El sábado fui a ver EL BOX, de Ricardo Bartis, al Sportivo Teatral (Thames 1426, tel: 4833.3585). funciones viernes y sábados 22 hs.
El desvío
El teatro como un eco, la oscura ausencia mitos organizadores para una lectura de la Historia, siempre presente, y “el desvío” se leen en las reseñas y en el programa de mano, antes y mientras guitarra, acordeón, maraca invitan a una fiesta declarada imposible. Lo casi imperceptible sucede después. Las primeras palabras de un discurso teatral suelen ser esquivas a la percepción y a la memoria; más aún si son leídas, más aún si se superponen como un susurro al eco de la música. Pero el desvío es trascendente.
En esa extraña biblioteca cruzada con gimnasio, Pablo Caramelo (Aníbal) lee un fragmento de las Bases de Alberdi como si fueran de Sarmiento, declarando que son de Sarmiento. Se lo oye como un eco, apenas. No sabemos lo que dice. Incluso me pregunto si escuché bien, si la asociación Bases / Sarmiento no es un desvío de mi propia percepción.
Las Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina, son (fueron) la explicitación del mito de una república, aquella que sobre la barbarie y a fuerza de matar gauchaje e indiada, propuso civilización; la república del “gobernar es poblar” (con europeos civilizados sobre los cuerpos y territorios de los cabeza).
El box linda la biblioteca. En los ecos de todo lo que pasó y es pasado y decadencia, Sarmiento es Alberdi. Y La Piñata una mujer que combatió con varones y fue, como en todo mito fundacional –es decir, patriarcal, es decir “patrio”- violada.
Síntesis argumental
En un viejo gimnasio de box, lindero a una breve y arcaica biblioteca, Maria Amelia "La Piñata", ex boxeadora, prepara junto a su maltrecho marido una fiesta de cumpleaños. Los invitados, como el box, como el trauma, como la vida mítica de un país, no pueden no ser pasado.
El pasado es este gato doméstico
La dinámica de la añoranza es la de un gato doméstico: encerrarlo, hambrearlo, provocarlo, lo convierte en una fiera.
Bartís sabe de rituales de violencia (como el maestro de dramaturgos Mauricio Kartun llama al teatro). Sobre el manso molde de la evocación –te acordás, hermano, de Nicolino Loche, cafetín de Buenos Aires, Luna Park y el viejo barrio, Bonavena- vuelca la energía de su teatro y hace de la derrota un festejo imposible, explosivo y final. El box es una de sus obras más breves. Consiste, casi exclusivamente, en la explosión de esa añoranza, contigua a una rara, notable y jocosa verbalización “anti-psic” del trauma: una puesta en palabras que no cura y cuyo disparo redentor jamás sucede[1].
Técnicas vigentes
La técnica de actuación que promueve Bartís desde fines de los ochenta es una técnica muscular, energética, en sus propias palabras: “una situación de carácter orgánico. Hay cuerpos, organicidad corporal, sangre, musculatura, química, energías de contacto, que se van a poner en movimiento. Lo otro, el texto, es una excusa para eso […] Son las posibilidades de múltiples combinaciones en el relato, el relato de lo que se está diciendo, el sentido, el sentido de por qué se actúa, de lo que está en juego, el contacto con el otro, la competencia casi deportiva de ver hasta dónde jugás, hasta dónde soportás el juego de la actuación” (Cancha con niebla, Ricardo Bartis, 2003)
Los actores juegan ese juego de estados mentales y corporales de riesgo sobre la malla de contención de un texto que se repite función tras función. Ese texto-excusa, por ende, no es el resultado de una improvisación actual, sino de una reedición que bien podríamos llamar dramaturgia (palabra ausente, políticamente ausente en el programa de mano). En este caso, la máquina de la dramaturga se enlentece. Viene a plagarse de la lenta decadencia de monólogos intercalados –cada personaje, prácticamente, tiene el suyo-; monólogos evocativos, añorantes.
Clásicamente teatral, el monólogo evocativo oculta la herida aún sangrante del pasado. Es, justamente, lo no dicho lo que impregna a lo que se dice de tensión. ¿Cómo fue el pasado, si lo que puedo enunciar oculta la energía que lo domina?
El pasado es ese pecado que no se puede nombrar.
El pecado que se puede nombrar
Y cuando se nombra se cura, diría el teatro terapéutico. La tensión se resuelve en la enunciación de una verdad. Y aquí, a mi juicio, gana el talento y la decisión teatral. Porque Bartís propone, fiel a sí mismo, una energía que contradice, desde la musculatura de la actuación, esta premisa del realismo.
No. La violación se narra con algarabía. “La hice mujer”, festeja el abusador, en presencia de todos. La venganza es inútil, es un arma cargada en manos de un pusilánime, es la no-reparación, porque esa patria es un intento fallido, sus papeles de colores, una fiesta de fantasmas.
Bonus Track: de qué hablamos cuando hablamos de video
Pocas obras ganan teatralidad (o al menos la mantienen) con la incorporación de proyecciones. La tentación de muchos directores por resolver desde allí no los exime de la ley perfomática del teatro que, al exponer registros audiovisuales, disuelve a los actores las aguas del playback o, en el mejor de los casos, los tiñe de colores semi bizarros e infantiles como los del karaoke.
Una de las salidas es el comentario distante e irónico. Visto en la extraordinaria Harina, de Podolsky y Tejeda (click aquí), aquí retorna de otro modo en el talento de El Box. No tanto cuando pretende poetizarse en imagen (Muhammad Ali sobre el vestido turquesa), sino cuando simplemente se deja observar, patético e inasible como el sueño de grandeza, en las paredes imposibles de la fiesta.
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