martes, 30 de junio de 2009

Sobre FRANKIE & JOHNNY EN EL CLARO DE LUNA, de Terrence McNally


El jueves fui a ver FRANKIE & JOHNNY en el Claro de Luna, de Terrence McNally, al teatro Picadilly, Corrientes 1524, mié a sáb 21 hs, dom 20 hs.

Teatro terapéutico
Una técnica clásica, a menudo esquemática, del manejo de personajes en el teatro realista es lo que podríamos llamar el “encuentro profundo” o la “revelación personal”, y consiste en conducir las fuertes contradicciones internas de los personajes (también a menudo esquemáticas) hacia un grado de tensión tal que las haga estallar en la revelación (también a menudo esquemática) de cierta “verdad” interior, una verdad que estaba allí y que incluso suele revelarse también ante los ojos asombrados del mismo protagonista. Parte de la antigua anagnórisis de la tragedia clásica (el momento del “reconocimiento”, que enfrentaba al héroe clásico con la terrible verdad de su origen y/o destino) habita esos momentos; también parte de la epifanía o “revelación” del conocimiento, el momento mítico en que el maestro recibía la iluminación –el Buda bajo la higuera, Saulo de Tarso en el Camino de Damasco– permanece allí y, por qué no, una idea más convencional de la cura por la palabra: aquella que sostiene que articular en palabras lo reprimido -la vivencia traumática o el deseo execrable- desplaza su manifestación desde el síntoma hacia el lenguaje y el sufrimiento cesa (en las palabras lloradas de Johnny -¿o de Frankie?-, “lo que quiero es dejar de sufrir y dejar de tener miedo”).

En tal caso, y por leyes empresariales de balance de protagonismo, si tenemos dos personajes en escena, cada uno tendrá su momento de verbalización del trauma –del miedo, de la raíz oscura de la tensión, de aquello que le impide relajarse y permanecer. No sólo Frankie & Johnny en el claro de luna no escapa a esta ley, sino que la persigue por etapas, como si las verdades curativas de sus personajes estuvieran enterradas a tal profundidad que necesitaran, al menos, tres momentos distintos (cada uno) para articularse.

Síntesis argumental
Frankie, la camarera de una casa de comidas neoyorquina, pasa una noche de sexo y romance en su departamento con el nuevo cocinero. Guiada por el temor y la inseguridad, intentará poner límite a los arrebatos de pasión del verborrágico y desinhibido Johnny, quien ha decidido que ella es la mujer de su vida.

“Y la verdad os hará libres”
La frase pertenece al capítulo 8, versículo 32, del Evangelio según San Juan, cuyo texto completo reza “si vosotros permaneciereis en mi palabra, seréis verdaderamente mis discípulos; conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres”. Se asume la verdad como revelación, como algo que no se construye ni muta ni se sostiene ni se cuestiona: se conoce y libera. Es única, excluyente. Divina.

La verdad de Johnny: es un fracasado, ha estado en la cárcel, tiene tanto desprecio por sí mismo que no se atreve a visitar a sus hijos, a quienes extraña profundamente, y bajo su máscara de optimismo militante esconde un espantoso miedo al sufrimiento y a la soledad.

La verdad de Frankie: está sola y ya es grande, no tiene hijos y no puede tenerlos, porque su ex marido la golpeaba; estando embarazada, le propinó tamaña golpiza que le provocó un aborto y la posterior infertilidad. Desde entonces, sólo quiere defenderse.

La obra se extiende, regida por una ética muy acorde a la espiritualidad religiosa del país del norte, desde el encuentro físico -superficial, sexual-, que contiene no obstante la condición necesaria para poder “elevarse” (Frankie dice de la música[1] que suena por la radio cuando terminan de hacer el amor, textualmente, que transmite “la gracia”; esta misma música sonará tres veces, número sagrado, escandiendo la obra con su Gracia), hasta el encuentro profundo, anímico, de la verdad: lo que haya que decir será dicho, y nos lavaremos los dientes, purificados.

Polémica 87, ternura 09
Para el alma puritana, los cuerpos y sus bajezas son anatema. El estreno en Broadway de 1987 rompe esquemas. Tomando en cuenta que se trata del ápice de la Administración Reagan, republicano ortodoxo, precursor de la dinastía Bush, una obra que se inicia con el desnudo de Kathy Bates (¡cogiendo!), y acto seguido –lejos de exhibir exuberantes y musculosos cuerpos– muestra cuerpos regulares y habla del dulce encanto de tirarse pedos es polémico. Veintidós años después, en Buenos Aires, los lúsers y sus pedos suenan bastante tiernos, y quizás la obesidad es más virulenta que desnudez, el vientre inflado más que la esbelta espalda y las redonditas, gráciles nalgas de la protagonista.

Mucho, casi todo, en estos veintidós años, siguiendo la metáfora corporal, ha sido digerido: el Muro de Berlín, los disparos sobre Reagan y sobre el Papa Juan Pablo Segundo, la Fe en la verdad liberadora. El producto es ahora un “éxito americano” de Broadway, que ha cobijado en sus escenas un desfile de figuras (Kathy Bates, Kenneth Walsh, Stanley Tucci, Edie Falco, Rosie Perez), y que fue llevado, en 1991, al cine en la culminación de su tránsito por la gloria: Al Pacino, Michelle Pfeiffer. La actividad empresarial de la división “Cual es tu gracia entertainment” de la productora de Daniel Grinbank se propone, justamente, presentar en Buenos Aires “los éxitos americanos con la misma calidad que en Broadway”. La calidad actoral vernácula, y el interés del público local por acercarse a sus “artistas”, se lo permiten.

Gracias a Dios, Patricia Zangaro
En los últimos, largos años, la presencia de éxitos teatrales americanos y europeos en Buenos Aires estuvo casi monopólicamente regida por la Agencia F&F y sus versiones (para un análisis de estas versiones, click aquí Confesiones después del entierro y Sobre Agosto, condado de Osage). Con acertado criterio, a mi juicio, Daniel Grinbank prescinde de esos servicios y lleva a escena Agosto en versión de Mercedes Morán, y Frankie and Johnny en versión de la notable dramaturga Patricia Zangaro. En ambas versiones, el lenguaje fluye, la acción verbal puede ser interpretada y decodificada, y la cercanía de los personajes no necesita salvar una barrera infranqueable. Quedan, por supuesto, aquellas otras barreras idiosincráticas que siempre afectan la adaptación de obras extranjeras construidas sobre íconos costumbristas: el romance de dos losers americanos no tiene un equivalente decodificable local, su idiosincrasia es muy diversa y nuestro lenguaje difícilmente los puede constituir. Un panorama de ventanas iluminadas en rascacielos neoyorquinos de fondo puede tal vez referir al hacinamiento de las clases bajas en la Gran Manzana pero para nosotros, desde una perspectiva tan sudaca, remite ineludiblemente al éxtasis consumista de un paseo de compras con la Su Giménez, mirando mucho más atentamente qué bata se puso Florencia Peña y no qué miserias afronta la camarera de hamburguesería que, con mucha dedicación, representa. No es un pecado insalvable. Michelle Pfeiffer, actriz excelsa, no dejaba de tener ese halo (contraproducente) de refinamiento en la película, pero que el bueno de Al Pacino no dejaba de disfrutar.
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[1] La Suite Bergamasque, o “Claro de Luna”, de Claude Debussy