miércoles, 22 de abril de 2009

Sobre ALBINA, de Mónica Salerno


El viernes fui a ver ALBINA, de Mónica Salerno, al Teatro del Pueblo, Roque Sáenz Peña 943. Últimas funciones: viernes 21 hs


La blancura de la ballena
Herman Melville, el imponente precursor de Kafka, dedica el capítulo XLII de su Moby Dick o la ballena blanca a desplegar las ambivalentes —sublimes y a la vez terroríficas— asociaciones que el color blanco le provocan a su narrador.

“Era, sobre todo, la blancura de la ballena lo que me aterraba”, dice Ismael. “A pesar de todas estas acumuladas evocaciones de todo lo que es dulce, venerable y sublime, siempre se esconde algo elusivo en la íntima idea de este color, algo que infunde más pánico al alma que el rojo que nos aterroriza en la sangre”.

Moby Dick es la gran novela mística, la enorme alegoría que a fuerza de infinitos reflejos y matices se bifurca, se tornasola y deviene, contradiciendo la inmensidad del mar que no alcanza a contenerla, símbolo indescifrable de lo íntimo y profundo. Y en el interior más oscuro de su vientre, la espectral blancura se hace oxímoron, pariendo “una benignidad abominable, aún más repugnante que temible”.

De este portentoso enigma, del atávico terror reverente que provoca, abreva también la imagen central —título y protagonista— de Albina, de Mónica Salerno.

Soberano atributo de lo terrible
Lo que permite que una infinita novela se despliegue a partir de un solo símbolo es justamente su capacidad de trastocar la tensión que lo cierra, de quebrar el cerrojo, de permitir que continúe emitiendo aquello que, sin los centenares de páginas que la pueblan –y quizás a pesar de ellos–, no puede decirse. Es el atributo de lo terrible en lo hermoso, de lo repugnante en lo puro, o en palabras de Melville, no tanto “la consternación en el otro mundo cuanto la vacilación mortal en éste”.

La vacilación mortal en este mundo.

La Albina de Salerno es uno de los dos personajes presentes en la escena de la obra homónima. Es la blanca, pura, preservada virgen intramuros, cuya fealdad no existe o es invisible a los ojos: todo lo que Albina evoca, muestra o despliega está cubierto por (o construido desde) un manto de inocencia y pureza que repele lo terrible hacia el exterior de sí misma. Lo ominoso está fuera de ella: Albina no contiene en sí la paradoja del mal, del horror o la irracionalidad, sino que la expulsa. Es, como veremos, una representación de la lucha social, territorial, la exhibición de un muro que divide y une, indestructiblemente, a circuito cerrado, la piedad y el sacrificio, la violencia y la víctima. Dicho en términos periodísticos: la cruel exhibición de la teoría de la seguridad como control de un conflicto social. A puro fuego, evocador de balas suburbanas, y sin vacilación.

Síntesis argumental
El perro Galotti, amado de la hermana Albina, asesina los conejos de Capalbo, acreedor de la familia –y “violento recuperado”–. El padre de las hermanas ha sufrido un accidente que lo postra; nada puede impedir que la deuda de la familia crezca y reclame, indefectiblemente, una víctima propiciatoria.

De tus manos este sacrificio
Dice el ordinario de la misa, cerrando el candado del orden y del símbolo unívoco de la redención: el Señor reciba de tus manos este sacrificio, para alabanza y gloria de Su nombre, para nuestro bien y el de toda su Santa Iglesia. Miremos ahora la escena del otro rito, el del teatro: dos hermanas, una freak (la albina) y una semi freak (su hermana). Una virgen blanca de los pies a la cabeza; la otra coloreada. Una, encerrada en la protección de los horarios monásticos de una casita de suburbios; la otra con la libertad del extramuros. Una de las dos deberá ser bautizada, vestir las ropas blancas, morir y renacer a una nueva vida. La otra se beneficiará de su sacrificio.

A la hora de matar, ¿a cuál matamos?

La evocación y la extra escena
La estructura conceptual y el modelo de acción que sostiene en escena a Albina durante su hora y cuarto de duración exige a las actrices un enorme esfuerzo. Todo en Albina se rige por la oposición interior/exterior de la casa. Afuera, todos los peligros: los perros matan conejos (ambos -víctimas y victimarios- son símbolo de lujuria, violencia e indefensión). Los feos y sucios varones cambian de religión, o la pierden. Afuera están la libertad pecaminosa del deseo y la amenaza de la muerte. Adentro, las dos actrices. Adentro, nada sucede y no se realiza nada: sólo se expone lo perpetrado en el exterior. Aparecen los conejos (sus cadáveres sanguinolentos) y yacen sobre la mesa. Se exhiben. Se retiran. Ni mueren, ni viven, ni se transforman. Las hermanas conversan. Bajo el influjo sugestivo de sus respectivas rarezas, los relatos que elaboran sobre lo que sucede o sucederá extra-muros (extra-escena) son más o menos impactantes. En cierto sentido, el procedimiento esencial de Albina es una reelaboración conurbana de la regla de Decoro, cuya griega sensibilidad hacía de los hechos de sangre y muerte un morboso deleite lingüístico condenado a la obscenidad visual (te lo cuento pero no, de ningún modo, te lo muestro).

La persistencia política
No contamos el final si admitimos que la víctima sacrificial es la virgen alba y pura, aún cuando intente pecar y no sólo no lo logre sino que, en virtud de la mejor ley de las paradojas, termine exhibiendo más aún su intachable pureza: como la mona que se viste de seda, la hermana Albina se tiñe de pelirroja y ni aún así deja de ser Albina. Afuera es violento. El ámbito de la pureza es femenino, es interior. Los perros, los conejos y los hombres rondan la cerca. Ellos, viriles y sanguinarios, esperan nuestra entrega. La casa se cierra como el barrio, sobre sí misma, estimulando la ley de los opuestos, el cerco, la invasión incontenible de la barbarie, el equilibrio con lo monstruoso que nos rodea, de larga tradición.

Y la persecución
Afuera y adentro es, tal vez, la Argentina demoníaca. Es el orden patriarcal y el pago de su tributo. La madre ha sido sacrificada, el padre está herido. Los símbolos son categóricos. Casi inamovibles. Estamos condenados a la opresión. Sin embargo, y esto es muy personal, el poderoso símbolo de lo albino se escapa de la obra, se fuga por una cañería del sótano del Teatro del Pueblo, y vuelve al mar.

“¿O acaso ocurre que en su esencia la blancura no es tanto un color cuanto la ausencia visible de color y, a la vez, la fusión de todos los colores, lo cual explica que exista tal vacuidad –muda y a la vez plena de significado– en un panorama nevado, y ateísmo de todos los colores tal que nos estremece? La ballena era el símbolo de todas estas cosas. ¿Cómo puede asombrarte, lector, la ferocidad de la caza?”
HERMAN MELVILLE. Moby Dick

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