El sábado fui a ver ROSA BRILLANDO, de Vanesa Laja y Juan Parodi, a Querida Elena (Pi y Margall 1124, 4361-5040,sábados y domingos a las 19).
Rosa
Este confuso latín me machacó la cabeza durante casi un año, entre mis dieciocho y mis diecinueve. Lo había leído y releído una y otra vez en la calle –caminaba con el pesado libro de Umberto Eco por las cercanías del flamante CBC de San Isidro, cruzando las calles con cierta culpa por remplazar los apuntes de “Sociedad y Estado” por una novela policial postmoderna. También en mi habitación y en el cuarto oscuro de mi cabeza, donde un viejo monje, encorvado en su reducido scriptorium rasgaba una y otra vez su pluma contra el manuscrito. Recordaba otros libros, y a través de esos libros, las palabras, y a través de las palabras, una imagen: una mujer quemada en la hoguera, un cuerpo joven (el propio). Una flor roja por antonomasia. La rosa.
Al año siguiente me presenté a la primera clase de Latin I en la vieja facultad de Letras, pisos y pisos arriba de la antigua sede de Marcelo T, que dicen, fue un sanatorio o una maternidad. El profesor pasó lista y al detenerse en Apolo me pidió que me pusiera de pie.
“¿Así que tenemos a Apolo de alumno?”, preguntó irónico y fascinado.
“Sí”, respondí. Y agregué: “¿Qué significa stat rosa pristina nomine / nomina nuda tenemus?”
No supo qué responderme. Solo alguna vaguedad respecto del “tenemus”, que debería haber sido “habemus”. Del significado… nada.
Como en los sueños, no importa que entre la primera línea del diálogo y la tercera hayan pasado más de tres meses. Veintidós años después, con un click en la barra buscadora de Google me aparecen cuatro traducciones literales posibles de la frase y una cita de las Apostillas al Nombre de la Rosa donde Eco parece aclararlo todo. No obstante, ninguno tiene razón: ni yo, ni Fraschini, ni Umberto, ni el monje, ni el tiempo.
Poética
Enuncian los autores Maja y Parodi que este espectáculo es una “Invocación teatral a la poética de Marosa Di Giorgio”. La antigua rosa, gastada por el tiempo, por el cancionero popular, por las letanías lauretanas, por mi Rosa Mística y todas las rosas, por el viejo monje oscuro, por el nombre vacío, por el nominalismo, se hace cuerpo y flor y brilla.
Síntesis argumental
Una encantadora recitatriz dice poemas de Marosa Di Giorgio e invoca, con su cuerpo y su voz, la sensual exhuberancia sus imágenes. La poética se derrama desde la palabras al silencio: eso también es teatro.
La voz poética contradice la acción
Para la visión más clásica del arte teatral, los límites entre la poesía y el drama son nítidos; este último es el territorio de la acción. La palabra, más allá de sus cualidades poéticas, es utilizada por el dramaturgo como vector de acción, acción que da entidad/estructura a sus personajes –esa imagen me gusta: la palabra como una flecha dirigida, como los crueles dardos de la Fortuna que soportaba (y lloriqueaba un poco por demás) el príncipe de Dinamarca-.
Los personajes, en el arte teatral (en la poiesis dramática), son aquello que su acción expresa –a menudo, ocultando-. La palabra es funcional a la acción (“que la acción se corresponda a la palabra y la palabra a la acción”, instruía el príncipe), definiendo esta última como actos voluntarios regidos por un propósito. La palabra en acción es performática: se dice para hacer. La palabra en la visión más clásica del arte dramático no es otra cosa que una herramienta de modificación, una conducta en terrible tensión contra un objetivo en movimiento.
Cuando la voz poética solo funciona como voz poética, cuando el eje del paradigma se proyecta sobre el sintagma, cuando Vanesa enumera una por una, una por una, una por una, una profunda lista de frutas o de flores, la acción dramática se detiene y el teatro, en su visión clásica, se diluye. La superficie de las aguas no arrastra acción. Es el punto cero del método: eso no es teatro.
La voz poética se condice la acción
Para una visión menos clásica y taxativa, el arte performático es tornasolado: poesía, proyecciones, cuerpo, imágenes, música, forman un continuum cuyas definiciones, si bien necesarias, provienen del exterior –“invocación teatral a la poética de” es, convengamos, algo muy esforzado de enunciar para algo tan naturalmente sencillo de ver y experimentar…
La pregunta, en todo caso, sería por qué escuchar, por qué ver, por qué asistir al hecho de que la intérprete y el músico organicen ante nosotros, en cuerpo/en tiempo presente este recital. La “acción” no lo es todo en la poiesis teatral ya desde principios del siglo XX. Y no obstante, por las grietas de lo enunciativo, la acción se filtra.
Recitatriz
La presencia de la actriz habita el silencio. Verla comer las frutas, ofrecer su cuerpo para el baño de luz e imágenes, cantar en voz bajita, como si no supiera pero todos saben que sabemos, hacernos cómplices, es un hecho teatral. No existe, por supuesto, esa “poesía pura” de la que la tradición teatral quiere separarse. Existe una intérprete minuciosa actuando estado por estado cada respiración y sentido.
Ser convocado y participar de lo que emerge y se despliega en Rosa Brillando bien vale la pena un viaje al corazón de La Boca. Higos, dátiles, florcitas, pulpa, néctar… a temblar.
Repetición
Por último: el mal de la inacción suele la ser la falta de recorrido, un dejo de estatismo, de clímax aleatorio y desubicado. En el artefacto tradicional, el espectador siente la inminencia de la culminación y del espasmo posterior del finale. Una poética muy pegada al “recital”, en cambio, se resiente en estructura, pues al no contar una historia su tiempo no avanza. Solo avanza el tiempo real de la platea, que es el del goce y del disfrute (y del aburrimiento o el deja vu), tan personal y arbitrario. Rosa Brillando, hermosa, sensual, sutil invocación, se inclina sobre su propio decir y parece, hacia su término, estática. ¿Un acorde menos, por qué no un bandoneón, o unas buenas palmas? Porque sí. La rosa es sin porqué, decía el ignoto silesius. Florece porque florece. No pasa nada, convengamos:
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