lunes, 10 de abril de 2017

Sobre LA ALEGRÍA

Los jueves estamos presentando La Alegría, de mi autoría y dirección, en El Extranjero (Valentín Gómez 3378  / tel 4862-7400) jueves 21 hs.

La tortura y los Hare Krishna
A fines de los años ochenta, un amigo de la secundaria, muy dado a las extravagancias, me incitó a acompañarlo a una reunión de los Hare Krishna en un templo de Villa Urquiza. Todo, por supuesto, era exótico para mí: Villa Urquiza (lejana tierra de mi escuela primaria), Hare Krishna (algún pelado de colita bizarra vestido con chiripá naranja), y los ochenta, que yo aún no percibía como tales. Entramos. Sería un domingo a la tarde. Había extraños olores en el ambiente, y un reducido grupo de ataviados oficiantes con instrumentos de percusión sentados en el piso. Pronto entonaron el pegadizo mantra: hare krishna, krishna hare, hare rama, rama hare, rama rama, hare hare. Nos sentamos en ronda, y durante un tiempo que homenajeaba a la eternidad, entonamos con ellos el mantra. Luego nos invitaron a comer. Todo era vegetariano puro; hoy le dirían “vegano”.

 –Paso por una carnicería y me da asco el olor a cadáver- me arengó el anfitrión, mientras nos daba a degustar algo de un sabor realmente elusivo. Y agregó: –Tampoco comemos huevo; evitamos ingerir la menstruación de una gallina.

Alguno de los dos, mi amigo, o yo, le habremos preguntado por el sentido de la vida. Como el Zelig de Woody Allen, que le pregunta el sentido de la vida a un rabino y el rabino le devela el sentido de la vida (pero se lo devela en hebreo, y Zelig no habla hebreo), el Krishna nos dio a conocer el sentido de la vida. No lo hizo en sánscrito, porque habría sido malinterpretado, sino en una versión parabólica y evangelizante: “experimentar la vida es como estar con la cabeza metida en un balde de agua, torturado por alguien que, de vez en cuando, te deja sacarla y respirar. Ese alivio… Ese alivio es lo que llamamos felicidad”.

Treinta años después, a tan sólo un par de estaciones de subte de aquel templo (estaciones que por entonces no existían), con un sobrepeso de más de quince kilos, apenas separado de un matrimonio de trece años, con dos niños pequeños durmiendo en una sola cama en el piso de arriba, con mi padre postrado y agonizante a quince cuadras y mis vínculos familiares disgregados, con las distintas precariedades laborales a punto de colapsar, la piel manchada por un vitiligo reciente y expansivo, y arropado en interiores con gorro de lana y bufanda a causa del devastador tarifazo de gas, me senté y escribí en las trasnoches de alivio mi enésimo texto teatral: La Alegría.

Síntesis argumental
Chivilcoy. Argentina. A raíz del accidente que su madre tuvo con la moto, los hijos de Cristi regresan al pueblo y conocen a su nuevo novio. Pasado, presente y futuro desbordan y estallan en conflicto puro, pero la “alegría” impuesta por el consumo, la política y la tecnología desplaza toda otra emoción y triunfa como modelo, con consecuencias nefastas.

Unidad y diversidad
Aristóteles supo leer en la literatura teatral de su región y su siglo tres “unidades” que aún perviven, con toda razón, como parámetros de análisis para las estructuras teatrales: la unidad de tiempo, la unidad de espacio y la unidad de acción. En mis últimas obras (El Mal Recibido, El Tao del Sexo, La Verdad, y La Alegría), el impulso creativo me llevó a experimentar en las fronteras de esas unidades, tomando en cuenta que la experiencia vital del mundo contemporáneo también las complejiza: ¿qué entenderíamos por “unidad de tiempo” en la actualidad si podemos ver una “temporada” entera de una serie que hace menos de una década se extendía durante meses simplemente tras un click de una noche desvelada? ¿Qué tiempo es unitario si puedo escuchar cualquier corte de radio de cualquier programa “en vivo” en cualquier momento, pausarlo, retomarlo, retrocederlo y compartirlo? Actores muertos resucitan en Star Wars para actuar en sus precuelas, mis niños no comprenden el zapping lineal de la vieja tele por cable, y tocan instintivamente la pantalla o el control remoto para detener lo que en su código cultural es básicamente manipulable: el tiempo.

El momento de los acontecimientos en La Alegría, como en El Tao del Sexo, es falsamente unitario: en apariencia, se trata sólo de “versiones” de un acontecimiento único (la noche en que Male tuvo sexo con el paseador de perros en las escaleras del edificio, el “palo” que se dio Cristi con la moto “pasando Grido”). No obstante, ubicarlos en el tiempo lineal se hace imposible; la sensación es que todo ha sucedido, y que su verdad es su enunciación, puesto que reconocer es dar entidad, pero que lo sucedido no podría ubicarse en el tiempo linealmente: ¿cuál es la noche de los pasillos de Male, la del velorio, la del insomnio del Eugenio? ¿Cuándo se pegó el palo con la moto Cristi: antes de pedirle a sus hijos que dejen lugar para el novio, después de la noche de los cabeceadores de lámparas?

“Yo cambié futuro por pasado”, sostiene el Maxi (parafraseando a la gobernadora de la provincia de Buenos Aires), “¿o era al revés?”. Intentar un realismo contemporáneo tal vez pase por una ficción que asemeje su tiempo a los paradójicos movimientos de la “serie” real. 

Unidad de espacio
En La Verdad intenté un dispositivo escénico que utilizaba como parámetro el escenario bifrontal del CELCIT: una platea en L, muy compleja para las puestas, porque el frente de un espectador es el exacto lateral del otro. Si se quiere elaborar un “frente común”, hay que trazar una diagonal. En La Verdad, utilizamos los dos frentes, proponiendo dos acciones dramáticas intercaladas, de dos historias diferentes: la de la actriz y el director que ensayan una Antígona, y la de la editora de un periódico y el joven periodista durante la Semana Trágica. Por supuesto, las dos series se entrelazaban en reiteraciones y variaciones constantes, hasta componer un orden coral donde ciertos ecos de Antígona reverberaban en acontecimientos históricos trágicos. En forma intercalada, entonces, el espacio era “unitario”, excepto cuando las dos historias de superponían, y el director, la actriz, la editora y el periodista convergían.

Esa superposición de espacios (indagada en El Mal Recibido, en la que incorporábamos también al público en el círculo de sillas e iluminación plana) también se asimila, desde mi perspectiva, a una variación de la mímesis realista, porque ficcionaliza el modo en el que las realidades virtuales y las tecnologías en red operan sobre nosotros. Decíamos en El Mal: un hombre corre sobre una cinta en el gimnasio (movimiento paradójico que no lo desplaza a ningún lugar) mientras puede ver en una pantalla de 24 hs de noticias l@s modelos comentadas por los zócalos, recortad@s contra el amplio ventanal donde transcurre la calle, mientras escucha en sus auriculares un programa de radio de FM mañanero y su personal trainer lo alienta y le recomienda determinado tipo de dieta proteica. ¿Cuál es el espacio unitario de ese corredor?

La Alegría irrumpe en una casa de una ciudad (del ¿interior?), pero esa casa, además de ser trastocada por la pendiente irrupción de un extraño, tiene una particular relación espacio/sonora con sus electrodomésticos –para no spoilear, dejamos aquí la consideración-.

Unidad de acción
La unidad de acción que leyó Aristóteles, en la que los acontecimientos se encadenan en formar ininterrumpida en sus causas y efectos durante la representación de “una” jornada, ya era puesta en tensión por las distintas extra-escenas de la propia tragedia griega, puesto que los acontecimientos en el interior (palacio) y en el exterior (batallas, rituales, etc.) no se detenían durante el tiempo de desarrollo de la acción central, y entonces, las batallas eran decididas mientras sus personajes estaban en “otra” cosa en el recorte de la escena, y suicidios y asesinatos que el decoro quitaba de la vista eran perpetrados durante el desarrollo de una acción principal en el “centro”.

La experiencia de una multiplicidad de acciones simultáneas es, atávicamente, el marco de fondo del cual necesitamos como especie recortar una acción principal para focalizar, comprender, evitar la locura. ¿Cuánta acción simultánea tolera nuestra percepción? O mejor dicho: ¿cuánta acción simultánea estamos dispuestos a admitir siendo que vamos al teatro, leemos un libro o vemos una película justamente para sustraernos del estallido caótico y multicausal, hiperactivo, del entorno?

En El Mal Recibido experimentamos con la simultaneidad de voces, con ligeras variaciones, que permitían comprender y a la vez percibir la variación, el “error”. En La Alegría operamos fundamentalmente sobre el diálogo intercalado o superpuesto de dos y hasta tres o cuatro conversaciones simultáneas. Dicen algunos actores y algunos espectadores que no es muy diferente la experiencia real de ciertos momentos de reunión familiar.

Principio de identidad
“Yo no soy yo”, decía un personaje de El Mal Recibido. “Eso me pasó a mí”, exclama una de las hijas de Cristi en La Alegría: ¿quién cabeceó lámparas en un bar, a quién le hicieron bullying a la salida del colegio, quién escupía a quién? Tres “Agustines” al hilo, tres Griseldas, tres calles que se llaman San Martín. El desplazamiento no impide la identificación con la experiencia. Y en muchos casos, la establece.

Hechos y palabras
Un amigo solía anteponer a sus argumentos en cualquier discusión (sobre todo en política) este lema: “digamos las cosas como son”, y luego arrojaba su argumento. “Las cosas como son”, y luego, palabras. El vínculo entre las cosas y las palabras es la cuestión. La cosa. El tema. La papa. La Alegría opera con restos “menores” de la palabra: la frase coloquial, el fragmento in-significante, el residuo de conversaciones. Y somete esas palabras al eco, la reiteración y el desplazamiento a partir de asociaciones en el paradigma: así, las pastillas, la medicación, las semillas, se retoman como drogas de diseño, como medicación oncológica, como símbolo del “yugo” de la esclavitud, como reflejo de un accidente, “te comiste un cordón” de la vereda, o “mamá no come nada”, por la dieta o por “la papa”.

Cristi, Maxi y el cáncer provocan asociaciones que se expanden más allá de la escena circunscripta. Un pueblo de la pampa sojera es todos los pueblos, los Pelliza son los Viatri, los Boero, los Radazzo. Chivilcoy, no importa si yendo a para Moquehuá o viniendo de Mercedes, es un cruce de la nada con todo lo demás.

Accidente cerebro vascular y cáncer
Una clave hacia el final de estos apuntes. La idea de la obra surgió del triunfo en ballotage de una fuerza política cuyo emblema era el globo y cuyo himno fue un bailecito; una fuerza que propuso “la revolución de la alegría” ante la perplejidad de aquellos que se atajaban del inexorable y crudo porvenir.

La creatividad a veces es un llamado a atender impulsos irracionales que no tienen otro modo de solución. La perplejidad se transformó en campo de búsqueda: ¿qué pasa de verdad con la alegría, cuyo significante ha sido tan fácilmente expropiado? ¿Qué pasa con la alegría? ¿Qué es la alegría, de verdad?

Compartimos con el grupo, durante meses, anécdotas sobre alegrías “obligatorias”, situaciones que llevan a una alegría forzada, consumos, contagios, rituales, estallidos. Y, refugiado del dolor, la enfermedad y la muerte, me senté a escribir sobre ella.

No fue sino hasta el final que lo que estaba oculto empezó a echar su tenue luz. Mi padre había tenido un accidente cerebro vascular, mi madre, un tratamiento oncológico. ¿Cómo se puede estar alegre ante semejantes certezas? Existe la enfermedad. Existe el envejecimiento, y la muerte. Es la única certeza. Hay una alegría que las niega y que, bailando contra ellas, tapa el dolor, tapa la angustia, tapa la desazón, la pobreza, la violencia, la muerte. Hay, habría, habrá, otra alegría que las asume y nos asume: primero dice, esto que somos, esto que tenemos, esto que nos dimos, esto que esperamos (con certeza, como la muerte, y con esperanza, como la vida), esto es. Y luego, aquí estamos. Y desde allí, y a través de todo, y por ese todo, bailamos. 

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