viernes, 11 de diciembre de 2009

Sobre TODA MI VIDA HE SIDO UNA MUJER, de Leslie Kaplan

El jueves 3 fui a ver TODA MI VIDA HE SIDO UNA MUJER, de Leslie Kaplan, al Beckett Teatro (Guardia Vieja 3556). 4 únicas funciones.

La angustia me angustia
Sobre el elegante concepto lingüístico-pragmático de las “máximas conversacionales” de Paul Grice ya hemos hablado en este blog (ver reseña “Sobre FINALES, de Beatriz Catani”, click aquí). Se trata, en apretada síntesis, del principio de cooperación entre los hablantes, que rige tácitamente el diálogo humano. La capacidad de hablar es solamente la capacidad de codificar y decodificar mensajes, sino también (sobre todo) de comportarse de determinada (y significativa) manera. Se trata de respetar un protocolo comunicativo… o de significar violándolo.

Con un poco más de detalle:
los hablantes esperan, mutuamente (consideremos que el lenguaje es social, no privado) al menos cuatro cosas de la intervención del otro: que el otro sea suficientemente informativo, que diga la verdad, que sea pertinente (que diga algo que venga al caso), y que sea claro (no ambiguo; sí breve, sí ordenado). Lo más interesante, a mi juicio, de este protocolo tácito, es que sea permanentemente transgredido por los hablantes para producir, una y otra vez, un plus de sentido.

“La angustia me angustia”, dice una de las especulares féminas de la obra de Kaplan. La rima interna, la aliteración, la tautología de la frase rompe lo relevante, lo informativo, lo claro, lo pertinente. En la base estructural de esta obra, en la que una mina recita como una epifanía aquello que no agrega absolutamente ni una pizca de información a lo sabido-asumido (“toda mi vida he sido una mujer”, dice una mujer), en sostén estructural de la obra está la reiteración, la variación, la puesta en crisis de lo relevante.

Síntesis argumental
Un par de mujeres saturadas de atributos femeninos conversan efusivamente sobre lo banal y lo profundo de sus propias existencias. Los detalles, las pequeñas inflexiones verbales, deparan esquivos reconocimientos, paradójicas supresas.

Pernos redondos, grandes, dispersos -o el cuchillo de Kartun–
La lección del maestro: 1993, calle Perú llegando a Belgrano, aula EMAD, primer curso de dramaturgia. El profesor Mauricio Kartun discurre sobre las propiedades (inadecuadas) de los textos evocativos en el teatro. Dice que mientras un personaje habla, monologando, sobre las pérdidas que sufrió en su vida y los efectos que las pérdidas tuvieron, la atención del espectador disminuye, porque lo que sucede aquí y ahora es pura evocación. Y entonces propone: si el personaje que habla, en cambio, tiene un dedo estirado sobre una tabla de madera, y mientras evoca las pérdidas que tuvo en su vida (mientras dice el mismo texto), levanta una cuchilla de carnicero midiendo la inminente amputación, entonces…

La colisión de lo escénico y lo literario provoca teatralidad. Algo (mucho) de esto llamó la atención de la directora, y puso en funcionamiento y en primer plano lo más ecléctico de la obra en escena: dos minas repletas de atributos de lo cotidiano-banal reflexionan sobre la existencia, la identidad, el sexo, intercalando y reincidiendo sobre slogans publicitarios, frases de libros de autoayuda, o listas de utilidades de multiprocesadora.

Lo diverso, señalado como totalidad (la evocación de un juguete perdido y un dedo a punto de amputarse; los pernos tirados en el piso y la pregunta de una mujer sobre su vida) enciende alarmas. La contigüidad está casi a punto de otorgar sentido.

Minas vestidas, minas en bolas
Decíamos que la obra exhibe, exuberante, un despliegue del imaginario más convencional de “lo femenino”, muy significativamente similar a aquella invención de la mujer-consumidora que incipiente disciplina del marketing realizara en la post-guerra del siglo pasado: la madre-ama de casa del babyboom americano se seca el pelo en grandes secadores, usa electrodomésticos, toma el té, se viste con faldas de colores, se maquilla, usa delantal, está en la cocina, invita a tomar el té, habla de los demás y, cuando sale, bebe tragos dulces de color.

Es en esa instalación (plástica) donde sutilmente el lenguaje interviene. Aquella mujer desnuda debajo de su abrigo “me sorprendió”. Aquel toc-toc-toc que suena, psicótico, en la mente de una de las mujeres que jura que hay alguien que, cada tanto, la quiere habitar, se destila de lo cotidiano, de lo convencional. Cuanto más convencional -más estereotípico-, lo que se rasga es más significativo. Saber que debajo del abrigo hay una mujer desnuda… nos sorprendió.

André
Un pequeño aparte a esas ideas que uno querría haber escrito: un tipo de monólogo en el que una persona reproduce los comentarios de alguien ausente, con los que tal vez no está de acuerdo, y cada tanto devela su admiración impotente: André me dijo esto, esto y aquello… y yo no supe qué contestarle.

El fin de la historia
Toda mi vida he sido un mujer añade un eslabón a la cadena de piezas europeas –la obra formó parte del Ciclo de Nueva Dramaturgia Europea que organizaron el Goethe Institut, el Instituto Italiano di Cultura, la Alliance Française, las Embajadas de Suiza y Francia, Pro Helvetia y el Espacio Callejón – de piezas teatrales que revelan un llamativo abandono de la historia o relato estructural, incluso del concepto mismo de trama (sucesión de escenas que se refieren mutuamente en tanto trabajan –aún para cuestionar o romper- la línea causa-efecto). Pieza de juegos de lenguaje sin tiempos lineales, de variaciones sobre la banalidad (ingenuas por momentos, impactantes por otros), la obra se escribe también en el riesgo que implica toda variación como estructura: la ausencia de crecimiento, de ritmo, de intensidades. Contar, en casos como estos, con actrices de tal despliegue y eficacia es uno de los tantos aciertos de la dirección de Vilma Rodríguez.

1 comentario:

Cajetilla dijo...
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