica de 2001: los niños desnutridos de Tucumán;
la actual: los niños que se prostituyen (hoy) en el Mercado Central.

Síntesis Argumental
En la desolación de una calle rota de los suburbios, un niño muere atropellado en una persecusión policial. El niño jugaba a la pelota. ¿Alemania? ¿Brasil? ¿Argentina? El niño muere en la calle. Entre policías, delincuentes, policías delincuentes, adictos en rehabilitación. Terroristas. Forasteros. En la calle. En nuestra nueva, última frontera.

and A Rose For Emily
Con una inolvidable voz plural, Willam Faulkner escribe y publica en 1930 su relato Una rosa para Emiliy, en el que se narra elípticamente el misterio que rodea (más como condición atmosférica que como el acecho de una presa) un crimen a lo largo del tiempo.

La voz es plural. Es un “nosotros” que parece ser testigo de las pistas y las suposiciones –y al final de las décadas, de las revelaciones–. El tiempo (tema central del relato) excede la posible vida personal de cualquier integrante del “nosotros” que, no obstante, no pierde su condición de persona. Es lo que nosotros (un pueblo, un país, una historia) podemos narrar.

O lo que no podemos narrar.

Hallazgo de la escritora Dea Loher en El último fuego, y finamente interpretado y puesto por la directora Ana Alvarado, los acontecimientos de la obra son narrados por un nosotros personal que se extiende más allá de las personas y del tiempo biográfico que estas pueden abarcar.

Lo que subsiste no es tan solo el relato; es, sobre todas las cosas, sus interrogantes.

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[i] Reseña de Rosa Mística, actualmente en cartel: jueves 21 hs, Ciudad Cultural Konex

martes, 8 de septiembre de 2009

Sobre ROSA MÍSTICA, de Ignacio Apolo

El miércoles pasado reestrenamos ROSA MÍSTICA –con Martina Viglieti (Rosa), Lucas Barca (Lauchi), Mario Jursza (Padre de Rosa), Gaby Ferrero (Madr de Rosa), Alejandro Dufau (Cura) en "El Desguace, Teatro y Almacén Cultural, Mexico 3694 esquina Colombres. Funciones todos los miércoles de Agosto 21 hs

Matar a los hijos (premoniciones)
El vaticinio fue de Pablo Bronzini, director musical y compositor de la música original de Rosa Mística. Lo pronunció aquel 15 de marzo de 2009 en La esquina de Troilo, el bar de Paraguay y Paraná, en uno de los “boxes” contra la pared que mira hacia la calle Uruguay. Lo hizo tras escuchar una breve síntesis argumental de la obra, cuyo texto yo le estaba entregando en mano –lo acababa de convocar para la dirección musical de mi puesta–. Dijo: “Ignacio, esto es terrible; van a decir que nos copiamos del último caso policial del momento”. Le respondí: “Pablo, el primer borrador de esta obra lo escribí hace tres años…”.
“No importa”, sostuvo, “ya vas a ver”.

Y ahora veo.

Y ahora lo digo yo: Rosa Mística bien podría estar inspirada en las noticias policiales de este fin de semana, posterior a su estreno.

El sábado 5 de septiembre, mientras gran parte de la población adormecida contemplaba, inerme ante la decadencia de sus mitos, otra derrota de la selección de Maradona, una nena de 8 años moría de un balazo en la nuca en su casa precaria del barrio Luis Guillón. Según las declaraciones del propio padre de la criatura asesinada, la balacera se produjo a causa de un altercado entre narcotraficantes menores, dealers del negocio barrial de la droga, del que él mismo forma parte.

La imagen: desde un viejo Peugeot 505 dos narcos abren fuego contra la puerta de la casa donde mira tele una pareja de “transas”, madre y padre de los cuatro hijos que miran también con ellos, o juegan alrededor. La pequeña Bárbara muere al instante.

Matar a los hijos (síntesis argumental)
Esta es la síntesis argumental de Rosa Mística, y puede leerse en la gacetilla de difusión (escrita meses atrás):

Un bebé muere alcanzado por una bala policial durante un confuso operativo antidrogas en una villa del bajo Boulogne. La familia le levanta un altar, y el bebé muerto se convierte en el nuevo “santito” del barrio. Este “angelito” será la obsesión de Rosa, una niña de doce años que, dominada por su pasión católica, intentará desenmascarar al santito falso con la ayuda de Lauchi, uno de los chicos de la villa.

Pero Rosa es la hija de un policía…

Su padre es el oficial asignado para controlar los disturbios desatados tras el fallido operativo policial, tarea que lo hace cómplice de un entramado de intereses políticos y económicos que excede la comprensión de la pequeña.

Rosa Mística es la historia de dos niños condenados por una baraja que ya ha sido repartida: la marginalidad y la delincuencia de nuestros barrios y ciudades, y la presión del mundo adulto que se cierne sobre sus cabezas.

Dos niños condenados.
Y un bebé muerto.

Matar a los hijos (for export)
Escribí el primer borrador de Rosa Mística en el verano de 2006, con la idea de enviárselo al director británico David Gothard, quien me había dicho que quería dirigir alguna obra mía “en el lugar que fuera, en el idioma que fuera”. David estaba en aquel momento montando una obra en Kosovo en la que actuaban, juntos, serbios y musulmanes –ex enemigos de guerra–.

Bajo el influjo de semejante destinatario, sentí que otra comedia dramática sobre las psicologías disfuncionales de nuestras familias de clase media estaría un poco fuera de registro… Y pensé:

¿qué otra cosa –ya no el retrato de la clase media, ya no…– es profundamente argentina, tan profunda que se hace invisible?

La respuesta puede parecer tan obvia como el chico que en este momento arrastra el carro de cartones por mi calle con nombre de heroína de la Independencia (Juana Azurduy fue nombrada general de la Nación hace poco más un mes atrás por la presidenta).

El chico no está solo.
Sus mujeres –madre, hermana, prima–, sus niños y bebés van con él.

Matar a los hijos: el rito secreto de nuestra sociedad
Pero la vida no copia al arte. La vida (y la muerte) lo preceden. El ritual filicida es nuestra identidad secreta, la contraseña de la argentinidad.

Lo que sigue es Matar a los hijos, el texto del programa de mano de Rosa Mística, que dice así:

“Lo familiar ha empujado a lo social fuera de nuestros escenarios.

En las últimas dos décadas, los despojos de la familia burguesa enaltecieron y finalmente saturaron con su rostro disfuncional las pequeñas salas del circuito alternativo y las grandes salas de la calle Corrientes. Una y otra vez nos hemos reunido a reír (y a padecer) de lo deforme, lo cómico y lo monstruoso que habita el interior de nuestras casas, refugiados en el interior de los teatros.

Y mientras tanto, hemos perdido las calles.

Lo público es televisivo. Lo social, mera estadística. Lo político es marketing. La calle, violencia y exclusión.

Rosa Mística es una obra sobre la infancia: un bebé muerto de un balazo, un pibito de la villa, una niña de no más de trece años. Es también una obra sobre nuestras fronteras, aquellas entre lo que consideramos que nos pertenece y lo que está más allá, lo que a fuerza de no mirar dejamos de ver, de sentir y de creer.

Pero basta con abrir (apenas) los ojos a lo que habita más allá de nuestro living, cada día, y cada terrible noche, para que ciertas imágenes se vuelvan imposibles de negar:

Una nena de la edad de Rosa, en nuestro mundo, ya conoce la violencia, el crimen, el sacrificio.

El rito cruel y consentido de nuestra sociedad es el sacrificio oculto de sus pequeños.

El deseo que rige esta puesta es ofrecer un ritual teatral que, si bien no puede salvarlos, al menos los haga fugazmente visibles.”

Bajo la luz de la Luna
La luna se oculta y aprovecha para desvanecerse en la claridad del día. Es martes a la mañana, un martes más. Son las ocho de la mañana y nuestros niños duermen. Algunos se despiertan. Algunos ya están en la escuela. Algunos ya están en su trabajo, claro. Algunos en la calle. La dulce, pequeña Luna, remolonea en la cama grande con su madre. Sus bronquios quedaron sensibles tras la influenza y la internación, y la cuidamos un poco más.
¿Un poco “de más”?
Sonrisa…
Sonrisas de padre.
¿Qué es “de más”?
¿Qué es…?
¿Qué…?

viernes, 4 de septiembre de 2009

Sobre ALA DE CRIADOS, de Mauricio Kartun

El viernes fui a ver ALA DE CRIADOS, de Mauricio Kartun, al Teatro del Pueblo (Roque Sáenz Peña 943). Funciones viernes 21 hs, sábados 22 hs y domingos 20 hs.


¿Cómo sonaba el Latín de Marco Aurelio?
Cierta área de la historia de las lenguas se organiza sobre una distinción metafórica: lenguas vivas, lenguas muertas. La idea de “vida” de las lenguas provendría a la vez de un rasgo propio –su constante mutación, su movimiento, su fijación artificial, el hecho de que en algún momento caemos en la cuenta de que ya nadie habla ese idioma– y de un rasgo contiguo, de contagio: el hecho insoslayable de que son personas (vivas) las que ejercen el habla y la escritura. La “vida” de una lengua proviene y es, en definitiva, la vida misma de las personas que la hablan.

¿Qué sucede cuando las personas que la hablaban ya no están? Hasta un período muy reciente de la historia de la humanidad, los recursos de registro del habla eran precarios, puesto que estaban también regidos por las leyes de la mutación; incluso (o sobre todo) la escritura alfabética, a pesar de la apariencia de reproducción fonética, no es capaz de fijar los sonidos reales a lo largo de las décadas y centurias. ¿Quién podría afirmar a ciencia cierta cómo pronunciaba el General José de San Martín la palabra “lluvia”? (Yo mismo no tengo idea de si trataba a doña Remedios de Escalada en la intimidad de tú, de vos o de usted, aunque tengo ciertas sospechas de que un militar formado en el ejército español de las guerras napoleónicas tendría cierta tendencia a pronunciar la “z” a lo castizo).

El otro recurso para el registro del habla era la tradición literaria (sobre todo la poética y la teatral, por sus características orales). Hablo de la tradición (de la reiteración de un ritual, de la transmisión de generación en generación) como de esa potencia conservadora que podría “fijar” ciertas formas; no obstante, éstas formas ya estarían sujetas desde el principio a los géneros de representación que las modelaron. La “gauchesca”, por ejemplo, ese modo letrado de reproducir o representar el habla del hombre de campo del siglo diecinueve, es poesía culta: en ella, como se sabe, el gaucho está condenado de nacimiento a hablar en verso. Un género mucho más cercano en el tiempo, que ya coexiste en su epígono con la “era de la reproducción técnica” de la oralidad, el sainete criollo, reproducía el habla de la babel inmigratoria del Buenos Aires del 900; sin embargo, como hemos visto en este blog (sobre los actores y el sainete/grotesco criollos, click aquí), aquello que era imitativo del habla circundante (y a la vez “estilizado” por el género, con sus exageraciones y tipificaciones escénicas) con el correr del siglo pasado fue siendo cada vez más nostálgico hasta pasar al siglo actual como lengua muerta: ya no existen ni el tipo urbano referido ni su cocoliche, y pocos quedan aún que lo hayan visto y lo recuerden. De allí las dificultades de los actores actuales de representar las obras de ese corpus sin las fuentes vivas de indagación creativa de sus personajes.

Universo Kartun, galaxia 19
Si entre los múltiples rasgos destacados de las obras del dramaturgo y maestro de dramaturgos Mauricio Kartun hay uno que sobresale por su singularidad en nuestro medio, es su capacidad de producir/reproducir con extrema verosimilitud el habla de personajes de otras épocas. En su obra anterior, El niño argentino, desde el doble rol de autor y director Mauricio acometía –secundado por Mike Amigorena, Osqui Guzmán y María Inés Sancerni– un osado lance: escribir y representar, en pleno siglo XXI, una obra en verso “argentino” que tuviera el acento natural de los registros (tradicionales) del habla y literatura de la oligarquía vernácula y su servidumbre (y para que el asombro fuera completo, en la obra asomaba el hocico una vaca…). Su última obra, Ala de criados, pertenece al mismo “universo” (la gran región lingüística de la Argentina del 900), pero sus coordenadas de tiempo y espacio se definen aquí con total precisión:

Mar del Plata, Semana Trágica.

Es decir, el exclusivo lugar de veraneo de la clase alta de principios del siglo veinte. Es decir, los diez días de huelgas y revuelta social en Buenos Aires –esta locación/dislocación no es un detalle menor en Ala de criados, cuya acción transcurre en el distante balneario–, los días que van desde el 7 al 17 de enero de 1919, durante los que se sucedieron combates entre obreros y grupos paramilitares hasta la final intervención del ejército.

Fiel a los lineamientos esenciales de su poética, Kartun condensa el tiempo y el espacio evocados en imagen singular: Mar del Plata albergaba por entonces al “Pigeon Club”, un club de tiro a la paloma en el que los ricos y ociosos veraneantes se entretenían disparándole a palomas arrojadas al aire por un lanzador…

Una síntesis argumental
Mar del Plata, verano del 19. Debido a la formación de la “Liga Patriótica”, la organización paramilitar que se alistó contra los huelguistas, el “Pigeon Club” está vacío de municiones y de armas (y de tiradores, por supuesto), y las miles de palomas destinadas a la muerte recreativa agonizan en el calor sofocante de sus jaulas. En la desolación distante del ojo de la tormenta Pancho, un cuentapropista que provisoriamente se aloja en el “Ala de criados”, trabará relación con Tatana y sus primos, pitucos y pusilánimes ,refugiados a prudente distancia de la revuelta civil.

Estamos hechos de la misma materia que las lenguas
Ala de criados es, entre muchas cosas, una reflexión política sobre el relato, la poesía y la metáfora. Tatana, escritora y narradora “marco” del relato de la obra –enunciada a modo de diario personal y literario– enarbola su ideología anti-metáfora, anti-poética, como ingenua bandera que los eventos (o más precisamente, el relato que organizará los eventos que se sucedan en esta periferia paródica de la semana trágica) se encargarán de derribar.

La cronología no es ingenua; todo en Ala de criados es huella ideológica, signo pensado y construido. 1919 es no sólo un hito de la revuelta social, de la incipiente formación del proletariado[1] en las urbes cosmopolitas repletas de inmigrantes, mal digeridas por la tradición y el nacionalismo del modelo agroexportador que hasta entonces sólo tuvo peones de campo y patrones de estancia; es también la fecha-marco del nacimiento de la “clase media” argentina, que insuflará su propia identidad a las largas generaciones del siglo que comenzaba. No es casual, como nada en la obra, que el protagonista no sea un criado, aunque duerma en las habitaciones[2] de la servidumbre, sino un “cuentapropista”, un pequeño comerciante de La Plata, la ciudad sin historia.

Lo nuevo, lo incipiente, lo amorfo, en combate con lo viejo, lo tradicional, lo fijo. Como en la evolución de las lenguas, lo nuevo, lo amorfo, lo incipiente, no tiene nombre, su nombre se forma en el combate. El Tata, el gran patrón oligarca de la obra (mundo entero que él abarca, cierra y quizás aplasta con el velo de su ausencia), tiene palabras para todo. Suele repetirse, casi como leiv motif, que tal o cual frase (es decir, tal o cual pensamiento, es decir, tal o cual realidad organizada por el discurso) es “muy de Tata”, es lo que dice Tata –es decir, es la verdad-. Su lenguaje equivale, hasta el momento, el lenguaje del poder.

El recorrido, el drama, de Ala de criados es lingüístico. De la antimetáfora a la poesía -en el ala femenina de la obra-. Del debido respeto al grito inútil (¿inútil?) de la clase social naciente, desplazada y ahogada –en el ala masculina–.

Estar en cuerpo
Ala de criados
se enmarca en un relato del género diario íntimo y, por lo tanto, gusta de la detención, de la reflexión introspectiva, del asombro personal. La obra misma es un relato diferido, y su locación es evocada. Llama la atención, entre sus hallazgos lingüísticos –el aire de reconstrucción del habla de época es insuperable–, la capacidad de metáfora que esas figuras del lenguaje alguna vez vitales –alguna vez fósiles y luego olvidadas–, cobran aquí y ahora, en su reconstrucción teatral. Dice el cuentapropista al aparecer en short de baño y sin camiseta delante de la dama, tras las rocas del acantilado: “disculpe, estoy en cuerpo”.

Palomas rojas y caballos muertos
Los relatos se cuelan una y otra vez en la dilación del avance de la trama. En este sentido, la obra es insistente, aunque no enfática. Rodea, abundante de relatos paralelos, el núcleo político del relato principal, aquel que no se puede decir. No está en los intereses de clase matar caballos ni toninas, pero esas desalmadas masacres devienen símbolos desplazados de la masacre humana que ocurre en la capital. El eco de las matanzas de la Liga se alcanza a oír, y también, el doloroso resabio de la utopía ácrata cuyo destino, vista a un siglo de distancia, no difiere mucho del destino que le auguran sus imágenes: feroces palomas pintadas de rojo que no se reconocen entre sí…

Apostillas del decir

Kartun network 1
Subimos con Carolina las escaleras de salida del Teatro del Pueblo. Nos sigue una pareja de viejitos, parte del público. Él, a pesar del esfuerzo físico, enuncia su dictamen con voz sonora: “¡cuántas cosas tiene para decir este señor!”.

Kartun network 2
Para emoción de nuestros oídos, un trío de señoras (mayores) se había adelantado por la vereda. Persiguiendo un taxi, Caro y yo las sobrepasamos justo cuando la del medio enfatiza: “mucha, mucha, mucha explicación”.

Grupo Kartun (o el Apolo engrupido)
Casi genuflexo, en el pasillo de entrada de la sala D del Kónex (ensayo general de Rosa Mística[3]), saludo al maestro y le digo: “¡Qué maravilla la reconstrucción del lenguaje, Mauricio, ¿cómo hiciste? Sos un capo”.
El gran Kartun sonríe, sabiendo –junándola–, y me tranquiliza mintiéndome: “no creas”, me dice, “hay mucho inventado”.
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[1] La obra comprende (y expone) que la formación de estas clases sociales, como la formación de un drama, es producto de un conflicto.
[2] Cito el programa de mano. Ala de criados: dependencias de servicio de las viejas mansiones. Habituales también en hoteles y clubes.
[3] Rosa Mística, próxima reseña de este blog, se estrenó ayer y hará funciones todos los jueves a las 21. Más info, click aquí